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"En busca de Guimarães Rosa"
En Mundo Nuevo, n. 20
febrero de 1968
p. 4-16
"En tres ciudades tan distintas como son Río de Janeiro,
Génova y Nueva York, y en tres ocasiones que han quedado
nítidamente perfiladas en la memoria, tuve la suerte y el
privilegio de encontrarme con João Guimarães Rosa,
pude hablar con él, llegué a admirar no sólo
su magnífica obra (que ya conocía de lecturas), sino
su tantalizadora y secreta personalidad. Los encuentros fueron casuales
por lo general, traídos y llevados los dos por la invisible
mecánica de congresos literarios, interrumpidos (como si
la vida fuera eterna, y fuéramos dueños del tiempo)
por las más triviales circunstancias, pospuestos o dejados
para luego los temas centrales, enriquecido sin embargo el contacto
por una comunicación que se dio porque sí y porque
así se dan las cosas mejores. Sólo el primer encuentro
fue provocado por mí y tuvo todo el carácter de una
decisión madurada. Hoy que ya me he resignado a no volver
a ver a Guimarães Rosa, quiero hacer el recuento de estos
azares, de estos misterios cotidianos, de estas conversaciones en
vestíbulos y salas de conferencia, en ómnibus de turismo
y cafeterías, en la calle o en oficinas. No me quejo de lo
fugaz o accidental de esos contactos. Creo que ellos me permitieron
captar, como experiencia humana viva, lo que había ido descifrando
en la lectura de sus grandes libros. Elusivo y presente, vivo y
condenado ya a muerte, Guimarães Rosa me ha ayudado a ver
y entender mejor algunas cosas básicas.
La frontera de las fronteras
No sé cuándo empecé a oír a hablar
y a leer sobre Guimarães Rosa. Conjeturo que fue en casa
de los Wey, en Avenida Brasil, Montevideo, cuando oí por
primera vez el nombre y esto debió ser hacia principios de
1960. Hacía años entonces que Walter Wey estaba de
agregado cultural de la Embajada del Brasil en el Uruguay y que
era el director del Instituto Cultural Uruguayo-Brasileño.
Hombre extraordinariamente versado en las letras y las artes de
su país, había sabido crearse en Montevideo un ambiente
entre artistas e intelectuales. Su mujer, Virginia, no sólo
enseñaba literatura brasileña en el Instituto; también
se ocupaba de hacer leer y conocer mejor a los nuevos autores en
un medio que, a pesar de la proximidad geográfica con el
Brasil, era y es bastante ajeno. Cuando salieron las Primeiras
Estórias, de Guimarães Rosa, en 1962, Virginia
concibió la idea de traducirlos en castellano, se puso de
acuerdo con don João y empezó una tarea que habría
de llevarle sus años. Creo que ahí ocurrió
mi primer encuentro con un autor que fue durante años sólo
un nombre para mí. Un buen día leí uno de los
cuentos, La tercera margen del río, en un semanario
de Montevideo; otro día cayó entre mis manos una crónica
de un periódico brasileño; otro día, en fin,
me puse a hablar con Virginia de Guimarães Rosa y desde entonces
no hemos parado.
Porque si es fácil no conocerlo, y son tantos los que lo
ignoran dentro y fuera Brasil, es muy difícil no convertirse
en adicto si uno ha empezado a vislumbrar, así sea muy exteriormente,
el mágico mundo narrativo de Guimarães Rosa. Es como
Kafka o como Borges: apenas una frase de ellos entra en nuestro
sistema circulatorio estamos perdidos. Nada podemos hacer si no
es pedir más, buscar más, conseguir más. El
cuento que yo había leído era casi nada: la historia
de un hombre que deja a su mujer e hijos y se va a vivir en un bote
en el centro del río; pero esa historia lograba, por los
medios más simples e intensos, crear para el lector la imposible
promesa de su título: una tercera dimensión de la
realidad (la tercera margen) se hacía patente, se convertía
en experiencia, se encarnaba en la imaginación. De golpe,
me convertí al culto, entonces casi secreto en la América
hispánica. Pedí a Virginia y a Walter las Primeras
Estórias y empecé la lenta penetración
en ese universo a la vez tan vasto y reducido.
No había leído sino aquel volumen cuando tuve ocasión
de pasar una quincena en Río de Janeiro con mi mujer. Hablo
del invierno de 1963, estación que en Río se distingue
muy poco de un verano uruguayo, húmedo y algo tristón.
En casa de Eva Pimentel Brandão, en la hermosa y viva biblioteca
de su marido, que ella conserva con la impecable devoción,
encontré el Anuario del Ministerio de Relaciones Exteriores
del Brasil que me ofrecía los pocos datos sobre Guimarães
Rosa. Era una biografía de diplomático que estaba
reducida a sus servicios en el cuerpo: nacido en Cordisburgo, Minas
Gerais, el 3 de junio de 1908, Guimarães Rosa pertenece a
una familia patricia del gran estado brasileño. Se recibe
de médico y ejerce en el estado natal, luego, en 1934, entra
en la carrera diplomática y asciende a lo largo de tres décadas
hasta su puesto de Embajador en Itamaraty, Departamento de Demarcación
de Fronteras. Ha prestado servicios de cónsul en Hamburgo,
en vísperas de la segunda guerra mundial; ha estado internado
en Baden-Baden en plena contienda. A partir de 1942 representa a
su patria en América Latina (secretario de embajada en Bogotá,
1942-1944) y en Europa otra vez (Consejero en París, 1948-1951).
En el Anuario no hay una sola palabra sobre su carrera literaria.
Esa pertenece no al Embajador, sino al otro.
El que me interesaba era el escritor pero estaba dispuesto a correr
el riesgo de tropezarme sólo con el Embajador cuando conseguí
que Afránio Coutinho, qran historiador de las letras brasileñas
de Itamaraty una tarde de esas cariocas en que la ciudad arde a
fuego lento. Coutinho hace las presentaciones y se excusa. Es un
hombre ocupado en mil cosas y además prefiere, con la más
fina discreción, dejarme a solas con Guimarães Rosa.
Yo me siento perdido pero me aguanto a pie firme. Si la oficina
no puede ser más burocrática, el hombre alto y corpulento,
pero no grueso, de pelo gris cortado muy corto, de lentes y sonrisa
afable, gestos precisos y nítidos, me tranquiliza. Su figura
se recorta contra un fondo de viejos mapas, de fotografías
amarilladas por el tiempo, de gráficas tal vez inútiles
pero persistentes. En medio de esa erosión, el hombre está
vivo. Guimarães Rosa tiene del diplomático sólo
la apostura exterior, la exquisita cortesía, una sobreentendida
reserva. Apenas empieza a hablar, modulando con precisión
cada sílaba con una voz suave pero firme, apenas subraya
ciertas palabras con un súbito estallido de los ojos, apenas
apoya un poco el pedal de la intención para circundar de
color un significado, descubro que estoy frente al narrador. La
voz que suena acariciando cada una de !as sílabas es la voz
que se escucha, apenas audible, en las páginas de Primeiras
Estórias.
