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"Diario de Caracas"
En Mundo Nuevo, n. 17
noviembre de 1967
p. 4-24
"[Estuve unos quince días en Venezuela
para asistir como invitado al XIII Congreso Internacional de Literatura
Iberoamericana, que organizó en Caracas el Instituto Internacional
de Literatura Iberoamericana con los auspicios de la Universidad
Central de Venezuela y de la Comisión del Cuatricentenario
de Caracas. El tema del Congreso era "La Novela Iberoamericana
Contemporánea" y al mismo habían sido invitados
novelistas, críticos y profesores de literatura iberoamericana.
La reunión fue programada para culminar los festejos del
Cuatricentenario de la fundación de Caracas y coincidía
con la entrega del importante Premio Rómulo Gallegos a Mario
Vargas Llosa por su novela La casa verde. Todo hacía
prever una serie brillante de reuniones. Pero la Naturaleza tenía
sus planes y no quiso faltar a esa cita histórica de Caracas
consigo misma. Publico ahora las páginas de un Diario
en que fui registrando algunas reacciones y comentarios a esos
quince intensos días.]
Sábado 29 (Julio)
El terremoto tiene sus leyes propias. Puede golpear como el rayo,
aniquilando todo de un solo golpe, o puede provocar un reparto injusto
de calamidades y salvaciones. A uno lo enterrará vivo bajo
una montaña de escombros, a otro lo rozará apenas
con su rugido sordo. A éste le quitará la familia
entera, a aquél lo dejará intacto y temblando de horror
y culpable dicha. El terremoto puede transformarse en una pesadillesca
experiencia colectiva (casas que caen y de las que sólo se
levanta el polvo, gritos en la noche que no son escuchados por los
que también gritan) o reducirse a la angustia de un hecho
brutal que ocurre sólo en lo más íntimo de
cada uno. Para mí, el terremoto de Caracas fue hoy una experiencia
totalmente lateral e increíble, un acontecimiento que no
correspondía a sus expectaciones y que parecía más
bien una comedia mal compuesta.
Todo empezó de la manera más trivial. Había
llegado al aeropuerto de Maiquetía a eso de las siete de
la tarde, después de un viaje cansador pero muy correcto.
París quedaba a doce horas de vuelo y a muchos grados menos
de temperatura y humedad. En el avión había leído
(un poco) y conversado mucho con un compañero de viaje que
resultó ser Francisco Macías, venezolano y poeta,
que fundó allá por el año 1933 en San Cristóbal,
Táchira, una revista inevitablemente llamada Mástil
(era la época del ultraísmo) a la que envió
un pórtico nadie menos que Pablo Neruda. Hablamos interminablemente
de libros con Macías que volvía de un viaje europeo
cargado de algunos preciosos ejemplares del siglo XVII, muy amarillos
en su encuadernación en pergamino. La llegada a Maiquetía,
con su dulzón aire húmedo y sus brillantes luces,
fue de golpe el reencuentro con el trópico, con algunos amigos
que me esperaban en el aeropuerto, con el cansancio acumulado de
una jornada larga. Obviados los trámites aduaneros gracias
a la cortesía de José Ramón Medina (que presidía
el Congreso) y de sus colaboradores, partí con Guillermo
Sucre y su mujer, Julieta Fombona, hacia Caracas. Conocía
a Sucre sólo por sus versos, sus cartas y un admirable libro
sobre Borges. Me encontré con un hombre delgado y cetrino;
de rasgos afilados que subrayaban el inequívoco parentesco
con el compañero del Libertador; me encontré con una
mirada viva, una palabra precisa y ligeramente irónica, una
inteligencia penetrante. Empezamos a hablar como si hubiéramos
conversado juntos toda la vida. Julieta manejaba en silencio su
hermosa cara inteligente, sus ojos oscuros y tristes, concentrados
en la autopista, pero estaba atenta a lo que decíamos, siguiendo
interiormente el diálogo, demasiado tímida o reservada
para intervenir, pero no, sin duda, para acotar mentalmente lo que
decíamos. Ya estábamos entrando en la ciudad y sometiéndonos
al tedioso proceso de un tránsito pesado (eran las ocho y
cinco del sábado) cuando el auto empezó a corcovear,
como si se rebelara. Yo creí que algo andaba mal en el motor
o que Julieta no conseguía hacerlo arrancar. Ella se volvió
hacia mí porque pensó (me lo dijo luego) que yo estaba
saltando en el asiento de atrás. Los segundos se petrificaron
mientras tratábamos de entender qué pasaba. Entonces
Julieta advirtió que un edificio se balanceaba, oyó
el sordo rugido de la tierra, vio saltar de los autos a otras gentes.
"Es un terremoto" dijo. Y en seguida gritó:
"Los niños, Guillermo, los niños."
A mí siempre me cuesta registrar lo inesperado. Necesito
tiempo para procesar las cosas, para rumiarlas, para digerirlas.
El terremoto no entraba en mis planes caraqueños. Pero lo
que decía Julieta sí me conmovió: más
que el terremoto me sacudieron sus palabras, me sacudió su
emoción y su horror. Ella quería bajarse para correr
hasta la casa donde estaban solos los niños, con una criada.
Guillermo y yo tuvimos que hacerle entender que era más prudente
esperar a que pasara el terremoto y seguir en auto, ya que así
llegaríamos más pronto. Costó convencerla de
esa evidencia y los pocos minutos que pusimos en sortear el tránsito
y llegar hasta la casa fueron de agonía para todos. Pero
cuando llegamos, los niños estaban bien, muy alborotados
en sus pijamas nocturnos y contándonos lo que les había
pasado cuando el terremoto. La casa no tenía roturas visibles,
pero al entrar vi sobre una mesa un diario desplegado en que se
decía a grandes titulares: "Tembló la tierra
en Bogotá". Entonces comprendí por qué
Julieta había entendido antes que nosotros lo que estaba
pasando, por qué durante los 35 segundos que duró
el temblor (apenas, pero cuánto tiempo si uno es el que está
temblando) Julieta estaba desesperada.
Ver a los niños nos tranquilizó y escuchar la radio
a transistores aumentó la calma, ya que las noticias de otras
partes de la ciudad de Venezuela eran aparentemente buenas. Volvió
la confianza y nos sentamos a tomar una copa cuando de nuevo volvió
la tierra a moverse. Fue un pequeño temblor, como un estremecimiento
muscular involuntario, pero saltamos de nuestros asientos para precipitarnos
al jardín. Ya no podíamos estar dentro. La casa se
había vuelto una trampa, las paredes no nos protegían,
los techos eran amenazantes. Decidimos acampar en el jardín
y pasar allí la noche. Poco a poco, y casi sin darnos cuenta,
empezamos a revertir a una etapa más primitiva de la sociedad.
Improvisamos camas para los tres niños en unos sillones de
lona, fuimos a pedir comida a un vecino generoso, nos abrigamos
como gitanos contra el frío de la noche. Cuando empezó
a caer una lluvia poco fuerte pero constante, nos trasladamos al
auto y lo convertimos en cueva. Era más seguro aunque incómodo.
De tanto en tanto hablábamos o escuchábamos las noticias
de la radio, siempre monótonas, siempre iguales: "No
hay desgracias personales que lamentar", repetían
una y otra vez los distintos informantes, como si todos se hubieran
puesto de acuerdo en el clisé. Pero las voces que llegaban
de todos los puntos de la ciudad y de los pueblos de los alrededores
parecían confirmar nuestra experiencia: el susto fue grande
pero no había pasado realmente nada. De tanto en tanto entrábamos
a la casa a buscar algo: una manta, unas galletitas, Coca-cola.
Éramos como bárbaros que no han aprendido todavía
a usar la gran ciudad romana que acaban de ocupar. O éramos
(mejor) como los personajes de El ángel exterminador,
dejando caer las convenciones y los ritos de la civilización
burguesa. Nos confundíamos en el sueño y en el agotamiento
y en el miedo reprimido. A las cuatro de la mañana ya no
pude aguantar. Le pedí a Julieta y a Guillermo que me llevaran
al Hotel: el sueño me parecía más temible que
la posibilidad de un nuevo temblor. (Para mí eran, en realidad,
las nueve de la mañana, ya que hay cinco horas de diferencia
entre París y Caracas.) Por suerte el Hotel El Conde estaba
no sólo en pie, sino que funcionaba normalmente. El cuidador
nocturno me mostró unas pequeñas rajaduras superficiales
sobre algunas paredes y me dijo: "Sólo tenemos esas
escarapelas". Voy bien, me dije; aquí hasta en el
Hotel usan metáforas.
Domingo 30
A las ocho me sacó del sueño el teléfono y
la voz de José Ramón Medina que quería saber
qué me había pasado. Le conté todo en dos palabras
dormidas y quedó satisfecho. Prometió llamarme más
tarde. Volví a caer dormido, con un sueño inquieto
en que de golpe me descubría de ojos bien abiertos, escrutando
las paredes y el techo en busca de una grieta amenazadora. Las más
viejas costumbres, los atavismos más antiguos, habían
sido conmovidos por esos 35 segundos del terremoto. Ahora un cuarto
no era un refugio sino una máquina infernal, y el sueño,
ese sueño tan constante compañero mío, podía
ser un enemigo. Dormí pero dormí mal, con la conciencia
culpable y perdido en un mundo que no sólo era extranjero
sino hostil. A mediodía, después de una ducha fuerte,
de afeitarme, de comer algo, mis ideas eran más claras. Repasé
mis impresiones del terremoto y comprendí que en el fondo
estaba defraudado. En Chile había vivido algunos de esos
temblores, casi diarios, que a los chilenos les resultan más
bien divertidos. Un par de veces (en Santiago, en Valparaíso)
sentí como si una enorme ballena, el Leviatán prehistórico,
tal vez, pasase lentamente por debajo de mi cama, levantándola
un poco sobre su rotundo dorso. Recuerdo que la última vez,
en la Escuela de Verano de la Universidad de Santa María,
me desperté creyendo que los muchachos me estaban sacudiendo
la cama para hacerme una broma muy tradicional. Al darme cuenta
que era sólo un temblor, me sentí irritado y deseé
que pasara lo más pronto posible para poder seguir durmiendo.
Pero esto era distinto. Era mucho más que un temblor y sin
embargo no coincidía con esas imágenes horripilantes
que el cine había almacenado en mi desde la adolescencia:
las grietas en la tierra que se tragaban a los miles de extras caóticamente
convocados por Hollywood para reproducir Los últimos días
de Pompeya (horrenda versión de los años 30 en
que paseaba su pálida silueta Elissa Landi: los agrietados
y destruidos edificios de una San Francisco de celuloide en que
vivían Clark Gable, Jeannette McDonald y Spencer Tracy para
la mayor gloria de la MGM.) Aquí no había pasado
nada. O mejor dicho: lo que había pasado en Caracas era amenazador
e inquietante pero sobre todo grotesco.
Cuando bajé a almorzar, compré el diario y entonces
me enteré de lo que realmente había ocurrido. La versión
de las radios había sido deliberadamente engañosa:
al principio se trató de evitar el pánico, de impedir
el terror. Pero el terremoto había destruido grandes edificios
de propiedad horizontal en algunos de los barrios más poblados
de Caracas (Palos Grandes, Altamira) y en algunas zonas de veraneo
en la costa. Sumaban cientos de muertos y miles los heridos, toda
la ciudad estaba de luto. Leyendo el diario, viendo las fotos de
las casas hechas escombros, de las víctimas amontonadas,
de los llamamientos a la calma y a la solidaridad, comprendí
que el terremoto apenas me había rozado. Me pasó lo
que a Fabrizio del Dongo en La cartuja de Parma: había
estado en Waterloo el día de la gran batalla y no había
visto ni entendido nada. Me encerré en mi cuarto con los
diarios y empecé a sufrir de nuevo el terremoto. Entonces
comprendí que vivimos como parásitos sobre la piel
de una inmensa bestia que nos ignora. Comprendí que era mejor
desearle un profundo sueño.
