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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"En busca de Guimarães Rosa"
En Mundo Nuevo, n. 20
febrero de 1968
p. 4-16

"En tres ciudades tan distintas como son Río de Janeiro, Génova y Nueva York, y en tres ocasiones que han quedado nítidamente perfiladas en la memoria, tuve la suerte y el privilegio de encontrarme con João Guimarães Rosa, pude hablar con él, llegué a admirar no sólo su magnífica obra (que ya conocía de lecturas), sino su tantalizadora y secreta personalidad. Los encuentros fueron casuales por lo general, traídos y llevados los dos por la invisible mecánica de congresos literarios, interrumpidos (como si la vida fuera eterna, y fuéramos dueños del tiempo) por las más triviales circunstancias, pospuestos o dejados para luego los temas centrales, enriquecido sin embargo el contacto por una comunicación que se dio porque sí y porque así se dan las cosas mejores. Sólo el primer encuentro fue provocado por mí y tuvo todo el carácter de una decisión madurada. Hoy que ya me he resignado a no volver a ver a Guimarães Rosa, quiero hacer el recuento de estos azares, de estos misterios cotidianos, de estas conversaciones en vestíbulos y salas de conferencia, en ómnibus de turismo y cafeterías, en la calle o en oficinas. No me quejo de lo fugaz o accidental de esos contactos. Creo que ellos me permitieron captar, como experiencia humana viva, lo que había ido descifrando en la lectura de sus grandes libros. Elusivo y presente, vivo y condenado ya a muerte, Guimarães Rosa me ha ayudado a ver y entender mejor algunas cosas básicas.

La frontera de las fronteras

No sé cuándo empecé a oír a hablar y a leer sobre Guimarães Rosa. Conjeturo que fue en casa de los Wey, en Avenida Brasil, Montevideo, cuando oí por primera vez el nombre y esto debió ser hacia principios de 1960. Hacía años entonces que Walter Wey estaba de agregado cultural de la Embajada del Brasil en el Uruguay y que era el director del Instituto Cultural Uruguayo-Brasileño. Hombre extraordinariamente versado en las letras y las artes de su país, había sabido crearse en Montevideo un ambiente entre artistas e intelectuales. Su mujer, Virginia, no sólo enseñaba literatura brasileña en el Instituto; también se ocupaba de hacer leer y conocer mejor a los nuevos autores en un medio que, a pesar de la proximidad geográfica con el Brasil, era y es bastante ajeno. Cuando salieron las Primeiras Estórias, de Guimarães Rosa, en 1962, Virginia concibió la idea de traducirlos en castellano, se puso de acuerdo con don João y empezó una tarea que habría de llevarle sus años. Creo que ahí ocurrió mi primer encuentro con un autor que fue durante años sólo un nombre para mí. Un buen día leí uno de los cuentos, La tercera margen del río, en un semanario de Montevideo; otro día cayó entre mis manos una crónica de un periódico brasileño; otro día, en fin, me puse a hablar con Virginia de Guimarães Rosa y desde entonces no hemos parado.

Porque si es fácil no conocerlo, y son tantos los que lo ignoran dentro y fuera Brasil, es muy difícil no convertirse en adicto si uno ha empezado a vislumbrar, así sea muy exteriormente, el mágico mundo narrativo de Guimarães Rosa. Es como Kafka o como Borges: apenas una frase de ellos entra en nuestro sistema circulatorio estamos perdidos. Nada podemos hacer si no es pedir más, buscar más, conseguir más. El cuento que yo había leído era casi nada: la historia de un hombre que deja a su mujer e hijos y se va a vivir en un bote en el centro del río; pero esa historia lograba, por los medios más simples e intensos, crear para el lector la imposible promesa de su título: una tercera dimensión de la realidad (la tercera margen) se hacía patente, se convertía en experiencia, se encarnaba en la imaginación. De golpe, me convertí al culto, entonces casi secreto en la América hispánica. Pedí a Virginia y a Walter las Primeras Estórias y empecé la lenta penetración en ese universo a la vez tan vasto y reducido.

No había leído sino aquel volumen cuando tuve ocasión de pasar una quincena en Río de Janeiro con mi mujer. Hablo del invierno de 1963, estación que en Río se distingue muy poco de un verano uruguayo, húmedo y algo tristón. En casa de Eva Pimentel Brandão, en la hermosa y viva biblioteca de su marido, que ella conserva con la impecable devoción, encontré el Anuario del Ministerio de Relaciones Exteriores del Brasil que me ofrecía los pocos datos sobre Guimarães Rosa. Era una biografía de diplomático que estaba reducida a sus servicios en el cuerpo: nacido en Cordisburgo, Minas Gerais, el 3 de junio de 1908, Guimarães Rosa pertenece a una familia patricia del gran estado brasileño. Se recibe de médico y ejerce en el estado natal, luego, en 1934, entra en la carrera diplomática y asciende a lo largo de tres décadas hasta su puesto de Embajador en Itamaraty, Departamento de Demarcación de Fronteras. Ha prestado servicios de cónsul en Hamburgo, en vísperas de la segunda guerra mundial; ha estado internado en Baden-Baden en plena contienda. A partir de 1942 representa a su patria en América Latina (secretario de embajada en Bogotá, 1942-1944) y en Europa otra vez (Consejero en París, 1948-1951). En el Anuario no hay una sola palabra sobre su carrera literaria. Esa pertenece no al Embajador, sino al otro.

El que me interesaba era el escritor pero estaba dispuesto a correr el riesgo de tropezarme sólo con el Embajador cuando conseguí que Afránio Coutinho, qran historiador de las letras brasileñas de Itamaraty una tarde de esas cariocas en que la ciudad arde a fuego lento. Coutinho hace las presentaciones y se excusa. Es un hombre ocupado en mil cosas y además prefiere, con la más fina discreción, dejarme a solas con Guimarães Rosa. Yo me siento perdido pero me aguanto a pie firme. Si la oficina no puede ser más burocrática, el hombre alto y corpulento, pero no grueso, de pelo gris cortado muy corto, de lentes y sonrisa afable, gestos precisos y nítidos, me tranquiliza. Su figura se recorta contra un fondo de viejos mapas, de fotografías amarilladas por el tiempo, de gráficas tal vez inútiles pero persistentes. En medio de esa erosión, el hombre está vivo. Guimarães Rosa tiene del diplomático sólo la apostura exterior, la exquisita cortesía, una sobreentendida reserva. Apenas empieza a hablar, modulando con precisión cada sílaba con una voz suave pero firme, apenas subraya ciertas palabras con un súbito estallido de los ojos, apenas apoya un poco el pedal de la intención para circundar de color un significado, descubro que estoy frente al narrador. La voz que suena acariciando cada una de !as sílabas es la voz que se escucha, apenas audible, en las páginas de Primeiras Estórias.

