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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Encuentros con Nicanor Parra"
En Mundo Nuevo, n. 23
mayo de 1968
p. 75-83

"Primero, los desencuentros. Durante un año (setiembre 1950/agosto 1951), Nicanor Parra y yo compartimos el mismo aire húmedo, el mismo clima verde, los mismos coletazos del racionamiento, en la pobladísima Inglaterra. Ambos estábamos becados por el Consejo Británico: él para estudiar matemáticas superiores en Oxford, yo para realizar una investigación literaria (sobre Andrés Bello y el romanticismo) en Cambridge. Hasta teníamos un amigo en común: John Adams, uruguayo de nacimiento, inglés de extracción, persona muy inquieta y curiosa por todo lo hispanoamericano. Adams lo había conocido en 1949, cuando el poeta viajaba hacia Oxford; se habían hecho amigos en el barco, habían llegado a componer (con la entonces señora de Adams) unos imposibles hermanos Marx para la fiesta del cruce del Ecuador. Cuando llegué a Londres, conocí a Adams y éste pronto empezó a hablarme de Parra, o Paara como pronunciaba él con inconfundible acento. Yo sabía algo del poeta chileno. Recordaba haber visto unas líneas (muy cáusticas) de Carlos Poblete en su mediocre Exposición de la Poesía Chilena (Buenos Aires, 1941); recordaba haber leído allí y en la excelente Antología de Poesía Chilena, de Sergio Atria (Santiago, 1946) algunos versos de Parra. El poeta que reflejaban esos recuerdos, era un joven nacido en 1914, muy dotado para el verso, melancólico y sentimental, en que apenas si algún rasgo de humor venía a cortar la incontenible vena lírica. La imagen que me ofrecía John Adams a través de su caótico retrato oral parecía inconciliable: un hombre lleno de humor y agresividad, capaz de personificar a Harpo Marx, de lucir toques latinos de Don Juan, y enormemente versado en matemáticas. Más que su poesía, esta imagen trunca despertó mi curiosidad. Durante el largo año de mi residencia en Cambridge, se habló mucho de conocer a Parra. Muchos fines de semana pasaron sin que pudiera concretarse un encuentro en el dos veces centenario cottage que tenía John Adams en Shepreth, delicioso pueblito a veinte minutos de Cambridge. Una vez (Mahoma va hacia la montaña) hasta organizamos con John una excursión a Oxford para visitar a Parra. No fue posible localizarlo por razones misteriosas que (ahora comprendo) tenían más que ver con la capacidad de desorganización de John que con las artes elusivas de Parra. Ya me iba de Inglaterra resignado a no conocer al poeta chileno, cuando descubro en la lista de pasajeros del Andes que él también viajaba de regreso al Nuevo Mundo.

Pude verlo entonces: pequeño, compacto, con una cabeza de enorme frente despejada y unas arrugas simiescas, cavadas sin duda desde la infancia, que le dan una mueca permanente de feroz alegría, los ojos intensos y algo fijos en los que también baila una risa; en la boca, en cambio, una sonrisa triste, casi de dolor y tierna. Viajaba acompañado de una rubia hermosísima, su segunda mujer, conocida en Inglaterra pero de origen sueco. Hacían una linda pareja, reservados, autárquicos, con un aire de visible luna de miel. En el mismo barco, viajaban otros becarios, algunos de ellos chilenísimos, como Eduardo y Marisol Pinto. Pronto estábamos todos componiendo un grupo más o menos homogéneo de turistas intelectuales. Se hablaba mucho de literatura, de arte, de política, de América y Europa, de teatro, de sociología. Todos sabíamos quién era Parra y queríamos acercarnos, decirle que admirábamos su obra o sentíamos curiosidad por ella, que su fama había llegado hasta nosotros. Pero había algo en la pareja que nos detenía. En los momentos más frívolos atribuíamos esa paralización a la luna de miel; el motivo, sin embargo, era insuficiente. En la sonrisa de Parra, en la dolorosa sonrisa de Parra, desmentida por el patetismo de sus ojos, había otra explicación que (demasiado superficiales o tontos) no supimos comprender. A los catorce días de viaje el Andes llegó a Montevideo y tuve que desembarcar sin haber conocido a Parra.

Unos ojos sin párpados

Después habrían de llegarme noticias de él. Algunas literarias, otras personales porque a pesar de la incomunicación hispanoamericana los chismes corren y se saben cosas. Todo no andaba bien con la deliciosa Inge que había entrevisto en el Andes; Parra había debido suspender sus clases por un par de años al haberse quedado totalmente afónico; en uno de sus poemas (Autorretrato) pude leer entonces:

Mirad aquí, muchachos,
Esta lengua roída por el cáncer;
Soy profesor de Física:
Se me ha destruido haciendo clase.
Después de todo o nada
Hago cuarenta horas semanales.
¿Qué os parece mi lengua?
¿Verdad que da terror mirarla?