Guimarães Rosa no pierde el tiempo en vaguedades: habla
de su arte y de su oficio. Escribe mucho, me cuenta; luego deja
descansar lo escrito y vuelve más tarde a revisar, haciendo
muchas correcciones, cortando sin piedad. Ese primer trazo copioso
de su escritura tiene como propósito ocupar el territorio,
marcar los límites entre los que se va a mover el cuento
o la novela corta o la narración más extensa. Mientras
lo escucho hablar con precisión y sin prisa pienso que esa
tarea es, también, un servicio de demarcación de fronteras,
como el que está ahora a cargo del Ernbajador. Al corregir,
al rechazar, al omitir, Guimarães Rosa sufre las furias y
las penas de todo creador apasionado con lo que ha escrito. Para
engañar al subconsciente (confiesa) suele decirse que ese
material rechazado no va a morir en la cesta de papeles. AI contrario,
lo copia cuidadosamente en un cuaderno especial que titula Rejecta:
así lo destina a posteriores y tal vez inexistentes obras.
De ese modo, el subconsciente calla y acepta.
Cuando reedita un libro, vuelve sobre cada palabra, cada coma,
cada ritmo. Una de sus colecciones de cuentos, la primera y que
se titula Saragana (1946), ha sido retocada infinitamente.
A cada nueva tirada, Guimarães Rosa decidía poner
otra vez todo el libro en el taller. Hasta que un día se
dio cuenta de que si no paraba y decidía que lo escrito,
escrito está, se iba a pasar la vida corrigiendo el mismo
libro. Ahora piensa (con una casi imperceptible nostalgia flaubertiana)
qúe debía tomar uno de sus cuentos, uno cualquiera,
y seguirlo corrigiendo hasta el fin de sus días, como modelo
y ejemplo.
El horror a lo efimero
Pero tiene que seguir escribiendo. Para su edad, Guimarães
Rosa ha publicado relativamente poco: los cuentos ya mencionados
de Saragana, su primer libro; dos tomos de novelas breves
que recogió bajo el títu!o de Corpo de baile (1956);
la narración larga que le ha valido fama internacional, Grande
Sertão: Veredas (de 1956 también); y ese tomo
de cuentos cortos que se llama Primeiras Estórias
y es de 1962. Esos cuatro títulos lo han hecho famoso dentro
del Brasil y han empezado a difundirse fuera. Cuando lo visité
el 13 de julio de 1963 era imposible encontrar en Rio de Janeiro
un ejemplar de sus primeros títulos. Un librero, especialista
en literatura brasileña y él mismo editor (Carlos
Ribeiro, de la "Livraria Sáo José" me dice
que tiene más de cien ejemplares pedidos de Grande Sertão:
Veredas. El mismo Guimarães Rosa se excusa por no poder
conseguirme uno y me cuenta que para poder enviar la novela a los
editores europeos que se interesaban en leerla, debió saquear
las bibliotecas de los amigos. Para documentar mejor estos problemas,
se refiere a las traducciones en curso, a las cartas de Alfred A.
Knopf (su editor norteamericano y amigo personal), a las cartas
de los editores alemanes, a las"Editions du Seuil", en
Paris, que le escriben misivas de exquisita cortesía francesa:
allí lo saludan como maestro y señalan con aplauso
la condición irracional de sus cuentos y la naturaleza casi
mítica de su imaginación.
Se ha levantado para mostrarme la carpeta en que guarda las cartas
de sus editores extranjeros y ese gesto (que podría revelar
una vanidad semisuperficial, casi infantil) está desmentido
por la presencia de gran señor con que se mueve, por la delicada
ironía que asoma a sus ojos y a esa semisonrisa que hay siempre
en sus labios. Es una ironía que se vuelca impecablemente
sobre sí mismo. Pienso en Cervantes y en ese encuentro crepuscular
delautor del Quijote con un admirador que se conmueve tanto
al conocerlo; recuerdo las páginas en que él mismo
cuenta (en el prólogo del Persiles) ese encuentro;
evoco la doble o triple instancia de esa vanidad irónica.
También en la gran novela de[ autor brasileño encontraré
más tarde rastros de la misma ironía, también
en ella se reconoce la gran tradición (cómica, paródica,
pero asimismo épica) del Quijote. Guimarães
Rosa me muestra la carpeta con las cartas y sigue hablando de sus
libros. Habla con cariño pero es un cariño atemperado
por los buenos modales y por una convicción, muy honda, de
que el verdadero goce de crear no está jamás en el
aplauso recibido sino en la acción misma de crear. Por eso
sigue contándome cosas. Cuando planea un relato o una novela,
empieza siempre por el marco, el paisaje, que invariablemente es
el de su Minas natal. Luego trabaja el argumento que le permitirá
revelar aspectos psicológicos de sus personajes. Todo eso
es, para él, sólo un aspecto, una parte de la creación,
ya que en el centro de sus narraciones busca siempre expresar algo
ético, algo trascendente. Esta preocupa ción to hace
calificarse de filósofo, con sobreentendidos similares a
los de Azorín.
"Tengo horror a lo efímero", me dice. Siernpre
pienso en libros. El volumen de Primeiras Estórias
surgió de la invitación de un periódico de
Rio de Janeiro. Se comprometió a escribir una serie de cuentos.
Pero antes de entregar el primero, debió pensar mucho, esbozar
unos cuantos, tener por lo menos tres ya escritos y furiosamente
revisados, para estar seguro (desde el comienzo) sobre cual sería
la visión general del libro en que irían a parar esas
historias de seres soñadores, seres débiles, de temibles
bandoleros, de mujeres trágicas, de sucesos extraños
como fábulas, mágicos como la misma leyenda delinterior
del Brasil. Escribiendo y corrigiendo, descubre a veces un error
y en vez de retocarlo resuelve aprovecharlo. Así, por ejemplo,
en Grande Sertão: Veredas hay una piedra preciosa
que cambia varias veces de nombre: la primera vez se habla de un
topacio, luego se convierte en zafiro, casi de inmediato pierde
el nombre preciso y es sólo una piedra valiosa, pero antes
de concluir la narración será una amatista. Releer
todo el libro (594 páginas en la edición brasileña)
para uniformar el nombre de la piedra, le pareció tarea estéril.