Guimarães Rosa no pierde el tiempo en vaguedades: habla de su arte y de su oficio. Escribe mucho, me cuenta; luego deja descansar lo escrito y vuelve más tarde a revisar, haciendo muchas correcciones, cortando sin piedad. Ese primer trazo copioso de su escritura tiene como propósito ocupar el territorio, marcar los límites entre los que se va a mover el cuento o la novela corta o la narración más extensa. Mientras lo escucho hablar con precisión y sin prisa pienso que esa tarea es, también, un servicio de demarcación de fronteras, como el que está ahora a cargo del Ernbajador. Al corregir, al rechazar, al omitir, Guimarães Rosa sufre las furias y las penas de todo creador apasionado con lo que ha escrito. Para engañar al subconsciente (confiesa) suele decirse que ese material rechazado no va a morir en la cesta de papeles. AI contrario, lo copia cuidadosamente en un cuaderno especial que titula Rejecta: así lo destina a posteriores y tal vez inexistentes obras. De ese modo, el subconsciente calla y acepta.

Cuando reedita un libro, vuelve sobre cada palabra, cada coma, cada ritmo. Una de sus colecciones de cuentos, la primera y que se titula Saragana (1946), ha sido retocada infinitamente. A cada nueva tirada, Guimarães Rosa decidía poner otra vez todo el libro en el taller. Hasta que un día se dio cuenta de que si no paraba y decidía que lo escrito, escrito está, se iba a pasar la vida corrigiendo el mismo libro. Ahora piensa (con una casi imperceptible nostalgia flaubertiana) qúe debía tomar uno de sus cuentos, uno cualquiera, y seguirlo corrigiendo hasta el fin de sus días, como modelo y ejemplo.

El horror a lo efimero

Pero tiene que seguir escribiendo. Para su edad, Guimarães Rosa ha publicado relativamente poco: los cuentos ya mencionados de Saragana, su primer libro; dos tomos de novelas breves que recogió bajo el títu!o de Corpo de baile (1956); la narración larga que le ha valido fama internacional, Grande Sertão: Veredas (de 1956 también); y ese tomo de cuentos cortos que se llama Primeiras Estórias y es de 1962. Esos cuatro títulos lo han hecho famoso dentro del Brasil y han empezado a difundirse fuera. Cuando lo visité el 13 de julio de 1963 era imposible encontrar en Rio de Janeiro un ejemplar de sus primeros títulos. Un librero, especialista en literatura brasileña y él mismo editor (Carlos Ribeiro, de la "Livraria Sáo José" me dice que tiene más de cien ejemplares pedidos de Grande Sertão: Veredas. El mismo Guimarães Rosa se excusa por no poder conseguirme uno y me cuenta que para poder enviar la novela a los editores europeos que se interesaban en leerla, debió saquear las bibliotecas de los amigos. Para documentar mejor estos problemas, se refiere a las traducciones en curso, a las cartas de Alfred A. Knopf (su editor norteamericano y amigo personal), a las cartas de los editores alemanes, a las"Editions du Seuil", en Paris, que le escriben misivas de exquisita cortesía francesa: allí lo saludan como maestro y señalan con aplauso la condición irracional de sus cuentos y la naturaleza casi mítica de su imaginación.

Se ha levantado para mostrarme la carpeta en que guarda las cartas de sus editores extranjeros y ese gesto (que podría revelar una vanidad semisuperficial, casi infantil) está desmentido por la presencia de gran señor con que se mueve, por la delicada ironía que asoma a sus ojos y a esa semisonrisa que hay siempre en sus labios. Es una ironía que se vuelca impecablemente sobre sí mismo. Pienso en Cervantes y en ese encuentro crepuscular delautor del Quijote con un admirador que se conmueve tanto al conocerlo; recuerdo las páginas en que él mismo cuenta (en el prólogo del Persiles) ese encuentro; evoco la doble o triple instancia de esa vanidad irónica. También en la gran novela de[ autor brasileño encontraré más tarde rastros de la misma ironía, también en ella se reconoce la gran tradición (cómica, paródica, pero asimismo épica) del Quijote. Guimarães Rosa me muestra la carpeta con las cartas y sigue hablando de sus libros. Habla con cariño pero es un cariño atemperado por los buenos modales y por una convicción, muy honda, de que el verdadero goce de crear no está jamás en el aplauso recibido sino en la acción misma de crear. Por eso sigue contándome cosas. Cuando planea un relato o una novela, empieza siempre por el marco, el paisaje, que invariablemente es el de su Minas natal. Luego trabaja el argumento que le permitirá revelar aspectos psicológicos de sus personajes. Todo eso es, para él, sólo un aspecto, una parte de la creación, ya que en el centro de sus narraciones busca siempre expresar algo ético, algo trascendente. Esta preocupa ción to hace calificarse de filósofo, con sobreentendidos similares a los de Azorín.

"Tengo horror a lo efímero", me dice. Siernpre pienso en libros. El volumen de Primeiras Estórias surgió de la invitación de un periódico de Rio de Janeiro. Se comprometió a escribir una serie de cuentos. Pero antes de entregar el primero, debió pensar mucho, esbozar unos cuantos, tener por lo menos tres ya escritos y furiosamente revisados, para estar seguro (desde el comienzo) sobre cual sería la visión general del libro en que irían a parar esas historias de seres soñadores, seres débiles, de temibles bandoleros, de mujeres trágicas, de sucesos extraños como fábulas, mágicos como la misma leyenda delinterior del Brasil. Escribiendo y corrigiendo, descubre a veces un error y en vez de retocarlo resuelve aprovecharlo. Así, por ejemplo, en Grande Sertão: Veredas hay una piedra preciosa que cambia varias veces de nombre: la primera vez se habla de un topacio, luego se convierte en zafiro, casi de inmediato pierde el nombre preciso y es sólo una piedra valiosa, pero antes de concluir la narración será una amatista. Releer todo el libro (594 páginas en la edición brasileña) para uniformar el nombre de la piedra, le pareció tarea estéril. Prefirió agregar unas líneas cerca delfinal en que las mismas dudas y contradicciones sobre el cambio de nombre sirvieran para acentuar el carácter ambiguo delrelato entero. AI fin y al cabo, esa piedra preciosa que el protagonista se siente tentado a regalar a la mujer que ama pero que quisiera regalar a un compañero al que también ama, es símbolo de un corazón dividido. "Hay que trabajar a favor de las limitaciones", me dice Guimarães Rosa con una sonrisa en que se refleja su sentido irónico, complejo, de la vida.

