|
"David Viñas en su contorno"
En Mundo Nuevo, n. 18
diciembre de 1967
p. 75-84
"Al premiar una novela de David Viñas (Los hombres
de a caballo) el jurado de Casa de las Américas correspondiente
a dicho género ha consagrado a un novelista joven y de importante
trayectoria en las letras argentinas. En efecto, David Viñas
comenzó a publicar novelas ya en 1955; con la primera, Cayó
sobre su rostro, obtuvo dos premios locales (el Municipal, el
Gerchunoff); su tercera novela, Un dios cotidiano (1957),
ganó el Concurso de la Editorial Kraft, de Buenos Aires,
en tanto que la cuarta, Los dueños de la tierra (1959),
fue recomendada por el jurado que falló el Concurso de la
Editorial Losada del año 1958. No era pues a un autor inédito
o casi desconocido, como ha pasado en casos anteriores, que la Casa
de las Américas concedía este año su premio
de novela. El jurado -Julio Cortázar, José Lezama
Lima, Juan Marsé, Leopoldo Marechal y Mario Monteforte Toledo-
contribuía con su decisión a consagrar una carrera
literaria ya considerable. Por eso mismo, parece necesario examinar
esta última novela de Viñas en el contexto de su obra
y de la literatura argentina a la que aparece vinculada desde sus
orígenes. Examinar su contorno, como al narrador le gustaba
decir: fijar su circunstancia, situarla.
Una generación parricida
David Viñas (que nació en 1929) aparece en las letras
argentinas en las vísperas de la caída de Perón.
Pertenece a una generación que califiqué de parricida
en un libro de 1956 y cuyas características más salientes
entonces eran una actitud crítica frente a los valores consagrados,
una necesidad de revisar el pasado y situar el presente en un contexto
más polémico, una puesta al día del vocabulario
político y poético, un "compromiso"
con la realidad argentina y latinoamericana.
Esa generación aparece hacia 1945. Aunque no resulta visible
de inmediato ni tiene una fisonomía editorial propia (como
la que hacia la misma fecha se perfila en el Uruguay, del otro lado
del Plata), esta generación asume casi de inmediato una postura
revisionista. La literatura argentina mayor, la que dirigen desde
distintos bandos los hombres de la generación de 1925, los
llamados martinfierristas por el nombre del principal órgano
publicitario que tenían en sus comienzos, apenas si advierte
con simpatía algo condescendiente o con un bien educado fastidio
la aparición de los primeros adelantados del grupo. Y sin
embargo, poco a poco, entre 1945 y 1955, estos jóvenes harán
pesar cada vez más su opinión, proyectarán
más lejos su palabra, hasta hacerse oír de los mismos
a quienes comentan o atacan, hasta sacudir la modorra de semidioses
o mandarines en que parecían refugiados los mayores.
Entre 1945 y 1950 esa generación ya ha conseguido expresarse
en algunos nombres, el más obvio de los cuales es el de H.
A. Murena, crítico joven que en 1948 se instala en Sur,
el baluarte de la generación del 25, y desde allí
mismo socava (o intenta socavar) algunos fundamentos de esa generación
en artículos polémicos sobre Borges y los martinfierristas,
sobre Martínez Estrada, o en apasionadas notas escritas,
por lo general, de fervor apocalíptico y sintaxis tupida.
El mismo Murena salta también a La Nación,
cuyo suplemento literario presidía desde largo tiempo atrás
Eduardo Mallea; allí, en ese órgano de indudable cuño
conservador, prosigue a ratos Murena su labor de juez de juicio
final, escuchada con decorosos bostezos que ocultan el resentimiento
de los mismos contra los que directa o indirectamente escribe. Un
intento de fundar su propia revista, provocado por algunas fricciones
con la dirección de Sur, se concreta fugazmente en
la aparición de Las ciento y una (de título
tan sarmientino). Pero esta publicación no alcanza a prosperar
por la intervención de un susceptible einfluyente hombre
de letras de la generación intermedia que sabía iba
a ser también criticado. (Así, por lo menos, lo refiere
el folklore local.) Murena continúa ligando cada vez más
su destino a Sur y a La Nación y perdiendo
cada día más su original carácter parricida.
Como aquellos dos órganos de publicidad literaria, los más
perdurables en la Argentina, estaban dirigidos por integrantes de
la generación del 25, los jóvenes debieron elegir
entre someterse a la tutela de estos y vegetar entonces como tímidos
y resentidos epígonos, o lanzarse a la fundación azarosa
de pequeñas revistas que fueran sus propios órganos
y en las que pudieran decir lo suyo. De estas revistas, de los intentos
repetidos y frustrados de creación de estas revistas, sobreviven
algunas que no es el momento de historiar en detalle. Buenos
Aires Literaria (1952-1954) pudo haber sido la revista
de la nueva generación; prefirió ser más general
y sólo fue, en definitiva, una revista de epígonos,
en que el mejor material pertenecía casi siempre a los consagrados,
nacionales y extranjeros. Ya en 1954 (un año antes de la
caída de Perón) aparecen dos revistas que parecen
comprender y practicar mejor el sentido de una renovación
a fondo de las letras argentinas; se llaman, con apelativos de cuño
sociológico, Contorno y Ciudad. La primera
es fundada por los hermanos David e Ismael Viñas. En ambas
se intenta (a veces con los mismos colaboradores) una revisión
de los valores más importantes de la generación del
25; se dedican números a Ezequiel Martínez Estrada
(ambas revistas; en el de Contorno, David Viñas, con
el seudónimo de "Raquel Weinbaum" ataca
a fondo su pretensión de juez puro e incontaminado frente
a una realidad sucia, corrompida); también Borges es analizado
(en Ciudad) y la novela argentina es puesta en cuestión
(Contorno). Lo que realmente vincula a estas dos publicaciones
revisionistas es ser órganos de la nueva generación.