Prefirió agregar unas líneas cerca delfinal en que
las mismas dudas y contradicciones sobre el cambio de nombre sirvieran
para acentuar el carácter ambiguo delrelato entero. AI fin
y al cabo, esa piedra preciosa que el protagonista se siente tentado
a regalar a la mujer que ama pero que quisiera regalar a un compañero
al que también ama, es símbolo de un corazón
dividido. "Hay que trabajar a favor de las limitaciones",
me dice Guimarães Rosa con una sonrisa en que se refleja
su sentido irónico, complejo, de la vida.
Es tarde cuando salgo de su oficina ese día de julio de
1963. El Palacio de Itamaraty, sus paredes rosadas o blancas, se
perfilan como un decorado italiano contra el violento azul del cielo
carioca, contra los morros violáceos que cubren como lujoso
fondo el panorama algo teatral. En las caIles hay gente que se dirige
presurosa a las parades de los omnibuses y trolleybuses: son cientos,
marchan en hileras, hacen cola con fatigada paciencia. Hay un calor
húmedo de verano en el pleno invierno de[ Hemisferio Sur.
En la oficina de Demarcación de Fronteras queda un señor
alto, de lentes, impecablemente vestido con un trajo azul piedra
que tiene una tenue rayita blanca, de corbata de moña y aire
fresco y reposado. En la oficina no hace calor, nada se agita, todo
está en su sitio. Pero esa calma, esa serenidad estudiada
que difunde Guimarães Rosa no es sino la máscara urbana
de su creación profunda. En sus libros, en la violencia y
el frenesí de sus libros, se encuentra la misma vitalidad,
el mismo calor apasionado, la misma fuerza oscura de esta muchedumbre
que se ordena presurosa hacia su destino. Pienso que en la serena
dimensión de su arte, Guimarães Rosa también
expresa el mismo espíritu vital.
Una lengua propia
Este encuentro no hizo sino exacerbar mi apetito. Volví
a Montevideo, importuné a los Wey hasta que se desprendieron
del único, del valiosísimo ejemplar de Grande Sertão:
Veredas que poseían. Me lo llevé a casa como el
cazador lleva un venado. Los críticos somos insaciables y
ese enorme libro me prometía alimento para muchos días
y muchas noches. Apenas lo abrí, descubrí por qué
Guimarães Rosa era (a pesar de su fama en el Brasil) un autor
todavía secreto. Leí y releí y volví
a releer las tres o cuatro prirneras páginas de la novela.
No diréque no entendí nada porque sería exagerar
un poco. No en balde había vivido muchos de mis mejores años
de infancia y adolescencia en Rio de Janeiro, había estudiado
y me había empapado del portugués que se habla allí,
ese sabroso "brasileiro". Pero lo que yo había
aprendido, y que me permitía circular sin lágrimas
por la literatura brasileña o portuguesa, parecía
nada frente a esas primeras formidables páginas de Grande
Sertão: Veredas. Porque Guimarães Rosa (como Joyce,
como Valle Inclán, como Asturias en algunas de sus obras)
no sólo usaba la lengua común; también abusaba
de ella. Cada pa labra, casi cada sílaba, de la novela había
sido sometida a un proceso creador que obligaba al lector a progresar,
si progreso había, a paso de caracol. Tardé un poco
en sobreponerme a la humillación de creer que había
perdido del todo una de las lenguas de mi infancia. Me animé
a hablar con Virginia y con Walter que me tranquilizaron: Guimarães
Rosa es dificil también para el lector brasileño.
Volví al libro, volví a sus páginas, seguí
leyendo y vislumbrando cosas, adivinando otras, completándolo
en mi imaginación. Hasta que un día (como pasa con
una lengua que estamos empezando a dominar) descubrí que
todo era más claro: hasta que un día me encontré
leyendo el "brasileiro" de Guimarães Rosa,
esa habla suya que él supo crearse dentro de la rica lengua
general del Brasil.
Casi insensiblemente, habían pasado algunos años
y en Nueva York la editorial Alfred A. Knopf sacaba la versión
inglesa de la novela con el título de The Devil to Pay
in the Backlands, título que trataba de atraer a un público
más vasto sin traicionar demasiado la obra original que tiene,
como tema central, una posesión diabólica. Releí
la obra entera en inglés, con bastante entusiasmo. La traducción
no me pareció mala; como traducción del sentido general
de la obra, de los sucesos y los personajes, de lo que puede contarse
con otras palabras, está bien y hasta diría que está
muy bíen. Pero como versión de lo que Guimarães
Rosa había creado en primero y último lugar con su
novela (una lengua, esa habla propia) era una vulgarización
talentosa. Para colmo, el libro cayó mal entre los críticos
norteamericanos que no se tomaron el trabajo de enterarse, antes
de escribir sobre él, quién era Guimarães Rosa
y qué valía el libro original. Con la misma seguridad
con que los prirneros críticos franceses de Dostoyevski,
estos nuevos omnisapientes de los semanarios o de los enormes periódicos
norteamericanos, relegaron a Guimarães Rosa al infierno de
la reseña a medio digerir, el comentario mecánico
del que ha leído la solapa y apenas la solapa, el horribe
comercio de la crítica al menudeo. Las cosas no andaban mejor
en América Latina. Allí casi no se sabía quién
era Guimarães Rosa. Algunos cuentos publicados aquí
y allá; las traducciones de Virginia Wey en el Río
de la Plata, las de Angel Crespo en España, no bastaban para
crear lectores ni para formar una opinión general. Faltaba
la prueba sólida, completa, de su obra en castellano. Ya
entonces Angel Crespo tenía completa su admirable traducción
de Grande Sertão: Veredas que iba a publicar en 1967
Seix- Barral, de Barcelona. Había que marcar la salida del
libro, preparar un poco al público latinoamericano y a la
opinión de la crítica, situar a Guimarães Rosa
en una perspectiva más amplia. Por esa fecha, la revista
Daedalus, de Boston, me pidió un artículo sobre
la novela brasileña contemporánea. Al prepararlo traté
de organizar una perspectiva en la que la obra de Guimares Rosa
pudiera verse en su doble contexto: dentro de las letras brasileñas,
a las que pertenece por el más profundo arraigo lingüístico,
y dentro de las latinoamericanas, a las que aporta el más
rico caudal. Lo que escribí entonces fue luego utilizado
en esta misma revista para presentar una selección de sus
Primerias Estórias, así como unos textos de
Clarice Lispector y Nélida Piñon. Reproduzco ahora
lo que se refiere a Guimares Rosa, para que esta memoria tenga un
carácter más amplio. Advierto que el subtítulo
se refiere al apelativo que una vez Lins do Rêgo dio a GRaciliano
Ramos: "Maestro Graciliano".
Mestro Guimarães
El problema del regionalismo, tal como fue diascutido en los años
veinte y tre
tierra alta y desértica que linda con el sertão
del Nordesle, desierto mucho más pequeño y que ya
ha sido explorado por los novelistas y sociólogos brasiieños.