Es tarde cuando salgo de su oficina ese día de julio de 1963. El Palacio de Itamaraty, sus paredes rosadas o blancas, se perfilan como un decorado italiano contra el violento azul del cielo carioca, contra los morros violáceos que cubren como lujoso fondo el panorama algo teatral. En las caIles hay gente que se dirige presurosa a las parades de los omnibuses y trolleybuses: son cientos, marchan en hileras, hacen cola con fatigada paciencia. Hay un calor húmedo de verano en el pleno invierno de[ Hemisferio Sur. En la oficina de Demarcación de Fronteras queda un señor alto, de lentes, impecablemente vestido con un trajo azul piedra que tiene una tenue rayita blanca, de corbata de moña y aire fresco y reposado. En la oficina no hace calor, nada se agita, todo está en su sitio. Pero esa calma, esa serenidad estudiada que difunde Guimarães Rosa no es sino la máscara urbana de su creación profunda. En sus libros, en la violencia y el frenesí de sus libros, se encuentra la misma vitalidad, el mismo calor apasionado, la misma fuerza oscura de esta muchedumbre que se ordena presurosa hacia su destino. Pienso que en la serena dimensión de su arte, Guimarães Rosa también expresa el mismo espíritu vital.

Una lengua propia

Este encuentro no hizo sino exacerbar mi apetito. Volví a Montevideo, importuné a los Wey hasta que se desprendieron del único, del valiosísimo ejemplar de Grande Sertão: Veredas que poseían. Me lo llevé a casa como el cazador lleva un venado. Los críticos somos insaciables y ese enorme libro me prometía alimento para muchos días y muchas noches. Apenas lo abrí, descubrí por qué Guimarães Rosa era (a pesar de su fama en el Brasil) un autor todavía secreto. Leí y releí y volví a releer las tres o cuatro prirneras páginas de la novela. No diréque no entendí nada porque sería exagerar un poco. No en balde había vivido muchos de mis mejores años de infancia y adolescencia en Rio de Janeiro, había estudiado y me había empapado del portugués que se habla allí, ese sabroso "brasileiro". Pero lo que yo había aprendido, y que me permitía circular sin lágrimas por la literatura brasileña o portuguesa, parecía nada frente a esas primeras formidables páginas de Grande Sertão: Veredas. Porque Guimarães Rosa (como Joyce, como Valle Inclán, como Asturias en algunas de sus obras) no sólo usaba la lengua común; también abusaba de ella. Cada pa labra, casi cada sílaba, de la novela había sido sometida a un proceso creador que obligaba al lector a progresar, si progreso había, a paso de caracol. Tardé un poco en sobreponerme a la humillación de creer que había perdido del todo una de las lenguas de mi infancia. Me animé a hablar con Virginia y con Walter que me tranquilizaron: Guimarães Rosa es dificil también para el lector brasileño. Volví al libro, volví a sus páginas, seguí leyendo y vislumbrando cosas, adivinando otras, completándolo en mi imaginación. Hasta que un día (como pasa con una lengua que estamos empezando a dominar) descubrí que todo era más claro: hasta que un día me encontré leyendo el "brasileiro" de Guimarães Rosa, esa habla suya que él supo crearse dentro de la rica lengua general del Brasil.

Casi insensiblemente, habían pasado algunos años y en Nueva York la editorial Alfred A. Knopf sacaba la versión inglesa de la novela con el título de The Devil to Pay in the Backlands, título que trataba de atraer a un público más vasto sin traicionar demasiado la obra original que tiene, como tema central, una posesión diabólica. Releí la obra entera en inglés, con bastante entusiasmo. La traducción no me pareció mala; como traducción del sentido general de la obra, de los sucesos y los personajes, de lo que puede contarse con otras palabras, está bien y hasta diría que está muy bíen. Pero como versión de lo que Guimarães Rosa había creado en primero y último lugar con su novela (una lengua, esa habla propia) era una vulgarización talentosa. Para colmo, el libro cayó mal entre los críticos norteamericanos que no se tomaron el trabajo de enterarse, antes de escribir sobre él, quién era Guimarães Rosa y qué valía el libro original. Con la misma seguridad con que los prirneros críticos franceses de Dostoyevski, estos nuevos omnisapientes de los semanarios o de los enormes periódicos norteamericanos, relegaron a Guimarães Rosa al infierno de la reseña a medio digerir, el comentario mecánico del que ha leído la solapa y apenas la solapa, el horribe comercio de la crítica al menudeo. Las cosas no andaban mejor en América Latina. Allí casi no se sabía quién era Guimarães Rosa. Algunos cuentos publicados aquí y allá; las traducciones de Virginia Wey en el Río de la Plata, las de Angel Crespo en España, no bastaban para crear lectores ni para formar una opinión general. Faltaba la prueba sólida, completa, de su obra en castellano. Ya entonces Angel Crespo tenía completa su admirable traducción de Grande Sertão: Veredas que iba a publicar en 1967 Seix- Barral, de Barcelona. Había que marcar la salida del libro, preparar un poco al público latinoamericano y a la opinión de la crítica, situar a Guimarães Rosa en una perspectiva más amplia. Por esa fecha, la revista Daedalus, de Boston, me pidió un artículo sobre la novela brasileña contemporánea. Al prepararlo traté de organizar una perspectiva en la que la obra de Guimares Rosa pudiera verse en su doble contexto: dentro de las letras brasileñas, a las que pertenece por el más profundo arraigo lingüístico, y dentro de las latinoamericanas, a las que aporta el más rico caudal. Lo que escribí entonces fue luego utilizado en esta misma revista para presentar una selección de sus Primerias Estórias, así como unos textos de Clarice Lispector y Nélida Piñon. Reproduzco ahora lo que se refiere a Guimares Rosa, para que esta memoria tenga un carácter más amplio. Advierto que el subtítulo se refiere al apelativo que una vez Lins do Rêgo dio a GRaciliano Ramos: "Maestro Graciliano".