De sus profundas y en algunos casos inconciliables diferencias habría
que hablar mucho. Pero queda para otra ocasión.
En vísperas de la caída del régimen peronista
(que ha dado a esa generación el tan necesario estímulo
negativo) aparecen ambas revistas, y ya no se puede no advertir
hasta qué punto ha cambiado el clima de la literatura argentina.
Muchas fuerzas actúan sobre esta generación nueva.
El peronismo, con su total y bárbara renovación de
valores, es una de las más importantes. Pero no se comprendería
al peronismo (como provocación y agente de escándalo)
si no se vinculara intelectualmente esta generación nueva
con los intentos apocalípticos del existencialismo en su
versión francesa de la segunda posguerra. Porque lo que en
un comienzo caracteriza con vigor a estos jóvenes es el manejo
de una terminoloqía filosófica, que tiene sus raíces
en el vocabulario fabricado entre 1940 y 1945 por Merleau-Ponty,
Sartre, Camus y otros, en la Francia ocupada, liberada y vuelta
a ocupar por el Occidente en la década del 40. Casi todos
los jóvenes de Ciudad y de Contorno habían
hecho al finalizar la guerra su peregrinaje a las fuentes de St.
Germain-des-Près y habían traído de allí
las nociones que tratarían de aplicar luego sobre la compleja
realidad argentina.
Con el cuadro intelectual del existencialismo francés como
instrumento de trabajo y de pensamiento, con la realidad argentina
modificada por la revolución peronista como materia prima,
estos jóvenes de 1945 se vuelven a examinar su circunstancia
literaria y hunden su mirada inconformista en la obra realizada
por los hombres de la generación del 25. De los muchos valores
propuestos por la crítica rutinaria (Argentina padece en
este siglo de una carencia suicida de crítica literaria que
tenga responsabilidad social, además de la estética)
los jóvenes eliminan, sin mayor análisis y por su
sola inanidad a casi todos los nombres prestigiosos. Se quedan con
algunos a los que atacan o veneran (mejor sería decir: atacan-veneran)
con cierta violencia saludable. Entre estos nombres figuran Roberto
Arlt (a quien Contorno dedicó un número especial),
Horacio Quiroga, Florencio Sánchez, y entre los vivos, a
Leopoldo Marechal, martinfierrista que había sido
radiado del Parnaso argentino por su adhesión funcional al
peronismo. Pero de todos los escritores argentinos importantes en
1950 y tantos, los que más concitaron el elogio y la diatriba
en grado diverso son Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Mallea
y Jorge Luis Borges. Ellos son los verdaderos "padres"
contra los que los jóvenes realizan la simbólica operación
del parricidio, antes de pasar ellos mismos a asumir el papel principal
en la arena literaria y convertirse (hélas!) a su
vez en padres para una generación más nueva.
Limitaciones de una crítica
Vista a más de una década de distancia, buena parte
de la labor de demolición emprendida por los parricidas
parece hoy superflua, ya que atacaron a ídolos caídos,
como Mallea, en tanto que otra parte resultó simplemente
excesiva, como ese afán estéril de negar la grandeza
literaria de Borges. (La mayor parte de los que lo hicieron, más
tarde han cantado, discretamente, es cierto, la palinodia,
olvidando en lo posible las inepcias con que negaron una obra que
no entendían.) Pero no se trata sólo de ataques a
personalidades más o menos discutibles. La debilidad de buena
parte de la crítica parricida reside en sus limitaciones
mismas. Es evidente que esa generación no estaba dispuesta
a ejercer la crítica literaria como una actividad autónoma.
A los nuevos no les interesaba el valor literario por sí
mismo: les interesaba en relación con el mundo del que surge
y en el que ellos también están existencialmente insertos.
Les interesaba más el contorno que la obra o la personalidad
creadora que la producía. De ahí que uno de los más
agudos críticos de Mallea, León Rozitchner, haya abandonado
del todo posteriormente la crítica literaria para dedicarse
al análisis filosófico apolítico, en tanto
que David Viñas ha dedicado dos libros de crítica
a explorar sobre todo la inserción del escritor argentino
en su medio. (Los títulos son harto elocuentes: Literatura
argentina y realidad política, 1964; Laferrere, Del
apogeo de la oligarquía a la crisis de la ciudad liberal,
1965.) En tanto que otros parricidas de la primera hora (como
Adolfo Prieto) han renunciado del todo a este tipo de aproximación
más política que literaria, o han buscado superar
las limitaciones del método, como ha hecho Juan Carlos Portantiero
en Realismo y realidad en la narrativa argentina (1961).
Al señalar en este libro que los jóvenes rebeldes
de la década del 50 sustituyeron un planteo enajenado de
la realidad argentina, el de los "padres", por
otro planteo enajenado, el de la literatura políticamente
comprometida, y al intentar un rescate de este último método
por el aporte de la nueva crítica marxista (desde Lukács
y Gramsci en adelante), Portantiero está indicando una de
las fallas mayores de esta generación. Pero a la vez, su
intento de rescate de las doctrinas del realismo socialista hace
fracasar su propio libro ya que no le permite analizar adecuadamente
la obra de los parricidas.