Una vez me dijo Guimarães Rosa, con visible orgullo, que
cornparado con el sertão de Minas Gerais, el nordestino
es sólo una franja no rnuy separada de la costa atlántica.
EI título de su novela, literalmente traducido, indica precisarnente
esa dimensión extraordinaria de la tierra minera: Gran Desiertó:
Pequeños Ríos. Comparado con la enormidad de Minas
Gerais, este largo libro es apenas el registro de una pequeña
excursión.
El mundo que Riobaldo evoca es violento; está Ileno de traición
y de ardientes rivalidades, de miseria y de explotación y
se desarrolla en un territorio atravesado nor bandidos, políticos
y un ejército implacable y venal. La narración se
ubica en los últimos años del siglo pasado, pero el
problema que Guimarães Rosa presenta está aún
muy vivo, como lo demuestran los titulares de los periódicos
brasileños. AI novelista no le interesan realrnente los aspectos
documentales del mundo sobre el que escribe. Como otros brillantes
colegas de la ficción latinoamericana de hoy (Alejo Carpentier,
de Cuba, y Julio Cortázar, de Argentina), el novelista brasileño
no pasa por alto la miseria o la explotación que lo rodean,
pero él sabe que la realidad cala más profundamente
aún. Sus experiencias como médico rural y, más
tarde, como médico del ejército lo familiarizaron
no sólo con los hombres de la región sino tarnbién
con su inagotable lenguaje. A través de la recreación
artística de su lengua hablada, él consigue trasmitir
toda la realidad de esta tierra brutal y trágica. Su niñez
estuvo dedicada a escuchar a los viejos contar increíbles
historias de esos bandidos, crueles y sangrientos, que llenan el
sertão: grotescos caballeros andantes de una dudosa
cruzada. En su juventud, viajó mucho a través del
paisaje extraño, duro y hechicero de los Gerais, pasó
mucho tiernpo explorando las pequeñísimas poblaciones
o recorriendo caminos que no llevaban a ningún lado: así
se familiarizó con la escualidez y la miseria de este país
tan rico. Su vida allí fue la búsqueda encarnizada
de un lenguaje creador para contar todo esto.
A través de una técnica y de una sensibifidad que
fueron moldeadas por la novela experimental de los veinte y los
treinta (sus deudas con Joyce, Proust, Mann, Faulkner, y Sartre,
son obvias), Guimarães Rosa logra, en Grande Sertão:
Veredas, jugar con el tiempo y con el espacio, telescopa hábilmente
sucesos y personajes. Usa los más desvergonzados recursos
del melodrama pero jamás cae en las resecas convenciones
del reálismo documental. En realidad, hasta se burla de ellas
manteniendo (como Cervantes), una sutil nota de parodia desde el
comienzo hasta el fin de su relato. Uno de los secretos más
guardados del monólogo de Riobaldo, por ejemplo, es el nombre
de su verdadero padre. Cuando se descubre, todo el libro adquiere
la forma de una búsqueda de la propia identidad, uno de los
temás básicos de la literatura, desde los griegos
por lo menos. El secreto más sensacional del libro, sin embargo,
es otro: cuál es la verdadera naturaleza de Diadorim, el
mejor amigo y constante compañero del protagonista, un joven
de inusual hermosura y pureza hacia el que Riobaldo se siente atraído
sexualmente aunque combate esa atracción. AI jugar con la
ambigüedad de esta relación, Guimarães Rosa trasmuta
uno de los clisés del melodrama (Ias identidades secretas)
en una visión profunda sobre la naturaleza del deseo. A Thomas
Mann le habría gustado este libro, e Italo Calvino habría
reconocido en él algunos de los motivos e ironías
de su Cavaliere inesistente, libro algo posterior al de Guimarães
Rosa. (Es de 1959.)
Como lo han señalado ya los mejores críticos brasileños,
Grande Sertão: Veredas se parece en muchos asspectos
a las novelas de caballería que cierran la edad media ibérica:
esa ficción épica de los infatigables caballeros andantes
que Cervantes parodió en el Quijote. Como esos prototipos,
Riobaldo está inspirado por el honor, por un amor que no
es de este mundo, por lamás pura amistad, por una noble causa;
y lucha contra Iatraición, la tentacióñ carnal,
los oscuros poderes de la tiniebla. La vasta y dispersa complejidad
de encuentros accidentales y separaciones inexplicadas, súbitos
descubrimientos de un pasado escondido, y trágicas anagnórisis
que constituyen su rica trama aparecen proyectados, como ha señalado
el profesor Cavalcanti Proença, sobre diferentes niveles
de significación: el individual, el colectivo, el mítico.
Toda la novela está dividida en episodios que aparecen cuidadosamente
entretejidos en la textura del monólogo de Riobaldo, como
aconsejaban los retóricos rnedievales; aún la técnica
deriva hasta cierto punto de este tipo de novela, tan popular en
la península ibérica. En la América hispánica,
uno de los más destacados novelistas jóvenes de hoy,
el peruano Mario Vargas Llosa, refleja el rnismo prototipo narrativo
en su últia novela, La casa verde (1966). Que Vargas
Llasa haya escrito su espléndido libro sin conocer probablemenle
la obra maestra de Guimarães Rosa (Brasil está más
desconectado con el resto de América Latina que con Europa
o con los Estados Unidos) muestra que hay profundas corrientes invisibles
que vinculan el estilo épico de las novelas de caballería
y el narrativo de algunos escritores latinoamericanos de hoy. El
mundo feudal de la selva peruana y el del desierto minero de alguna
manera hacen juego con el mundo feudal de aquellas novelas andariegas
de la Europa de fines de la edad media.
Pero el verdadero tema de Grande Sertão : Veredas
es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido
de que ha hecho un pacto con el diablo, que fue el diablo quien
lo arrastró a una vida de perversidad y crimen. El suyo no
es, sin embarqo, el típico demonio de la pata de cabra y
el gesto irónico. Para Guimarães Rosa el diablo está
en todas partes: es una voz en el desierto, un susurro en la conciencia,
una súbita mirada cargada de tentación, la irresistible
maldad de un podereroso bandido. Junto al diablo, en este cuento
moral, se levanta la figura de un ángel. el hermoso y ambiguo
Diadorim. Pero como éste es un cuento moderno, y por lo tanto
un cuento complejo, el ángel y el diablo de la historia de
Guimarães Rosa no son tan fácilmente discernibles.
Desgarrado entre el bien y el mal, muy a menudo incapaz de decidir
dónde está uno y dónde el otro, Riobaldo vacila,
atravesado por dudas y por la angustia.
En el centro de esta narración épica -Ilena de batallas,
crímenes y muerte súbita- se encuentra la historia
de un alma dividida entre el amor y el odio, la amistad y la enemistad,
la superstición y la fe. No es nada más ni nada menos
que una creación mitopoética, un microcosmos literario
de los elementos que componen esa tierra natal de Guímarães
Rosa, ese Brasil enorme, caótico, acechado potángeles
y demonios.