Lunes 31
Nadie sabe si se realizará o no el Congreso, cuya inauguración
estaba prevista para el miércoles 2. Pero ya hay bastantes
congresistas en Caracas y están anunciados muchísimos
más. El Gobierno acaba de decretar duelo nacional hasta el
jueves 3, de modo que si el Congreso se realiza será a partir
de esa fecha. Me encuentro con Rubén Bareiro, crítico
y profesor paraguayo que vive y trabaja en París y que ha
llegado hoy mismo. Me dice que las noticias del terremoto son terribles
en París y que justo antes de tomar el avión ha visto
por televisión algunas películas de los edificios
destruidos. Confío en que mi mujer no las haya visto y que
haya recibido el telegrama con que trataba de aquietarla [Dos días
más tarde me entero que no sabía nada y que fue precisamente
mi telegrama lo que la puso en antecedentes del terremoto.] Vamos
con Bareiro y otros congresistas hasta la Universidad donde nos
recibe, con la cordialidad de siempre, José Ramón
Medina. El Congreso se realizará, nos dice, aunque dos días
más tarde y sólo dedicado a las sesiones de trabajo.
Los actos solemnes que debían realizarse en el Palacio de
las Academias o en el Teatro Municipal han sido cancelados. La torre
del Palacio quedó torcida y el Teatro ha sufrido bastante
daño. También se ha decidido suspender todas las actividades
sociales y festivas que suelen acompañar estos Congresos.
Será un Congreso de trabajo.
Recorremos la parte más afectada de la ciudad. Parece increíble
que la Naturaleza pueda ser tan imparcial o caprichosa. En el mismo
barrio en que todavía se levantan los vistosos edificios
de propiedad horizontal que certifican que Caracas es una ciudad
realmente moderna, aparecen huecos inexplicables. Mirando mejor
se advierten los escombros, custodiados por la policía y
el ejército. Esos escombros son edificios que el sábado
a las ocho estaban llenos de vida. Ahora los curiosos se mezclan
con los familiares de las víctimas: gente desesperada que
se niega a irse, que todavía confía en un milagro,
que no abandonará la vigilia hasta que no se haya removido
el último pedazo de cemento. Somos turistas de estas ruinas
frescas y no sabemos qué decir. La incredulidad es el sentimiento
dominante: es una incredulidad protectora que nos permite seguir
mirando y seguir viviendo.
La paradoja es que este terremoto afectó sobre todo a las
clases pudientes. Ni uno solo de los ranchitos que coronan las montañas
de Caracas fue afectado. Esas favelas, villas miseria, poblaciones
callampas, cantegriles, son prodigio de arquitectura improvisada
pero han resistido el temblor. Los enormes bloques de propiedad
horizontal, creados para especular y vendidos a muy alto precio,
se han abatido como castillos de naipes. Ya se están haciendo
averiguaciones y por toda Caracas corre la noticia de que se intervendrán
las oficinas responsables, que se han de revisar los planos, que
se estudiarán palmo a palmo los escombros.
De noche damos un paseo por los alrededores del Hotel que está
en la parte más antigua de la ciudad. Trato de imaginarme
un poco la atmósfera de la Caracas de Andrés Bello
y Simón Bolívar que estudié tantos años
en Cambridge, en Londres, y en Santiago de Chile. Me cuesta encontrar
sus rastros. La megalomanía edilicia y autopística
del dictador Pérez Jiménez arrasó con la casa
natal de Bello. De la vieja Caracas quedan algunos edificios coloniales
que han sido bastante sacudidos por el temblor. Sobre la plaza Bolívar,
que parece una plaza colonial glorificada por el cine, y en la que
se alza la torturada estatua ecuestre del Libertador, está
la Catedral. La gran cruz de hierro que la coronaba ha caído
de plano sobre el asfalto y ha dejado allí impresa su huella.
Ya se ha formado una procesión de fieles que vienen a arrodillarse
ante esa impronta, a deponer sobre ella sus dedos en un respetuoso
tacto. El número crece cada día a pesar de que las
autoridades han prevenido que hay peligro de que todavía
caiga la cornisa donde estaba incrustada la cruz. [Al día
siguiente veo en el diario una foto de la cornisa: muestra desde
atrás las grietas enormes que el estuco del frente disimula.]
Aunque las autoridades eclesiásticas se niegan a hablar de
milagro, ya todo el pueblo lo dice. Es inútil que se alegue
que el peso de la cruz y el asfalto caliente han hecho posible el
impacto y el dibujo. La gente no quiere lecciones de Física.
Por otra parte, ¿cómo no pensar en Dios cuando la
tierra se sacude? En algo hay que refugiarse.
Martes 1 (Agosto)
Sigo leyendo los diarios con una suerte de morbosa curiosidad y
ligero sentimiento de culpa. Han muerto algunas personas que conocía
indirectamente: la hermana del dramaturgo Isaac Chocrón,
con quien estuve hace tres años en el simposio de Chichén-Itza
y que es uno de los talentos dramáticos más originales
de América Latina; el escenógrafo uruguayo Ariel Severino
que residía en Venezuela hace quince años. Los diarios
explotan inevitablemente esa curiosidad. Hay fotos de carnet de
las víctimas: fotos horribles por su misma mediocridad y
por las alusiones a un contexto trivial. Hay instantáneas
rescatadas de los escombros: una primera comunión, unas vacaciones
en la playa. Hay imágenes de velorios y de sepelios que parecen
sacadas de una película neorrealista italiana y que ostentan
la pornografía de la muerte. Hay largas cartas de condolencia,
escritas en un estilo horriblemente hinchado, un estilo que enemista
al lector, que lo vuelca hacia el ridículo. Hay largos artículos
en que se invoca a la patria y a los hados o a la divinidad. Hay
profecías de adivinas que habían predicho el terremoto
con toda exactitud (pero nadie les hizo caso porque de cien predicciones
sólo aciertan una); hay profecías de los que anuncian
una repetición, más calamitosa aún, a la semana
justa, a los quince días precisos, como si el terremoto fuera
un tren expreso que llega a la hora exacta. Pero la prensa no está
sola. En la pantalla de televisión del Hotel, que veo al
pasar hacia a mi cuarto o al bajar al comedor, se multiplican las
imágenes, los discursos, los sermones. Cadáveres estratégicamente
cubiertos son apenas mostrados mientras la voz de un locutor nos
consuela y nos excita asegurándonos que esas imágenes
no son las únicas, que hay otras demasiado horribles para
ser mostradas.
Esta es sólo una cara de la moneda, hay que ser justos.
La otra cara, la cara admirable, es el espíritu de valentía
con que todo el pueblo venezolano soportó el terremoto. La
otra cara es esa solidaridad de todos con todos que ha evitado los
males subsidiarios de la violencia y el saqueo. La gente se ha precipitado
a ayudar a los necesitados, las casas intactas son campamentos en
que se recoge a parientes y amigos. Los estudiantes han corrido
a juntar ropas y comidas para los que han debido ser evacuados de
edificios que no ofrecían garantías. Y por unos cuantos
días la tensión política tan honda que domina
Venezuela se ha aquietado ante una desgracia que no reconoce partidos
ni credos. El temple de los venezolanos se ha puesto a prueba y
ese temple los ha llevado a darlo todo. La consigna es socorrer
de inmediato a las víctimas, acudir a los necesitados, y
seguir adelante.
Poco a poco, la vida se reanuda. Voy con Guillermo Sucre y con
Bareiro Saguier a recorrer algunas librerías. Una, de Sabana
Grande, ha sido también sacudida por el terremoto y los libros
yacen en pilas descomunales, los estantes de hierro retorcidos como
por un ciclón. El dueño es un joven venezolano, Rafael
Ramón Castellanos, que ha estado varios años en Paraguay.
De ahí la amistad con Bareiro y las evocaciones, entre abrazos,
de los duros días pasados en aquella tierra. Su librería
se llama "Historia" y está enteramente dedicada
a libros venezolanos. Me revuelvo un poco entre las pilas a medio
desmoronar, pesco un ejemplar aquí, otro allá. De
pronto me topo con la colección de las Obras Completas
de Andrés Bello, en la edición que hizo Miguel
Luis Amunátegui en Santiago de Chile, 1881-1893. Es una colección
de 16 volúmenes encuadernados que incluye la biografía
del maestro por Amunátegui. Nunca la había visto en
una librería y me siento horriblemente tentado a adquirirla.
Pero si está al alcance de mi deseo, no lo está al
de mi bolsillo. [Terminaré por tenerla, pero no me corresponde
contar aquí cómo. Es otra historia.]
Miércoles 2
Es seguro que el Congreso habrá de realizarse. En la reunión
preliminar que ocurre hoy en una sala de la hermosa Universidad
se trazan los planes, modificados por el terremoto pero realizables
al fin. Ya están casi todos los congresistas y han llegado
las dos estrellas de la novela actual: Mario Vargas Llosa y Gabriel
García Márquez. Si Mario acaba de obtener el Premio
Rómulo Gallegos (unos 22 mil dólares) por La casa
verde, García Márquez le viene pisando los talones
con el éxito de Cien años de soledad, que agotó
en pocos días la primera edición de Sudamericana y
que ya anda por la segunda. No se puede concebir pareja más
despareja que la de estos dos novelistas que ahora el azar ha reunido
en Caracas. No se conocían personalmente pero hace tiempo
que intercambian cartas. Mario ha sido uno de los promotores más
constantes de Cien años de soledad, desde que el manuscrito
empezó a circular en París y que se adelantaron en
revistas latinoamericanas algunos capítulos deslumbrantes.
Pero verlos juntos es como ver vivos a Tom Sawyer y Huckleberry
Finn. Porque Mario no es sólo el más flaubertiano
de los narradores actuales, un verdadero stalanovista de la literatura,
sino que es también un cumplidísimo caballero peruano
que no tiene jamás un pelo fuera de sitio, que está
siempre planchado y pulcro, que es la imagen misma de la corrección.
Para García Márquez, en cambio, el ideal sartórico
es el lejano oeste: su cuerpo anda ceñido en unos "blue-jeans"
que fueron azules, y está siempre coronado por unas camisas
a cuadros de colores chirriantes, o por unos inmensos "sweaters"
de boxeador encima. García Márquez ostenta una cara
de pistolero mexicano, toda llena de arrugas, de pelo enrulado e
indócil, de bigotes puntiagudos: una cara de la que emerge
la risa chispeante de sus ojos, la mueca triste de su sonrisa. Si
Mario es todo ojos intensos y graves, cejijuntos, con una invasora
sonrisa de dientes blancos, Gabo o Gabito (como llaman en Colombia
a García Márquez) es un nudo de muecas, de pelos hirsutos,
de frente acordeonada por el esfuerzo de contener el humor o el
dolor. Truculento en su máscara hasta parecer una caricatura
de sí mismo, Gabo es sin embargo la sencillez personificada;
casi diría el ascetismo. Todo lo compuesto está en
la superficie y es una composición de niño solo que
juega a los "cowboys". Debajo está una irresistible
ternura y (ahora) la alegría de haber dado a luz al fin esa
inmensa novela que llevó dentro casi veinte años.
Pero Gabo no está dispuesto a modificar su papel de niño
travieso e irrumpe en la atmósfera más o menos solemne
del Congreso como el más díscolo alumno en la fiesta
de fin de curso. Se deja decir que no ha traído corbatas
ni traje oscuro; hace circular la voz de que no está dispuesto
a hablar en público; a los periodistas que vienen a recoger
la sabiduría de sus labios les declara que sus libros los
escribe su mujer pero los firma él porque son muy malos.
Mario, en cambio, es infatigable en su labor de proselitismo literario.
Acepta todas las entrevistas, contesta con la mayor sinceridad,
distingue, separa y califica con la precisión de quien ha
estudiado letras en Madrid y se ha doctorado al fin en ellas. Los
periodistas se dan un festín con él, y las muchachas
(periodistas o no) lo asedian como si fuese un galán de cine
o un torero. Imperturbable, sonriente, educadísimo, Mario
sobrevive a todo y da una lección de fina cortesía.
A la hora del almuerzo podemos sustraernos un poco de los periodistas
y comemos con Simón Alberto Consalvi, presidente del INCIBA
y principal responsable de la entrega del Premio Rómulo Gallegos.