Cuando Viñas o Rozitchner analizan a Martínez Estrada
y a Mallea, en realidad no están tratando de definir a esos
maestros sino que están tratando de definirse. A partir de
una obra ajena, estos jóvenes críticos buscan "situarse"
ellos mismos en una realidad que se les presenta hostil, caótica
y violenta. Es la realidad de su Argentina, la Argentina de Perón.
El análisis y la demolición de la obra de los "padres"
es el síntoma más evidente aunque no el único,
de una toma de conciencia de la realidad que importa -y no sólo
la literaria- el síntoma de esa fundamentación, agresiva
casi siempre, de un sistema de valores; de la fijación de
una perspectiva generacional nueva. Ese análisis, esa demolición,
presuponen algo más que el mero ejercicio de la crítica
literaria. Y en realidad, quienes la practican suelen ser más
creadores que críticos, están más interesados
por disciplinas como la sociología o la filosofía
que por la estilística o la historia literaria. Son críticos,
pero críticos alimentados en la especulación que ha
producido en Francia el existencialismo y en Alemania tantas escuelas.
Pero no son críticos que hayan estudiado, por ejemplo, la
obra precursora de los formalistas rusos, la labor verdaderamente
revolucionaria, la escuela de Cambridge o del New Criticism norteamericano,
la obra ya incipiente en aquel entonces de los estructuralistas
franceses. Para ellos, importa más la realidad de la que
parte la obra literaria que la realidad que ésta misma trae.
Les interesa, sobre todo, el contorno.
El triunfo de Perón y su toma del poder en 1945 es el acontecimiento
generacional que gravita sobre ellos con un peso sólo comparable
al del Desastre sobre la generación española de 1898.
En el caso de los jóvenes argentinos que empiezan a escribir,
y a ser, literariamente, hacia 1945, la revolución que represente
el régimen peronista, con su inversión radical y aparatosa
de valores que hace pasar a primer plano una Argentina invisible
muy distinta de la que soñaba Mallea en los cadenciosos períodos
de su prosa; esa revolución que fomenta y hasta explota demagógicamente
una conmoción social al fin y al cabo tan justa y necesaria;
esa revolución que inevitablemente descentra y pone en cuestión
todo, incluso la vida literaria, es la experiencia fundamental y
a partir de la cual se coagula o define la nueva generación
argentina.
La circunstancia misma de que esa generación debe asomar
a la vida literaria bajo e1 régimen de Perón, le impide
hablar con toda claridad. Para plantear su discrepancia o fundar
su propia estimativa debe hacerlo de manera que sus palabras no
puedan citarse como subversivas, de que sus actos parezcan referirse
únicamente al terreno (en sí inocuo) de la literatura.
Esta ocultación, esta ambigüedad (que irrita y humilla
a los más combativos) proyecta sobre sus textos iniciales
una curiosa sombra. Al leerlos, el lector tiende a buscar en ellos
más de lo que está implícito, quiere descifrar
lo que se indica a veces sólo por elipsis; encuentra (o pone)
un significado que no puede faltar: el significado de resistencia,
de oposición al régimen.
Pero de todos modos, aunque el análisis de la realidad borde
en casi todos los casos los límites de lo literario, es a
lo literario a lo que están confinados fatalmente en su comienzo
estos críticos -como lo indica, con transparente tristeza.
Rozitchner en su artículo sobre Mallea: "¿Acaso
no sabemos que nuestra tranquilidad actual es el precio de nuestra
marginalidad, de nuestra inoperancia e ineficacia, del miedo que
se hace narraciones y cosas faltas de interés, que no se
refieren claramente a nuestros problemas ni siquiera en el orden
subjetivo en el cual el escritor se complace en permanecer, porque
el interesante conduce al peligro? ¿Acaso no vivimos soslayando
el peligro por medio de una 'ineficacia buscada', por la huída
en lo general, y en la creación demitos que esbozan para
la mala fe una salvación futura?" (Véase
la revista Contorno, núm. 5-6, setiembre de 1955.)
Impedida de analizar con toda la necesaria crudeza la realidad
argentina de Perón, en su caótica superposición
de ideologías o menos fascistas (el dictador se formó
en Italia) y de peculados más o menos criollos, los jóvenes
escritores se refugian como apunta Rozitchner en la censura de los
maestros de la generación anterior. Pero este refugio los
acerca más al verdadero tema, los pone, así sea lateralmente,
en contacto con la otra realidad, la grande, que subyace o envuelve
la creación literaria. Por eso las limitaciones impuestas
por el régimen de Perón obligaron a estos jóvenes
a concentrarse fanáticamente en el análisis de la
realidad literaria: la única que podía estudiarse
a fondo y sin las necesarias reservas. Análisis, que, por
otra parte, y en muchos de los mejores críticos, no era sino
una lámina para dar por transparencia la otra realidad que
oprimía y encerraba a todos.
La caída de Perón, y la sucesión de regímenes
más o menos legales que ha conocido Argentina hasta la fecha,
ha liberado a buena parte de los jóvenes de la labor puramente
parricida y crítica y les ha permitido dedicar lo mejor de
sus energías a la creación. Entre ellos, ninguno ha
producido una obra novelesca tan sostenida y ambiciosa como lo ha
hecho David Viñas.
Una crónica casi histórica
Siete novelas y un libro de cuentos (Las malas costumbres,
1963) componen la obra narrativa de David Viñas. La primacía
de las novelas es evidente. En ellas, Viñas no sólo
ha dejado testimonio de su preocupación creadora fundamental
sino también de una ambición, muy explícita,
de captar y juzgar la realidad argentina de su tiempo. Si se exceptúan
por ahora dos de las primeras novelas (Los años despiadados,
1956, Un dios cotidiano, 1957), la obra narrativa entera
de Viñas parece ordenarse como una crónica de la Argentina
de este siglo. Incluso los dos títulos excepcionales contienen
elementos importantes para una visión profunda del país.