Si Grande Sertão: Veredas es una alegoría,
Io es del tipo de las que se salvan de la pura abstracción
intelectual, por la poesía concreta de su dicción
y de sus personajes. Con vacilaciones al comienzo, luego más
y más firmemente a medida que la larga narración progresa
y adquiere ímpetu, la novela acaba por adquirir el puro encanto
narrativo de un western. A medida que se apodera del libro
la mera fuerza narrativa, todo un mundo aparece recreado por el
lenguaje. La relación de Guimarães Rosa con ese mundo
de los jagunços es a la vez indirecta y distante. A diferencia
de lo que pasaba en Os sertoes (1902), la obra maestra de
Euclides da Cunha, que se basa en la propia experiencia del autor
durante una campaña militar que liquidó la rebelión
sangrienta de uno de los más famosos bandoleros del Nordeste,
esta novela de Guimarães Rosa está escrita no sobre
la experiencia de un testigo sino a través de los relatos
que cuentan los sobrevivientes de aquella época terrible:
relatos vueltos a contar y reescritos por la imaginación
de Guimarães Rosa. Para el novelista, la distancia en el
tiempo y la falta de toda experiencia directa resultan al fin y
al cabo más beneficiosas que la inmediatez del reportaje
sociológico de Da Cunha. Por su mismo distanciamiento, Guimarães
Rosa pudo llegar más cerca del corazón del asunto.
Lo que le ocurrió mientras estaba escribiendo y recreando
el mundo de los jagunços es algo parecido a lo que
le ocurrió a Sarmiento cuando escribió la vida de
Facundo y describió la pampa en 1845. El autor argentino
no había estado nunca en la pampa, aunque había nacido
y vivido no muy lejos de ella. Todo lo que sabía era a través
de relatos ajenos y los informes de los viajeros ingleses que fueron
los primeros en intentar mostrarla en toda su vastedad y desolación.
De hecho, Sarmiento recreó en español lo que era un
enfoque originariamente extranjero pero, a pesar de esto, por hacerlo
genialmente, "nacionalizó" la pampa en la
literatura argentina. El mismo doble punto de vista actúa
en Grande Sertão: Veredas. Allí Guimarães
Rosa ha utilizado su propia experiencia del sertão
y los documentos reunidos por gente como Da Cunha para evocar, en
la lengua creada y real a la vez, de un jagunço imaginario
el mundo del interior del Brasil en los últimos años
del siglo XIX.
Cada frase de su novela está escrita como si fuera un verso
en un poema. La invisible pero omnipresente estructura verbal es
tan importante para la adecuada comprensión del libro como
la peripecia narrativa misma. La distribución de los acentos
en cada frase y el movimiento general de cada párrafo revelan
a menudo más sobre el verdadero estado dle ánimo de[
protagonista que cualquier situación determinada, cualquier
episodio heroico. Esta es la principal razón por la que,
al comienzo del largo monólogo, Guimarães Rosa hace
que su protagonista aparezca tan remiso en contar toda la historia
de su vida; por qué Riobaldo es tan reticente y ambiguo con
respecto a Diadorim y a su pacto con el diablo; por qué sólo
empieza a contar y confesarse sin ambages cuando la corriente de
la memoria, el incesante flujo de la evocación, se apoderan
de él completamente. Entonces la narración crece y
se acelera. El último tercio de la novela está completamente
libre de apartes, de reservas mentales, de la actividad inanotable
del censor interior. Cuando la confesión Ilega a su climax,
la novela termina. La catarsis se ha completado.
Esta peculiaridad de su estilo explica las dificultades que presenta
la novela de Guimarães Rosa (y toda su producción
narrativa, por otra parte) a los traductores y aún a los
lectores que saben portugués. De hecho, la traducción
norteamericana (realizada con enorme cuidado por James L. Taylor
y Harriett de Onís) se lee mucho más fácilmente
que el original ya que hasta cierto punto los traductores se vieron
forzados a simplificar y explicar el texto. Según me dice
Guimarães Rosa, sólo la reciente traducción
de Corpo de baile, y la versión alemana de Grande Sertão:
Veredas realizan la tarea casi imposible de ser a la vez fieles
al original y legibles en la lengua a que se traduce. Las versiones
francesas racionalizan demasiado, según él, las complejidades
de la dicción original. En cuanto a las versiones al español,
Guimarães Rosa se declara maravillado con la que ha hecho
Angel Crespo de su última novela ("Debí haberla
escrito en español", me dice, "es una lengua más
fuerte, más adecuada para el tema") y ha aprobado con
entusiasmo la de sus Primeiras Estórias, hecha por
Virginia Fagnani Wey. Pero aún las más fieles versiones
resultan incapaces de dar en toda su riqueza esa textura a la vez
sutilísima y brusca que es lamarca de fábrica de su
estilo. Traducir a Guimarães Rosa es como traducir a Joyce:
el suyo es también un mundo esencialmente verbal.
Mientras leía Grande Sertão: Veredas, mientras
empezaba a escribir sobre esta vasta obra, a meterme cada vez más
en su mundo mágico y alucinante, pude ver en varias ciudades
a Guimarães Rosa. Fueron encuentros no preparados que entonces
agradecí al azar de mis viajes y que ahora agradezco simplemente
al oscuro destino. Esos encuentros fueron registrados, casi sobre
la marcha, en las notas de un diario de trabajo que no siempre llevo
pero que asoma, de tanto en tanto, algo compulsivamente, entre mis
papeles. Las copio ahora, tal como las escribí entonces,
sólo con algún pequeño retoque de estilo. El
primer grupo de notas corresponde a 1965.
Conversación en el Palazzo
Aún en otoño Rio de Janeiro resulta veraniego para
un habitante del Río de la Plata. La bahía de Guanabara,
ofrecida espectacularmente desde la terraza del Hotel Gloria en
que me hospedo, vibra ya de calor. El Pan de Azúcar parece
reducido a su más pétrea, resistente, sufrida, expresión.
No es aún mediodía pero hay que abandonar toda esperanza
de frescura. Cuando bajo al hall me siento demasiado vestido con
mi traje liviano pero oscuro, con mi corbata sobriamente rayada
que alude a zonas más frías. En medio de los turistas
y de los hombres de negocios que suelen ocupar a todas horas el
hall descubro de golpe la silueta de João Guimarães
Rosa. La sorpresa del reencuentro es completa. Era él precisamente
una de las personas que quería ver en Rio pero ni soñaba
con encontrármelo tan a mano. Está acompañando
a un amigo que para aquí, y apenas sí tenemos tiempo
de cambiar unas palabras. Lo encuentro espléndido, como siempre,
macizo y sólido en su cincuentena, vestido impecablemente
con ese aire extranjero que le da la larga experiencia diplomática
en Europa. Pero me dice que esta enfermo del corazón, que
el médico le ha recumendado que se cuide de todo esfuerzo,
que descanse. Evocamos rápidamente el último encuentro,
en la feria literaria del Columbianum (Génova, enero 1965.)
