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"Encuentros con Nicanor Parra"
En Mundo Nuevo, n. 23
mayo de 1968
p. 75-83
"Primero, los desencuentros. Durante un año (setiembre
1950/agosto 1951), Nicanor Parra y yo compartimos el mismo aire
húmedo, el mismo clima verde, los mismos coletazos del racionamiento,
en la pobladísima Inglaterra. Ambos estábamos becados
por el Consejo Británico: él para estudiar matemáticas
superiores en Oxford, yo para realizar una investigación
literaria (sobre Andrés Bello y el romanticismo) en Cambridge.
Hasta teníamos un amigo en común: John Adams, uruguayo
de nacimiento, inglés de extracción, persona muy inquieta
y curiosa por todo lo hispanoamericano. Adams lo había conocido
en 1949, cuando el poeta viajaba hacia Oxford; se habían
hecho amigos en el barco, habían llegado a componer (con
la entonces señora de Adams) unos imposibles hermanos Marx
para la fiesta del cruce del Ecuador. Cuando llegué a Londres,
conocí a Adams y éste pronto empezó a hablarme
de Parra, o Paara como pronunciaba él con inconfundible
acento. Yo sabía algo del poeta chileno. Recordaba haber
visto unas líneas (muy cáusticas) de Carlos Poblete
en su mediocre Exposición de la Poesía Chilena
(Buenos Aires, 1941); recordaba haber leído allí y
en la excelente Antología de Poesía Chilena,
de Sergio Atria (Santiago, 1946) algunos versos de Parra. El poeta
que reflejaban esos recuerdos, era un joven nacido en 1914, muy
dotado para el verso, melancólico y sentimental, en que apenas
si algún rasgo de humor venía a cortar la incontenible
vena lírica. La imagen que me ofrecía John Adams a
través de su caótico retrato oral parecía inconciliable:
un hombre lleno de humor y agresividad, capaz de personificar a
Harpo Marx, de lucir toques latinos de Don Juan, y enormemente versado
en matemáticas. Más que su poesía, esta imagen
trunca despertó mi curiosidad. Durante el largo año
de mi residencia en Cambridge, se habló mucho de conocer
a Parra. Muchos fines de semana pasaron sin que pudiera concretarse
un encuentro en el dos veces centenario cottage que tenía
John Adams en Shepreth, delicioso pueblito a veinte minutos de Cambridge.
Una vez (Mahoma va hacia la montaña) hasta organizamos con
John una excursión a Oxford para visitar a Parra. No fue
posible localizarlo por razones misteriosas que (ahora comprendo)
tenían más que ver con la capacidad de desorganización
de John que con las artes elusivas de Parra. Ya me iba de Inglaterra
resignado a no conocer al poeta chileno, cuando descubro en la lista
de pasajeros del Andes que él también viajaba
de regreso al Nuevo Mundo.
Pude verlo entonces: pequeño, compacto, con una cabeza de
enorme frente despejada y unas arrugas simiescas, cavadas sin duda
desde la infancia, que le dan una mueca permanente de feroz alegría,
los ojos intensos y algo fijos en los que también baila una
risa; en la boca, en cambio, una sonrisa triste, casi de dolor y
tierna. Viajaba acompañado de una rubia hermosísima,
su segunda mujer, conocida en Inglaterra pero de origen sueco. Hacían
una linda pareja, reservados, autárquicos, con un aire de
visible luna de miel. En el mismo barco, viajaban otros becarios,
algunos de ellos chilenísimos, como Eduardo y Marisol Pinto.
Pronto estábamos todos componiendo un grupo más o
menos homogéneo de turistas intelectuales. Se hablaba mucho
de literatura, de arte, de política, de América y
Europa, de teatro, de sociología. Todos sabíamos quién
era Parra y queríamos acercarnos, decirle que admirábamos
su obra o sentíamos curiosidad por ella, que su fama había
llegado hasta nosotros. Pero había algo en la pareja que
nos detenía. En los momentos más frívolos atribuíamos
esa paralización a la luna de miel; el motivo, sin embargo,
era insuficiente. En la sonrisa de Parra, en la dolorosa sonrisa
de Parra, desmentida por el patetismo de sus ojos, había
otra explicación que (demasiado superficiales o tontos) no
supimos comprender. A los catorce días de viaje el Andes
llegó a Montevideo y tuve que desembarcar sin haber conocido
a Parra.
Unos ojos sin párpados
Después habrían de llegarme noticias de él.
Algunas literarias, otras personales porque a pesar de la incomunicación
hispanoamericana los chismes corren y se saben cosas. Todo no andaba
bien con la deliciosa Inge que había entrevisto en el Andes;
Parra había debido suspender sus clases por un par de años
al haberse quedado totalmente afónico; en uno de sus poemas
(Autorretrato) pude leer entonces:
Mirad aquí, muchachos,
Esta lengua roída por el cáncer;
Soy profesor de Física:
Se me ha destruido haciendo clase.