Aunque su entonación no es exclusivamente política,
aún en ellos es posible captar ciertas dimensiones del ser
nacional que explican el trasfondo de las otras novelas. En Los
años despiadados la pintura de la infancia sórdida
y brutalizada del niño Rubén Marcó (que es
violado por una pandilla de muchachos), ilustra con un caso único
y ejemplar esa mitología del machismo argentino que subyace
en las demás novelas. En Un dios cotidiano los conflictos
religiosos del protagonista, el padre Ferré, que vive en
una Argentina dividida por la guerra civil española, también
tienen un trasfondo de violencia sexual que apunta a la misma raíz
subconsciente.
Pero no es en estos libros, concebidos y ejecutados como unidades
válidas por sí mismas, sino en las otras cinco novelas
que están íntimamente ligadas por la preocupación
del ser y del quehacer nacional, donde se puede vislumbrar el propósito
mayor de su autor. Las cinco novelas no componen una estructura
ligada a pesar de que no sería difícil ordenarlas
en una sucesión cronológica que tuviera como guía
el momento histórico que exploran. Esa sucesión no
respeta, como ser verá, la cronología de publicación,
pero esa es otra historia. La serie hipotética partiría,
naturalmente, de la primera novela de Viñas, Cayó
sobre su rostro (1955), que cuenta la caída y ascenso
de un político de pueblo. Antonio Vera, hombre que se hace
rico con tierras sustraídas a los indios y que morirá
solo y grotesco en un prostíbulo de pueblo. Desde muchos
puntos de vista esta novela se asemeja a La muerte de Artemio
Cruz (1962), de Carlos Fuentes. Hay, como en ésta, la
misma preocupación por situar al personaje en su circunstancia
histórica y política, la misma técnica faulkneriana
en la base (aunque en Fuentes, que es posterior, esa técnica
está enriquecida de otras influencias), la misma mezcla de
elocuencia narrativa y despiadada sátira. El interés
de Cayó sobre su rostro, a pesar de sus notorias imperfecciones
de primera novela, reside sobre todo en echar la piedra fundamental
de una exploración de la realidad argentina que los novelistas
argentinos de generaciones anteriores habían descuidado o
soslayado: la realidad de una tierra que ha sido robada a sus poseedores
legítimos, los indígenas, por la acción combinada
del Ejército y de los terratenientes, la realidad de una
política nacional que tiene uno de sus fundamentos en la
propiedad de la tierra.
Con el título de Los dueños de la tierra Viñas
publicará en 1958 una novela que es la secuela natural de
Cayó sobre su rostro. Ahora la acción aparece
trasladada a Río Gallegos, en la Patagonia, y se ubica en
1921, época de la primera presidencia de Yrigoyen. El protagonista
es Vicente Vera, el "doctor" Vicente Vera, abogado
e hijo del Antonio Vera de la novela anterior. (La filiación
no es declarada en esta segunda novela, pero en la primera se indica
que el protagonista tiene un hijo llamado Vicente.) Entre uno y
otro libro se da un salto en la serie cronológica. Ahora
estamos en la época en que aparecen en la Argentina las primeras
reivindicaciones que en Rusia produjeron en 1917 la decisiva revolución
de Octubre. El pretexto anecdótico de la novela es simple:
el presidente Yrigoyen manda al doctor Vera a la Patagonia para
que intervenga como su mediador en el conflicto que separa a los
obreros esquiladores de los propietarios. La mediación de
Vera es eficaz pero no dura más que el tiempo de la esquila.
Apenas han conseguido lo que querían, los patronos dejan
de cumplir el acuerdo que había sancionado como mediador
Vera, los obreros se levantan en huelga, hay incidentes, el Ejército
es llamado para pacificar la región, los obreros son encarcelados,
torturados, fusilados. La tarea del doctor Vera ha sido inútil.
El Ejército, después de haber despojado a los indios,
contribuye a despojar a los obreros. Siempre para beneficio de los
mismos: los dueños de la tierra.
La novela se abre con tres estampas (fechadas en 1892, 1917, 1920)
que sintetizan en forma anecdótica el cuadro histórico-político
de la región. Más eficaz que estas estampas demasiado
breves resulta la lectura de Cayó sobre su rostro,
y sobre todo de una novela corta que Viñas publicó
en 1966 y que se titula En la semana trágica. Allí
se examina la huelga de enero de 1919 que enfrentó por primera
vez en forma violentísima a los obreros de la capital argentina
con el Ejército. Lo que muestra Los dueños de la
tierra no es sino la secuela patagónica de las violencias
que se desataron en Buenos Aires, en el verano del 19. Ya aparecen
allí las mismas señales: una clase privilegiada que
se organiza para provocar y atacar a los obreros, con el nombre
(de evidente inspiración europea) de "guardias blancas":
ya se advierte allí el trasfondo de antisemitismo que hay
latente en la sociedad argentina: ya se apunta también la
intervención del Ejército en su papel de vigilante
de la seguridad nacional. La novela corta está centrada en
un personaje de la clase privilegiada, Camilo Pizarro, que en muchos
aspectos parece la antítesis de Vicente Vera. En tanto que
hay en éste (a pesar de cierta debilidad y un horror a tomar
partido) muchos elementos rescatables, en Pizarro predomina el resentimiento,
una mentalidad fascista que cree resolverlo todo a puñetazos
y un culto tan ostentoso del coraje que hace poner en duda su virilidad.