Allí, Guimarães Rosa paseó su alta silueta
impasible en medio del ajetreo de los demás. Cortés
y lejano, asistió a muchos actos pero jamás tomó
la palabra, tuvo una atención amable pero nada ávida
para los periodistas que lo buscaban (un tomo de sus novelas cortas,
Corpo do baile, acababa de ser traducido al italiano por
Feltrinelli con enorme éxito de crítica). En todo,
Guimarães Rosa parecía el reverso del literato Iatinoamericano
en Europa: ese ser tenso y disparado hacia la fama que se le muestra
cercana einalcanzable, nuevo Tántalo de papel. Mientras se
hacían y deshacían grupos, mientras se proyectaban
enormes empresas de frágil base, o con bases demasiado obvias
para perdurar, Guimarães Rosa surcaba silenciosamente esas
inquietas aguas y con una sonrisa o una cultivada distancia se mantenía
a! margen del juego.
Andaba, eso sí, muy ávido de palabras. Cada cartel
genovés, cada expresión que oía (en español,
italiano, francés, incluso inglés o alemán)
era motivo de una cuidadosa reflexión. Aunque la materia
de sus libros, y sobre todo de su magnífica novela épica,
Grande Sertão: Veredas, es espectacular y abarca un
mundo de violencia, de pasiones, de terrores religiosos, Guimarães
Rosa (como Mallarmé, como Borges) sabe que la literatura
es ante todo palabras. Un profundo sentido moral y reliqioso, que
lo aleja de ciertos extremos del puritanismo torturado de un William
Faulkner y que atraviesa toda su obra, no impide que para él
la palabra (el verbo) esté realmente en el principio de todas
las cosas. De ahí que en sus relatos, breves o interminables,
cada palabra cuente. Y no sólo lo que la palabra significa,
sino el peso y el sabor de cada una de sus sílabas, el color
y la resonancia subconsciente de su forma, la magia encerrada en
los signos. Incluso el lugar de cada palabra en la frase, la forma
como se articula con las vecinas, como hace resaltar o asordina
sus valores, cuenta mucho para él. Viniendo como viene la
materia de su literatura de una experiencia de médico rural
y militar en las regiones más desérticas del Brasil,
desarrolladas algunas de sus historias como interminables relatos
orates que un silencioso oyente ha registrado hasta la última
inflexión de sus sílabas, no es extraño que
Guimarães Rosa esté como ausente para lo que lo rodea
mientras su oído, sutilísimo radar, mientras su ojo,
más penetrante que una célula fotoeléctrica,
no deja pasar palabra. En Génova nos vemos a menudo, en medio
de reuniones en que muchos hablan para lucirse o que escuchan aburridos;
entonces, Guimarães Rosa conversa en voz baja y me va contando
sus experiencias literarias. En el salón ducal de Génova,
por ejemplo, y mientras el alcalde se felicita de que todos los
latinoamericanos seamos latinos, y por lo tanto algo italianos y
hasta genoveses (Colón, es claro), Guimarães Rosa
se sienta en unos grandes sillones incómodos para decirme
que Joyce es una gran influencia sobre su obra, como modelo, como
paradigma; que no lo es Faulkner porque rechaza su visión
del mundo, su crueldad algo sádica; que en cambio Sartre
lo marcó mucho con los relatos de El muro. Le insinúo
que a través de Sartre recogió sin duda cosas que
el narrador francés había extraído a su vez
de Faulkner, y acepta. Otra vez nos encontramos en el gran transatlántico
Michelangelo, fondeado en el puerto de Génova antes de partir
en suviaje inaugural, verdadero museo flotante de la técnica
moderna: allí Guimarães Rosa me confía ella
pepita invisible de su tesoro literario. O lo recupero en uno de
esos omnibuses de turismo que nos traen y nos llevan hacia la feria,
o en un aparte de una comida con Ernesto Sábato y algunos
amigos de la casa editorial Feltrinelli. En aquellos momentos, casi
todo el Columbianum me parecía fantasmal, un admirable pretexto
para estar cerca de un hombre que es, sin dada, el más maduro
narrador de la América Latina de hoy. Borges vale el viaje,
dijo Drieu la Rochelle, volviendo un día de la Argentina
antes de la segunda guerra mundial, cuando aquel fabuloso escritor
no era casi conocido fuera del círculo de sus amistades literarias.
Para mí, Guimarães Rosa valió entonces el viaje
a Génova. Lo vuelvo a ver ahora en Rio, ocho meses después,
en ese inmenso hall del Hotel Gloria que a pesar de las más
recientes ampliaciones no ha perdldo del todo un cierto aire señorial
de los años veinte (la demorada "belle Epoque"
en esta parte del mundo), y que constituye un marco perfecto para
su alta silueta. Hablamos superficialmente, quedamos en vernos,
pasamos rápidamente uno al lado del otro casi como dos trenes
circulando por distintas vías, pero ese encuentro, casi desencuentro,
no se me borra. En la personalidad de Guimarães Rosa (como
en su literatura) cada palabra, cada gesto, cada signo, cuentan.
Lo encontré, por última vez, en Nueva York, en las
sesiones del Congreso del P.E.N. Club (junio de 1966). En un diario
que llevé intermitentemente entonces hay muchas referencias
a Guimarães Rosa. Copio ahora las que lo muestran en distintas
actividades y a distancias variables.
El pormenor de ausencia
Domingo 12 - El calor ha desertado a Nueva York estos últimos
días. Hasta hace poco hizo una temperatura sofocante, pero
ahora se puede respirar bien y hasta se corre el riesgo de algún
resfrío por los cambios súbitos de temperatura. De
pronto llueve, de pronto sale el sol. Pero en general, predomina
el buen tiempo templado. En las invitaciones para el pique-pique
sur l'eau que está anunciado para esta tarde se recomienda
llevar algún abrigo de lana. Tomaremos un pequeño
barco de excursión sobre el río Hudson, que nos llevará
a dar una vuelta completa a la Isla de Manhattan. El proceso de
instalar a tantos delegados e invitados lleva su tiempo. Poco a
poco se va llenando el barco y los latinoamericanos nos encontramos
reunidos como por azar en la cubierta de popa, muy formalmente sentados
en unas sillas desarmables de madera y con nuestra caja de comida
en la falda. El espacio es tan disputado como en el subterráneo
en las horas de afluencia. De modo que hay que hacer prodigio de
equilibrio para abrir la caja, sacar la comida, sostener la copa
de vino californiano, sin tirar nada por el suelo. El que mejor
aprovecha el espacio y las limitadas circunstancias es el novelista
brasileño João Guimarães Rosa. Su alta figura
erecta está instalada con toda comodidad en la estrecha silla.