Después de todo o nada
Hago cuarenta horas semanales.
¿Qué os parece mi lengua?
¿Verdad que da terror mirarla?
Aunque el poeta no crea sólo con la materia de su vida,
esos versos me asaltaron con una verdad que iba más allá
del propósito deliberado de metaforizar la angustia. Sentí
en ellos ese hálito trágico que había creído
entrever también en los ojos de Parra. Algunos meses más
tarde, en diciembre de 1953, estuve en Santiago por una temporada.
Otra vez, el benemérito Andrés Bello y su discutido
Romanticismo me hacían salirme de cauce. Pasó mucho
tiempo antes de lograr el contacto con Parra. Un día, creo
que por intermedio de otro Bello (Enrique, descendiente del ilustre
caraqueño) pude conocer personalmente a Parra. Entonces ocupaba
un pequeño apartamento moderno cerca de la Biblioteca Nacional
donde yo trabajaba. Ya había recuperado el habla y seguía
viviendo con Inge. Lo vi un par de veces y me impresionó
por el calor de su trato. No recuerdo de qué hablamos aunque
es seguro que de poesía. No me dejó ir de su casa
sin algunos libros (le encanta regalarlos), entre ellos una hermosa
edición del Vasauro, del gongorino don Pedro de Oña,
que me recomendó con mucho énfasis justificado.
También me regaló un apartado de los Anales de
la Universidad de Chile, en que Enrique Lihn escribía
una Introducción a la poesía de Nicanor Parra
(diez páginas de vaguedades con alguna caracterización
acertada de tanto en tanto) y se recogían trece de sus mejores
poemas. Allí (al fin) pude conocerlo. Porque esa compacta
antología recoge algunas de sus obras maestras: el Autorretrato,
La víbora, La trampa, Los vicios del mundo
moderno, el Soliloquio del individuo. En esos versos
duros, agónicos, vitriólicos, y a la vez tiernos y
desamparados, pude reconocer esa cualidad herida de los ojos de
Nicanor Parra, esa mirada que traspasa, esa risa fúnebre,
ese humor juguetón y a la vez ardido. El poeta hablaba de
sí mismo, despotricaba contra las mujeres, contra la tiranía
del teléfono, contra la corrupción del mundo, contra
el yo que nos encierra en su cárcel, pero lo hacía
sin piedad para sí mismo, con dolor, con la horrible lucidez
de unos ojos sin párpado.
Cuando volví a Montevideo, me apresuré a publicar
en Marcha (cuya sección literaria entonces dirigía)
una nota sobre la vida literaria en Chile (Quiénes son
los jóvenes y dónde se les encuentra, abril 23,
1954) que iba ilustrada por un poema de Nicanor Parra (el Soliloquio)
y otro de Gonzalo Rojas. Meses más tarde recibía su
segundo libro de versos, publicado después de un silencio
de más de quince años. Parra había estado preparando
morosamente su libro en el destierro inglés, en la muda soledad
de su regreso a Chile, en su angustia y desesperación. Se
iba a llamar Oxford 1950 porque ese nombre y esa cifra indican
el preciso instante en que el poeta más o menos garcialorquiano
de Cancionero sin nombre (1938) sufre la crisis terrible
de la que emergería el verdadero Parra. Pero el libro que
llegó a mis manos decía, con increíble acierto:
Poemas y antipoemas. Por este libro, Parra ingresaba a la
gran corriente de poesía de la lengua española.
Violeta la cantora
Hay algunos encuentros más. Son relativamente recientes
y sirven para precipitar del todo la imagen que había sido
revelada con tan morosos plazos. En enero de 1962 fui invitado por
la Universidad de Chile, junto con Carlos Martínez Moreno,
a participar en un Seminario de Literatura Hispanoamericana que
tuvo lugar en Santiago, bajo la dirección de don Arturo Torre
Ríoseco. En dicho Seminario volví a encontrar a Parra.
Nos vimos muchas veces pero quiero hablar ahora de una noche memorable
en su casa prefabricada, de madera, que desde lo alto de La Reina
domina la vasta extensión luminosa de Santiago. Allí
pude medir en un solo golpe de intuición lo que era Parra.
O mejor dicho, Nicanor. Porque esa casa constituye su mundo más
íntimo, allí el poeta se abre por completo. No faltó
(como no falta nunca en Chile) buena comida y mejor bebida, pero
lo que hizo la noche fue la presencia de Violeta Parra, hermana
del poeta y cantora (no cantante, aclara Nicanor) de melodías
populares. Ella misma las recoge en su fuente, las canta con una
voz que no requiere otra escuela que su intensa intuición
artística y las acompaña con una guitarra que también
canta. Oscura, vestida de negro, el pelo negro lacio escuetamente
recogidos, los rasgos indios acentuados, Violeta Parra no gasta
palabras ni cortesías. Vive pendiente de su guitarra. Cuando
la tiene en los brazos se transfigura. Empieza a cantar y se forma
un círculo incantatorio: la voz es pesada como el sueño,
se entra por los resquicios del cuerpo y cuando queremos acordar
la voluntad nos falla. Sólo podemos escuchar, vivir pendientes
de ese hilo de voz que nos domina. La voluntad férrea de
la cantora nos posee.