Mestro Guimarães

El problema del regionalismo, tal como fue diascutido en los años veinte y tre

tierra alta y desértica que linda con el sertão del Nordesle, desierto mucho más pequeño y que ya ha sido explorado por los novelistas y sociólogos brasiieños. Una vez me dijo Guimarães Rosa, con visible orgullo, que cornparado con el sertão de Minas Gerais, el nordestino es sólo una franja no rnuy separada de la costa atlántica. EI título de su novela, literalmente traducido, indica precisarnente esa dimensión extraordinaria de la tierra minera: Gran Desiertó: Pequeños Ríos. Comparado con la enormidad de Minas Gerais, este largo libro es apenas el registro de una pequeña excursión.

El mundo que Riobaldo evoca es violento; está Ileno de traición y de ardientes rivalidades, de miseria y de explotación y se desarrolla en un territorio atravesado nor bandidos, políticos y un ejército implacable y venal. La narración se ubica en los últimos años del siglo pasado, pero el problema que Guimarães Rosa presenta está aún muy vivo, como lo demuestran los titulares de los periódicos brasileños. AI novelista no le interesan realrnente los aspectos documentales del mundo sobre el que escribe. Como otros brillantes colegas de la ficción latinoamericana de hoy (Alejo Carpentier, de Cuba, y Julio Cortázar, de Argentina), el novelista brasileño no pasa por alto la miseria o la explotación que lo rodean, pero él sabe que la realidad cala más profundamente aún. Sus experiencias como médico rural y, más tarde, como médico del ejército lo familiarizaron no sólo con los hombres de la región sino tarnbién con su inagotable lenguaje. A través de la recreación artística de su lengua hablada, él consigue trasmitir toda la realidad de esta tierra brutal y trágica. Su niñez estuvo dedicada a escuchar a los viejos contar increíbles historias de esos bandidos, crueles y sangrientos, que llenan el sertão: grotescos caballeros andantes de una dudosa cruzada. En su juventud, viajó mucho a través del paisaje extraño, duro y hechicero de los Gerais, pasó mucho tiernpo explorando las pequeñísimas poblaciones o recorriendo caminos que no llevaban a ningún lado: así se familiarizó con la escualidez y la miseria de este país tan rico. Su vida allí fue la búsqueda encarnizada de un lenguaje creador para contar todo esto.

A través de una técnica y de una sensibifidad que fueron moldeadas por la novela experimental de los veinte y los treinta (sus deudas con Joyce, Proust, Mann, Faulkner, y Sartre, son obvias), Guimarães Rosa logra, en Grande Sertão: Veredas, jugar con el tiempo y con el espacio, telescopa hábilmente sucesos y personajes. Usa los más desvergonzados recursos del melodrama pero jamás cae en las resecas convenciones del reálismo documental. En realidad, hasta se burla de ellas manteniendo (como Cervantes), una sutil nota de parodia desde el comienzo hasta el fin de su relato. Uno de los secretos más guardados del monólogo de Riobaldo, por ejemplo, es el nombre de su verdadero padre. Cuando se descubre, todo el libro adquiere la forma de una búsqueda de la propia identidad, uno de los temás básicos de la literatura, desde los griegos por lo menos. El secreto más sensacional del libro, sin embargo, es otro: cuál es la verdadera naturaleza de Diadorim, el mejor amigo y constante compañero del protagonista, un joven de inusual hermosura y pureza hacia el que Riobaldo se siente atraído sexualmente aunque combate esa atracción. AI jugar con la ambigüedad de esta relación, Guimarães Rosa trasmuta uno de los clisés del melodrama (Ias identidades secretas) en una visión profunda sobre la naturaleza del deseo. A Thomas Mann le habría gustado este libro, e Italo Calvino habría reconocido en él algunos de los motivos e ironías de su Cavaliere inesistente, libro algo posterior al de Guimarães Rosa. (Es de 1959.)

Como lo han señalado ya los mejores críticos brasileños, Grande Sertão: Veredas se parece en muchos asspectos a las novelas de caballería que cierran la edad media ibérica: esa ficción épica de los infatigables caballeros andantes que Cervantes parodió en el Quijote. Como esos prototipos, Riobaldo está inspirado por el honor, por un amor que no es de este mundo, por lamás pura amistad, por una noble causa; y lucha contra Iatraición, la tentacióñ carnal, los oscuros poderes de la tiniebla. La vasta y dispersa complejidad de encuentros accidentales y separaciones inexplicadas, súbitos descubrimientos de un pasado escondido, y trágicas anagnórisis que constituyen su rica trama aparecen proyectados, como ha señalado el profesor Cavalcanti Proença, sobre diferentes niveles de significación: el individual, el colectivo, el mítico. Toda la novela está dividida en episodios que aparecen cuidadosamente entretejidos en la textura del monólogo de Riobaldo, como aconsejaban los retóricos rnedievales; aún la técnica deriva hasta cierto punto de este tipo de novela, tan popular en la península ibérica. En la América hispánica, uno de los más destacados novelistas jóvenes de hoy, el peruano Mario Vargas Llosa, refleja el rnismo prototipo narrativo en su últia novela, La casa verde (1966). Que Vargas Llasa haya escrito su espléndido libro sin conocer probablemenle la obra maestra de Guimarães Rosa (Brasil está más desconectado con el resto de América Latina que con Europa o con los Estados Unidos) muestra que hay profundas corrientes invisibles que vinculan el estilo épico de las novelas de caballería y el narrativo de algunos escritores latinoamericanos de hoy. El mundo feudal de la selva peruana y el del desierto minero de alguna manera hacen juego con el mundo feudal de aquellas novelas andariegas de la Europa de fines de la edad media.

Pero el verdadero tema de Grande Sertão : Veredas es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido de que ha hecho un pacto con el diablo, que fue el diablo quien lo arrastró a una vida de perversidad y crimen. El suyo no es, sin embarqo, el típico demonio de la pata de cabra y el gesto irónico. Para Guimarães Rosa el diablo está en todas partes: es una voz en el desierto, un susurro en la conciencia, una súbita mirada cargada de tentación, la irresistible maldad de un podereroso bandido. Junto al diablo, en este cuento moral, se levanta la figura de un ángel. el hermoso y ambiguo Diadorim. Pero como éste es un cuento moderno, y por lo tanto un cuento complejo, el ángel y el diablo de la historia de Guimarães Rosa no son tan fácilmente discernibles. Desgarrado entre el bien y el mal, muy a menudo incapaz de decidir dónde está uno y dónde el otro, Riobaldo vacila, atravesado por dudas y por la angustia.