Ordenadamente, va sacando cosas de su caja y las va comiendo con
método. Habla poco, sonríe apenas y liquida otro ítem
de la caja. Es el único que ha conseguido agotarla por completo.
Cuando los demás, demasiado inquietos o impacientes, hemos
ya renunciado a explorar todos sus tesoros, Guimarães Rosa
sigue impertérrito hasta la última manzana. De pronto
alguien nos dice que Neruda está abajo, en la proa, y que
habría que ir a buscarlo para hacer un gran frente común
de América Latina. Bajamos y allí está el vate
máximo, rodeando de una horda de fotógrafos y admiradores.
Cada paso suyo es registrado por un pequeño equipo de camarógrafos
chilenos que está haciendo una película documental
sobre su viaje a los Estados Unidos. Los fotógrafos de las
publicaciones periódicas, y sobre todo la fotógrada
de Life en español (que en la vida diaria es la esposa
de Arthur Miller) no se pierden ángulo. Con una gorra muy
elegante, Neruda sonríe, habla, hace declaraciones y bromas,
ese retrata con sus amigos de siempre y con los nuevos amigos de
hoy, y deja su perfil de ídolo indígena contra la
línea de rascacielos de Wall Street (lindo contraste) o contra
la figura de la Estatua de la Libertad que la cámara capta
en la gloria de un cielo desgarrado por nubes y luces de tormenta.
El verde de la Estatua sorprende a muchos y suscita algunos chistes
inevitables. Convencemos a Neruda de que debe trasladarse a la cubierta
alta de popa, y lo que empieza siendo una pequeña procesión
de dos o tres amigos que acompañan al poeta y a su mujer,
Matilde Urrutia, se convierte de golpe en una inmensa bola de nieve
humana que crece a medida que el poeta se desplaza por el barco
y que inunda la ya llenísima cubierta de popa. El abrazo
con que Neruda es recibido por el resto de la delegación
latinoamericana suscita movimientos sísmicos por la cantidad
de fotógrafos (aficionados o profesionales) que se encaraman
para sacar una toma desde un ángulo distinto. De pronto me
veo convertido por un instante en pedestal de una muchacha que dispara
su cámara contra el poeta. En el maremágnum, apenas
sí diviso a Guimarães Rosa, que escapa del tumulto
atravesando con increíble agilidad un laberinto de sillas
depuestas. El tímido y retraído narrador mineiro huye
aterrorizado de la publicidad. Al cabo, el propio Neruda se queja
y hay que desandar el camino (discretamente protegidos ahora por
funcionarios del Congreso) hasta una cubierta baja de popa donde
es posible instalarse, sorber despacito las últimas copas
de vino y hablar de rnuchas cosas. Una vez más, la presencia
de Neruda ha resultado literalmente conmovedora.
Jueves 16 - Me encuentro con Guimarães Rosa y vamos
a tomar una Coca-Cola al bar que está en el subsuelo del
Loeb Center. Nueva York es el tercer escenario en que me ha sido
dada la gracia de ver a Guimarães Rosa. El entusiasmo que
habían despertado en mísus libros, y sobre todo esa
obra maestra que se llama Grande Sertão: Veredas,
me hacia acosarlo siempre con preguntas literarias, con cuestiones
de influencias y lecturas que suscitan sus libros, con miles de
indiscreciones lingüisticas. Guimarães Rosa se defendía
como pocos. Celoso de su intimidad, tímido para hablar de
sus obras, cerrado a pesar de su cordialidad, trataba de desviar
mi atención hacia otros intereses. Ahora que lo vuelvo a
encontrar en Nueva York acepto de buena gana las condiciones de
su trato y me dispongo a seguirlo en sus pequeños descubrimientos
cotidianos. Me cuenta que siempre le preocupó la comida y
que cuando llega a una ciudad nueva hace un recorrido minucioso
de los restaurantes. No es un "gourmet". Su curiosidad
es de otro tipo. A través de los platos típicos trata
de descubrir cómo vive la gente en otros países. Se
ha hecho un plan muy minucioso para su estadía en Nueva York
y va recorriendo ordenadamente los distintos restaurantes exóticos.
Asísin salir de Manhattan recorre el mundo. Hoy, por ejemplo,
le toca almorzar en un restaurante filipino y cenar en uno húngaro.
Mañana, cambian los países. Lo escucho asombrado,
yo que no tengo curiosidad gastronómica alguna, aunque no
carezca de paladar. Luego me cuenta que desde niño, en Minas
Gerais, y cuando no se había popularizado tampoco allí
eso del desayuno a la inglesa, él no se podía conformar
con la típica tacita de café. La madre tenía
que dejarle, a él, un niño, pero ya una persona de
convicciones firmes, una comida completa. Luego me habla de la filosofía
del cepillo de dientes. Me pregunta por qué me lavo los dientes
con pasta dentífrica de mañana. Le digo que no lo
hago. Que me lavo sólo con cepillo entonces. Igual le parece
mal y me explica: la pasta gasta el esmalte. Hay que usarla lo menos
posible. Mejor es enjuagarse la boca con algún líquido
desinfectante y sólo pasarse ei cepillo después del
desayuno. Lo oigo abismado. Pienso que de esas minucias estáhecha
su vida cotidiana. En sus novelas y cuentos, cada palabra está
atravesada por el espíritu, por la imaginación más
extraordinaria, por los grandes sentimientos, por una pasión
inmoderada por el verbo. En la vida cotidiana, Guimarães
Rosa parece reducirlo todo a lo inmediato. Discutimos su irreprimible
tendencia a escapar de los actos públicos, de no participar
en mesas redondas, de no hablar o hacer declaraciones. Confiesa
que está mal, que no se debe aceptar una invitación
de éstas y luego escabullir las responsabilidades. Lo reconoce
tan abiertamente que es imposible disentir con él. Le digo
que un escritor debe cuidar también su imagen pública,
que de alguna manera esa imagen es parte de su obra y le cito el
caso de Neruda. No está de acuerdo. Para él sólo
cuenta la obra. No le importa nada más. Le digo que me causó
mucha gracia su huída, el domingo, cuando la horda que acompañaba
entonces a Neruda ocupó toda la cubierta de popa. Acepta
la descripción humorística que le hago de él
mismo, escapando sobre las sillas volcadas, y me confirma su horror
del público. Desde muchos puntos de vista, este solitario,
tan bien educado y distante, me hace acordar a Juan Carlos Onetti,
otro solitario, aunque hosco y hasta erizado de púas. Pero
los dos han hecho su obra, dificil, exigente, muy personal, sin
preocuparse del destino que podría correr y negándose
sistemáticamente a las relaciones públicas. En plena
cincuentena (ambos han nacido entre 1908 y 1909) la fama les está
llegando un poco como a contrapelo. Lo que más les preocupa
es preservar la intimidad. Por eso, Onetti se encierra a rumiar
en su habitación de hotel o cuando sale es para circular
entre viejos amigos probados o a responder con monosílabos
a las preguntas de los extraños. Por eso Guimarães
Rosa se parapeta detrás de su coraza diplomática,
huye aventando sillas, o discute interminablemente los platos típicos
de los mil restaurantes neoyorquinos. Sin embargo, tanta arte del
camouflage no es impecable. Detrás de las miradas
evasivas de Onetti o detrás de la cortesía distante
de Guimarães Rosa, asoma de golpe el escritor que sigue tejiendo
su compleja, exigente trama de ficción hasta en los menores
momentos de la vida.