Había una muchacha de esas que no saben estarse en su sitio
y que se mueren si todos no están pendientes de sus encantos.
Interrumpía para hacer comentarios, se movía en el
asiento, buscaba cosas en la pieza de al lado, hasta que Violeta
la echó con una sola palabra seca, como la que se dirige
a un perro molesto, a un niño estúpido. La dijo y
siguió cantando. No se rompió el hechizo sino que
esa pequeña demostración de vigor sirvió para
que se cerraran aún más las aguas negras de la hipnosis
sobre nuestras cabezas. Los ojos concentrados y hasta doloridos
por el foco de luz que daba sobre la guitarra, el oído puesto
en el alma de esa voz, todos sentíamos que Violeta, esa Viola,
era una bruja ejecutando un conjuro, revelando misterios, abriendo
caminos en los subterráneos del alma.
Detrás de ella, con la sonrisa perenne que ya me hacía
acordar la máscara dolorosa de Lon Chaney, o el Conrad Veidt
de El hombre que ríe, Nicanor Parra escuchaba y absorbía
cada nota. Algunas de las cosas que Violeta cantaba eran de él,
de esa Cueca larga que yo había leído en Londres,
1959, traída por la mano de John Adams (otra vez), y que
en el contexto británico de mi apartamento de la calle Ossington,
con bibliotecas victorianas, negra chimenea, y grandes ventanales,
casi no tenía sentido. Ahora, cantadas por Violeta o recitadas
por Nicanor, las poesías de la Cueca larga adquirían
su ritmo, su entonación, su acento.
Esa noche, Nicanor leyó para Martínez, para mi mujer
y para mí, algunos de sus mejores poemas. Esa voz que él
creyó perdida, roída por un cáncer que estaba
mordiendo realmente su alma, se levantó nítida y escueta
para decir el Soliloquio del individuo, La víbora,
el poema a Siegmund Freud. La voz de Nicanor es asordinada
y seca; cuando lee no pone otro énfasis que la intensidad
con que separa nítidamente cada verso y una cierta alegría
sardónica que le desborda por los ojos, principalmente cuando
descubre en la risa incontenible del oyente que el verso ha dado
en el blanco. Cuanto más duro y arbitrario es el verso, cuanto
más cómico y desgarrado, más ferozmente alegre
se pone Nicanor. Pero es la suya la alegría de quien sabe
que está haciendo bromas con la vida y la muerte.
Sólo una cosa es clara:
Que la carne se llena de gusanos,
dice uno de sus Versos de salón. Esa claridad última
inunda su poesía y le da, paradójicamente, una fuerza
increíble de vida. Porque lo que mis ojos pudieron comprobar
esa noche de enero de 1962 fue la plenitud de Parra. El poeta en
su habitat, conseguido al final de tanta peregrinación, de
tanto dolor, de dos matrimonios deshechos, adquiría al fin
sentido completo. Así como la lectura de los Poemas y
antipoemas me había permitido descifrar los signos de
aquella máscara entrevista en el Andes, ahora la sesión
en su casa de La Reina, me permitía reconocer la plenitud
interior que ya había alcanzado Parra y de la que el poema
contra Freud era un admirable síntoma. Yo conocía
estos versos que habían sido publicados en la revista chilena
Alerce (julio-agosto 1961). Recuerdo con qué gusto
había leído y hecho leer en Montevideo sus irreverentes
estrofas que satirizan la manía del psicoanálisis,
uno de los vicios del mundo moderno que ya había denunciado
Parra:
Vemos un automóvil.
Un automóvil es un símbolo fálico.
Vemos un edificio en construcción.
Un edificio es un símbolo fálico.
Nos invitan a andar en bicicleta.
La bicicleta es un símbolo fálico.
Vamos a rematar el cementerio.
El cementerio es un símbolo fálico.
Vemos un mausoleo.
Un mausoleo es un símbolo fálico.
Vemos un dios clavado en una cruz.
Un crucifijo es un símbolo fálico.
Nos compramos un mapa de la Argentina
Para estudiar el problema de límites.
Toda Argentina es un símbolo fálico.
Nos invitan a China Popular.
Mao Tse-Tung es un símbolo fálico.
Para normalizar la situación
Hay que dormir una noche en Moscú.
El pasaporte es un símbolo fálico.
La plaza Roja es un símbolo fálico.