En el centro de esta narración épica -Ilena de batallas, crímenes y muerte súbita- se encuentra la historia de un alma dividida entre el amor y el odio, la amistad y la enemistad, la superstición y la fe. No es nada más ni nada menos que una creación mitopoética, un microcosmos literario de los elementos que componen esa tierra natal de Guímarães Rosa, ese Brasil enorme, caótico, acechado potángeles y demonios.

Si Grande Sertão: Veredas es una alegoría, Io es del tipo de las que se salvan de la pura abstracción intelectual, por la poesía concreta de su dicción y de sus personajes. Con vacilaciones al comienzo, luego más y más firmemente a medida que la larga narración progresa y adquiere ímpetu, la novela acaba por adquirir el puro encanto narrativo de un western. A medida que se apodera del libro la mera fuerza narrativa, todo un mundo aparece recreado por el lenguaje. La relación de Guimarães Rosa con ese mundo de los jagunços es a la vez indirecta y distante. A diferencia de lo que pasaba en Os sertoes (1902), la obra maestra de Euclides da Cunha, que se basa en la propia experiencia del autor durante una campaña militar que liquidó la rebelión sangrienta de uno de los más famosos bandoleros del Nordeste, esta novela de Guimarães Rosa está escrita no sobre la experiencia de un testigo sino a través de los relatos que cuentan los sobrevivientes de aquella época terrible: relatos vueltos a contar y reescritos por la imaginación de Guimarães Rosa. Para el novelista, la distancia en el tiempo y la falta de toda experiencia directa resultan al fin y al cabo más beneficiosas que la inmediatez del reportaje sociológico de Da Cunha. Por su mismo distanciamiento, Guimarães Rosa pudo llegar más cerca del corazón del asunto. Lo que le ocurrió mientras estaba escribiendo y recreando el mundo de los jagunços es algo parecido a lo que le ocurrió a Sarmiento cuando escribió la vida de Facundo y describió la pampa en 1845. El autor argentino no había estado nunca en la pampa, aunque había nacido y vivido no muy lejos de ella. Todo lo que sabía era a través de relatos ajenos y los informes de los viajeros ingleses que fueron los primeros en intentar mostrarla en toda su vastedad y desolación. De hecho, Sarmiento recreó en español lo que era un enfoque originariamente extranjero pero, a pesar de esto, por hacerlo genialmente, "nacionalizó" la pampa en la literatura argentina. El mismo doble punto de vista actúa en Grande Sertão: Veredas. Allí Guimarães Rosa ha utilizado su propia experiencia del sertão y los documentos reunidos por gente como Da Cunha para evocar, en la lengua creada y real a la vez, de un jagunço imaginario el mundo del interior del Brasil en los últimos años del siglo XIX.

Cada frase de su novela está escrita como si fuera un verso en un poema. La invisible pero omnipresente estructura verbal es tan importante para la adecuada comprensión del libro como la peripecia narrativa misma. La distribución de los acentos en cada frase y el movimiento general de cada párrafo revelan a menudo más sobre el verdadero estado dle ánimo de[ protagonista que cualquier situación determinada, cualquier episodio heroico. Esta es la principal razón por la que, al comienzo del largo monólogo, Guimarães Rosa hace que su protagonista aparezca tan remiso en contar toda la historia de su vida; por qué Riobaldo es tan reticente y ambiguo con respecto a Diadorim y a su pacto con el diablo; por qué sólo empieza a contar y confesarse sin ambages cuando la corriente de la memoria, el incesante flujo de la evocación, se apoderan de él completamente. Entonces la narración crece y se acelera. El último tercio de la novela está completamente libre de apartes, de reservas mentales, de la actividad inanotable del censor interior. Cuando la confesión Ilega a su climax, la novela termina. La catarsis se ha completado.

Esta peculiaridad de su estilo explica las dificultades que presenta la novela de Guimarães Rosa (y toda su producción narrativa, por otra parte) a los traductores y aún a los lectores que saben portugués. De hecho, la traducción norteamericana (realizada con enorme cuidado por James L. Taylor y Harriett de Onís) se lee mucho más fácilmente que el original ya que hasta cierto punto los traductores se vieron forzados a simplificar y explicar el texto. Según me dice Guimarães Rosa, sólo la reciente traducción de Corpo de baile, y la versión alemana de Grande Sertão: Veredas realizan la tarea casi imposible de ser a la vez fieles al original y legibles en la lengua a que se traduce. Las versiones francesas racionalizan demasiado, según él, las complejidades de la dicción original. En cuanto a las versiones al español, Guimarães Rosa se declara maravillado con la que ha hecho Angel Crespo de su última novela ("Debí haberla escrito en español", me dice, "es una lengua más fuerte, más adecuada para el tema") y ha aprobado con entusiasmo la de sus Primeiras Estórias, hecha por Virginia Fagnani Wey. Pero aún las más fieles versiones resultan incapaces de dar en toda su riqueza esa textura a la vez sutilísima y brusca que es lamarca de fábrica de su estilo. Traducir a Guimarães Rosa es como traducir a Joyce: el suyo es también un mundo esencialmente verbal.

Mientras leía Grande Sertão: Veredas, mientras empezaba a escribir sobre esta vasta obra, a meterme cada vez más en su mundo mágico y alucinante, pude ver en varias ciudades a Guimarães Rosa. Fueron encuentros no preparados que entonces agradecí al azar de mis viajes y que ahora agradezco simplemente al oscuro destino. Esos encuentros fueron registrados, casi sobre la marcha, en las notas de un diario de trabajo que no siempre llevo pero que asoma, de tanto en tanto, algo compulsivamente, entre mis papeles. Las copio ahora, tal como las escribí entonces, sólo con algún pequeño retoque de estilo. El primer grupo de notas corresponde a 1965.