Aunque el poeta no crea sólo con la materia de su vida, esos versos me asaltaron con una verdad que iba más allá del propósito deliberado de metaforizar la angustia. Sentí en ellos ese hálito trágico que había creído entrever también en los ojos de Parra. Algunos meses más tarde, en diciembre de 1953, estuve en Santiago por una temporada. Otra vez, el benemérito Andrés Bello y su discutido Romanticismo me hacían salirme de cauce. Pasó mucho tiempo antes de lograr el contacto con Parra. Un día, creo que por intermedio de otro Bello (Enrique, descendiente del ilustre caraqueño) pude conocer personalmente a Parra. Entonces ocupaba un pequeño apartamento moderno cerca de la Biblioteca Nacional donde yo trabajaba. Ya había recuperado el habla y seguía viviendo con Inge. Lo vi un par de veces y me impresionó por el calor de su trato. No recuerdo de qué hablamos aunque es seguro que de poesía. No me dejó ir de su casa sin algunos libros (le encanta regalarlos), entre ellos una hermosa edición del Vasauro, del gongorino don Pedro de Oña, que me recomendó con mucho énfasis justificado.

También me regaló un apartado de los Anales de la Universidad de Chile, en que Enrique Lihn escribía una Introducción a la poesía de Nicanor Parra (diez páginas de vaguedades con alguna caracterización acertada de tanto en tanto) y se recogían trece de sus mejores poemas. Allí (al fin) pude conocerlo. Porque esa compacta antología recoge algunas de sus obras maestras: el Autorretrato, La víbora, La trampa, Los vicios del mundo moderno, el Soliloquio del individuo. En esos versos duros, agónicos, vitriólicos, y a la vez tiernos y desamparados, pude reconocer esa cualidad herida de los ojos de Nicanor Parra, esa mirada que traspasa, esa risa fúnebre, ese humor juguetón y a la vez ardido. El poeta hablaba de sí mismo, despotricaba contra las mujeres, contra la tiranía del teléfono, contra la corrupción del mundo, contra el yo que nos encierra en su cárcel, pero lo hacía sin piedad para sí mismo, con dolor, con la horrible lucidez de unos ojos sin párpado.

Cuando volví a Montevideo, me apresuré a publicar en Marcha (cuya sección literaria entonces dirigía) una nota sobre la vida literaria en Chile (Quiénes son los jóvenes y dónde se les encuentra, abril 23, 1954) que iba ilustrada por un poema de Nicanor Parra (el Soliloquio) y otro de Gonzalo Rojas. Meses más tarde recibía su segundo libro de versos, publicado después de un silencio de más de quince años. Parra había estado preparando morosamente su libro en el destierro inglés, en la muda soledad de su regreso a Chile, en su angustia y desesperación. Se iba a llamar Oxford 1950 porque ese nombre y esa cifra indican el preciso instante en que el poeta más o menos garcialorquiano de Cancionero sin nombre (1938) sufre la crisis terrible de la que emergería el verdadero Parra. Pero el libro que llegó a mis manos decía, con increíble acierto: Poemas y antipoemas. Por este libro, Parra ingresaba a la gran corriente de poesía de la lengua española.

Violeta la cantora

Hay algunos encuentros más. Son relativamente recientes y sirven para precipitar del todo la imagen que había sido revelada con tan morosos plazos. En enero de 1962 fui invitado por la Universidad de Chile, junto con Carlos Martínez Moreno, a participar en un Seminario de Literatura Hispanoamericana que tuvo lugar en Santiago, bajo la dirección de don Arturo Torre Ríoseco. En dicho Seminario volví a encontrar a Parra. Nos vimos muchas veces pero quiero hablar ahora de una noche memorable en su casa prefabricada, de madera, que desde lo alto de La Reina domina la vasta extensión luminosa de Santiago. Allí pude medir en un solo golpe de intuición lo que era Parra. O mejor dicho, Nicanor. Porque esa casa constituye su mundo más íntimo, allí el poeta se abre por completo. No faltó (como no falta nunca en Chile) buena comida y mejor bebida, pero lo que hizo la noche fue la presencia de Violeta Parra, hermana del poeta y cantora (no cantante, aclara Nicanor) de melodías populares. Ella misma las recoge en su fuente, las canta con una voz que no requiere otra escuela que su intensa intuición artística y las acompaña con una guitarra que también canta. Oscura, vestida de negro, el pelo negro lacio escuetamente recogidos, los rasgos indios acentuados, Violeta Parra no gasta palabras ni cortesías. Vive pendiente de su guitarra. Cuando la tiene en los brazos se transfigura. Empieza a cantar y se forma un círculo incantatorio: la voz es pesada como el sueño, se entra por los resquicios del cuerpo y cuando queremos acordar la voluntad nos falla. Sólo podemos escuchar, vivir pendientes de ese hilo de voz que nos domina. La voluntad férrea de la cantora nos posee.