Las carcajadas de Martínez Moreno deben estar
resonando todavía en La Reina. Porque esta poesía
no es sólo cómica por lo que dice sino que la voz
de Nicanor la hace más cómica, con un sentido increíble
del timing, una sobriedad en el énfasis, una socarronería
de la dicción que derivan simultáneamente de la experiencia
ancestral del indio y de sus dos años en Oxford. El poeta
lee con el papel iluminado por una lámpara y envuelto él
mismo en la penumbra. Al fondo la mesa de trabajo, abarrotada de
libros, papeles, cacharros y objetos de cerámica. Forrando
las paredes de madera, está la madera de las bibliotecas
y la madera de los libros revueltos en una heterogeneidad que demuestra
bien a las claras las dos vocaciones de Parra: alta matemática,
Mecánica Racional, compartiendo el mismo espacio vital con
los poemas de Ezra Pound o la lírica de Lope de Vega. En
las demás habitaciones abiertas, las enormes telas oníricas
de Violeta Parra miran con sus mismos ojos de hechicera. En ese
marco escenográfico encaja perfectamente Nicanor, como no
encajaba en el apartamento funcional cerca de la Biblioteca, como
no encajaba en la sonrisa pálida de equívoca luna
de miel del Andes. Ahora lo veo, lo encuentro, lo reconozco.
El lenguaje de todos los días
A principios de 1963 vuelvo a estar con él
en Valparaíso y en Santiago. Otra vez la Universidad de Chile
ha servido de enlace; otra vez una mesa redonda sobre la literatura
hispanoamericana, nos ha acercado. He pasado unos días de
enero viviendo en La Reina, en ese cuarto que dominan las telas
superrealistas de Violeta Parra, abrumado por los monstruos que
sueña su pincel, por los colores detonantes, por la ciega
explosión de vida subterránea que emerge de estos
cuadros como emerge de la oscura voz de su guitarra. He compartido
con Parra mesas redondas y cuadradas, conversaciones a solas, mano
a mano, largos viajes con gente amiga. En esos pocos días,
tratamos de aclarar los encuentros y desencuentros. Se habló
mucho de poesía porque la poesía es el alimento de
Parra. Pero se habló con la seriedad, con el ahínco,
con el sentido profesional, con que él siempre habla de todo.
Para él, la poesía es un quehacer, es una faena, es
el resultado de una operación consciente del poeta sobre
sí mismo. Pude saber muchas cosas que algún día
habrán de aparecer en un estudio que me prometo sobre Parra:
circunstancias biográficas menudas que aclaran la intensidad
de algún poema (el Soliloquio, escrito de un tirón
mientras se espera una maldita llamada telefónica), ideologías
que explican el nuevo rumbo de su poesía (en Siegmund
Freud hay una apasionada defensa de China comunista), rasgos
de humor o aforismos que iluminan su conducta creadora ("Me
puse a descargar las palabras para poder escribir poesía,
a descargarlas de los significados ajenos, para poder cargarlas
después de los significados míos"), proyectos
para el futuro inmediato (un Manifiesto que servirá
de base para las publicaciones de un Taller de poesía, tal
vez un viaje al Río de la Plata).
La semana larga que estuve con Parra confirmó
la visión del año pasado y la documentó en
mil pequeños detalles. Lo volví a ver entero y centrado.
Descubrí al mismo tiempo que se encuentra en un momento crucial
de su vida poética. La publicación de los Versos
de salón en 1962 cierra el ciclo de la antipoesía.
Ahora, desde el viaje a China, Nicanor no quiere hacer poesía
sólo para poetas y críticos. Quiere hacer poesía
que sea para todos. El poema a Siegmund Freud es como una
despedida de las complejidades del mundo moderno, es decir del mundo
occidental. En su Manifiesto, Parra busca expresar la poesía
usando el lenguaje más llano, el ritmo más imperceptible,
la dicción menos notable. No es poesía, dijo
Ida Vitale al oírlo recitar y hasta cierto punto su juicio
es válido porque representa la reacción de un poeta
y un crítico dedicado por entero a la poesía. Pero
lo que busca ahora, hondamente, calladamente, empecinadamente, Nicanor
es una poesía que no sea "poesía". O que
no lo parezca. Una poesía que se haya depurado de tal modo
de todo lo que es moda, estilo, manera, que pueda surgir con una
inmediatez, una vibración absolutamente inéditas.
Es decir, una poesía que vuelva al punto mismo en que el
lenguaje de todos los días es ya poesía.
El poeta recopila
Un año después, hacia octubre de 1964
y en el marco para ambos exótico de las ruinas mayas de Yucatán,
pude volver a hablar largo y tendido con Parra sobre su nueva teoría
poética. El pretexto que nos había convocado en Chichén-Itzá
era un simposio de la Fundación Inter-Americana para las
Artes al que también asistían Carlos Fuentes y José
Donoso, Sebastián Salazar Bondy y Dalmiro Sáenz, Jorge
Ibargüengoitia y Ulises Chocrón, Juan Rulfo y Marta
Traba, José L. Cuevas y Fernando Szyslo. En medio de reuniones
formales e informales, de paseos por las ruinas y excursiones a
Mérida, sostuve con Nicanor una conversación llena
de hiatos pero de increíble continuidad temática.