Conversación en el Palazzo

Aún en otoño Rio de Janeiro resulta veraniego para un habitante del Río de la Plata. La bahía de Guanabara, ofrecida espectacularmente desde la terraza del Hotel Gloria en que me hospedo, vibra ya de calor. El Pan de Azúcar parece reducido a su más pétrea, resistente, sufrida, expresión. No es aún mediodía pero hay que abandonar toda esperanza de frescura. Cuando bajo al hall me siento demasiado vestido con mi traje liviano pero oscuro, con mi corbata sobriamente rayada que alude a zonas más frías. En medio de los turistas y de los hombres de negocios que suelen ocupar a todas horas el hall descubro de golpe la silueta de João Guimarães Rosa. La sorpresa del reencuentro es completa. Era él precisamente una de las personas que quería ver en Rio pero ni soñaba con encontrármelo tan a mano. Está acompañando a un amigo que para aquí, y apenas sí tenemos tiempo de cambiar unas palabras. Lo encuentro espléndido, como siempre, macizo y sólido en su cincuentena, vestido impecablemente con ese aire extranjero que le da la larga experiencia diplomática en Europa. Pero me dice que esta enfermo del corazón, que el médico le ha recumendado que se cuide de todo esfuerzo, que descanse. Evocamos rápidamente el último encuentro, en la feria literaria del Columbianum (Génova, enero 1965.) Allí, Guimarães Rosa paseó su alta silueta impasible en medio del ajetreo de los demás. Cortés y lejano, asistió a muchos actos pero jamás tomó la palabra, tuvo una atención amable pero nada ávida para los periodistas que lo buscaban (un tomo de sus novelas cortas, Corpo do baile, acababa de ser traducido al italiano por Feltrinelli con enorme éxito de crítica). En todo, Guimarães Rosa parecía el reverso del literato Iatinoamericano en Europa: ese ser tenso y disparado hacia la fama que se le muestra cercana einalcanzable, nuevo Tántalo de papel. Mientras se hacían y deshacían grupos, mientras se proyectaban enormes empresas de frágil base, o con bases demasiado obvias para perdurar, Guimarães Rosa surcaba silenciosamente esas inquietas aguas y con una sonrisa o una cultivada distancia se mantenía a! margen del juego.

Andaba, eso sí, muy ávido de palabras. Cada cartel genovés, cada expresión que oía (en español, italiano, francés, incluso inglés o alemán) era motivo de una cuidadosa reflexión. Aunque la materia de sus libros, y sobre todo de su magnífica novela épica, Grande Sertão: Veredas, es espectacular y abarca un mundo de violencia, de pasiones, de terrores religiosos, Guimarães Rosa (como Mallarmé, como Borges) sabe que la literatura es ante todo palabras. Un profundo sentido moral y reliqioso, que lo aleja de ciertos extremos del puritanismo torturado de un William Faulkner y que atraviesa toda su obra, no impide que para él la palabra (el verbo) esté realmente en el principio de todas las cosas. De ahí que en sus relatos, breves o interminables, cada palabra cuente. Y no sólo lo que la palabra significa, sino el peso y el sabor de cada una de sus sílabas, el color y la resonancia subconsciente de su forma, la magia encerrada en los signos. Incluso el lugar de cada palabra en la frase, la forma como se articula con las vecinas, como hace resaltar o asordina sus valores, cuenta mucho para él. Viniendo como viene la materia de su literatura de una experiencia de médico rural y militar en las regiones más desérticas del Brasil, desarrolladas algunas de sus historias como interminables relatos orates que un silencioso oyente ha registrado hasta la última inflexión de sus sílabas, no es extraño que Guimarães Rosa esté como ausente para lo que lo rodea mientras su oído, sutilísimo radar, mientras su ojo, más penetrante que una célula fotoeléctrica, no deja pasar palabra. En Génova nos vemos a menudo, en medio de reuniones en que muchos hablan para lucirse o que escuchan aburridos; entonces, Guimarães Rosa conversa en voz baja y me va contando sus experiencias literarias. En el salón ducal de Génova, por ejemplo, y mientras el alcalde se felicita de que todos los latinoamericanos seamos latinos, y por lo tanto algo italianos y hasta genoveses (Colón, es claro), Guimarães Rosa se sienta en unos grandes sillones incómodos para decirme que Joyce es una gran influencia sobre su obra, como modelo, como paradigma; que no lo es Faulkner porque rechaza su visión del mundo, su crueldad algo sádica; que en cambio Sartre lo marcó mucho con los relatos de El muro. Le insinúo que a través de Sartre recogió sin duda cosas que el narrador francés había extraído a su vez de Faulkner, y acepta. Otra vez nos encontramos en el gran transatlántico Michelangelo, fondeado en el puerto de Génova antes de partir en suviaje inaugural, verdadero museo flotante de la técnica moderna: allí Guimarães Rosa me confía ella pepita invisible de su tesoro literario. O lo recupero en uno de esos omnibuses de turismo que nos traen y nos llevan hacia la feria, o en un aparte de una comida con Ernesto Sábato y algunos amigos de la casa editorial Feltrinelli. En aquellos momentos, casi todo el Columbianum me parecía fantasmal, un admirable pretexto para estar cerca de un hombre que es, sin dada, el más maduro narrador de la América Latina de hoy. Borges vale el viaje, dijo Drieu la Rochelle, volviendo un día de la Argentina antes de la segunda guerra mundial, cuando aquel fabuloso escritor no era casi conocido fuera del círculo de sus amistades literarias. Para mí, Guimarães Rosa valió entonces el viaje a Génova. Lo vuelvo a ver ahora en Rio, ocho meses después, en ese inmenso hall del Hotel Gloria que a pesar de las más recientes ampliaciones no ha perdldo del todo un cierto aire señorial de los años veinte (la demorada "belle Epoque" en esta parte del mundo), y que constituye un marco perfecto para su alta silueta. Hablamos superficialmente, quedamos en vernos, pasamos rápidamente uno al lado del otro casi como dos trenes circulando por distintas vías, pero ese encuentro, casi desencuentro, no se me borra. En la personalidad de Guimarães Rosa (como en su literatura) cada palabra, cada gesto, cada signo, cuentan.

Lo encontré, por última vez, en Nueva York, en las sesiones del Congreso del P.E.N. Club (junio de 1966). En un diario que llevé intermitentemente entonces hay muchas referencias a Guimarães Rosa. Copio ahora las que lo muestran en distintas actividades y a distancias variables.