Había una muchacha de esas que no saben estarse en su sitio y que se mueren si todos no están pendientes de sus encantos. Interrumpía para hacer comentarios, se movía en el asiento, buscaba cosas en la pieza de al lado, hasta que Violeta la echó con una sola palabra seca, como la que se dirige a un perro molesto, a un niño estúpido. La dijo y siguió cantando. No se rompió el hechizo sino que esa pequeña demostración de vigor sirvió para que se cerraran aún más las aguas negras de la hipnosis sobre nuestras cabezas. Los ojos concentrados y hasta doloridos por el foco de luz que daba sobre la guitarra, el oído puesto en el alma de esa voz, todos sentíamos que Violeta, esa Viola, era una bruja ejecutando un conjuro, revelando misterios, abriendo caminos en los subterráneos del alma.

Detrás de ella, con la sonrisa perenne que ya me hacía acordar la máscara dolorosa de Lon Chaney, o el Conrad Veidt de El hombre que ríe, Nicanor Parra escuchaba y absorbía cada nota. Algunas de las cosas que Violeta cantaba eran de él, de esa Cueca larga que yo había leído en Londres, 1959, traída por la mano de John Adams (otra vez), y que en el contexto británico de mi apartamento de la calle Ossington, con bibliotecas victorianas, negra chimenea, y grandes ventanales, casi no tenía sentido. Ahora, cantadas por Violeta o recitadas por Nicanor, las poesías de la Cueca larga adquirían su ritmo, su entonación, su acento.

Esa noche, Nicanor leyó para Martínez, para mi mujer y para mí, algunos de sus mejores poemas. Esa voz que él creyó perdida, roída por un cáncer que estaba mordiendo realmente su alma, se levantó nítida y escueta para decir el Soliloquio del individuo, La víbora, el poema a Siegmund Freud. La voz de Nicanor es asordinada y seca; cuando lee no pone otro énfasis que la intensidad con que separa nítidamente cada verso y una cierta alegría sardónica que le desborda por los ojos, principalmente cuando descubre en la risa incontenible del oyente que el verso ha dado en el blanco. Cuanto más duro y arbitrario es el verso, cuanto más cómico y desgarrado, más ferozmente alegre se pone Nicanor. Pero es la suya la alegría de quien sabe que está haciendo bromas con la vida y la muerte.

Sólo una cosa es clara:
Que la carne se llena de gusanos,

dice uno de sus Versos de salón. Esa claridad última inunda su poesía y le da, paradójicamente, una fuerza increíble de vida. Porque lo que mis ojos pudieron comprobar esa noche de enero de 1962 fue la plenitud de Parra. El poeta en su habitat, conseguido al final de tanta peregrinación, de tanto dolor, de dos matrimonios deshechos, adquiría al fin sentido completo. Así como la lectura de los Poemas y antipoemas me había permitido descifrar los signos de aquella máscara entrevista en el Andes, ahora la sesión en su casa de La Reina, me permitía reconocer la plenitud interior que ya había alcanzado Parra y de la que el poema contra Freud era un admirable síntoma. Yo conocía estos versos que habían sido publicados en la revista chilena Alerce (julio-agosto 1961). Recuerdo con qué gusto había leído y hecho leer en Montevideo sus irreverentes estrofas que satirizan la manía del psicoanálisis, uno de los vicios del mundo moderno que ya había denunciado Parra:

Vemos un automóvil.
Un automóvil es un símbolo fálico.
Vemos un edificio en construcción.
Un edificio es un símbolo fálico.
Nos invitan a andar en bicicleta.
La bicicleta es un símbolo fálico.
Vamos a rematar el cementerio.
El cementerio es un símbolo fálico.
Vemos un mausoleo.
Un mausoleo es un símbolo fálico.
Vemos un dios clavado en una cruz.
Un crucifijo es un símbolo fálico.
Nos compramos un mapa de la Argentina
Para estudiar el problema de límites.
Toda Argentina es un símbolo fálico.
Nos invitan a China Popular.
Mao Tse-Tung es un símbolo fálico.

Para normalizar la situación
Hay que dormir una noche en Moscú.
El pasaporte es un símbolo fálico.
La plaza Roja es un símbolo fálico.