En la mesa, con Mario Vargas están también Guillermo
Sucre y Fernando Alegría, narrador y crítico chileno
al que no veía desde hace dos años en Santiago. Fernando
es (como todo Chile) la simpatía misma: su humor chispeante
y popular, su finísimo sentido del idioma, su amor por la
vida y los libros, lo hacen el compañero ideal. Tiene un
apetito vital que no conoce límites y todo lo sabe, todo
lo ha visto y conocido alguna vez. Se le ocurre que debemos ir a
visitar a Rómulo Gallegos ya que hoy es su cumpleaños
(83). La idea parece buena y planeamos ir todos juntos a eso de
las siete. Aunque esperábamos encontrarnos con mucha gente,
nos sorprendió lo que pasó. En el momento mismo en
que llegábamos frente a la casa de Gallegos (un chalet
titulado Sonia por el nombre de la hija adoptiva del novelista),
nos cerró el paso una motocicleta manejada por un soldado
con un fusil ametrallador. De inmediato saltaron soldados de todas
partes, soldados que venían en unas "jeeps"
que escoltaban un enorme coche negro. Tardamos algunos segundos
en comprender que no se trataba de una película de James
Bond, sino de la mera realidad latinoamericana. Del coche así
escoltado bajó el Presidente Leoni, con su comitiva. También
al Presidente se le había ocurrido visitar hoy a Gallegos,
pero para poder hacerlo sin riesgo de su vida debía rodearse
de esa espectacular guardia de corps. En el clima político
de este agosto latinoamericano ninguna precaución es superflua.
Entramos tras el Presidente para encontrarnos al maestro de la
novela latinoamericana, sepultado más que sentado en un sillón,
con un vaso de whisky en una mano y los ojos bien abiertos sobre
una cara arrebatada por el calor y las emociones. Los años
han calado cruelmente sobre Gallegos pero el hombre se mantiene,
enorme y frágil, como uno de esos grandes árboles
tropicales con los que soñaba Bello en la neblina de Londres.
Es imposible hablar con él porque lo abruman abrazos y felicitaciones.
Pero aun así, se hace un sitio para que Mario se siente a
su lado y platique un poco. Las cámaras de televisión
y los fotógrafos registran el momento histórico. Es
uno de esos encuentros clásicos que reproducirán al
infinito las enciclopedias e historias literarias del futuro: el
gran creador de la novela de la selva y de la tierra, el maestro
de una forma ya clásica de novelar, saludando al nuevo gran
creador de la novela de la selva y de la tierra. Cincuenta y tres
años separan biográficamente a Gallegos de Mario Vargas,
pero literariamente la distancia es aún mayor, porque los
libros de Gallegos pertenecen a la última etapa de la tradición
romántica y naturalista en tanto que los de Mario se inscriben
en la gran corriente de la novela de este siglo. No es, sin embargo,
paradójico que sea La casa verde la que reciba el
Premio Rómulo Gallegos porque desde muchos puntos de vista
esta novela confirma y enriquece una tradición de grandes
relatos épicos americanos, personajes novelescos, de acciones
apasionadas y violentas que tienen sus raíces en el mundo
de Gallegos y de Rivera.
La presencia de Leoni y de las cámaras de televisión
inquieta a Mario. Él ha aceptado el Premio Rómulo
Gallegos porque es un premio literario y porque no supone ninguna
adhesión política. Pero en el contexto venezolano
resulta difícil separar las cosas. Es muy conocida la simpatía
de Mario por lo causa del socialismo y por la revolución
cubana, en particular. En Europa esas simpatías son normales
y no suscitan mayores problemas. Pero en América Latina,
y sobre todo en Venezuela, las cosas son muy distintas. Particularmente
en estos días en que se está desarrollando en La Habana
la conferencia de la OLAS y en que no sólo el Gobierno venezolano,
sino hasta el partido comunista de dicho país se encuentra
combatiendo las tesis guerrilleras proclamadas por la OLAS, Mario
teme que se pueda confundir su aceptación del premio con
la aceptación de un régimen. Trato de explicarle que
nadie puede confundir lo que no es confundible. Faulkner no se convirtió
al socialismo sueco por aceptar el Premio Nobel, como tampoco lo
han hecho los otros agraciados con la misma distinción. Pero
Mario está lleno de escrúpulos explicables. En América
Latina predominan estos días los maniqueos (o los comisarios
disfrazados de maniqueos) y una aceptación del premio puede
ser explotada por muchos como una señal de adhesión.
Para evitar confusiones, Mario me dice que ha decidido afirmar claramente
su credo político al recibir el premio. Preveo que no sólo
el terremoto sacudirá a Caracas.
De noche vamos a casa de Miguel Otero Silva, el gran narrador venezolano
de Casas muertas. Allí vuelvo a encontrarme con García
Márquez y conozco a Adriano González León y
a los jóvenes del equipo de la revista Papeles, que patrocina
Otero Silva. Me muestran con orgullo el último número,
dedicado al Cuatricentenario y con muy divertidos dibujos de Pedro
León Zapata que glosan textos de Quevedo. Miguel Otero Silva
es un hombre alto y corpulento, que tiene una voz ronca pero potente.
La casa es una maravilla arquitectónica, construida sobre
una ladera y con tres pisos que se proyectan independientemente,
cada uno con su jardín propio. Las colecciones de libros
y objetos de arte, los cuadros, la convierten en un museo. Ya Neruda
me había hablado de la casa y los tesoros de Miguel Otero
y me había contado que su última adquisición
era un Henry Moore. Pero la cordialidad del anfitrión y de
su mujer supera toda descripción. Vamos a comer a un restaurante
argentino que se llama "La Estancia" y en que reencuentro
esas tablitas rioplatenses sobre las que viene la carne, inmensa,
jugosa. El día ha sido agotador y no puedo con el vino, con
la ensalada y sobre todo con los kilómetros de pulpa. Me
voy rindiendo poco a poco, dejo de hablar y de masticar, me entra
el sueño y sólo entiendo a medias que Miguel Otero
discute (entre furioso y divertido) con González León,
que está en el otro extremo de la mesa, porque éste
ha participado en un jurado que declaró desierto un concurso
de cuentos. Entre brumas oigo que Miguel Otero asegura cientos de
veces, o tal vez una sola vez, multiplicada por mi estupor: "Un
concurso jamás se debe declarar desierto". Frente
a mí, los ojos risueños de la hermosa hija de Miguel
Otero me aseguran que no pasa nada, que puedo seguir durmiendo.
Las palabras hacen un ruido como de tormenta.
Jueves 3
Cesar Fernández Moreno llegó anoche de París,
con noticias del terremoto y con una carta de mi mujer que me trae
de golpe a la realidad. Aprovechamos una visita al Museo de Bellas
Artes para ponernos rápidamente al día mientras pasearnos
por las salas, descubrimos a Reverón, el gran creador post-impresionista
venezolano, y nos asomamos al mundo de los nuevos plásticos
locales, Seto, Poleo y tantos otros. El Museo es un viejo edificio
remodelado, con un patio hexagonal en que lucen algunas esculturas
muy modernas (Lipschitz, Calder, Moore). No ha sido casi dañado
por el terremoto. Apenas algunos vidrios que protegen las instalaciones
de luz indirecta de las salas han debido ser retirados. Todo está
muy bien atendido y el funcionario que nos guía indica con
sobriedad los puntos más interesantes de una colección
selecta y muy aprovechable.
A la hora del almuerzo tengo al fin oportunidad de hablar extensamente
con José Maria Castellet, el crítico español.
Conocía su obra (sobre todo La hora del lector y la
Antología de poesía española contemporánea,
tan discutida) y también conocía su personalidad a
través de amigos comunes pero no se porqué me lo imaginaba
distinto, pequeño, compacto, vivaz y conversador. La imagen
clásica del español resultó desmentida al encontrarme
con un hombre alto y delgado, con un aire lejano, visiblemente tímido
detrás de su sonrisa abierta, y que habla sólo lo
necesario. De larga cara enmarcada por una barba asiria (que también
cultiva su amigo, el poeta Carlos Barral), el cabello ya prematuramente
encanecido. Castellet es un hombre que sugiere una larga intimidad
consigo mismo, el gusto por la lectura bien madurada, un vicio de
hablar a solas. Su cordialidad no tiene nada de efusivo ni de postizo.
Es llana y asordinada pero firme. Tengo la sensación de que
lo he conocido de siempre y espero poder seguirlo viendo en un Congreso
que ya empieza a amenazar con la distorsión y el caos. [Lo
veré a menudo por suerte, a los días subsiguientes
y aprenderé mucho de él, de su gentileza, de su sabiduría,
de su humor, de su amistad.] Era absurdo que no lo hubiese conocido
antes, viviendo él en Barcelona y yo en París. Pero
valía la pena cruzar el Atlántico sólo para
conocerlo.
De noche, de sobremesa con algunos profesores, discutiendo con
ellos los problemas muy técnicos de la enseñanza de
la literatura latinoamericana en universidades no latinoamericanas,
veo entrar al bar del Hotel a García Márquez. Viene
piloteado por Soledad Mendoza, amiga suya desde la época
que todavía no era el gran narrador de hoy, sino un periodista
colombiano de izquierda que trataba de sobrevivir en Caracas. Gabo
llega encendido de conversación y de autoría. El reencuentro
con Caracas lo excita enormemente; el éxito de su novela
lo hace caminar por las nubes. Nos enfrascamos en una larga conversación
sobre Cien años de soledad. Es la primera vez que
tengo oportunidad de decirle de viva voz lo que pienso de ella.
Por carta y con motivo de los capítulos que adelanté
en Mundo Nuevo le avancé mi impresión de maravilla
ante un libro que es verdaderamente una de las hazañas más
singulares de la actual novela latinoamericana. Pero ahora le puedo
decir lo que todavía no he dicho: que Cien años
de soledad no sólo encierra y da sentido a todo el mundo
fundado por García Márquez en sus libros anteriores
(ese Macondo real e inventado); que no sólo levanta la creación
épica de los Gallegos y Rivera al plano de la composición
en profundidad que había ilustrado Faulkner; que no sólo
alcanza con la línea estilística más firme
y de un solo trazo milagrosamente renovado a lo largo de sus trescientas
páginas, el nivel de la narración en que lo contado
y el que cuenta se confunden en una sola respiración: que
no sólo mezcla y funde la visión real y "comprometida"
de una tierra trágica y violenta, con la visión imaginaria
de un mundo totalmente fantástico; sino que hace todo eso
para ir todavía más allá. Para llegar a una
visión de profunda ironía y ternura en que Macondo
y sus pobladores, toda Colombia y el universo entero, aparecen recreados
en su locura y en sus sueños, en su miseria y en su indestructible
grandeza, en lo gratis de un humor que no conoce fin, de un lenguaje
de creación permanente.
Le cuento que hace unos días en "La Coupole",
cenando con Neruda y con Fuentes, éste hacia el más
delirante elogio de Cien años de soledad, lo comparaba
al Quijote y se entusiasmaba como un niño ante su
triunfo. Para Gabo esas palabras son miel y ambrosía. Mejor
que nadie conoce él la generosidad de Carlos, el apoyo que
en los duros años mexicanos de preparación de su gran
novela recibió todos los días en la casona de San
Angel Inn, las aventuras de esos libretos cinematográficos
que preparaban con Fuentes para poner a raya al lobo y poder seguir
escribiendo sus respectivos libros. Cuando conocí a Gabo
en México, 1964, vi a un hombre que vivía en el infierno
de no poder escribir esa gran novela que tenía pensada y
escrita mentalmente hasta en sus menores detalles. Sólo la
casa de Fuentes, las salidas con Fuentes, la conversación
con Fuentes, aliviaban un poco la tortura de esa obra atravesada
en la matriz creadora y que se negaba a existir. Le recuerdo esos
días de infierno y Gabo se sonríe ahora con una mueca
en que hay una ternura para el pasado y un resto de dolor, como
una arruga que ya no se borra. Me cuenta cómo salía
del pozo de la esterilidad, de esa impotencia que puede llegar a
ser tan enloquecedora como la erótica. Había estado
trabajando en la novela cerca de veinte años tenía
trazada hasta en sus menores detalles la cronología de la
acción, la genealogía de los personajes: abundaba
en cuadros sinópticos y esquemas: sabía cada palabra
que quería usar pero cada vez que la empezaba (y la empezó
varias veces) se daba de frente contra algún obstáculo
y debía abandonar. Fueron veinte años de frustración.
Hasta que un día descubrió lo que le pasaba: había
estado tratando de crear la novela sobre la estructura temporal
rígida y realista y lo que tenía que hacer era un
utilizar el tiempo con la misma libertad que utilizaba el espacio.