El pormenor de ausencia

Domingo 12 - El calor ha desertado a Nueva York estos últimos días. Hasta hace poco hizo una temperatura sofocante, pero ahora se puede respirar bien y hasta se corre el riesgo de algún resfrío por los cambios súbitos de temperatura. De pronto llueve, de pronto sale el sol. Pero en general, predomina el buen tiempo templado. En las invitaciones para el pique-pique sur l'eau que está anunciado para esta tarde se recomienda llevar algún abrigo de lana. Tomaremos un pequeño barco de excursión sobre el río Hudson, que nos llevará a dar una vuelta completa a la Isla de Manhattan. El proceso de instalar a tantos delegados e invitados lleva su tiempo. Poco a poco se va llenando el barco y los latinoamericanos nos encontramos reunidos como por azar en la cubierta de popa, muy formalmente sentados en unas sillas desarmables de madera y con nuestra caja de comida en la falda. El espacio es tan disputado como en el subterráneo en las horas de afluencia. De modo que hay que hacer prodigio de equilibrio para abrir la caja, sacar la comida, sostener la copa de vino californiano, sin tirar nada por el suelo. El que mejor aprovecha el espacio y las limitadas circunstancias es el novelista brasileño João Guimarães Rosa. Su alta figura erecta está instalada con toda comodidad en la estrecha silla. Ordenadamente, va sacando cosas de su caja y las va comiendo con método. Habla poco, sonríe apenas y liquida otro ítem de la caja. Es el único que ha conseguido agotarla por completo. Cuando los demás, demasiado inquietos o impacientes, hemos ya renunciado a explorar todos sus tesoros, Guimarães Rosa sigue impertérrito hasta la última manzana. De pronto alguien nos dice que Neruda está abajo, en la proa, y que habría que ir a buscarlo para hacer un gran frente común de América Latina. Bajamos y allí está el vate máximo, rodeando de una horda de fotógrafos y admiradores. Cada paso suyo es registrado por un pequeño equipo de camarógrafos chilenos que está haciendo una película documental sobre su viaje a los Estados Unidos. Los fotógrafos de las publicaciones periódicas, y sobre todo la fotógrada de Life en español (que en la vida diaria es la esposa de Arthur Miller) no se pierden ángulo. Con una gorra muy elegante, Neruda sonríe, habla, hace declaraciones y bromas, ese retrata con sus amigos de siempre y con los nuevos amigos de hoy, y deja su perfil de ídolo indígena contra la línea de rascacielos de Wall Street (lindo contraste) o contra la figura de la Estatua de la Libertad que la cámara capta en la gloria de un cielo desgarrado por nubes y luces de tormenta. El verde de la Estatua sorprende a muchos y suscita algunos chistes inevitables. Convencemos a Neruda de que debe trasladarse a la cubierta alta de popa, y lo que empieza siendo una pequeña procesión de dos o tres amigos que acompañan al poeta y a su mujer, Matilde Urrutia, se convierte de golpe en una inmensa bola de nieve humana que crece a medida que el poeta se desplaza por el barco y que inunda la ya llenísima cubierta de popa. El abrazo con que Neruda es recibido por el resto de la delegación latinoamericana suscita movimientos sísmicos por la cantidad de fotógrafos (aficionados o profesionales) que se encaraman para sacar una toma desde un ángulo distinto. De pronto me veo convertido por un instante en pedestal de una muchacha que dispara su cámara contra el poeta. En el maremágnum, apenas sí diviso a Guimarães Rosa, que escapa del tumulto atravesando con increíble agilidad un laberinto de sillas depuestas. El tímido y retraído narrador mineiro huye aterrorizado de la publicidad. Al cabo, el propio Neruda se queja y hay que desandar el camino (discretamente protegidos ahora por funcionarios del Congreso) hasta una cubierta baja de popa donde es posible instalarse, sorber despacito las últimas copas de vino y hablar de rnuchas cosas. Una vez más, la presencia de Neruda ha resultado literalmente conmovedora.

Jueves 16 - Me encuentro con Guimarães Rosa y vamos a tomar una Coca-Cola al bar que está en el subsuelo del Loeb Center. Nueva York es el tercer escenario en que me ha sido dada la gracia de ver a Guimarães Rosa. El entusiasmo que habían despertado en mísus libros, y sobre todo esa obra maestra que se llama Grande Sertão: Veredas, me hacia acosarlo siempre con preguntas literarias, con cuestiones de influencias y lecturas que suscitan sus libros, con miles de indiscreciones lingüisticas. Guimarães Rosa se defendía como pocos. Celoso de su intimidad, tímido para hablar de sus obras, cerrado a pesar de su cordialidad, trataba de desviar mi atención hacia otros intereses. Ahora que lo vuelvo a encontrar en Nueva York acepto de buena gana las condiciones de su trato y me dispongo a seguirlo en sus pequeños descubrimientos cotidianos. Me cuenta que siempre le preocupó la comida y que cuando llega a una ciudad nueva hace un recorrido minucioso de los restaurantes. No es un "gourmet". Su curiosidad es de otro tipo. A través de los platos típicos trata de descubrir cómo vive la gente en otros países. Se ha hecho un plan muy minucioso para su estadía en Nueva York y va recorriendo ordenadamente los distintos restaurantes exóticos. Asísin salir de Manhattan recorre el mundo. Hoy, por ejemplo, le toca almorzar en un restaurante filipino y cenar en uno húngaro. Mañana, cambian los países. Lo escucho asombrado, yo que no tengo curiosidad gastronómica alguna, aunque no carezca de paladar. Luego me cuenta que desde niño, en Minas Gerais, y cuando no se había popularizado tampoco allí eso del desayuno a la inglesa, él no se podía conformar con la típica tacita de café. La madre tenía que dejarle, a él, un niño, pero ya una persona de convicciones firmes, una comida completa. Luego me habla de la filosofía del cepillo de dientes. Me pregunta por qué me lavo los dientes con pasta dentífrica de mañana. Le digo que no lo hago. Que me lavo sólo con cepillo entonces. Igual le parece mal y me explica: la pasta gasta el esmalte. Hay que usarla lo menos posible. Mejor es enjuagarse la boca con algún líquido desinfectante y sólo pasarse ei cepillo después del desayuno. Lo oigo abismado. Pienso que de esas minucias estáhecha su vida cotidiana. En sus novelas y cuentos, cada palabra está atravesada por el espíritu, por la imaginación más extraordinaria, por los grandes sentimientos, por una pasión inmoderada por el verbo. En la vida cotidiana, Guimarães Rosa parece reducirlo todo a lo inmediato. Discutimos su irreprimible tendencia a escapar de los actos públicos, de no participar en mesas redondas, de no hablar o hacer declaraciones. Confiesa que está mal, que no se debe aceptar una invitación de éstas y luego escabullir las responsabilidades. Lo reconoce tan abiertamente que es imposible disentir con él. Le digo que un escritor debe cuidar también su imagen pública, que de alguna manera esa imagen es parte de su obra y le cito el caso de Neruda. No está de acuerdo. Para él sólo cuenta la obra. No le importa nada más. Le digo que me causó mucha gracia su huída, el domingo, cuando la horda que acompañaba entonces a Neruda ocupó toda la cubierta de popa. Acepta la descripción humorística que le hago de él mismo, escapando sobre las sillas volcadas, y me confirma su horror del público. Desde muchos puntos de vista, este solitario, tan bien educado y distante, me hace acordar a Juan Carlos Onetti, otro solitario, aunque hosco y hasta erizado de púas. Pero los dos han hecho su obra, dificil, exigente, muy personal, sin preocuparse del destino que podría correr y negándose sistemáticamente a las relaciones públicas. En plena cincuentena (ambos han nacido entre 1908 y 1909) la fama les está llegando un poco como a contrapelo. Lo que más les preocupa es preservar la intimidad. Por eso, Onetti se encierra a rumiar en su habitación de hotel o cuando sale es para circular entre viejos amigos probados o a responder con monosílabos a las preguntas de los extraños. Por eso Guimarães Rosa se parapeta detrás de su coraza diplomática, huye aventando sillas, o discute interminablemente los platos típicos de los mil restaurantes neoyorquinos. Sin embargo, tanta arte del camouflage no es impecable. Detrás de las miradas evasivas de Onetti o detrás de la cortesía distante de Guimarães Rosa, asoma de golpe el escritor que sigue tejiendo su compleja, exigente trama de ficción hasta en los menores momentos de la vida.