Las carcajadas de Martínez Moreno deben estar resonando todavía en La Reina. Porque esta poesía no es sólo cómica por lo que dice sino que la voz de Nicanor la hace más cómica, con un sentido increíble del timing, una sobriedad en el énfasis, una socarronería de la dicción que derivan simultáneamente de la experiencia ancestral del indio y de sus dos años en Oxford. El poeta lee con el papel iluminado por una lámpara y envuelto él mismo en la penumbra. Al fondo la mesa de trabajo, abarrotada de libros, papeles, cacharros y objetos de cerámica. Forrando las paredes de madera, está la madera de las bibliotecas y la madera de los libros revueltos en una heterogeneidad que demuestra bien a las claras las dos vocaciones de Parra: alta matemática, Mecánica Racional, compartiendo el mismo espacio vital con los poemas de Ezra Pound o la lírica de Lope de Vega. En las demás habitaciones abiertas, las enormes telas oníricas de Violeta Parra miran con sus mismos ojos de hechicera. En ese marco escenográfico encaja perfectamente Nicanor, como no encajaba en el apartamento funcional cerca de la Biblioteca, como no encajaba en la sonrisa pálida de equívoca luna de miel del Andes. Ahora lo veo, lo encuentro, lo reconozco.

El lenguaje de todos los días

A principios de 1963 vuelvo a estar con él en Valparaíso y en Santiago. Otra vez la Universidad de Chile ha servido de enlace; otra vez una mesa redonda sobre la literatura hispanoamericana, nos ha acercado. He pasado unos días de enero viviendo en La Reina, en ese cuarto que dominan las telas superrealistas de Violeta Parra, abrumado por los monstruos que sueña su pincel, por los colores detonantes, por la ciega explosión de vida subterránea que emerge de estos cuadros como emerge de la oscura voz de su guitarra. He compartido con Parra mesas redondas y cuadradas, conversaciones a solas, mano a mano, largos viajes con gente amiga. En esos pocos días, tratamos de aclarar los encuentros y desencuentros. Se habló mucho de poesía porque la poesía es el alimento de Parra. Pero se habló con la seriedad, con el ahínco, con el sentido profesional, con que él siempre habla de todo. Para él, la poesía es un quehacer, es una faena, es el resultado de una operación consciente del poeta sobre sí mismo. Pude saber muchas cosas que algún día habrán de aparecer en un estudio que me prometo sobre Parra: circunstancias biográficas menudas que aclaran la intensidad de algún poema (el Soliloquio, escrito de un tirón mientras se espera una maldita llamada telefónica), ideologías que explican el nuevo rumbo de su poesía (en Siegmund Freud hay una apasionada defensa de China comunista), rasgos de humor o aforismos que iluminan su conducta creadora ("Me puse a descargar las palabras para poder escribir poesía, a descargarlas de los significados ajenos, para poder cargarlas después de los significados míos"), proyectos para el futuro inmediato (un Manifiesto que servirá de base para las publicaciones de un Taller de poesía, tal vez un viaje al Río de la Plata).

La semana larga que estuve con Parra confirmó la visión del año pasado y la documentó en mil pequeños detalles. Lo volví a ver entero y centrado. Descubrí al mismo tiempo que se encuentra en un momento crucial de su vida poética. La publicación de los Versos de salón en 1962 cierra el ciclo de la antipoesía. Ahora, desde el viaje a China, Nicanor no quiere hacer poesía sólo para poetas y críticos. Quiere hacer poesía que sea para todos. El poema a Siegmund Freud es como una despedida de las complejidades del mundo moderno, es decir del mundo occidental. En su Manifiesto, Parra busca expresar la poesía usando el lenguaje más llano, el ritmo más imperceptible, la dicción menos notable. No es poesía, dijo Ida Vitale al oírlo recitar y hasta cierto punto su juicio es válido porque representa la reacción de un poeta y un crítico dedicado por entero a la poesía. Pero lo que busca ahora, hondamente, calladamente, empecinadamente, Nicanor es una poesía que no sea "poesía". O que no lo parezca. Una poesía que se haya depurado de tal modo de todo lo que es moda, estilo, manera, que pueda surgir con una inmediatez, una vibración absolutamente inéditas. Es decir, una poesía que vuelva al punto mismo en que el lenguaje de todos los días es ya poesía.