En vez de romperse la cabeza por seguir el hilo cronológico
estricto debía usar un tiempo de varias dimensiones. Así,
en un capítulo, si le convenía que A tuviese veinte
años menos de lo que indicaba la cronología, entonces
A debía tener veinte años menos. Lo mismo para B y
para C y para todos. Cuando se liberó del tiempo, la novela
empezó a fluir sola.
La paradoja es que Cien años de soledad está
hecha precisamente de tiempo. Le digo que mi experiencia al leerla,
después de haber leído precisamente La casa verde,
fue la de pasar de un mundo regido por la noción de espacio
(la novela de Mario es pura arquitectura y tiempo estratificado
en segmentos espaciales) a un mundo regido por la noción
de tiempo. Pero la solución que encontró Gabo es la
única posible: porque un mundo hecho de tiempo tiene que
ser un mundo hecho de tiempos. Para la realidad interior no hay
un solo tiempo, como lo demostró narrativamente Marcel Proust.
Por otra parte, lo que ha logrado Gabo en su novela al trampear
con el tiempo no es sino lo que había explotado mágicamente
Shakespeare en su Hamlet. Recuerdo las eruditísimas
discusiones de ciertos críticos ingleses sobre la edad del
protagonista, edad que debe calcularse sobre lo que él dice
junto a la calavera de Yorick, y lo que dice antes el sepulturero
sobre el tiempo que esa calavera ha estado enterrada, y lo que la
ciencia dice sobre lo que tarda una calavera en dejar de pudrirse
(la de Yorick hiede todavía). A esto hay que agregar lo que
se sabe de los estudios de Hamlet en la Universidad de Wittenberg,
y el cálculo aproximado de la sensualidad y vida erótica
de su madre, y etc., etc. La solución (que está en
cualquier manual) es previsible: en algunas escenas Hamlet es mucho
más viejo que en otras. Pero la verdadera solución
no está en la cronología ni en la biología
ni en el folklore de los sepultureros, sino en la crítica
literaria: Hamlet tiene la edad que Shakespeare necesitaba para
cada escena. O dicho de otro modo: no tiene una edad fija, sino
una edad dramática. Para Gabo, los fabulosos personajes de
Cien años de soledad se mueven sobre una dimensión
temporal que tiene varias bandas y saltan cómodamente de
una a otra. La irrealidad con que la novela mezcla episodios naturales
con episodios sobrenaturales se corresponde secretamente con esa
otra irrealidad del tiempo, la sustancia misma que está en
la base de esta fabulosa construcción verbal.
Viernes 4
La sesión inaugural del Congreso da ya la pauta de lo que
serán todas: una actividad muy solemne y responsable, de
acuerdo al más cauteloso protocolo académico, y en
que se tratará de aprovechar al máximo el tiempo para
leer el mayor número de ponencias y reducir la discusión
al mínimo. No cabe reprochar a nadie un sistema que es viejo
como este tipo de actividades y que tiene su sentido dentro de una
comunidad reposada y tradicional como es la de la Asociación
que organiza el Congreso. Pero los creadores y los críticos
más combativos sienten que una asamblea de esta naturaleza
no es el lugar más adecuado para discutir el tema (tan candente
y vivo) de la novela iberoamericana contemporánea. Por suerte,
el Ateneo de Caracas (que preside la mujer de Miguel Otero Silva)
ha organizado para el lunes 7 una mesa redonda en que algunos novelistas
y críticos podrán hablar sobre lo que realmente importa.
Este acto, que está también auspiciado par el Congreso,
ya nos consuela de la lectura de ponencias que en su mayor parte
son indiscutibles oralmente (la estructura de la novela X, por ejemplo)
o no vale la pena discutir ni oralmente ni por escrito (teoría
sobre un último ísmo que ha patentado alguien
y que no tiene otra circulación que en el ámbito doméstico
del inventor). Otras ponencias, en cambio, parecen muy discutibles
y sería una lástima que no pudieran ser debatidas
por falta de tiempo. De todos modos, cuando sean recogidas en la
Memoria del Congreso habrá oportunidad de pronunciarse
sobre ellas. En un apéndice reproduzco ahora la ponencia
que leí en la sesión inaugural y que se titula, Los
nuevos novelistas.]
Sábado 5
Me toca presidir una sesión que termina en una discusión
brillante. La última ponencia de la mañana es del
profesor Gustavo Luis Carrera y versa sobre El tema del petróleo
en la novela venezolana. Carrera es un hombre joven, mesurado
e incisivo, que ha trabajado muy cuidadosamente su ponencia. Sus
conclusiones son previsibles pero sólidas: el tema del petróleo
ha sido tratado por muchos novelistas venezolanos, pero ninguno
lo ha explorado a fondo. El ponente no tiene mayor apuro en sacar
conclusiones políticas contra ellos. Su posición es
objetiva: estos son los documentos, ésta la conclusión
obvia. Pero el relator, Orlando Araujo, que es además un
orador brillante, aprovecha la ponencia para ir al fondo y convierte
su intervención en una requisitoria contra los novelistas
que, según él, no se atrevieron a mostrar la realidad
entera y escamotearon el tema. Su planteo enciende los ánimos
del público y de inmediato se inscriben los oradores. Por
lo avanzado de la hora se acuerda limitar las intervenciones de
cada uno a cinco minutos. El resultado es un torneo en que intervienen
el Padre Barnola, director de la Academia Venezolana de la Lengua,
el escritor colombiano Alejandro Zalamea (que distingue precisamente
entre importancia política de un tema e importancia literaria),
los escritores venezolanos Héctor Malavé Mata, Enrique
Izaguirre, Alfredo Chacón y César Rengifo. De la discusión
surge bien claro que el tema del petróleo en la novela es
literariamente combustible, que las tesis estéticas de Zalamea
no gozan de gran andamiento en Venezuela en tanto que las políticas
de Araujo son muy apoyadas. Casi una hora más de lo previsto
se prolonga un debate que demuestra, así sea mínimamente,
lo que pudo haber sido este Congreso si se hubiera dispuesto de
otro modo la lectura de las ponencias, seleccionando las verdaderamente
polémicas, y si se hubiera dejado más tiempo para
el debate libre. Al levantarse la sesión no hay acuerdo sobre
el tema pero sí sobre el acierto de discutirlo ampliamente.
De noche hay una reunión privada en casa de José
Ramón Medina y como no tengo tiempo de volver a mi Hotel
(Caracas es la ciudad más extendida del mundo y la circulación
da miedo al más experto y paciente volante) le pido prestada
una camisa a Gabo. La idea parece absurda a primera vista, ya que
Gabo es obviamente más pequeño que yo, pero insisto
de todos modos. Milagrosamente, la camisa me queda bien aunque justa.
En homenaje al dueño de casa, Gabo ha decidido ponerse él
también una camisa blanca e ir de saco y corbata. Llegamos
tarde pero con la formalidad necesaria a una casa en la que estamos
otra vez rodeados por todos los viejos y nuevos amigos que hemos
hecho en este Congreso y en que la cordialidad venezolana nos da
su primera demostración masiva. Hasta hoy el terremoto había
tenido a todos como paralizados, sin ganas ni entusiasmo para volver
al cauce normal. Pero ya se siente que la realidad de todos los
días está volviendo a imponerse, que la gente empieza
a circular con naturalidad, que se va perdiendo de a poco el estado
de alerta. Los dueños de casa se multiplican para atendernos.
José Ramón Medina es un hombre pequeño, con
una sonrisa triste y tierna, unos ojos vivaces detrás de
los grandes anteojos de bordes negros. Tiene una voz suave y es
un trabajador infatigable. Come y bebe poco o nada y está
en todas partes al mismo tiempo, presente y ausente, según
lo requiere la estrategia del perfecto anfitrión. Ha sobrellevado
las tempestades administrativas provocadas por el terremoto sin
apearse un momento de su cordialidad y de su calma, pero todos sospechamos
que su estómago se toma terribles venganzas privadas. El
sonríe como un mártir resignado y sigue piloteándonos
para que lleguemos al buen puerto de una copa o un amigo.
Domingo 6
Hoy es día libre, o mejor dicho: casi. Sólo hay un
almuerzo monstruo en el Jockey Club, que está en lo alto
del Hipódromo. Voy con Simón Alberto Consalvi y Fernando
Alegría. Este último es gran aficionado al deporte
de los reyes y, como lo certifica una de sus mejores novelas, Caballo
de copas, lleva su afición a la práctica misma.
Me dejo arrastrar por el entusiasmo ajeno y me veo envuelto en una
conversación brillante sobre jockeys, studs y
caballos, sobre todo caballos. El Hipódromo es una glorificación
cinemascópica de los sueños de Pérez Jiménez.
Parece diseñado para Gregory Peck y las cámaras de
la 20th Century Fox. Desde el peso alto, donde comeremos, hay una
perspectiva descomunal sobre la pista y sobre Caracas que se extiende
entre cerros y rascacielos, bajo un cielo luminoso. Mientras almorzamos
se corren algunas carreras y no hay manera de tener a la gente en
sus asientos. En la sala misma hay ventanillas para las apuestas
y es un ir y venir que se convierte al cabo en la más fantástica
ronda. Hay como un entusiasmo infantil por probar la suerte. Los
profesionales (Alegría pero sobre todo Miguel Otero Silva
que tiene un caballo hoy) alternan con los amateurs. Mario
Vargas expone algunos bolívares del premio que todavía
no ha cobrado. Otros exponen los bolívares más cotidianos.
La alegría y el desorden son generales.
No sé cómo terminamos de almorzar. Aprovecho una
invitación del poeta colombiano Jaime Tello, que vive hace
años en Caracas, para irme al Hotel con César Fernández
Moreno. Veo un descanso de algunas horas como el mejor homenaje
a este domingo luminoso. El agotamiento de tantas ponencias y reuniones
está empezando a sentirse. Además quiero hablar por
teléfono con calma a París.
Lunes 7
En la tarde se realiza en el Ateneo de Caracas la Mesa redonda
de novelistas y críticos, en la que participarán,
por los primeros, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez,
Fernando Alegría, Adriano González León y Arturo
Uslar Pietri, y por los segundos, José Maria Castellet, Seymour
Menton, Ángel Rama y yo. Cuando llegamos al Ateneo todo el
edificio está colmado y la sala en forma de anfiteatro, rebosa
por todas partes. Hay público en las escaleras y en los costados
del escenario. Las cámaras y proyectores de televisión
ya están implacablemente enfocados. Proliferan fotógrafos
y cazadores de autógrafos que tienen su mira puesta, como
víctima casi exclusiva, en Mario Vargas. Cuando nos sentamos
en el estrado, bajo la presidencia de Miguel Otero Silva y con la
presencia de Simón Alberto Consalvi y José Ramón
Medina para oficializar la inclusión del acto dentro del
marco del Congreso, se puede sentir la tensión de tantos
cientos de personas que han venido aquí para saber realmente
qué pasa con la novela latinoamericana actual. Ayudado por
Oscar Sambrano Urdaneta, con el que comparte la tarea de presentar
a los participantes, Miguel Otero lleva la reunión con mano
firme y un humor muy oportuno. El primero en hablar es naturalmente
Mario Vargas que da desde el principio el tono de sinceridad y de
confesión que habrá de dominar el acto. Sin retórica,
pausadamente, Mario habla de sus novelas, del origen de las mismas,
de las historias que se transformaron en La casa verde. Este
hombre tan joven y tan serio que ha conquistado el premio literario
máximo de habla hispánica no tiene la arrogancia de
los triunfadores, sino la auténtica humildad de los escritores
vocacionales. El público lo aplaude a rabiar y aplaude sobre
todo esa sencillez para contar algo que es para el tan entrañable.