En Vicente Vera, en cambio, hay un respeto por la gente como Soto,
el jefe de los esquiladores en huelga, y por las mujeres, como Yuda,
una joven intelectual con la que termina por casarse. Para Pizarro
las mujeres son mero objeto de uso (como esa prostituta, Clea, con
la que "hace conejito") o de chirle veneración,
como su novia Delfina. Pero la verdadera relación humana
la tiene sólo con hombres, como su compinche el Goyo Larsen,
de equívoca o nula virilidad, o su cuñado y mentor,
Federico, al que descubre una noche disfrazado de prostituta. Pero
sobre estos aspectos ambiguos de la novela habrá que volver
más adelante.
El balance que dejan estas tres novelas, hasta cierto punto históricas,
es inequívoco: Viñas se plantea el problema de los
orígenes políticos de la realidad argentina y encuentra
en la propiedad de la tierra, en la misión "vigilante"
del Ejército argentino y en la debilidad de los partidos
políticos liberales, las raíces del mal. El fascismo
que más tarde se apoderará del Gobierno, bajo distintas
denominaciones y militares, está enraizado en la mentalidad
de la joven oligarquía y aparece simbolizado en esas "guardias
blancas" que vejan y matan judíos en la semana trágica,
o que persiguen a los esquiladores en la Patagonia. Esa es la Argentina
verdadera que ha heredado este joven parricida. Sus dos más
ambiciosas novelas hasta la fecha, Dar la cara (1962) y Los
hombres de a caballo (1967) intentarán definir la misma
situación en el contexto estrictamente coetáneo del
autor.
Un doble testimonio
Dar la cara trata de apresar en una sola narración
compleja y líneal el mundo caótico y convulsionado
de Buenos Aires hacia 1958, cuando ya era obvio que la Revolución
Libertadora de 1955 no había cambiado para nada las estructuras
reales de la nación. Es el momento en que las fuerzas "terceristas"
que llevaron al poder a Frondizi descubren que el candidato impoluto
de las izquierdas, al convertirse en presidente, resulta ser sobre
todo un político. La enorme desilusión de los jóvenes
que expresan también otras novelas como La alfombra roja,
de Marta Lynch, o Rojo sobre rojo, de Beatriz Guido, es el
punto de partida de la novela. Es claro que las cosas no están
dichas allí en forma tan clara. Para ubicar cronológicamente
la acción, el lector deberá recoger datos que le proporciona
aquí y allá el autor, el estreno de una película
de Fernando Ayala, El jefe (1958), en cuya idea y libro cinematográficos
trabajó David Viñas: la descripción de una
huelga universitaria promovida por la creación de la Universidad
Católica, que por un curioso eufemismo llaman en Argentina
Universidad Libre; un canillita que en las últimas
páginas del libro vocea un periódico en que se anuncia
que Fidel Castro avanza sobre La Habana.
A través de las peripecias que ocurren a varios personajes
jóvenes, el más interesante de los cuales es Bernardo
Carman, estudiante judío, Viñas va dando el cuadro
de una juventud desorientada que ha sido desposeída de toda
eficacia política por un medio castrador, que padece las
frustraciones típicas de la pequeña burguesía,
que se evade en el sexo, en la agitación huelguística,
en la creación de un cine de tipo experimental y documental.
La gratuidad de esas vidas aparece enfatizada por el hecho de que
todos están constantemente lloriqueando por su destino y
que sólo saben hacerse los duros, dar la cara, golpear, cuando
se trata de acciones individuales más o menos caóticas.
Otros personajes que no pertenecen a este grupo de estudiantes e
intelectuales (un ciclista que tiene una copiosa aventura con la
mantenida de un joven productor de cine; un débil mental
que sirve de guardián al ciclista), también ponen
en evidencia la misma alienación con respecto al mundo concreto
de la política argentina. Con una visión critica de
la que no se excluye la autocrítica, (hay una breve caricatura
del autor, en la página 105), Viñas muestra precisa
y apasionadamente unos seres marginales que patalean en una materia
concreta, viscosa y húmeda -como a él le gusta escribir
a la zaga de su maestro Sartre.
A pesar de su desmesurada extensión, del abuso de caricaturas
de personajes reales (no es difícil identificar aquí
y allá ciertos rasgos exagerados de Ernesto Sábato,
José Bianco, Leopoldo Torre Nilsson, para citar algunos),
de la insistencia en reproducir recursos narrativos que ya estaban
gastados cuando los empleó Sartre en Les chemins de la
liberté, la novela de Viñas tiene su interés
y merece ser leída atentamente. Es más que un cuadro:
es el testamento de una generación, la confesión de
un hijo del siglo. Su mayor defecto está en otro lado: en
la concepción misma de una novela comprometida, como se verá
más adelante.