El motivo era su concepción actual de la poesía. El
centro se hallaba en una teoría de la recopilación
que poco a poco fue poniendo en claro Nicanor y que asoma ahora,
transparente, en su última colección de versos, esos
sorprendentes Artefactos que la revista Imagen de
Venezuela ha presentado como suplemento a su número 13 (noviembre
1967).
El poeta no produce realmente poesía, viene
a decir Parra. La recopila. El poeta es un oído alerta que
recoge la poesía de boca de los hablantes. Esta poesía
espontánea sólo requiere una mínima operación
de poda, o de fina reordenación de sílabas, para convertirse
en poesía total. Por eso, en la imagen sugerida por Parra,
el poeta viaja por el mundo con el oído abierto y un cuaderno
de apuntes a mano, cuaderno que se va llenando de toda la poesía
que produce la colectividad. En Artefactos hay algunas muestras
de endecasílabos naturales como estos:
La muerte es un hábito colectivo.
Tú no me dices nunca la verdad.
Dime si te molesto con mis lágrimas.
Esto no quiere decir, es claro, que toda la poesía
de Artefactos sea mera recopilación. Sobre la línea
o líneas que el poeta recoge se inserta casi siempre la palabra
propia, el giro único, el efecto que una súbita aproximación
de voces produce fatalmente. Así, por ejemplo, en "Far
West", unas frases que podrían haber sido recogidas
literalmente de bocas espontáneas, adquieren un sentido suprarrealista
en la línea final. He aquí el texto:
Corríamos a tal velocidad
Perseguidos de cerca por los pieles rojas
Que las ruedas de nuestra diligencia
Comenzaron a girar en sentido contrario.
Otras veces, no es la visión suprarreal, sino
la mera yuxtaposición de textos lo que produce el estallido
poético, como pasa en "Aviso":
Estudiantes de Humanidades
En vez de escribir palabrotas
En los muros de las letrinas
Escriban Dios
Escriban Virgen Santísima.
Pero, siempre, la poesía se alcanza por un proceso que ha
descrito admirablemente Guillermo Sucre en su presentación
de estos Artefactos. "En ellos su poesía anterior
alcanza mayor acuidad y despojamiento. Queda roto todo hilo discursivo:
el lenguaje no existe sino como frases sueltas y simples notaciones.
Como Beckett en el teatro, este poeta tiende a una reducción
total de los medios expresivos. Y por este camino nos enfrenta al
absurdo de la vida moderna. Estos poemas más que textos son
pretextos: el lector debe resolver la aventura que ellos
implican y le proponen. Son, finalmente, una gran empresa de desmitificación
a través del humor. Desmitificación del mundo, pero
también del lenguaje y del hombre que lo expresa".
Pero volvamos al Simposio de la Fundación
Inter-Americana
Hace calor en el ómnibus que nos lleva desde Chichén-Itzá
hasta las ruinas casi babilónicas de Uxmal. Atravesados por
el aire cálido, por los fogonazos del sol, hablamos con Parra
de esa poesía colectiva, de ese poeta único que subyace
los esfuerzos de los miles de poetas individuales que en el mundo
han sido. Cuando llegamos a Uxmal, el sol nos abruma. Nicanor corre
a comprar uno sombreritos de paja, muy a la moda norteamericana,
que venden en plena arqueología los descendientes de los
mayas. Compra tres: uno para él, otro para mí y el
tercero para Sebastián Salazar Bondy, el inolvidable autor
de Lima, la horrible, que ya estaba enfermo del mal que lo
mataría el año siguiente pero que todavía nos
parecía lleno de amistad y humor y vida. Dejamos por un rato
de hablar de poesía para sumergirnos en ese laberinto de
arquitectura preborgiana, creado (como la poesía con que
sueña Parra) por el esfuerzo colectivo de un pueblo. Subimos
escaleras, accedemos a galerías y avizoramos desde las terrazas
uno de los paisajes humanos más deslumbrantes. Todo el tiempo
entonces no pude evitar el sentimiento de reconocer una continuidad
profunda y subterránea entre la piedra de Uxmal y esta otra
arquitectura de sonidos que recopila infatigable Nicanor.