Si Mario habló de pie frente al micrófono lentamente
y con una sabia técnica de profesor, Gabo habla como si estuviera
en una mesa de café. Los nervios lo consumen. Antes de entrar
en la sala se retorcía todo pensando qué iba a decir,
me pidió que me sentara a su lado para protegerlo, quería
irse porque no sabe hablar en público. Pero el calor del
público y el tono de Mario lo han aquietado un poco. Se niega
a hablar de pie, coge el micrófono de mano y se echa a hablar
medio recostado contra la mesa: habla con todos como si hablara
con uno solo y habla para contar una historia muy simple, la historia
última que ha escrito y que será convertida pronto
en una película. Es la historia de un pequeño pueblo
y de una vieja que un día se despierta con el presentimiento
de que algo horrible va a ocurrir. Se lo cuenta a su hija que se
lo cuenta al carnicero que se lo cuenta a otra clienta que se lo
cuenta a su marido y así sucesivamente. A la tarde, todo
el pueblo está en la calle, esperando que pase algo. De pronto
se ve pasar una carreta cargada de bultos y de muebles. Una familia,
asustada, ha decidido marcharse. Otras empiezan a imitarla. Al rato
todo el pueblo esta de éxodo. Alguien, al partir, decide
prender fuego a su casa. El fuego se extiende. En la noche, todo
el pueblo arde mientras la vieja que tuvo el presentimiento se aleja
lentamente con sus hijos, diciéndoles ominosamente: "Yo
sabía que algo horrible iba a pasar". Gabo ha contado
sus cuentos sin prisas y con pausas, ha ido creando con la imaginación
de todos ese mundo pequeño y verrado que es también
el mundo entero, ha ido liberando la fantasía y el humor,
ha dejado que las risas llenen algunas pausas, y ha terminado en
la misma línea pura. Los aplausos son como una cerrada lluvia
que despeja el hechizo.
Lo que dice Fernando Alegría tiene también el mismo
tono de sinceridad y simplicidad. Es la historia de ese caballo
que aparece en Caballo de copas, el único caballo
con nombre y apellido, el único con sentimientos suficientemente
patrióticos como para pensar en Chile y ganar. El humor de
Fernando, su práctica de profesor convierten en delicia la
historia. La intervención de Adriano González León
tiene un tono muy distinto. El no viene a hablar desde la plenitud
de una obra realizada, sino desde el sufrimiento de una situación
vital que no soporta. Adriano es un rebelde y dice su rebeldía
con una pasión que lo consume. Cada una de sus ardientes
palabras se clava en el público, después de haber
sacudido hasta las raíces al orador. Hay una electricidad
en el ambiente. Se advierte que este hombre joven pero desesperado
sufre por su Venezuela y se revuelve impotente contra la situación
y contra sí mismo. Cuando se levanta Arturo Uslar Pietri
es otra voz de Venezuela la que se escucha. Don Arturo es uno de
los grandes oradores venezolanos, además de ser uno de sus
grandes novelistas. Pero no viene a hablar como novelista sino como
crítico y viene para anunciar que la crítica ha muerto.
No puedo evitar dar un salto ante estas palabras que me dejan de
golpe suspendido sobre la nada. Don Arturo recoge con el rabo del
ojo mi reacción y aclara: la crítica preceptiva, la
crítica que se ocupaba de enseñar al creador a escribir,
ha muerto. Lo que hay ahora es una crítica que acompaña
al creador y que lo explica al público, pero que no procede
a enseñarle nada. La tesis es justa en sus líneas
generales pero necesita las matizaciones que don Arturo no puede
hacer ahora. Precisamente en otra importante asamblea, el P.E.N.
Club de Nueva York 1966, se quejaba el novelista Saul Bellow que
los críticos y profesores norteamericanos se hubiesen adueñado
de la novela contemporánea y estuviesen indicando a los autores
qué debían escribir y cómo. Pero lo que quiere
hacer don Arturo, es llamar la atención sobre otro hecho,
también cierto: la complicidad que existe, hoy entre el creador
y el crítico.
La intervención de Castellet tiene el mérito de una
emoción auténtica y contenida. Lo que viene a proclamar
Castellet es su fe en la nueva literatura latinoamericana. Nadie
más autorizado que él para hacerlo porque desde su
puesto de asesor de Seix-Barral es uno de los responsables del apoyo
que esta editorial ha prestado a los nuevos novelistas latinoamericanos
y, sobre todo, del descubrimiento de Vargas Llosa con motivo del
concurso Biblioteca Breve 1962 que permitió la revelación
de La ciudad y los perros. Otros grandes narradores, como
Guillermo Cabrera Infante, Vicente Leñero, Manuel Puig, deben
a la misma casa y a Castellet la simpatía y la imaginación
del descubrimiento. Por eso sus palabras tan llanas y emocionadas
sirven para borrar de un solo golpe tantos siglos de critica española
en que las letras latinoamericanas eran olvidadas o juzgadas sólo
con liviano ánimo patrocinador. Ahora Castellet afirma la
vitalidad de la nueva literatura latinoamericana y su esperanza
de que España recoja esta influencia.
Cuando me toca hablar no puedo evitar referirme a lo que dijo don
Arturo. Adopto un tono deliberadamente fúnebre para decir:
"Hablo en nombre de una rosa extinta" y para explicar
que hasta hace un rato me creía, como todos, vivo y normal.
A partir de las palabras de don Arturo me siento contemporáneo
del pterodáctilo y del dinosaurio. Estoy de acuerdo en que
la crítica preceptiva está muerta, pero creo que murió
hace ya casi tres siglos largos, el día en que el dómine
neoclásico interrumpió su revisión cotidiana
de la Retórica de Blair para asomarse a la ventana
y ver pasar a los jóvenes poetas desmelenados del Romanticismo.
Ese día del 1770 y tantos se celebraron los funerales del
neoclasicismo y de la preceptiva. Desde entonces la crítica
ha sido más y menos. Ha sido una explicación en profundidad
de la visión poética de un contemporáneo (como
la Biografía literaria, de Coleridge, sobre la poesía
de su colega y amigo, Wordsworth) o ha sido la exploración
de la naturaleza profunda de la creación, como en la nueva
crítica rusa, inglesa o francesa. Devolviendo la pelota al
campo favorito de don Arturo, sostuve entonces que la novela moderna
era esencialmente crítica, y no sólo crítica
de la sociedad (como han descubierto desde Balzac todos), sino crítica
de la literatura misma. Basta recordar el Quijote, que empieza
siendo una crítica y parodia de la novela de caballerías,
para comprender hasta qué punto la novela necesita de una
honda visión crítica para existir. El caso de Kafka,
que fue despreciado por los críticos stalinistas como un
reaccionario que se refugiaba en sus pesadillas para evadirse de
la realidad, es sumamente ejemplar. La nueva crítica marxista
ha descubierto en ese evadido uno de los más implacables
críticos de la sociedad burguesa y antisemita del imperio
austro-húngaro, uno de los más lúcidos profetas
de los campos de exterminio del Tercer Reich. La realidad que presenta
la novela, concluí diciendo, es una realidad crítica
y por lo tanto no puede ser interpretada literalmente. Pero para
interpretarla literariamente se necesita precisamente la crítica,
que después de todo no parece tan muerta.
La intervención de Seymour Menton (sobre la enseñanza
de la novela en las universidades norteamericanas) trajo un poco
del aire general del Congreso al Ateneo pero no desentonó,
en su sencillez y sinceridad, de las otras intervenciones. Menton
es un profesor concienzudo, autor de una antología del Cuento
hispanoamericano que ha publicado el Fondo de Cultura Económica,
y lo que dice es fruto de una experiencia. La última intervención,
de Ángel Rama, sirvió para insertar el acto en el
contexto de una realidad americana que todos conocemos y habíamos
presupuesto: la realidad de una América explotada y pobre,
de una América en que muy pocos pueden comprar libros porque
la mayoría no sólo no tiene con qué comprarlos,
sino que tampoco sabe leer. Fue una intervención justa y
necesaria, dicha con sencillez. Con las palabras finales de Miguel
Otero Silva, que agradeció al público su fervor y
colaboración (el acto duró cerca de dos horas y media),
se cerró una de las jornadas más importantes de este
Congreso. Al irse dispersando de a poco la gente era posible sentir
que allí había ocurrido algo más que un encuentro
oratorio: por un lapso se había creado un misterioso contacto
personal entre el escritor y su público, un contacto que
no puede definirse de otro modo que como dramático. En el
mejor sentido de la palabra, el acto había sido un "happening".
A la noche vamos a casa de don Arturo y allí tengo oportunidad
de conversar más largo con él sobre nuestra aparente
discrepancia. Don Arturo es un hombre finísimo y festeja
mi intervención. Encuentra hábil que haya dado vuelta
al ataque y que ante la amenaza a mi territorio crítico me
haya anexado rápidamente el de la novela. Sabe que sustancialmente
estamos de acuerdo. Nos conocemos desde un encuentro en Nueva York,
1960, con motivo del Concurso de Cuentos de la revista Life en
español, en que ambos actuamos de jurados. Desde aquella
fecha nos hemos mantenido alejados pero en contacto, a través
de libros y revistas, de alguna carta ocasional. Ahora en su amplia
y hermosa casa tengo oportunidad de volver a gustar esa sonrisa
suya, esa risa que salta sin reservas, la anchura de su perspectiva
vital. Miro sus cuadros y sus libros, lo veo tan asentado en una
vida activa y vasta, y comprendo el por qué de su tolerancia
y de su firmeza, aunque discrepe aun de su prematuro entierro de
la crítica. [Durante un par de días el Congreso se
trasladó a la ciudad de Mérida, invitado por la Universidad
y la Municipalidad de dicha región, una de las más
hermosas de Venezuela. Así se organizaron mesas redondas,
discusiones en privado, visitas a diversos centros de estudio y
de cultura, reuniones sociales. Queda para otra oportunidad la crónica
de estos dos días.]
Jueves 10
Llegamos de Mérida con el tiempo justo para ir al Hotel
a cambiarnos y correr hasta el Museo de Bellas Artes a la ceremonia
de entrega del Premio Rómulo Gallegos. El maestro en persona
dará a Mario el diploma, la medalla y el cheque por los cien
mil bolívares. Además del director del INCIBA, hablarán
el Ministro de Educación, J. M. Siso Martínez, y el
premiado. Hay una gran tensión en el ambiente porque ya se
sabe que Mario piensa hacer una declaración de fe política
y se teme que esto irrite a las autoridades. La sala en que se entregará
el premio desborda de invitados, de fotógrafos, de feroces
focos de televisión. La mesa ha sido alineada contra dos
grandes cuadros de Wilfredo Lam, como para subrayar mejor la presencia
cubana. El acto empieza en esa atmósfera eléctrica,
pero Simón Alberto Consalvi da la nota exacta en su discurso
de apertura. En breves palabras sitúa sin equívocos
al autor de La casa verde, al libro y al Premio. Subraya
el carácter literario del mismo y su total independencia
de toda intención política. Dice, con acierto, que
el premio lo han ganado para Mario los personajes del libro. El
discurso de Mario es de una sinceridad aterradora. Allí declara
su esperanza en una América mejor. Dice su fe en el socialismo
y su convicción de que en Cuba se está realizando
la justicia social. Su discurso es hermoso y valiente. Es también
modesto. El silencio en que se le escucha y el unánime aplauso
que lo recompensa no son alterados por ninguna manifestación
superflua. Cuando habla el Ministro de Educación es para
exaltar detalladamente la obra de Gallegos y elogiar La casa
verde. El acto termina en un cocktail en que se refractan
hasta el infinito las afirmaciones de Mario Vargas y se especula
sobre las reacciones oficiales.
Creo que Mario ha roto tal vez sin proponérselo un tabú
que había que romper: la mención de Cuba en un acto
oficial venezolano. Si la operación era riesgosa, su necesidad
en este caso era obvia. Porque él no podía dejar que
se interpretase cu aceptación del Premio como la aceptación
de un régimen. Tampoco conviene al gobierno venezolano que
se piense que el Premio ha sido creado para provocar una adhesión
política. Un premio literario debe estar libre de ataduras.
Por eso me parece bien que tanto Consalvi como Vargas Llosa hayan
subrayado este aspecto y hayan señalado nítidamente
los límites. Por otra parte, al dar el premio a un escritor
tan comprometido en la causa cubana (es miembro del Consejo Asesor
de la revista Casa de las Américas, de La Habana,
y firmante de los principales manifiestos de solidaridad con dicha
causa), el INCIBA ha demostrado su independencia de juicio y ha
dado un ejemplo difícil de igualar. Como apuntaba alguien:
¿Es concebible imaginar a la Casa de las Américas
entregando un gran premio a Borges por una de sus obras y permitiendo
que el escritor argentino ratifique en público en La Habana
su simpatía por los Estados Unidos? La democracia práctica
tiene su precio, y el precio en este caso fue pagado con la mayor
sencillez.