La última vez que vi a Guimarães Rosa fue el rniércoles 22. Habíamos ido a desayunar a una de esas cafeterías de la Sexta Avenida, cerca de Washington Square y él decidió pedir el desayuno norteamericano más completo posible. No sé cuanto comimos entonces. Pero sé que todo el tiempo era visible en él la intención de trasladar a los actos más simples (estar sentados frente a frente, compartir el pan y la sal, cambiar algunas palabras triviales) la significación más cordial posible. Cada vez era más claro para mí que Guimaráes Rosa ya se estaba despidiendo del mundo, de cada cosa única y simple del mundo, y que en esa tarea incesante, secretamente febril, el no podía confiarse a nadie. O sólo podía confiarse en clave. Hablar de libros, de proyectos, de teorías estéticas, ya era imposible. Había que volver a vivir de nuevo cada experiencia humana, empezando por las más sencillas. No sé si yo entendía eso entonces como lo entiendo ahora pero sin duda lo entreadivinaba. Por lo menos comprendí bien claro que lo que él necesitaba entonces, en esa curiosa soledad en la que parecía amurallado y tan distante, era la mera compañía de un momento: alguien con quien desayunar o caminar unas cuadras, una persona que le ayudase a concentrarse en la vida de cada instante. No recuerdo ahora de qué hablamos mientras procedíamos a devorar el enorme desayuno. Sé que el tiempo se nos vino encima y que salimos luego a la calle, fatalmente orientados hacia nuestras respectivas ocupaciones. Me quedé con él un rato en la Sexta Avenida, esperando un ómnibus que lo llevara a Uptown. Unos borrachos lúcidos (eran sólo las once) nos cargosearon un poco para que diéramos unas monedas, mientras trataban de adivinar en qué lengua hablábamos. Guimarães Rosa los alejó con una sonrisa cortés. Hablábamos, de todos modos, en una lengua que ellos nunca hubieran adivinado.

Meses más tarde recibí en París un enorne paquete con sus libros: todas nuevas ediciones y con las más cómicas, cariñosas, exageradas dedicatorias. Comprendí que de alguna manera extravagante quería compensarme con esos rasgos por mi admiración, por mi celo en escribir sobre él, por mi compañía en las raras ocasiones en que nos habíamos encontrado. Me conmoví y al mismo tiempo estallé de risa, porque aquel hombre sabía cómo jugar delicadamente con cada matiz de la ternura y el grotesco. No me podía haber hecho mejor regalo que estos libros, con sus alegres dedicatorias. También en ellas, cada palabra, cada sonido, decían algo.

Me quedé esperando encontrarlo en cualquier lugar del mundo. Sabía que estaba enfermo del corazón desde hace ocho años pero no quería creerlo. ¿Acaso no me había topado con él, sin aviso previo, en el Hotel Gloria; no lo había visto tomar en Rio el mismo avión que rne llevaba a Génova? Uno se acostumbra a estos encuentros y acaba por creer que hasta se los merece. Pero el otro día, estaba almorzando con unos amigos y me dijeron de golpe, sin darme tiempo a nada, que Guimarães Rosa había muerto. La noticia llegaba de segunda o tercera mano y preferí no creerla. Asíque hice mis averiguaciones por teléfono y acabé por convencerrne que era cierto. Esa noche encontré en Le Monde una acertada necrológica de Claude Fell y una pequeña noticia que contaba, que me contaba, lo que había pasado.

Varios días después, un paquete de recortes con una cariñosísima carta de Nélida Piñón me traía los detalles de su muerte. Ocurrió la misma semana que había sido solemnemente recibido en la Academia Brasileira de Letras, acontecimiento que una intuición muy particular le había hecho postergar durante cuatro años. Era como si supiese que su corazón no iba a resistir la emoción del discurso, de los abrazos, de la ceremonia entera. Cuentan los amigos que se había preparado para ello con la minuciosidad que lo caracterizaba. Dos días antes de la recepción, había ido a la Academia a estudiar bien el terreno, y a averiguar hasta el último detalle de la ceremonia. Incluso había advertido a un par de amigos que si durante el largo discurso (una hora y quince minutos) sentía flaquear el corazón, haría una díscreta señal con la mano para prevenirlos. No en baldo había sido tantos años médico. Pero la ceremonia de su ingreso a la Academia se realizó el jueves 16 de noviembre con toda felicidad y pompa. Veo ahora las fotos en que su alta figura aparece enfundada en el uniforme con las palmas, lo veo hablar, lo veo saludando en medio de un público radiante. El domingo 19 se quedó solo en casa mientras la mujer iba con una nietita a misa. Estaba en su escritorio y se entretuvo en hablar largo rato por teléfono con algunos amigos. AI término de esas conversaciones se empezó a sentir mal y llamó por teléfono a una antigua secretaria. Mientras le contaba que tenía una crisis asmática y pedía socorro, se quedó callado. Cuando llegó su mujer ya estaba muerto.

En el discurso que había pronunciado tres días antes en la Academia, al hablar de su predecesor João Neves da Fontoura, que habría cumplido ochenta años el mismo día en que fue recibido Guimarães Rosa, éste dijo unas palabras que sin duda escribió pensando también en sí mismo: "De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. [ ... ] La gente muere para probar que vivió. [ ... ] Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Queden encantadas." Allí, en las páginas veteadas por la tinta de imprenta, en la cuadrícula grande de los periódicos brasileños, me encontré por última vez con Guimarães Rosa, ya encantado."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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