Canciones en NuevaYork
Después de ese encuentro lo he vuelto a ver varias veces
más y en muy distintos escenarios: en Nueva York, 1966, con
motivo del Congreso del P.E.N. Club; un año después
en Puerto Azul, Venezuela, en otra reunión de la Fundación
Inter-Americana para las Artes; luego en París, hace apenas
unos meses, cuando iba de paso para Cuba; y también lo he
visto en Santiago de Chile, en varias ocasiones memorables. Des
esos encuentros quisiera evocar sólo dos, pero alterando
un poco el orden cronológico para que se entiendan mejor
las cosas que quiero decir. Empiezo con el encuentro en Nueva York,
del que quedan unas notas redactadas por mí entonces en forma
de diario y que ahora reproduzco con algún mínimo
retoque.
Martes 14. De noche vamos a Chinatown, con los Vargas Llosa,
Martínez Moreno, y Nicanor Parra. La idea es de Mario Vargas,
que como buen peruano admira la comida oriental y suele frecuentar
las chifas (como llaman en Lima a los restaurantes chinos).
Él tiene una idea completamente cinematográfica de
Chinatown y mientras atravesamos la pobre barriada de Canal Street,
con sus escuálidas casas, las leprosas fachadas de sus comercios,
los chubascos que nos azotan y dispersan, Mario Vargas va contando
como en trance lo que espera ver: pagodas que se recortan contra
el cielo, antros en que se fuma opio, inescrutables caras orientales
que acechan todo desde la ranura de sus ojos oblicuos. No le digo
nada porque sé que la realidad de Chinatown es muy otra.
Lo dejo que vaya descubriendo que todas las pagodas se reducen a
una pagoda superpuesta sobre un edificio moderno y ella también
bastante moderna de aspecto a no ser que se quiera contar como pagodas
a los kioscos telefónicos que terminan en techitos orientales;
que los inescrutables asiáticos ya visten a la manera occidental
y tienen más cara de aburridos que de misteriosos; que el
opio no se ve ni huele por ningún lado. Nos conformamos con
un restaurant de los de aire acondicionado en que la comida, al
estilo de Cantón, es excelente. Pronto, olvidados de todo
exotismo, discutimos sin parar sobre América Latina y creamos,
por la mera obsesión y la lengua, un ambiente distinto. Ya
no es más Chinatown sino una chifa peruana. A la vuelta,
subimos hasta mi habitación en el Hotel de la Quinta Avenida
y mientras tomamos algo fresco, Parra nos lee una secuencia de poemas
que ha compuesto en 1964 y en la Unión Soviética.
Las llama Canciones rusas porque fueron escritas durante
una estadía de unos seis meses, o recogen un estado de ánimo
que tiene sus raíces en aquel viaje y aquel distanciamiento.
Las canciones son independientes pero tienen como un hilo subterráneo
que las atraviesa: un hilo hecho de nostalgia, de lejanía,
de exotismo y al mismo tiempo de una profunda soledad, iluminada
lúgubremente aquí y allá de premoniciones muy
graves. El poeta que las ha escrito está llegando a zonas
terribles de sí mismo. Nicanor habla de sus canciones como
si fueran poemas muy ligeros, y en cierto sentido lo son porque
están escritos en un tono menor, liviano y con un humor superficial
que puede llegar incluso a la comicidad. Pero es lo que está
debajo de ese humor lo que golpea al oyente. Sin la dureza terrible
de los Antipoemas pero también sin la vena cordial
y muy chilena de La cueca larga, esta nueva secuencia suya
parece combinar la levedad de trazado con la gravedad de los sentimientos
que el poeta practica, el tono menor con una presencia invasora
de la fatalidad, el recuento de lo externo con los golpes más
implacables de la soledad. Nicanor lee con una voz precisa y algo
neutra; apenas si apoya los pasajes irónicos y hasta consigue
la carcajada en muchos casos, carcajada que él mismo acompaña
con una risa corta, fuerte, que le hace abrir la boca como una mueca.
Lo escuchamos leer con cierta reverencia porque Parra es un poeta
muy entero. Y porque esas Canciones rusas, a pesar del tono
casual, ponen cosas muy al desnudo. Para Vargas Llosa, que lo conocía
poco, esta lectura es una sorpresa; Martínez y yo lo habíamos
oído leer en varias ocasiones y sabíamos cómo
su voz grave y su tono mesurado pueden trasmitir impecablemente
las tensiones interiores de un verso aparentemente límpido.
En estas Canciones la sentenciosidad del discurso no impide
que el poeta aparezca siempre conmovido. "Son tus Rimas",
le digo en una pausa de la lectura, y Nicanor se sonríe con
un pequeño gesto de complicidad. Como las otras de Bécquer,
éstas también tienen un poder contenido, una melodía
sutil, una emoción desgarrada.
Para las autoridades
El otro encuentro que ahora evoco ocurrió casi un año
antes, en Santiago de Chile, en setiembre de 1965. Yo estaba haciendo
una jira por América Latina y a mi llegada a la capital chilena
traté de ponerme en contacto con Nicanor, lo que no es siempre
fácil. Parra vive en La Reina, en los flancos mismos de los
Andes. Por lo general, los taximetristas se niegan a subir hasta
allí: alegan (lo que es cierto) que el viaje es largo y que
no siempre consiguen clientes para la vuelta al centro; o simplemente
declaran no saber cómo llegar y efectivamente se pierden.