[Días más tarde leeré en un cable de la Agencia
France Presse que reproduce El Nacional (Caracas, 18 de agosto),
unas declaraciones hechas en Lima por Mario sobre su discurso. Allí
se afirma que "su adhesión a la revolución
cubana no es nueva pero tampoco beata ni indiscriminada",
y se citan estas palabras suyas: "Yo quisiera ver, por ejemplo,
que en Cuba hubiera libertad de prensa o que se permitiera el libre
juego de varios partidos políticos". Estas declaraciones
tampoco resultan sorprendentes. Al recibir el Premio, Mario dejó
bien en claro que a pesar de sus simpatías por el socialismo,
no cree que un escritor deba abdicar jamás de su función
de crítico de la sociedad en que vive, por buena que esta
le parezca. "La literatura es una insurrección permanente",
le gusta repetir, y esa insurrección no puede reconocer
límites. Pero quienes prefieren, no importa cuál sea
la ideología dominante, que el escritor sea un funcionario
dócil al régimen y no un aguafiestas (otra expresión
de Mario) siempre consideran con sospecha y repudio estas actitudes
independientes. Para ellos el escritor sólo sirve para cobrar
un sueldo del Estado o para poner su firma al pie de algún
manifiesto cocinado por los burócratas. La libertad de expresión
es su peor enemigo. Y fue la libertad de expresión la que
triunfó en este acto de la entrega de premios: la de Mario
y la de quienes lo premiaron con toda independencia. En la sección
Documentos de este mismo número se pueden consultar los discursos
de Consalvi y de Vargas Llosa.]
Viernes 11
Se empieza a sentir la distensión general que indica el
final de un Congreso, aunque la lectura de los periódicos
vuelve a calentar un poco los ánimos. Las declaraciones de
Mario Vargas están ya sufriendo el habitual proceso de deformación
periodística. Empiezan a multiplicarse las hipótesis.
Hay quienes dicen que fue obligado por los cubanos a hacer esa declaración,
como si Mario necesitara que lo obligasen a repetir lo que piensa
y escribe hace tanto tiempo; otros sostienen que va a entregar todo
el dinero del premio a Cuba, como si en la isla pudieran hacer mucho
con sólo cien mil bolívares y Mario no los necesitara,
en cambio, para poder seguir viviendo y escribiendo sus novelas.
Los comentarios insolentes se mezclan con los meramente analfabetos.
Qué cuesta entender que un escritor es un hombre de verdad,
un hombre que tiene su vida y sus libros, y que tiene también
su fe y sus sueños. Por qué no entender que un instituto
oficial también puede estar dirigido por hombres de verdad,
que respetan y admiran a los hombres de verdad, y no les exigen
adhesiones innecesarias. La tensión política, la rivalidad
de partido, las guerrillas y los discursos guerrilleros, han alterado
tan profundamente aquí la perspectiva que lo que ocurrió
ayer en el Museo de Bellas Artes parece intolerable. Sin embargo
es el único verdaderamente auténtico que podía
ocurrir. Callar o protegerse en eufemismos habría sido no
sólo inútil, sino pernicioso. Pero qué miedo
tiene la gente de nuestra América (en uno a otro bando) a
la verdad dicha honestamente y en voz alta.
(Más tarde leeré en la prensa de Bogotá, por
donde pasaron Mario Vargas y García Márquez, en viaje
al Sur, los juicios más disparatados sobre el Premio Rómulo
Gallegos. Alguien (novelista él, es claro) llega a sostener
que el premio le fue dado a La casa verde por una maniobra
conjunta del comunismo internacional y de la CIA. De ser esto cierto,
cómo se explica que Mario haya elogiado a Cuba al recibir
el premio, a menos que simultáneamente se sostenga (lo que
no dejará de hacer alguien un día de estos) que Fidel
es un espía de la CIA. Por suerte, en la misma prensa colombiana
se ha publicado también un elogiosísimo artículo
de Germán Arciniegas sobre La casa verde. Como son
bien conocidas en Bogotá las convicciones anticastristas
de don Germán, no habrá quien se atreva a llamarlo
cómplice de la supuesta conspiración ¿O también
lo será?]
Siguen las reuniones y las mesas redondas, aunque ahora al margen
del Congreso. Me encuentro en una cena con García Márquez,
que viene de varias interminables discusiones organizadas por estudiantes
de Filosofía (en la mañana) y por estudiantes de Sociología
(en la tarde). Gabo no da más y se asusta de la resistencia
física de Mario que, imperturbable aunque afónico,
sigue contestando a las preguntas más disparatadas. "¿Cuál
es su anclaje en la angustia de nuestro tiempo?", parodia
Gabo con una mueca sardónica. Le replico que en Mérida
un joven estudiante me preguntó en una mesa redonda si la
literatura tenia algún valor científico.
Sábado 12
Ya estamos haciendo la ronda de despedidas. De mañana voy
con Simón Alberto Consalvi a saludar a don Pedro Grases,
el gran erudito y bibliógrafo bellista. Lo había conocido
en Londres, en 1959, cuando yo andaba estudiando en el British
Museum la obra de Bello en Inglaterra. Ahora lo descubro en
su habitat, una hermosa casa que gira en torno de la descomunal
biblioteca. Los cuartos se multiplican, atestados de libros, de
ficheros, de colecciones valiosísimas. Todo lo que la bibliografía
venezolana tiene de más importante está ahí,
estudiado, catalogado, indizado por Grases. Hay una sala especial
para Venezuela y la América Latina, en la que se encuentra
todo libro en que haya alguna referencia a la cultura venezolana,
"Está incluso su librito con el artículo sobre
Doña Bárbara"", me dice Grases y no
lo dudo. Hay una habitación exclusivamente dedicada a Bello.
Salgo de la casa con libros que desbordan mis dos manos y se multiplican
en las de Simón Alberto. En estos días de Caracas
he acumulado una biblioteca que me irá llegando cotidianamente
a París para traerme de nuevo el aire venezolano.
De tardecita vamos con Mario Vargas a visitar a Gallegos. Mario
parte para Bogotá y camino del aeropuerto se detiene un momento
para saludar al maestro. Lo encontramos solo y con un aire menos
fatigado que otras veces. Aprovecho para preguntarle sobre su última
novela, aún inédita, su novela mexicana. Hace algunos
años que está casi pronta e incluso ha sido anunciada
varias veces como La tierra bajo los pies. Pero ahora Simón
Alberto me cuenta que el titulo definitivo será La brasa
en el pico del cuervo y que Carlos Pellicer ha leído
algunos pasajes, encontrándola excelente Gallegos me confirma
que la novela está terminada, que están completando
la copia a máquina del último capitulo. No parece
muy dispuesto a explayarse sobre ella. Es una novela sobre la revolución
mexicana y "particularmente sobre el problema de la tierra
y de los desheredados" como dice Consalvi en un excelente
estudio publicado en 1964. Gallegos conoce bien a México,
donde ha vivido largos años de exilio, y su visión
de la realidad revolucionaria de dicho país será sin
duda importante. Pero sus energías físicas han disminuido
enormemente y tal vez no sienta ya el empuje necesario para hacer
la revisión final del texto. Volviéndose hacia Mario
Vargas, que le ha traído un ejemplar dedicado de La casa
verde, y mientras hojea el libro, le pregunta. "¿Párrafos
largos y sin puntuación?" Mario se sonríe
y le señala que ha dado precisamente, con uno de los pocos
pasajes de la novela escritos así. En general, le explica,
el libro está escrito en forma más simple. Hay una
simpatía, casi una complicidad profesional en la pregunta
de Gallegos. Desde la frontera de otro siglo literario, el gran
novelista interrumpe un poco su callada meditación para asomarse
sobre la obra de este hombre joven. Creo que esta imagen de Gallegos
lo define entero.
Domingo 13
Como me pasa siempre, ya me he acostumbrado tanto a Caracas que
me voy como si dejara mi propia tierra. Pero tengo que seguir andando.
Regreso a París por el camino de Londres y Nueva York, que
es más largo pero más variado. Me acompañan
al aeropuerto Simón Alberto y Guillermo Sucre. Allí
terminamos de hablar de un gran proyecto en que está comprometido
ahora el INCIBA: una editorial venezolana modelada sobre el Fondo
de Cultura Económica de México y la Editorial Universitaria
de Buenos Aires. Se llamará Monte Ávila y tendrá
a Benito Milla, de la editorial uruguaya Alfa, como gerente; el
asesor literario será Sucre. Se proyectan varias colecciones
venezolanas, latinoamericanas e internacionales; se piensa publicar
una cantidad no inferior a cincuenta títulos, con un total
de 200.000 ejemplares por año. Creo que Venezuela es uno
de los lugares más estratégicos para una empresa de
esta índole. A mitad de camino entre las grandes industrias
editoriales del Norte (Estados Unidos y México) y las del
Sur (Río de la Plata y Chile), Venezuela tiene un papel muy
importante que cumplir en la zona grancolombiana, y la gente del
INCIBA parece dispuesta a cumplirlo. Ya sabía por Milla del
proyecto pero me alegra mucho enterarme ahora que empieza a funcionar
en octubre.
Cuando bajo a tomar el avión me sorprende un despliegue
insólito de las fuerzas armadas: soldados con casco y fusil
ametrallador forman un círculo erizado en torno de una puerta
de la sala de espera. Allí está el Presidente Leoni,
despidiendo a su hijo que viaja también a los Estados Unidos.
Pienso que esta será mi última compleja imagen de
Venezuela: los libros del INCIBA y los soldados del Presidente,
pero no me dejo arrastrar por las simetrías. Libros y soldados
han convivido siempre en Venezuela como en el mundo entero. Ambos
son tan fatales como esta sociedad misma. y tan inevitables porque
los hombres no parecen dispuestos a dejar de matarse o a dejar de
soñar con mundos más felices. Aunque muchas veces
esos sueños de los libros sean más feroces y sanguinarios
que la realidad. Sólo que la sangre de los libros está
coagulada en tinta seca. Con todo, todavía prefiero los libros.
Los nuevos novelistas
Recojo a continuación el texto de la ponencia
que presenté al XIII Congreso de Literatura iberoamericana,
de Caracas. Normalmente una ponencia debe permanecer inédita
hasta que sea publicada en la Memoria del Congreso respectivo. Como
la prensa de Caracas publicó sin autorización el texto
de muchas ponencias, incluido el de la mía, me creo libre
de recogerla aquí y ahora. He agregado algunas notas que
intentan aclarar puntos sumariamente tratados en un texto que, por
razones de tiempo de lectura, no podía exceder las tradicionales
ocho cuartillas a doble espacio.
Hay una deliberada tautología en el título de este
trabajo, tautología que me parece oportuno subrayar desde
el principio. Desde su origen mismo, la palabra novela está
indicando su significado original de "nueva", noticia
reciente. Cervantes fue tal vez el primero en emplearla en lengua
castellana para calificar esos relatos cortos que publica en 1613
y así distinguirlos del Quijote, que él llamaba
"historia". Aquella palabra novela había
sido traída por él, sin duda, de la Italia renacentista
en que tanto aprendió sobre la vida y la poesía. Sus
Novelas ejemplares son las "novelle" italianas,
pero castellanizadas por su genio. Por eso, decir como digo ahora
"los nuevos novelistas", es reiterar en el adjetivo
lo que ya está (implícito aunque olvidado por el uso)
en el sustantivo. La reiteración me parece sin embargo necesaria,
así sea para ganar énfasis. Porque la "noticia"
que no quiero dejar de comentar aquí es precisamente una
"novedad" para muchos críticos y lectores
en todo el mundo actual. Hoy día, la novela latinoamericana
abunda en grandes novelistas. Buena parte de ellos, cronológica
y biográficamente, son novelistas muy nuevos, es decir: muy
recientes. Algunos son casi desconocidos, fuera de sus respectivos
países, o son conocidos casi exclusivamente por los especialistas.
Pero existen, están ahí.
Se ha hablado mucho (bien y mal) del boom de las letras
latinoamericanas que es, sobre todo un boom de la novela.
Esa observación onomatopéyica, que pertenece al mundo
de la publicidad y de la propaganda, no es totalmente gratuita.
Ella disimula, sin duda involuntariamente, un eco no menos resonante
y verdadero: en este momento, América Latina puede ofrecer
por lo menos tres o cuatro grupos o constelaciones de novelistas
que continúan produciendo obras de indiscutido interés.