El poeta recopila

Un año después, hacia octubre de 1964 y en el marco para ambos exótico de las ruinas mayas de Yucatán, pude volver a hablar largo y tendido con Parra sobre su nueva teoría poética. El pretexto que nos había convocado en Chichén-Itzá era un simposio de la Fundación Inter-Americana para las Artes al que también asistían Carlos Fuentes y José Donoso, Sebastián Salazar Bondy y Dalmiro Sáenz, Jorge Ibargüengoitia y Ulises Chocrón, Juan Rulfo y Marta Traba, José L. Cuevas y Fernando Szyslo. En medio de reuniones formales e informales, de paseos por las ruinas y excursiones a Mérida, sostuve con Nicanor una conversación llena de hiatos pero de increíble continuidad temática. El motivo era su concepción actual de la poesía. El centro se hallaba en una teoría de la recopilación que poco a poco fue poniendo en claro Nicanor y que asoma ahora, transparente, en su última colección de versos, esos sorprendentes Artefactos que la revista Imagen de Venezuela ha presentado como suplemento a su número 13 (noviembre 1967).

El poeta no produce realmente poesía, viene a decir Parra. La recopila. El poeta es un oído alerta que recoge la poesía de boca de los hablantes. Esta poesía espontánea sólo requiere una mínima operación de poda, o de fina reordenación de sílabas, para convertirse en poesía total. Por eso, en la imagen sugerida por Parra, el poeta viaja por el mundo con el oído abierto y un cuaderno de apuntes a mano, cuaderno que se va llenando de toda la poesía que produce la colectividad. En Artefactos hay algunas muestras de endecasílabos naturales como estos:

La muerte es un hábito colectivo.

Tú no me dices nunca la verdad.

Dime si te molesto con mis lágrimas.

Esto no quiere decir, es claro, que toda la poesía de Artefactos sea mera recopilación. Sobre la línea o líneas que el poeta recoge se inserta casi siempre la palabra propia, el giro único, el efecto que una súbita aproximación de voces produce fatalmente. Así, por ejemplo, en "Far West", unas frases que podrían haber sido recogidas literalmente de bocas espontáneas, adquieren un sentido suprarrealista en la línea final. He aquí el texto:

Corríamos a tal velocidad
Perseguidos de cerca por los pieles rojas
Que las ruedas de nuestra diligencia
Comenzaron a girar en sentido contrario.

Otras veces, no es la visión suprarreal, sino la mera yuxtaposición de textos lo que produce el estallido poético, como pasa en "Aviso":

Estudiantes de Humanidades
En vez de escribir palabrotas
En los muros de las letrinas
Escriban Dios
Escriban Virgen Santísima.

Pero, siempre, la poesía se alcanza por un proceso que ha descrito admirablemente Guillermo Sucre en su presentación de estos Artefactos. "En ellos su poesía anterior alcanza mayor acuidad y despojamiento. Queda roto todo hilo discursivo: el lenguaje no existe sino como frases sueltas y simples notaciones. Como Beckett en el teatro, este poeta tiende a una reducción total de los medios expresivos. Y por este camino nos enfrenta al absurdo de la vida moderna. Estos poemas más que textos son pretextos: el lector debe resolver la aventura que ellos implican y le proponen. Son, finalmente, una gran empresa de desmitificación a través del humor. Desmitificación del mundo, pero también del lenguaje y del hombre que lo expresa".

Pero volvamos al Simposio de la Fundación Inter-Americana

Hace calor en el ómnibus que nos lleva desde Chichén-Itzá hasta las ruinas casi babilónicas de Uxmal. Atravesados por el aire cálido, por los fogonazos del sol, hablamos con Parra de esa poesía colectiva, de ese poeta único que subyace los esfuerzos de los miles de poetas individuales que en el mundo han sido. Cuando llegamos a Uxmal, el sol nos abruma. Nicanor corre a comprar uno sombreritos de paja, muy a la moda norteamericana, que venden en plena arqueología los descendientes de los mayas. Compra tres: uno para él, otro para mí y el tercero para Sebastián Salazar Bondy, el inolvidable autor de Lima, la horrible, que ya estaba enfermo del mal que lo mataría el año siguiente pero que todavía nos parecía lleno de amistad y humor y vida. Dejamos por un rato de hablar de poesía para sumergirnos en ese laberinto de arquitectura preborgiana, creado (como la poesía con que sueña Parra) por el esfuerzo colectivo de un pueblo. Subimos escaleras, accedemos a galerías y avizoramos desde las terrazas uno de los paisajes humanos más deslumbrantes. Todo el tiempo entonces no pude evitar el sentimiento de reconocer una continuidad profunda y subterránea entre la piedra de Uxmal y esta otra arquitectura de sonidos que recopila infatigable Nicanor.