Sí Dar la cara se sitúa sobre todo en el medio
marginal de loss estudiantes y los intelectuales de izquierda, Los
hombres de a caballo pretende llevar el análisis novelesco
a la clase misma que desde hace tantas décadas gobierna realmente
a la Argentina. De compleja estructura, utilizando abundantemente
el racconto para añadir profundidad a la acción contemporánea,
esta última novela de Viñas tiene como motivo principal
la participación del protagonista, Emilio Godoy, en unas
maniobras interamericanas que ocurren en Lima, Perú. Se trata
del Operativo Ayacucho, de propósito antiguerrillero, que
el autor, sitúa en diciembre de 1964. Ese presente narrativo
sirve de punto de partida y de llegada para varias evocaciones en
que el destino manifiesto del Ejército argentino es explorado
en algunos de sus puntos más salientes: la Expedición
Libertadora del continente americano que dio origen a otro Ayacucho,
el de 1824, más famoso; la época de Rosas y de la
Guerra Grande, con el sitio de Montevideo que cantó Alexandre
Dumas en La Nueva Troya; la época del general Roca
con la conquista del Desierto y la expoliación de las últimas
tribus indígenas; la época de Uriburu que derroca
a Yrigoyen. Si a sus antepasados les han tocado esos años
de hierro (hay un Godoy en cada una de estas evocaciones), a Emilio
le tocó la época del Presidente Illia y de sus vigilantes
militares. Pasando de una evocación breve al lento transcurrir
del Operativo Ayacucho, Viñas consigue mostrar cómo
el Ejército argentino deja de ser el creador de la nacionalidad
y una de la fuerzas mayores en la construcción de una América
libre para convertirse en una fuerza de opresión dentro del
país y en un colaborador eficaz de un ejército interamericano
que se propone destruir de raíz el movimiento guerrillero.
Para dar la dimensión actual de este problema, Viñas
se vale del contrapunto novelesco entre Emilio y varios personajes
secundarios: mujeres, amigos, parientes, y sobre todo su padre,
Leandro Godoy, militar de casta. Pero la figura más interesante
entre las que se oponen al protagonista es el Viejo, el general
Gregorio Valeiras, que es el jefe argentino del Operativo Ayacucho
y uno de los militares que fiscaliza de más cerca la gestión
del Presidente Illia. A diferencia de los Godoy, que representan
la casta militar que funda la Nación y han acabado por creerse
confundidos con ella misma, el Viejo es de extracción humilde.
Deriva de un cabo Baleira (hasta la ortografía vacilante
denota su origen) que está evocado en un episodio de la Guerra
de la Triple Alianza. De una manera más sutil aún
se marca la diferencia social entre los Godoy y los Valeiras, al
negarse la madre de Emilio a permitir que Marcelo, su otro hijo,
tenga amores con la hija de Valeiras. Pero en el presente de la
novela, son los Valeiras los que representan al Ejército
argentino en tanto que los Godoy sólo representan a su pasado.
Si el cabo Baleira estuvo al servicio de Luciano Godoy, padre de
Leandro y abuelo de Emilio, ahora Emilio está al servicio
del Viejo Valeiras. Un nuevo Ejército argentino es el que
acude a Lima, que acepta la primacía continental de los Estados
Unidos, que suma sus fuerzas al movimiento intercontinental contra
la guerrilla. Es evidente que entre la acción de Dar la
cara y la de Los hombres de a caballo, Fidel castro no
sólo entró en La Habana sino que entró en la
América Latina entera.
Desde este punto de vista, la novela de Viñas es sumamente
interesante y lo único que se le puede criticar es que no
explore más a fondo esa realidad política que aparece
aquí y allá en forma tan tantalizadora. Sería
necesario, por ejemplo, arrojar más luz sobre el proceso
de transición entre un Ejército que funda una nacionalidad
y otra que se convierte en gendarme del Cono Sur del continente.
Habría que mostrar más a fondo los vínculos
entre la expansión del capitalismo argentino y la función
imperialista del Ejército en una Guerra como la de la Triple
Alianza, en que tres de los países más importantes
de la cuenca del Plata (Argentina, Brasil, Uruguay) se unen para
despedazar al cuarto, el Paraguay. Habría que señalar
en forma más detallada e iluminadora los vínculos
que existen dentro de la actual estructura económica de la
Argentina entre el Ejército y el capital, tanto nacional
como extranjero. Sin estos análisis, el cuadro resulta forzosamente
incompleto y las figuras verdaderamente significativas de Emilio
Godoy o del General Valeiras se pierden en lo anecdótico.
El caso es más grave en lo que se refiere a Valeiras, que
el autor muestra en sus rasgos más externos, bordeando muchas
veces la caricatura. Con Emilio Godoy es más justo y equilibrado.
A través de la novela es posible acercársele bastante.
Las raíces de su traición final (traición al
hermano Marcelo y al amigo Arteche) resultan más explicables.
Desde ciertos puntos de vista, este personaje parece una suma y
balance de aquel doctor Vicente Vera, de Los dueños de la
tierra, con algunos de los rasgos menos repugnantes del Camilo Pizarro,
de En la semana trágica. Pero de todas maneras, el
libro resulta desequilibrado por el tratamiento desigual de los
personajes, defecto que ya era también muy evidente en Dar
la cara y que se podía reconocer asimismo en un libro anterior,
como Un día cotidiano. Este defecto no tiene su raíz,
como podría creerse, en una impericia de Viñas para
la narración puramente novelesca. Sus causas hay que buscarlas
por otro lado.
La vigilia de las armas
Es evidente que para Viñas la literatura es sobre todo compromiso.
En más de una oportunidad ha dicho, en forma más o
menos lapidaria, que no le interesa la "literatura-literatura".
Sus libros (señala en tercera persona la solapa de Dar
la cara) "son denuncias, agresiones, provocaciones y
escándalos. A veces, consignas. No escribe para tranquilizar,
sino para obligar a la vigilia. 'A la vigilia de armas', como diría
él." En otro texto polémico, que figura en
la solapa de Los años despiadados, y que firma su
amigo y compañero de Contorno, el poeta Noé
Jitrik, se declara: "Necesitamos una operación de
limpieza en la vida y en sus expresiones. Nuestra literatura tiene
que ser sincera y cruel. [El subrayado es del original.]