¿De qué otra zona lingüística del mundo
actual se puede decir lo mismo? Si hay un boom de la novela
latinoamericana es porque detrás de ese boom publicitario
hay una producción de deslumbrante originalidad. Digo esto
porque la existencia o inexistencia del boom ha sido discutida en
términos puramente publicitarios, y eso me parece del todo
trivial. Lo que importa es la creación (1).
Sería fácil agrupar esas cuatro constelaciones por
medio del método generacional que ha tenido en lengua castellana
expositores tan ilustres como Ortega y Gasset y su discípulo
Julián Marías. Pero lo que me interesa subrayar aquí
es menos la categoría retórica de "generación"
que la realidad pragmática de esos cuatro grupos en servicio
activo. Las series generacionales son un lecho de Procusto y corren
el peligro, si no son manipuladas con gran sutileza, de establecer
la apariencia de un proceso muy ordenado y hasta rígido que
separa la literatura en compartimentos estancos. Las varias generaciones
que en los cuadros sinópticos se miran desde los dos lados
de un vacío, comparten en la realidad un mismo espacio y
un mismo tiempo, se intercomunican más de lo que se piensa,
influyen muchas veces remontando la corriente del tiempo. ¿Cómo
no advertir, por ejemplo, que si bien Ciro Alegría y Juan
Carlos Onetti han nacido en el mismo año 1909, el primero
es un epígono de los grandes novelistas de la tierra; en
tanto que el segundo es un adelantado de los novelistas de la experimentación
narrativa? Por eso prefiero ahora hablar de grupos, más ó
menos flexibles y comunicados, que de generaciones.
A la zaga de los maestros de las cuatro primeras décadas
de este siglo -época ya legendaria que aquí, en Venezuela,
está representada por el gran Rómulo Gallegos, a cuya
sombra se reúne este Congreso-, la novela latinoamericana
ha producido en los últimos treinta años poco menos
cuatro promociones perfectamente identificables. La primera estaba
representada, entre otros, por gente como Miguel Ángel Asturias,
Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Agustín Yáñez
y Leopoldo Marechal. Ellos, y sus pares, son los grandes renovadores
del género narrativo en este siglo. Y aquí conviene
aclarar que incluyo a Borges, aunque no se me escapa que no ha escrito
ninguna novela (salvo una, policial, con Adolfo Bioy Casares) por
que me parece imposible toda consideración será del
genero en América Latina sin un estudio de su obra de cuentista
verdaderamente revolucionario.
En los libros de estos escritores no sólo se continúa
la gran tradición que tiene su origen en Horacio Quiroga
y en Mariano Azuela, en Gallegos y en Benito Lynch, en Güiraldes
y Martín Luis Guzmán en Graciliano Ramos y en José
Eustasio Rivera -esa tradición de la novela de la tierra,
de la exploración profunda de la naturaleza y del hombre
americano, de los mitos centrales de una América todavía
vista con ojos románticos- sino que se efectúa en
aquellos una operación crítica de la mayor importancia.
Volcando su mirada sobre esa literatura mítica y de testimonio
apasionado, tanto Borges y Marechal, como Carpentier, Asturias y
Yáñez, intentan señalar lo que esa realidad
novelesca tenía de retórica obsoleta. Al mismo tiempo
que la critican y la niegan, buscan otras salidas. No es casual
que la obra de todos ellos esté fuertemente influida por
las corrientes de vanguardia que en Europa permitieron liquidar
la herencia del naturalismo. Si en los años de su formación,
Borges pasa por la experiencia del expresionismo alemán y
por la lectura de Joyce y de Kafka es para desembocar en el ultraísmo
español y en Gómez de la Serna, tanto Carpentier y
Asturias como Marechal recorren el deslumbrante superrealismo francés.
La narración sale de las manos de estos fundadores transformada
hondamente en su apariencia pero también en sus esencias.
Porque ellos son, sobre todo, renovadores de una visión y
de un concepto del lenguaje. La primera colección de relatos
de Borges, Historia universal de la infamia (1935), marca
una ruptura tan profunda con la tradición lingüística
de Rivera y de Gallegos, como lo hará más tarde y
desde un ángulo más hispánico, Miguel Ángel
Asturias con El señor presidente (1946), o Agustín
Yáñez con Al filo del agua (1947), o Leopoldo
Marechal con Adán Buenosayres (1948) y Alejo Carpentier
con El reino de este mundo (1949).
La obra fecunda y renovadora de esta primera promoción se
habrá de superponer a la de la promoción que la sigue
y en la que podrían marcarse como puntos más altos
a Joao Guimaraes Rosa y Miguel Otero Silva, Juan Carlos Onetti y
Ernesto Sábato, Jose Lezama Lima, Julio Cortázar y
Juan Rulfo. En todos ellos podría mostrarse, simultáneamente,
la huella dejada por los maestros de la promoción anterior
(¿qué sería de Cortázar, por ejemplo,
sin Borges, sin Arlt, sin Marechal, sin Onetti?) y la influencia
de otros maestros extranjeros, como William Faulkner o Marcel Proust,
Joyce, Musil o Jean-Paul Sartre. Pero no son las influencias, reconocidas
y admitidas por los novelistas mismos, las que definen mejor a este
grupo, sino una concepción de la novela que, por más
diferencias que sea posible marcar entre cada uno, ofrece por lo
menos un rasgo común. Sí la promoción anterior
innovó poco en la estructura exterior de la novela y se conformó
con seguir los moldes más o menos tradicionales (tal vez
sólo el Adán Buenosayres haya ambicionado,
con notorio exceso, crear una estructura espacial más compleja),
las obras de esta segunda promoción se han caracterizado
sobre todo por utilizar la forma novelesca como objeto del mejor
cuidado narrativo.
Así Guimarães Rosa ha ido a buscar en los interminables
monólogos épico-líricos de los narradores orates
del interior del Brasil el molde para su fabulosa novela, Grande
Sertão: Veredas, en tanto que Onetti ha creado en La
vida breve, en El astillero y en Juntacadáveres,
un mundo rioplatense entre onírico y real de una trama y
una textura totalmente inventadas que tiene un parentesco de esencia
(no de accidentes) con el de Miguel Otero Silva en Casas muertas,
con el de Juan Rulfo en Pedro Páramo y con el de Sábato
en Sobre héroes y tumbas. Lo mismo podría decirse
del monumental Paradiso, de Lezama Lima, que logra mágicamente
lo que se había propuesto racionalmente Marechal con su novela:
crear un libro cuya forma está dictada por la naturaleza
misma de la visión poética que lo inspira, realizar
un relato costumbrista que es también un tratado sobre el
cielo y el infierno, trazar una crónica de la educación
sentimental y sexual de un joven habanero que es al mismo tiempo
un espejo del universo visible e invisible. En cuanto a Rayuela,
de Cortázar, no sólo la forma narrativa es puesta
en cuestión por este libro y de la manera más humorística
posible con esas dos lecturas insolentemente propuestas al lector
(una para el lector-hembra, o lector hedónico; otra
para el lector-macho), sino que la forma misma del libro
-un laberinto sin centro, una trampa que se cierra cíclicamente
sobre el lector, una serpiente que se muerde la cola- se confunde
ya con la sustancia.
Lo que esta promoción trasmite a la siguiente es, sobre
todo, una conciencia de la estructura novelesca externa y una sensibilidad
para el lenguaje como materia prima de lo narrativo. Basta decir
que integran esta tercera promoción novelistas como Carlos
Martínez Moreno, Clarice Lispector, José Donoso, Carlos
Fuentes, Gabriel García Márquez, Guillermo Cabrera
Infante y Mario Vargas Llosa, para reconocer precisamente esa doble
atención a las estructuras externas y al papel creador del
lenguaje. No todos son novelistas exteriormente innovadores. Donoso,
por ejemplo, se ha limitado a seguir los cauces de la narración
tradicional pero ha concentrado su invención en explorar
una realidad subterránea: la que está debajo de las
capas de estuco de la novela costumbrista chilena. En Coronación,
Este domingo, El lugar sin límites, Donoso describe una
realidad que tiene doble y hasta triple fondo. En este sentido su
obra se vincula notablemente con la realizada por Carlos Martínez
Moreno en el Uruguay. Pero la gran mayoría de los narradores
de esta tercera promoción son eficaces fabricantes de máquinas
de novelar. Mientras Clarice Lispector en Á Maga no oscuro
y en A Paixão segundo G. H. encuentra en el "nouveau
roman" un estímulo para describir esos mundos áridos,
tensos, metafísicamente pesadillescos de sus personajes,
Carlos Fuentes utiliza toda la experimentación de la novela
contemporánea para componer obras complejas y duras que son
denuncias de una realidad que le duele salvajemente pero que al
mismo tiempo son alegorías de un país muy suyo que
poco tiene que ver con la superficie de la Revolución institucionalizada.
Mario Vargas Llosa aprovecha por su parte las nuevas técnicas
de discontinuidad cronológica, monólogos interiores,
pluralidad de los puntos de vista y de los hablantes para orquestar
magistralmente unas visiones a la vez muy modernas y tradicionales
de su Perú natal. Inspirado simultáneamente en Faulkner
y en la novela de caballería: en Flaubert, Arguedas y en
Musil, Vargas Llosa es un narrador de gran aliento épico
para el que los sucesos y los personajes siguen importando terriblemente.
Pero no son tal vez esos grandes novelistas jóvenes, ya
reconocidos por la crítica de todo el continente, los que
más han aprovechado unos de los aspectos más fermentales
de la obra de las dos promociones anteriores, sino gente como García
Márquez y Cabrera Infante, que se han manifestado algo más
tardíamente pero ya han producido obras singulares. Tanto
en Cien años de soledad como en Tres Tristes Tigres
es posible reconocer, sin duda alguna, el parentesco con el
mundo de Borges o de Carpentier, con el de Rulfo o el de Cortázar,
con el de Fuentes o el de Vargas Llosa. Aunque no es ese parecido
(al fin y al cabo superficial) toque cuenta en ellas. Estas novelas
se apoyan en una visión estrictamente lúcida del carácter
ficticio de la narración. Son ante todo construcciones verbales
y lo proclaman de una manera sutilmente irónica (Cien
años de soledad) o militantemente pedagógica (Tres
Tristes Tigres). Si García Márquez parece adaptar
las enseñanzas recogidas en Faulkner a ese Macondo imaginario
que su libro recrea pieza a pieza, conviene advertir al lector que
no se deje engañar por las apariencias. El ya ilustre narrador
colombiano está haciendo algo más: está borrando
por medio del lenguaje la enojosa distinción en realidad
y fantasía en la novela, para presentar -en una sola frase
y en un mismo nivel metafórico- la "verdad"
narrativa de lo que viven y sueñan sus personajes. Enraizado
simultáneamente en el mito y en la historia, Cien años
de soledad sólo alcanza plena coherencia en esa realidad
hondísima del lenguaje.
La operación que practica Cabrera Infante es más
escandalosamente llamativa porque toda su novela sólo tiene
sentido si se la examina como una estructura lingüística
hecha a la vez de significados posibles y de sonidos ambiguos, de
ritmos y de retruécanos verbales. Discípulo evidente
de Joyce, Cabrera Infante no es menos discípulo de Lewis
Carrol, otro gran manipulador del lenguaje. Pero es asimismo y sobre
todo discípulo de su propio oído, en que la música
de jazz o los ritmos afro-cubanos juegan papel tan decisivo,
y discípulo de su ojo entrenadísimo, completamente
colonizado por los ritmos visuales del cine.
Con García Márquez y Cabrera Infante, así
como con el Fuentes que habrá de revelarse en su última
complejísima novela, Cambio de piel ya se entra en
el dominio de la cuarta y por ahora novísima promoción
de narradores. No se puede hablar con mucho detalle de ellos porque
casi todos han publicado solo una primera novela, o incluso ni siquiera
la han terminado de publicar, pero me prevalezco del carácter
novedoso del género narrativo para adelantar algunos nombres
que me parecen, ya, de indiscutible importancia. Ellos son Manuel
Puig, Néstor Sánchez, Severo Sarduy y Gustavo Sáinz.
Lo que los une, si algo los une, es precisamente esa conciencia
agravada de que la textura íntima de la narración
no está ni en el tema (como creían, o fingían
creer, los románticos narradores de la tierra) ni en la construcción
externa, ni siquiera en los mitos, está muy simplemente,
en el tema para adaptar una fórmula que ha sido popularizada
por Marshall McLuhan: "El medio es el mensaje".