Canciones en NuevaYork

Después de ese encuentro lo he vuelto a ver varias veces más y en muy distintos escenarios: en Nueva York, 1966, con motivo del Congreso del P.E.N. Club; un año después en Puerto Azul, Venezuela, en otra reunión de la Fundación Inter-Americana para las Artes; luego en París, hace apenas unos meses, cuando iba de paso para Cuba; y también lo he visto en Santiago de Chile, en varias ocasiones memorables. Des esos encuentros quisiera evocar sólo dos, pero alterando un poco el orden cronológico para que se entiendan mejor las cosas que quiero decir. Empiezo con el encuentro en Nueva York, del que quedan unas notas redactadas por mí entonces en forma de diario y que ahora reproduzco con algún mínimo retoque.

Martes 14. De noche vamos a Chinatown, con los Vargas Llosa, Martínez Moreno, y Nicanor Parra. La idea es de Mario Vargas, que como buen peruano admira la comida oriental y suele frecuentar las chifas (como llaman en Lima a los restaurantes chinos). Él tiene una idea completamente cinematográfica de Chinatown y mientras atravesamos la pobre barriada de Canal Street, con sus escuálidas casas, las leprosas fachadas de sus comercios, los chubascos que nos azotan y dispersan, Mario Vargas va contando como en trance lo que espera ver: pagodas que se recortan contra el cielo, antros en que se fuma opio, inescrutables caras orientales que acechan todo desde la ranura de sus ojos oblicuos. No le digo nada porque sé que la realidad de Chinatown es muy otra. Lo dejo que vaya descubriendo que todas las pagodas se reducen a una pagoda superpuesta sobre un edificio moderno y ella también bastante moderna de aspecto a no ser que se quiera contar como pagodas a los kioscos telefónicos que terminan en techitos orientales; que los inescrutables asiáticos ya visten a la manera occidental y tienen más cara de aburridos que de misteriosos; que el opio no se ve ni huele por ningún lado. Nos conformamos con un restaurant de los de aire acondicionado en que la comida, al estilo de Cantón, es excelente. Pronto, olvidados de todo exotismo, discutimos sin parar sobre América Latina y creamos, por la mera obsesión y la lengua, un ambiente distinto. Ya no es más Chinatown sino una chifa peruana. A la vuelta, subimos hasta mi habitación en el Hotel de la Quinta Avenida y mientras tomamos algo fresco, Parra nos lee una secuencia de poemas que ha compuesto en 1964 y en la Unión Soviética. Las llama Canciones rusas porque fueron escritas durante una estadía de unos seis meses, o recogen un estado de ánimo que tiene sus raíces en aquel viaje y aquel distanciamiento.

Las canciones son independientes pero tienen como un hilo subterráneo que las atraviesa: un hilo hecho de nostalgia, de lejanía, de exotismo y al mismo tiempo de una profunda soledad, iluminada lúgubremente aquí y allá de premoniciones muy graves. El poeta que las ha escrito está llegando a zonas terribles de sí mismo. Nicanor habla de sus canciones como si fueran poemas muy ligeros, y en cierto sentido lo son porque están escritos en un tono menor, liviano y con un humor superficial que puede llegar incluso a la comicidad. Pero es lo que está debajo de ese humor lo que golpea al oyente. Sin la dureza terrible de los Antipoemas pero también sin la vena cordial y muy chilena de La cueca larga, esta nueva secuencia suya parece combinar la levedad de trazado con la gravedad de los sentimientos que el poeta practica, el tono menor con una presencia invasora de la fatalidad, el recuento de lo externo con los golpes más implacables de la soledad. Nicanor lee con una voz precisa y algo neutra; apenas si apoya los pasajes irónicos y hasta consigue la carcajada en muchos casos, carcajada que él mismo acompaña con una risa corta, fuerte, que le hace abrir la boca como una mueca. Lo escuchamos leer con cierta reverencia porque Parra es un poeta muy entero. Y porque esas Canciones rusas, a pesar del tono casual, ponen cosas muy al desnudo. Para Vargas Llosa, que lo conocía poco, esta lectura es una sorpresa; Martínez y yo lo habíamos oído leer en varias ocasiones y sabíamos cómo su voz grave y su tono mesurado pueden trasmitir impecablemente las tensiones interiores de un verso aparentemente límpido. En estas Canciones la sentenciosidad del discurso no impide que el poeta aparezca siempre conmovido. "Son tus Rimas", le digo en una pausa de la lectura, y Nicanor se sonríe con un pequeño gesto de complicidad. Como las otras de Bécquer, éstas también tienen un poder contenido, una melodía sutil, una emoción desgarrada.