La última vez que vi a Guimarães Rosa fue el rniércoles
22. Habíamos ido a desayunar a una de esas cafeterías
de la Sexta Avenida, cerca de Washington Square y él decidió
pedir el desayuno norteamericano más completo posible. No
sé cuanto comimos entonces. Pero sé que todo el tiempo
era visible en él la intención de trasladar a los
actos más simples (estar sentados frente a frente, compartir
el pan y la sal, cambiar algunas palabras triviales) la significación
más cordial posible. Cada vez era más claro para mí
que Guimaráes Rosa ya se estaba despidiendo del mundo, de
cada cosa única y simple del mundo, y que en esa tarea incesante,
secretamente febril, el no podía confiarse a nadie. O sólo
podía confiarse en clave. Hablar de libros, de proyectos,
de teorías estéticas, ya era imposible. Había
que volver a vivir de nuevo cada experiencia humana, empezando por
las más sencillas. No sé si yo entendía eso
entonces como lo entiendo ahora pero sin duda lo entreadivinaba.
Por lo menos comprendí bien claro que lo que él necesitaba
entonces, en esa curiosa soledad en la que parecía amurallado
y tan distante, era la mera compañía de un momento:
alguien con quien desayunar o caminar unas cuadras, una persona
que le ayudase a concentrarse en la vida de cada instante. No recuerdo
ahora de qué hablamos mientras procedíamos a devorar
el enorme desayuno. Sé que el tiempo se nos vino encima y
que salimos luego a la calle, fatalmente orientados hacia nuestras
respectivas ocupaciones. Me quedé con él un rato en
la Sexta Avenida, esperando un ómnibus que lo llevara a Uptown.
Unos borrachos lúcidos (eran sólo las once) nos cargosearon
un poco para que diéramos unas monedas, mientras trataban
de adivinar en qué lengua hablábamos. Guimarães
Rosa los alejó con una sonrisa cortés. Hablábamos,
de todos modos, en una lengua que ellos nunca hubieran adivinado.
Meses más tarde recibí en París un enorne
paquete con sus libros: todas nuevas ediciones y con las más
cómicas, cariñosas, exageradas dedicatorias. Comprendí
que de alguna manera extravagante quería compensarme con
esos rasgos por mi admiración, por mi celo en escribir sobre
él, por mi compañía en las raras ocasiones
en que nos habíamos encontrado. Me conmoví y al mismo
tiempo estallé de risa, porque aquel hombre sabía
cómo jugar delicadamente con cada matiz de la ternura y el
grotesco. No me podía haber hecho mejor regalo que estos
libros, con sus alegres dedicatorias. También en ellas, cada
palabra, cada sonido, decían algo.
Me quedé esperando encontrarlo en cualquier lugar del mundo.
Sabía que estaba enfermo del corazón desde hace ocho
años pero no quería creerlo. ¿Acaso no me había
topado con él, sin aviso previo, en el Hotel Gloria; no lo
había visto tomar en Rio el mismo avión que rne llevaba
a Génova? Uno se acostumbra a estos encuentros y acaba por
creer que hasta se los merece. Pero el otro día, estaba almorzando
con unos amigos y me dijeron de golpe, sin darme tiempo a nada,
que Guimarães Rosa había muerto. La noticia llegaba
de segunda o tercera mano y preferí no creerla. Asíque
hice mis averiguaciones por teléfono y acabé por convencerrne
que era cierto. Esa noche encontré en Le Monde una
acertada necrológica de Claude Fell y una pequeña
noticia que contaba, que me contaba, lo que había pasado.
Varios días después, un paquete de recortes con una
cariñosísima carta de Nélida Piñón
me traía los detalles de su muerte. Ocurrió la misma
semana que había sido solemnemente recibido en la Academia
Brasileira de Letras, acontecimiento que una intuición muy
particular le había hecho postergar durante cuatro años.
Era como si supiese que su corazón no iba a resistir la emoción
del discurso, de los abrazos, de la ceremonia entera. Cuentan los
amigos que se había preparado para ello con la minuciosidad
que lo caracterizaba. Dos días antes de la recepción,
había ido a la Academia a estudiar bien el terreno, y a averiguar
hasta el último detalle de la ceremonia. Incluso había
advertido a un par de amigos que si durante el largo discurso (una
hora y quince minutos) sentía flaquear el corazón,
haría una díscreta señal con la mano para prevenirlos.
No en baldo había sido tantos años médico.
Pero la ceremonia de su ingreso a la Academia se realizó
el jueves 16 de noviembre con toda felicidad y pompa. Veo ahora
las fotos en que su alta figura aparece enfundada en el uniforme
con las palmas, lo veo hablar, lo veo saludando en medio de un público
radiante. El domingo 19 se quedó solo en casa mientras la
mujer iba con una nietita a misa. Estaba en su escritorio y se entretuvo
en hablar largo rato por teléfono con algunos amigos. AI
término de esas conversaciones se empezó a sentir
mal y llamó por teléfono a una antigua secretaria.
Mientras le contaba que tenía una crisis asmática
y pedía socorro, se quedó callado. Cuando llegó
su mujer ya estaba muerto.
En el discurso que había pronunciado tres días antes
en la Academia, al hablar de su predecesor João Neves da
Fontoura, que habría cumplido ochenta años el mismo
día en que fue recibido Guimarães Rosa, éste
dijo unas palabras que sin duda escribió pensando también
en sí mismo: "De repente, murió: que es cuando
un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se
pasó para el lado claro. [ ... ] La gente muere para probar
que vivió. [ ... ] Pero ¿qué es el pormenor
de ausencia? Las personas no mueren. Queden encantadas."
Allí, en las páginas veteadas por la tinta de imprenta,
en la cuadrícula grande de los periódicos brasileños,
me encontré por última vez con Guimarães Rosa,
ya encantado."
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