La novela usa la palabra no para decir algo en particular, sino
para transformar la realidad lingüística narrativa misma.
Esa transformación es lo que la novela "dice" y
no lo que se suele discutir in extenso: trama, personajes, anécdota,
mensaje, denuncia (2).
De ahí que en un libro como La traición de Rita
Hayworth, de Manuel Puig (del que Mundo Nuevo ha adelantado
un capítulo fundamental), lo importante no es la historia
de ese niño que vive en una ciudad argentina de provincias
y va todas las tardes al cine con su mamá, ni tampoco es
excesivamente importante la estructura narrativa externa que se
vale del monólogo interior de Joyce, o de los diálogos
sin sujeto explícito, a la manera de Ivy Compton-Burnett,
o de su discípula Nathalie Sarraute. No. Lo que realmente
cuenta en el fascinante libro de Puig es ese continuo de lenguaje
hablado que es a la vez el vehículo de la narración
y la historia misma. La enajenación de los personajes por
el cine, que indica el título, y que se manifiesta en su
conducta -sólo hablan de las películas que vieron,
se proyectan imaginariamente dentro de episodios cinematográficos
que recortan de viejos films, confunden las sombras de la pantalla
con la realidad, son los nuevos prisioneros de la caverna platónica
creada en todo el mundo de hoy por el cinematógrafo-, esa
enajenación central no sólo está contada por
Puig con gran humor; también está recreada en la experiencia
del lector por el lenguaje enajenado que emplea, un lenguaje que
es parodia casi facsimilar del estilo de los folletines televisivos
o de las fotonovelas. El lenguaje enajenado explicita la enajenación
de los personajes.
Néstor Sánchez duplica de alguna manera en Nosotros
dos y Siberia Blues, aunque desde otra dimensión
más a la francesa, el intento de Cabrera Infante. También
él está influido por la música popular (el
tango en su caso) y por el cine de vanguardia. Pero su textura narrativa
es más compleja y confusa aún que la de Cabrera Infante,
en que una atroz lucidez británica gobierna todo delirio.
Por eso, Sánchez consigue a veces en una sola sustancia narrativa,
mezclar presente y pasado, todos y cada uno de los personajes, para
subrayar la única realidad central y unitaria que es el lenguaje.
Sus novelas, que han recibido el impacto de Rayuela, también
delatan la influencia de ese mundo visual y rítmico, uniforme
y misterioso, de Alain Resnais - Alain Robbe-Grillet, en L'année
dernière à Marienbad.
Gustavo Sáinz llega a la misma materia por medio de un aparato
casi tan trivial en el mundo de hoy como los molinos de viento en
el de Cervantes: el magnetófono. Su novela, Gazapo,
ha sido registrada por dicho aparato, y ha sido registrada en vivo.
Ya no se trata de componer una novela en la máquina de escribir,
utilizando como claves secretas lo que dijo Fulano (aunque atribuido
a Mengano, para despistar) o trasladando, por una operación
en la que Proust se hizo experto, la cabeza de A sobre el tronco
de B. No, nada de esto; Sáinz usa la grabadora para que sus
propios personajes registren lo que les está pasando (la
vida, ya se sabe, es un continuo "happening") y
ese registro es a la vez utilizado para suscitar nuevas grabaciones,
o es empleado dentro de una narración que uno de los personajes,
el alter ego del autor, escribe. El registro de la realidad novelesca
dentro del libro, así como el registro del libro mismo, participan
de idéntica condición verbal. Como en el segundo Quijote,
en que los personajes discutían el primer Quijote
y hasta las aventuras apócrifas que les inventó Avellaneda,
los personajes de Sáinz repasan su propia novela grabada.
Si todos estos planos de la "realidad" narrativa
son válidos es porque la única realidad que "viven"
realmente los personajes es la del libro. Es decir: la de la palabra.
He dejado deliberadamente para el final el narrador que ha adelantado
más en este tipo de exploraciones. Me refiero a Severo Sarduy,
que ya lleva dos libros publicados: Gestos, que paga tributo
al "nouveau roman". Y De dónde son los
cantantes, que sólo ha sido publicado en francés
aunque ya se anuncia una edición en español. He podido
leer la novela en el original y creo que es uno de los libros decisivos
en esta empresa de creación narrativa hispanoamericana. Lo
que el libro presenta son tres episodios de una Cuba prerevolucionaria
y esencial: uno de los episodios ocurre en el mundo chino de La
Habana, mundo de travesti y de magia de pacotilla, pero a la vez
mundo de hondísimos símbolos inquietantes; el segundo
episodio muestra a la Cuba negra y mestiza, la superficie colorida
del trópico, en un relato que es a la vez una cantata; la
tercera parte se concentra en la Cuba española y católica,
en la Cuba central. Pero lo que cuenta el libro es secundario para
el propósito de Sarduy; lo que importa es cómo lo
cuenta. Porque unificando las tres partes hay un medio que se convierte
en fin, un vehículo que es en sí mismo el viaje. Aquí
el lenguaje es el verdadero protagonista de este libro que existe
en el nivel de la creación más absoluta y rigurosa
del lenguaje barroco, en el sentido de Lezama Lima y no en el de
Carpentier; lenguaje que se vuelve críticamente sobre sí
mismo, como pasa con los escritores franceses del grupo Tel Quel,
con el que tiene tan honda relación Sarduy: lenguaje que
vive, evoluciona, se corrompe y muere para renacer del de su propia
materia corrompida, como esa imagen de Cristo que en la tercera
parte llevan en procesión hasta La Habana. Con esta novela
de Sarduy, un tema que había sido planteado y puesto en cuestión
por Borges por Asturias, desarrollado luego deslumbrantemente por
Lezama Lima y por Cortázar, que fue enriquecido por Fuentes
y por Cabrera Infante llega un verdadero delirio de poesía
prosaica. Es el tema subterráneo y decisivo de la novela
latinoamericana de hoy: el tema del lenguaje como lugar (espacio
y tiempo) en que "realmente" ocurre la novela. El lenguaje
como la realidad única de la novela (3)."
(1) Conviene aclarar que este boom de la novela
latinoamericana tiene su origen en el mundo hispánico y no
es producto (como suponen algunos imaginativos) de la facundia publicitaria
de las editoriales extranjeras, de un a maniobra del comunismo latinoamericano
y/o internacional, o de las actividades culturales de la funesta
CIA. Antes de ser famoso en el extranjero, un novelista latinoamericano
suele serlo en su propia tierra. Así, Fuentes es un "best-seller"
en México cuando todavía es apenas conocido fuera;
la crítica argentina más seria descubre a Leopoldo
Marechal cuando nadie lo ha leído fuera del ámbito
rioplatense: Juan Carlos Onetti es maestro de dos generaciones de
novelistas uruguayos antes de que su nombre signifique algo para
un europeo; Gabriel García Márquez obtiene un importante
premio en Colombia cuando es prácticamente desconocido en
todas partes. Los ejemplos podrían multiplicarse. Por otra
parte, es cierto que las editoriales extranjeras han ayudado a promover
el boom: el éxito de Fuentes no es sólo hispánico;
Mario Vargas Llosa fue descubierto y lanzado desde España
por Seix-Barral; la publicación de Cien años de
soledad por la importante Editorial Sudamericana, de Buenos
Aires, significa para García Márquez una distribución
a escala continental. Lo mismo podría decirse de algunas
traducciones: la de Rayuela al inglés inspira el máximo
respeto a la crítica norteamericana, aunque no faltan notas
bibliográficas patrocinadoras que sólo consiguen parecer
analfabetas; el éxito en Alemania y en Italia de Sobre
héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, aparece ampliado
y confirmado en Francia; la última novela de Severo Sarduy
ha recibido la consagración de una reseña del maestro
de la nueva critica francesa, Roland Barthes. Pero no conviene exagerar
las cosas y creer que todo se debe a publicidad nacional o internacional:
hay un boom porque ahora hay grandes novelas.
(2) Una de las más inveteradas confusiones
críticas es la que se refiere al tema y al mensaje de una
obra. Desde el punto de vista social, político, económico,
moral, epistemológico, y hasta filatélico, el tema
o el mensaje de una obra pueden determinar su importancia, su éxito
y el calor con que la comenten y defiendan muchos lectores. Pero
desde el punto de vista literario el tema o el mensaje son secundarios.
Las mejores intenciones morales o políticas no hacen las
mejores novelas. El infierno de la literatura está empedrado
de adefesios que son dogmáticamente impecables. Esto es muy
fácil de comprender cuando se juzga la obra del pasado. Como
no somos ni güelfos ni gibelinos, tanto nos da
que Dante sea o no partidario del imperialismo germánico
en Italia. Como no pertenecemos al proletariado francés del
siglo XIX, nos tiene sin cuidado que Balzac se declare monárquico
y católico, un sólido reaccionario si los hay. Lo
mismo nos pasa con otro célebre reaccionario, el gran Dostoyevski
que es partidario del Zar y creía en la misión salvadora
de la Iglesia ortodoxa rusa; pero cuando se trata de estrictos contemporáneos
nos encrespamos todos, los prejuicios políticos y los credos
morales saltan a primer plano y rechazamos a Borges porque es simpatizante
de los Estados Unidos o denunciamos a Vargas Llosa porque cree en
Cuba. Literariamente esta discusión no tiene sentido. Sólo
ilustra una de las confusiones más tenaces de nuestro tiempo
y sirve para que los malos críticos y frustrados aprendices
de sociólogos pierdan el tiempo demoliendo obras que no entienden
o no quieren entender.
Esto no significa que al juzgar literariamente una obra un crítico
pueda desprenderse hasta tal punto de sus prejuicios no literarios
como para ser del todo imparcial. La verdad es que siempre nos han
de parecer mejores las obras cuyos contenidos morales o políticos,
cuyos presupuestos filosóficos y sociales, coinciden con
los nuestros. Hay que saber y aceptar esta limitación del
crítico, como sabemos y aceptamos las limitaciones del creador.
Al saberlo y aceptarlo realizamos una operación complementaria:
reconocer la relatividad, del juicio. Pero lo que no podemos admitir
es que se pretenda establecer como fundamento de la crítica
la necesidad de que el autor tenga un pensamiento ortodoxo (cualquiera
sea la ortodoxia propuesta) de que vote bien (si hay todavía
voto), de que comulgue en nuestra capillita, de que sea un chico
bueno. La historia de la literatura y de la crítica literaria,
la historia del oficialismo cultural están ahí para
demostrarnos que los buenos autores suelen ser rara vez modelos
de ortodoxia política o confesional, que el ave de la poesía
no acepta las ramas de la burocracia, las rejas de los comisarios,
los canales publicitarios de las grandes máquinas políticas.
La literatura debe ser, ante todo, literatura: Y la crítica,
crítica.
(3) Otra confusión habitual: lenguaje no es
sólo lengua. Los gramáticos son maestros de la lengua,
no del lenguaje. De modo que hay que evitar las simplificaciones
más corrientes que ilustró hace años una polémica
sobre el estilo de Horacio Quiroga. Un crítico español,
pero radicado en la Argentina, sostuvo que Quiroga escribía
mal porque no tenía escrúpulos idiomáticos.
El buen señor pensaba tal vez en la gramática y en
el diccionario al opinar así. Otro crítico, también
español, pero radicado en el Uruguay, le replicó que
Quiroga era muy cuidadoso al escribir, que retocaba mucho sus cuentos,
que se esforzaba. Pero lo que sin duda no pensó el replicante
es que Quiroga era un maestro del lenguaje, no de la lengua, y que
sus escrúpulos idiomáticos no eran los de un gramático.
Por eso, al hablar ahora del lenguaje de la novela me refiero al
mundo verbal entero creado por un novelista: no sólo a su
sintaxis o su semántica, a su puntuación o a sus galicismos,
a sus tropos o sus peculiaridades ortográficas. El lenguaje
es más que todo eso: es un ámbito en que se desarrolla
y crece la obra, que le impone sus servidumbres y al mismo tiempo
que acepta la marca que ella le deja: un ámbito en que se
realiza el combate (a muerte) entre el creador y su vehículo.
A partir de una visión crítica del lenguaje es posible
llegar naturalmente a todos los otros territorios a los que también
alude la novela: el tema y la anécdota, los personajes y
su agonía, el mensaje, la denuncia, la protesta o la celebración.
Pero sólo a partir de esa visión critica, y no al
margen de ella.
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