Una literatura de desenmascaramiento. ¡Basta de literatura
inofensiva!" Estas declaraciones, y muchas otras que sería
fácil alegar aquí, sitúan precisamente el punto
de arranque de la novelística de Viñas: la denuncia,
el escándalo, la sinceridad, la crueldad. Es la suya una
literatura que se quiere impactante, como un puñetazo (también
esta metáfora, de Arlt, figura en sus escritos), como una
acción política.
Para ese concepto de la literatura, sólo la novela política
tiene suficiente sentido y razón de ser en una realidad tan
atrozmente desfigurada por la política como es la argentina.
Si se acepta esta premisa, se debe aceptar entonces que Viñas
haga literatura políticamente comprometida. El problema literario
empieza pues a partir de esa decisión suya. Porque la literatura
política en la Argentina de hoy no puede ser sino partidista,
estar clamorosamente a favor o en contra, defender a muerte una
posición o atacarla con el mismo fervor. En una novela de
política argentina desaparece la posibilidad del medio tono,
de la presentación objetiva de una realidad, del análisis
mesurado. Al elegir un personaje desde el que situar la acción,
el autor ya está definiendo su posición. No es casual
por ejemplo que para mostrar la reacción de los jóvenes
oligarcas a la huelga obrera en el Buenos Aires de 1919, Viñas
elija a uno que tiene un complejo de machismo y además es
antisemita. ¿Hay que suponer que él cree sinceramente
que todos eran así? De la misma manera, la pintura del Ejército
argentino en Los hombres de a caballo peca de semejante parcialidad.
Si se compara, por ejemplo esta novela con otra que también
examina la mentalidad castrense, como La ciudad y los perros,
de Mario Vargas Llosa, se advierten mejor sus limitaciones. En tanto
que Vargas Llosa crea una serie muy diferenciada y nada estereotipada
de militares, Viñas sólo consigue dar dos o tres mentalidades
típicas. Lo mismo podría decirse si se comparara el
personaje de Valeiras, en su novela, con el protagonista de la novela
de Daniel Moyano El coronel oscuro. En tanto que este último
revela hondamente los mecanismos que han creado y perpetuado el
desarrollo de cierta mentalidad castrense, resentida, hosca, estéril,
Viñas solo postula su existencia sin preocuparse por ilustrar
desde dentro la caricatura.
En un plano más general aún, cabría reprochar
a Viñas que su misma toma de partido se haga a priori, antes
de escribir, y sea ella la que determine la "realidad"
de la novela, y no al revés, que sea la "realidad"
de la novela la que permita desprender una toma de partido. Aquí
sería útil, por ejemplo, aproximar Los hombres
de a caballo de algunas obras como las que la generación
de James Jones, Norman Mailer y Calder Willingham, han dedicado
a la mentalidad fascista del Ejército norteamericano. El
cotejo permitiría ver la variedad del cuadro ofrecido por
los norteamericanos frente a la monotonía cromática
de Viñas. La toma previa de partido es sin duda responsable
de esta monotonía. Por otra parte, éste es un defecto
que tiene no sólo Los hombres de a caballo sino también
algunas de las anteriores novelas de Viñas, en particular
Los dueños de la tierra y Dar la cara.
La visión del mundo que ellas revelan está siempre
limitada por esquemas ideológicos que son anteriores a la
contemplación de la realidad. En sus orígenes esos
esquemas derivaban del existencialismo sartriano, en las últimas
novelas y trabajos críticos es posible encontrar la huella
de Lucien Goldmann. Pero cualquiera sea su fuente, es indudable
que Viñas no consigue aproximarse a su realidad sin el apoyo
de estos esquemas. En el caso de Dar la cara, donde el elemento
crónica vivida y autobiográfica es mayor y la invención
novelesca menor (al revés de lo que pasa en Los hombres
de a caballo), el autor consigue disimular mejor este defecto.
Sin embargo, si se la compara con las novelas de Carlos Fuentes,
y sobre todo con La región más transparente,
anterior en cuatro años, se advierte no sólo una mayor
madurez estilística en el autor mexicano sino una comprensión
más cabal del fenómeno social, económico y
político en que aparece inserto el hombre latinoamericano.
En las novelas de Fuentes hay mundo, aunque ese mundo está
presentado muchas veces en forma sólo caricaturesca o paródica.
En Dar la cara hay una monótona sucesión de
personajes que, cualquiera sea su clase, padecen todos de la misma
frustración vital, la misma incomprensión de las fuerzas
que los manejan, la misma fatalidad para quejarse, autocompadecerse,
lloriquear.
Es cierto que en Los hombres de a caballo se rescata, así
sea parcialmente, una visión más objetiva. Pero el
procedimiento de la caricatura política impide que por el
lado del general Valeiras, el autor llegue a una creación
mayor de personaje. Algo similar le ocurre a Mario Benedetti en
su última novela, Gracias por el fuego (1965), en
que la necesidad de censurar políticamente al personaje del
padre le impide darlo en toda su dimensión narrativa. Aquí
se tocan limitaciones que no son las del autor sino del tipo de
novela que se ha propuesto crear. En el caso de Viñas bastaría
analizar al detalle (lo que aquí es imposible) Los años
despiadados para demostrar que cuando se libera de la horma
satírica y busca apresar la "realidad" en
su totalidad novelesca, no le faltan condiciones de gran narrador
para lograrlo.