Todo se arregla prometiéndoles el doble de la tarifa, pero
la experiencia tiene su significado. Porque el poeta chileno ha
elegido un sitio que le asegura al mismo tiempo el contacto humano
y la soledad, un lugar que lo acerca al mundo y lo protege de él.
La casa, edificada sobre un cerro desde el que se domina todo Santiago,
rodeada de árboles y a la que se accede sólo por una
empinada rampa para automóviles o por unos escalones tallados
sobre la tierra misma, es de madera prefabricada. Como profesor
de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico, Parra
está muy seguro de la solidez de su casa pero para el inexperto
visitante la construcción entera parece hermosa y frágil,
cálida por el color y olor de la madera pintada, con una
impermanencia que se traduce en ciertos crujidos ocasionales, en
las junturas demasiado visibles, en la ausencia de esos artefactos
que nos hemos resignado por identificar con la vida misma. No hay
teléfono; el cartero no llega hasta allí: a menos
de tres cuartos de hora del centro de Santiago, Nicanor parece vivir
en otro planeta. Vive, sin embargo, muy metido en éste.
Ver a Nicanor en La Reina es verlo en un hábitat perfecto,
construido por su mano y decorado por su inteligencia: el hábitat
elegido por este hombre que ha venido de Chillán y que tiene
mucho de indio debajo de su sobriedad británica. Porque Nicanor
echa sus raíces muy hondamente en la tierra de Chile y donde
mejor se ven esas raíces es en su hermana Violeta. En esos
días en que visito Santiago, Violeta se ha instalado en una
carpa en la Exposición Internacional de la Producción;
allí canta poemas compuestos por ella misma, vende vino y
empanadas. Vamos a visitarla una noche con Fernando Alegría,
el crítico y narrador chileno que está pasando ahora
unas semanas en la patria. (Está de profesor en Berkeley).
Llegamos en el Volkswagen gris de Parra y bajamos como la imagen
misma del desarraigo latinoamericano: Parra con un impermeable oscuro
de nylon y un sombrero de paja, de gruesa cinta violeta, muy a lo
gringo; Alegría totalmente occidentalizado en su traje y
corbata norteamericanos; y yo, con el invisible, oscuro, uniforme
masculino que la vieja tradición británica ha impuesto
hace décadas en el Río de la Plata. La Exposición
ya está cerrando y sólo quedan algunos rezagados.
En la carpa vacía están Violeta, con un amigo suizo
que la acompaña con su quena, y un par de huasos.
Hace frío y han prendido un frágil fueguito de astillas
en torno del cual nos sentamos. Para ponernos a gusto nos ofrecen
un poco de vino tinto y esas empanadas chilenas, sabrosas y picantes.
Violeta conversa lentamente con los huasos que han venido
a traer ganado a la Exposición y que cultivan una lenta cortesía
española para saludar, para servir el vino o servirse, para
pedir algo. Violeta es morena oscura, el pelo renegrido, la cara
cubierta de finas arrugas. Tiene ojos incandescentes. Viste de negro
como mujer de pueblo, con grandes faldas que caen sobre sus copiosas
enaguas. Aunque Nicanor es su hermano mayor, ella parece más
antigua, como fuera ya del tiempo. Tiene cara de india aunque Nicanor
insiste en que la nariz es judía. Hay una curiosa y profunda
relación entre los hermanos. Fue Nicanor el que la puso en
la pista del folklore chileno, el que la incitó a dedicarse
a la creación, el que ha escrito para ella algunas cuecas.
Ahora Violeta ha superado en este terreno al hermano. "Tiene
un libro publicado en edición bilingüe en París",
me dice con cierto escándalo afectuoso Nicanor. Y es cierto:
François Masperó ha publicado en un volumen que se
titula Poésie populaire des Andes, 1965, los cantos
de Violeta. No hay nada de celos en las palabras de Nicanor. De
alguna manera muy sutil, él continúa velando sobre
Violeta como cuando la incitó a irse al campo a recoger de
labios ya muy viejos las más primitivas canciones, las músicas
más inauditas. La ternura de Nicanor, ese hombre tan reservado,
se vierte sobre Violeta, desde el silencio con que escucha y observa.
Una sutilísima ironía impregna cada una de las palabras
con que Violeta se dirige a nosotros. Dice: "Vamos a cantar
para las autoridades", como si Nicanor, Fernando Alegría
y yo constituyéramos un ancestral jurado. Para esas autoridades
canta ella y la pureza de su canto parece venir de lo más
hondo de la voz humana. No es lo telúrico, no; ese concepto
resulta aquí bastante sospechoso. Sino lo esencial humano
lo que reconozco en esa voz fina, a veces demasiado aguda, pero
siempre admirablemente entonada. Le digo que algunas de sus canciones
me parecen medievales y ella se sonríe con cierta picardía.