Para las autoridades

El otro encuentro que ahora evoco ocurrió casi un año antes, en Santiago de Chile, en setiembre de 1965. Yo estaba haciendo una jira por América Latina y a mi llegada a la capital chilena traté de ponerme en contacto con Nicanor, lo que no es siempre fácil. Parra vive en La Reina, en los flancos mismos de los Andes. Por lo general, los taximetristas se niegan a subir hasta allí: alegan (lo que es cierto) que el viaje es largo y que no siempre consiguen clientes para la vuelta al centro; o simplemente declaran no saber cómo llegar y efectivamente se pierden. Todo se arregla prometiéndoles el doble de la tarifa, pero la experiencia tiene su significado. Porque el poeta chileno ha elegido un sitio que le asegura al mismo tiempo el contacto humano y la soledad, un lugar que lo acerca al mundo y lo protege de él. La casa, edificada sobre un cerro desde el que se domina todo Santiago, rodeada de árboles y a la que se accede sólo por una empinada rampa para automóviles o por unos escalones tallados sobre la tierra misma, es de madera prefabricada. Como profesor de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico, Parra está muy seguro de la solidez de su casa pero para el inexperto visitante la construcción entera parece hermosa y frágil, cálida por el color y olor de la madera pintada, con una impermanencia que se traduce en ciertos crujidos ocasionales, en las junturas demasiado visibles, en la ausencia de esos artefactos que nos hemos resignado por identificar con la vida misma. No hay teléfono; el cartero no llega hasta allí: a menos de tres cuartos de hora del centro de Santiago, Nicanor parece vivir en otro planeta. Vive, sin embargo, muy metido en éste.

Ver a Nicanor en La Reina es verlo en un hábitat perfecto, construido por su mano y decorado por su inteligencia: el hábitat elegido por este hombre que ha venido de Chillán y que tiene mucho de indio debajo de su sobriedad británica. Porque Nicanor echa sus raíces muy hondamente en la tierra de Chile y donde mejor se ven esas raíces es en su hermana Violeta. En esos días en que visito Santiago, Violeta se ha instalado en una carpa en la Exposición Internacional de la Producción; allí canta poemas compuestos por ella misma, vende vino y empanadas. Vamos a visitarla una noche con Fernando Alegría, el crítico y narrador chileno que está pasando ahora unas semanas en la patria. (Está de profesor en Berkeley). Llegamos en el Volkswagen gris de Parra y bajamos como la imagen misma del desarraigo latinoamericano: Parra con un impermeable oscuro de nylon y un sombrero de paja, de gruesa cinta violeta, muy a lo gringo; Alegría totalmente occidentalizado en su traje y corbata norteamericanos; y yo, con el invisible, oscuro, uniforme masculino que la vieja tradición británica ha impuesto hace décadas en el Río de la Plata. La Exposición ya está cerrando y sólo quedan algunos rezagados. En la carpa vacía están Violeta, con un amigo suizo que la acompaña con su quena, y un par de huasos. Hace frío y han prendido un frágil fueguito de astillas en torno del cual nos sentamos. Para ponernos a gusto nos ofrecen un poco de vino tinto y esas empanadas chilenas, sabrosas y picantes. Violeta conversa lentamente con los huasos que han venido a traer ganado a la Exposición y que cultivan una lenta cortesía española para saludar, para servir el vino o servirse, para pedir algo. Violeta es morena oscura, el pelo renegrido, la cara cubierta de finas arrugas. Tiene ojos incandescentes. Viste de negro como mujer de pueblo, con grandes faldas que caen sobre sus copiosas enaguas. Aunque Nicanor es su hermano mayor, ella parece más antigua, como fuera ya del tiempo. Tiene cara de india aunque Nicanor insiste en que la nariz es judía. Hay una curiosa y profunda relación entre los hermanos. Fue Nicanor el que la puso en la pista del folklore chileno, el que la incitó a dedicarse a la creación, el que ha escrito para ella algunas cuecas. Ahora Violeta ha superado en este terreno al hermano. "Tiene un libro publicado en edición bilingüe en París", me dice con cierto escándalo afectuoso Nicanor. Y es cierto: François Masperó ha publicado en un volumen que se titula Poésie populaire des Andes, 1965, los cantos de Violeta. No hay nada de celos en las palabras de Nicanor. De alguna manera muy sutil, él continúa velando sobre Violeta como cuando la incitó a irse al campo a recoger de labios ya muy viejos las más primitivas canciones, las músicas más inauditas. La ternura de Nicanor, ese hombre tan reservado, se vierte sobre Violeta, desde el silencio con que escucha y observa. Una sutilísima ironía impregna cada una de las palabras con que Violeta se dirige a nosotros. Dice: "Vamos a cantar para las autoridades", como si Nicanor, Fernando Alegría y yo constituyéramos un ancestral jurado. Para esas autoridades canta ella y la pureza de su canto parece venir de lo más hondo de la voz humana. No es lo telúrico, no; ese concepto resulta aquí bastante sospechoso. Sino lo esencial humano lo que reconozco en esa voz fina, a veces demasiado aguda, pero siempre admirablemente entonada. Le digo que algunas de sus canciones me parecen medievales y ella se sonríe con cierta picardía. Porque esta mujer que parece una bruja del Sur (una bruja buena y cortés, es claro) ha viajado mucho, conquistó París con su arte refinado de folklorista, ha recreado las canciones más primitivas con un conocimiento que es tan sabio y tan instintivo como el de su hermano en la poesía culta. Violeta hasta tiene sus ribetes de maestrita. Cuando alguien se equivoca en una alusión al estrecho de Behring, lo corrige sin vacilaciones. También pone en su sitio al acompañante suizo, que recogió en sus viajes, y que traicionado por su origen se ha puesto a hacer fiorituras con la quena: "Nada de temblores", le dice: "La nota pura". Mientras tanto las autoridades sorbemos nuestro vasito de vino tinto y mordisqueamos nuestras empanadas haciendo lo posible para no romper ese círculo de encantamiento que Violeta ha creado con su voz, con su fueguito (cada tanto arroja con la mayor lentitud una astilla al temblor de la llama), con su presencia oscura. Violeta nos está dando una gran lección de arte popular y, sin saberlo, todos hemos sido convertidos en los más sumisos discípulos.