El mito del jefe
Al margen del análisis hasta aquí propuesto sería
posible examinar las novelas de David Viñas desde un ángulo
completamente distinto. Si se logra prescindir de su contexto político
y de las intenciones declaradas del autor, es posible verlas siete
novelas como un intento de exploración del mundo a la vez
repelente y fascinante del machismo argentino. Ese tema subyace
las siete historias, cualquiera sea la forma que realmente asuman.
En el caso de Los años despiadados el tema está
obviamente en la superficie de la historia de ese niño que
es violado por una pandilla de muchachos. Pero también está
disimulado detrás de la lucha aparentemente teológica
de Un dios cotidiano y está en la entraña de
esa excursión en el patoterismo de los niños bien
argentinos de 1919 que se llama En la semana trágica.
El tema del machismo sustenta la aventura del doctor Vicente Vera
en la Patagonia (Los dueños de la tierra) así
como es la clave que explica el destino de su padre en Cayó
sobre su rostro. En Dar la cara (expresión típica
de machos) y en Los hombres de a caballo (otra actividad
de machos) el tema se reitera una y otra vez. No es necesario ser
Julio Mafud para advertir que el machismo es un componente decisivo
de la sociedad argentina, como lo señala el artículo
suyo, publicado en el número 16 de Mundo Nuevo (octubre
de 1967). Pero lo que interesa subrayar aquí es la versión
particularmente morbosa y perversa que ofrece este conjunto de novelas
de Viñas sobre ese tema central de la sociedad argentina.
Porque el machismo aparece inscrito aquí en un mundo de resentimiento
moral, de envidia, de la más primitiva competición
por el poder. El ideal confeso de todos los personajes de estos
libros, sin molestas distinciones ideológicas, es ser machos:
es decir: ser un "jefe", ser el más fuerte,
podes "dársela" a cualquiera. No ser un
punching-ball, no ser un flojo, es la consigna. Un mundo
de tal primitivismo ni siquiera parece consciente de las implicaciones
homosexuales de esta actitud. Preocupados por demostrar su virilidad
dando puñetazos y agrediendo mujeres u hombres desarmados,
estos machos viven al mismo tiempo las más exquisitas torturas
de la inseguridad. Deben demostrar constantemente que no son mujeres,
que no están abiertos, que no son penetrables. Y al mismo
tiempo, como perros, andan oliéndose unos a otros, para detectar
la menor señal de desviación del canon, la menor huella
de flaqueza, la menor indicación de homosexualismo. Cuando
la encuentran, el castigo del culpable asume la forma ambigua de
la violencia y desemboca en formas de ese mismo homosexualismo que
critican en voz tan alta. Hasta que se comprende que ese excesivo
alarde de virilidad es la máscara de un miedo a lo que no
se atreven a nombrar aunque oscuramente deseen. Los años
despiadados ofrece la clave más transparente de esta
doble situación al presentar, en un final de gran verdad
desgarrada, al mismo compañero que ha sido responsable de
la violación del protagonista, sometiéndose voluntariamente
a la más abyecta humillación para reconquistas el
amor del que había traicionado. En otras novelas (particularmente
En la semana trágica, en Dar la cara, que se
abre con una escena de agresión colectiva a un conscripto
en un cuartel, y en Los hombres de a caballo) el doble tema
de la amistad y de la traición se entrecruza a menudo con
el tema de la atracción y denuncia del homosexualismo.
Una concepción tan primitiva de la verdadera virilidad,
que no es por cierto asunto de niños o adolescentes más
o menos perturbados, parece justificarse en una novela como Los
años despiadados, que al fin y al cabo, dibuja únicament
euna etapa del ser humano: la horrible infancia. Pero extendida
a las demás novelas de u autor y motivando muchas de las
tomas de posición de sus personajes, resulta al cabo abrumadora.
Por suerte, en un par de novelas, Viñas ha explorado también
una concepción más completa del hombre. En Los
dueños de la tierra el protagonista tiene una relación
erótica total con una mujer de la que es posible enamorarse.
Es cierto que el capítulo que dedica Viñas a contar
el acercamiento erótico de Vicente y Yuda abunda en notas
falsas, pero aún así, es un primer intento en profundidad.
Mucho más satisfactoria es la experiencia de Emilio Godoy
con una actriz que se llama Sonia y a través de la cual se
vislumbra la realidad erótica de la mujer. En las otras novelas
no faltaban las notas sexuales (muy hábilmente dosificadas,
En la semana trágica) pero faltaban en cambio esas
otras notas que ya abarcan una realidad más compleja, fuera
del regresivo machismo de esas infancias prolongadas. El tema merece
ser explorado con más detalle.
Con Los hombres de a caballo Viñas logra culminar
un esfuerzo narrativo de indudable importancia para la novela argentina
y consigue poner al día una visión de ese mundo exterior
que tanto lo atormenta. Es de desear que a partir de este logro,
y superando las limitaciones de la forma que ha elegido, consiga
en el futuro una maduración narrativa a la altura de sus
grandes ambiciones y posibilidades.(1)"
(1) Para la redacción de este trabajo me he
apoyado no sólo en mi libro El juicio de los parricidas
(Buenos Aires, 1956), que se publicó originariamente en el
semanario Marcha, de Montevideo (30 de diciembre, 1955 -
10 de febrero, 1956), como también en una crónica
de Un dios cotidiano, aparecida en el mismo semanario (3
de octubre de 1956) y en una reseña de Dar la cara,
para el diario El País, también de Montevideo
(11 de febrero de 1963).
|