Porque esta mujer que parece una bruja del Sur (una bruja buena
y cortés, es claro) ha viajado mucho, conquistó París
con su arte refinado de folklorista, ha recreado las canciones más
primitivas con un conocimiento que es tan sabio y tan instintivo
como el de su hermano en la poesía culta. Violeta hasta tiene
sus ribetes de maestrita. Cuando alguien se equivoca en una alusión
al estrecho de Behring, lo corrige sin vacilaciones. También
pone en su sitio al acompañante suizo, que recogió
en sus viajes, y que traicionado por su origen se ha puesto a hacer
fiorituras con la quena: "Nada de temblores", le
dice: "La nota pura". Mientras tanto las autoridades
sorbemos nuestro vasito de vino tinto y mordisqueamos nuestras empanadas
haciendo lo posible para no romper ese círculo de encantamiento
que Violeta ha creado con su voz, con su fueguito (cada tanto arroja
con la mayor lentitud una astilla al temblor de la llama), con su
presencia oscura. Violeta nos está dando una gran lección
de arte popular y, sin saberlo, todos hemos sido convertidos en
los más sumisos discípulos.
Cortesías que merecen palos
El año pasado alguien (ya no recuerdo quién) me dijo
que Violeta Parra se había suicidado. Parece que se pegó
un tiro en la cabeza. Sólo meses más tarde pude hablar
con Nicanor de la muerte de Violeta. No sé bien qué
le dije pero sé que él no quiso aceptar mi piedad,
por más sincera que fuese, porque Violeta podrá haberse
borrado de este mundo por un acto voluntario pero para Nicanor sigue
tan viva como antes. Hablamos de ella y de cómo su vida se
teje y desteje con la de él. Recordamos algún encuentro,
le di a leer las notas que había hecho sobre ella. Más
tarde, encontré entre los Artefactos algunos que me
iluminaron mejor todo. Allí hay uno (el número doce)
que se titula agresivamente "Hay cortesías que merecen
palos" y que pide:
Digan abiertamente se mató
Se suicidó de un tiro en la sien.
También encontré allí este otro, en que el
negro del humor apenas si asordina la voz. Se llama "31 de
Octubre" y marca una fecha:
Entonces nos vemos mañana
Punto de reunión:
Pabellón 31 - Nicho 339
Peña de Violeta Parra.
Pero el último poema que quiero citar, porque es el que
me ha quedado sonando en la cabeza desde hace meses y porque me
parece cierra mejor esta zona del testimonio, es el que lleva el
número 13 de los Artefactos y se titula simplemente
"Aclaración":
Fallecer es un acto denigrante
Suicidarse es actuar
es estar vivo.
Entre poesía y no poesía
Los Artefactos se publicaron en Imagen de Venezuela
al mismo tiempo que empezaba a circular en todo el mundo anglo-sajón
una edición bilingüe de Poemas y antipoemas hecha
en Nueva York por la prestigiosa editorial New Directions y mientras
continuaba difundiéndose en toda América Latina la
edición popular de La cueca larga y otros poemas,
impresa por EUDEBA (1964), y en tanto que desde Chile, la Editorial
Universitaria difundía sus Canciones rusas (1967),
que había anticipado un año antes Mundo Nuevo
(Núm. 3, setiembre de 1966). En todos estos textos hay varias
imágenes de Parra, desde la que ofrece esa agresividad de
muchos antipoemas hasta el lirismo contenido de las Canciones
rusas. Pero es sobre todo el Parra de los Artefactos
el que me parece más aventurado, oscilando siempre en el
límite mismo entre poesía y ausencia de poesía.
Aquí asoma un nuevo Parra, sobre el que no conviene pronunciarse
todavía. El tiempo y sus poemas dirán si la empresa
es posible o si con este nuevo avatar poético, no ha practicado
un segundo suicidio simbólico más definitivo que el
primero. Porque cuando el joven poeta dejó atrás a
García Lorca, se desembarazó del lírico y melancólico
que llevaba fuera, para dar curso en una poesía a contrapelo
y ríspida al poeta verdaderamente lírico y melancólico
que llevaba dentro, creando los polémicos Antipoemas,
muchos de sus mejores críticos lamentaron la muerte del otro.
Ahora, Parra vuelve la espalda a los Antipoemas pero no para
retomar el gran énfasis lírico de sus primeros tiempos,
sino para despojarse aún más, para esencializarse
en una poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética.
La empresa es terrible y está siendo jugada con los ojos
bien abiertos, en un esfuerzo último y supremo por descargar
completamente las palabras. Un nuevo Parra está naciendo.
Habrá que esperar la hora de salir de una vez por todas a
su encuentro."
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