Cortesías que merecen palos

El año pasado alguien (ya no recuerdo quién) me dijo que Violeta Parra se había suicidado. Parece que se pegó un tiro en la cabeza. Sólo meses más tarde pude hablar con Nicanor de la muerte de Violeta. No sé bien qué le dije pero sé que él no quiso aceptar mi piedad, por más sincera que fuese, porque Violeta podrá haberse borrado de este mundo por un acto voluntario pero para Nicanor sigue tan viva como antes. Hablamos de ella y de cómo su vida se teje y desteje con la de él. Recordamos algún encuentro, le di a leer las notas que había hecho sobre ella. Más tarde, encontré entre los Artefactos algunos que me iluminaron mejor todo. Allí hay uno (el número doce) que se titula agresivamente "Hay cortesías que merecen palos" y que pide:

Digan abiertamente se mató
Se suicidó de un tiro en la sien.

También encontré allí este otro, en que el negro del humor apenas si asordina la voz. Se llama "31 de Octubre" y marca una fecha:

Entonces nos vemos mañana
Punto de reunión:
Pabellón 31 - Nicho 339
Peña de Violeta Parra.

Pero el último poema que quiero citar, porque es el que me ha quedado sonando en la cabeza desde hace meses y porque me parece cierra mejor esta zona del testimonio, es el que lleva el número 13 de los Artefactos y se titula simplemente "Aclaración":

Fallecer es un acto denigrante
Suicidarse es actuar

es estar vivo.

Entre poesía y no poesía

Los Artefactos se publicaron en Imagen de Venezuela al mismo tiempo que empezaba a circular en todo el mundo anglo-sajón una edición bilingüe de Poemas y antipoemas hecha en Nueva York por la prestigiosa editorial New Directions y mientras continuaba difundiéndose en toda América Latina la edición popular de La cueca larga y otros poemas, impresa por EUDEBA (1964), y en tanto que desde Chile, la Editorial Universitaria difundía sus Canciones rusas (1967), que había anticipado un año antes Mundo Nuevo (Núm. 3, setiembre de 1966). En todos estos textos hay varias imágenes de Parra, desde la que ofrece esa agresividad de muchos antipoemas hasta el lirismo contenido de las Canciones rusas. Pero es sobre todo el Parra de los Artefactos el que me parece más aventurado, oscilando siempre en el límite mismo entre poesía y ausencia de poesía. Aquí asoma un nuevo Parra, sobre el que no conviene pronunciarse todavía. El tiempo y sus poemas dirán si la empresa es posible o si con este nuevo avatar poético, no ha practicado un segundo suicidio simbólico más definitivo que el primero. Porque cuando el joven poeta dejó atrás a García Lorca, se desembarazó del lírico y melancólico que llevaba fuera, para dar curso en una poesía a contrapelo y ríspida al poeta verdaderamente lírico y melancólico que llevaba dentro, creando los polémicos Antipoemas, muchos de sus mejores críticos lamentaron la muerte del otro. Ahora, Parra vuelve la espalda a los Antipoemas pero no para retomar el gran énfasis lírico de sus primeros tiempos, sino para despojarse aún más, para esencializarse en una poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética. La empresa es terrible y está siendo jugada con los ojos bien abiertos, en un esfuerzo último y supremo por descargar completamente las palabras. Un nuevo Parra está naciendo. Habrá que esperar la hora de salir de una vez por todas a su encuentro."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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