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"Cara y cruz de Martínez Moreno"
En Mundo Nuevo, n. 10
abril de 1967
p. 79-85
"La publicación en el año 1963 de El Paredón,
de Carlos Martínez Moreno (primera novela de un autor uruguayo
que entonces ya tenía 46 años), estuvo rodeada de
circunstancias tales que resultó inevitable que coagularan
en torno de esa obra los malentendidos. La fama del libro se construyó
sobre esos malentendidos y marcó con el escándalo
una carrera de escritor que no tenía nada que ver con la
publicidad barata. Pero el título del libro; pero las tapas
de la edición barcelonesa de Seix Barral (en la cubierta,
un Che Guevara decorado de balas, en la contratapa un fusil de guerrillero);
pero el slogan con que se hizo la propaganda de la obra ("La
novela de la Cuba revolucionaria"), todo esto conspiró
para que la crítica y los primeros lectores leyesen el libro
como lo que no era. En el Uruguay, a estas confusiones se agregaron
otras: toda la primera parte de la novela trataba de la situación
política de un país que después de 94 años
de gobierno colorado se había volcado hacia el partido blanco.
La actualidad uruguaya de la novela, así como su episodio
cubano, potenciaron al libro de un vigor polémico que sirvió
para oscurecer sus virtudes más hondas. Ese señor
que entró en una librería céntrica de Montevideo
y preguntó si el libro está o no a favor de Cuba,
puso el problema en sus términos más demagógicos
e inmediatos. Pero la verdad es que El paredón era
algo más que un libro de circunstancias, algo más
y algo menos que la novela de la Cuba revolucionaria, algo más
y algo menos que un cuadro del moroso paredón civilista en
que agoniza desde hace algunas décadas la democracia uruguaya.
Pocos lectores vieron entonces que el libro trata de otros temas
menos periodísticos y más hondos: el combate entre
las generaciones en un país que se muere de "paternalismo"
político; el contraste profundo entre dos maneras opuestas
del ser americano: la dinámica revolucionaria del Caribe,
el estático evolucionismo del Plata; la necesidad de elegir,
de dar el paso fuera de la condición adolescente, de consumar
el parricidio, de asumir una realidad como padre; el acecho omnipresente
de la muerte: la muerte como omega del ser y no sólo como
final arbitrario ante un paredón cualquiera. De estos temas
poco o nada dijo la crítica, empeñada casi siempre
en demostrar la superficialidad periodística del libro y
consiguiendo sólo demostrar el carácter periodístico
y superficial con que suele ejercerse la disciplina crítica
en América Latina. El libro, salvo raras excepciones, no
fue realmente leído y ha permanecido intacto.
Con la perspectiva de algunos años, y sobre todo, con la
perspectiva que ofrecen ahora las dos novelas que acaba de publicar
casi simultáneamente Martínez Moreno -La otra mitad
(México, Joaquín Mortiz) y Con las primeras luces
(Barcelona, Seix-Barral)-, es más fácil leer o volver
a leer El paredón para situarlo en el verdadero contexto
literario de un autor que ya tiene suficiente obra como para requerir
un análisis más pormenorizado. Su labor novelesca
se completa, por otra parte, con la obra de cuentista recogida en
tres volúmenes: Los días por vivir (1960),
Cordelia (1961) y Los aborígenes (1964). Lejos
de confirmar esa visión periodística y superficial
que proponían los primeros lamentables lectores de El paredón,
lo que ese conjunto ahora revela es por el contrario una actitud
de exigencia literaria, de tensión interna y tensión
estilística, de rigor estructural que sitúa a este
autor entre los creadores de mayor empeño en la América
Latina de hoy. Por eso mismo se impone una revisión cabal
de su obra a la luz que arrojan sus cuentos y sus tres novelas.
Complejas estructuras
Para la mirada superficial, nada más simple y hasta lineal
que la estructura narrativa de El paredón. En efecto,
la novela se inicia en los últimos días de noviembre
de 1958, en momentos en que el partido colorado pierde el gobierno
del Uruguay en unas elecciones perfectamente democráticas,
y concluye un par de meses después cuando el protagonista,
Julio Calodoro, regresa de un intenso viaje de diez días
a Cuba, donde ha asistido como periodista al juicio de uno de los
esbirros de Batista, el comandante Sosa Blanco, en una ceremonia
internacional que en la isla han bautizado -siguiendo la moda norteamericana-
Operación Verdad. La narración procede cronológicamente
y sin aparentes hiatos desde una a otra fecha, sucediéndose
ordenadamente los episodios de acuerdo con la técnica más
tradicional de la novela.
Una mirada un poco más atenta no dejará de advertir,
sin embargo, que esa estructura aparentemente lineal está
constantemente amonestada por una serie de evocaciones que se intercalan
en el hilo cronológico principal y que vienen casi siempre
de otro tiempo: la infancia del protagonista. Esas evocaciones se
insertan en la acción principal y le dan como un doble fondo,
acentúan la perspectiva temporal y agregan profundidad al
paisaje que si no parecería bidimensional. Dentro de la novela,
estas narraciones tienen muchas veces el carácter de pequeños
cuentos y de hecho lo son: para El Paredón, Martínez
Moreno ha canibalizado muchas narraciones que había escrito
en sus primeros tiempos. Algunas de ellas cuentan entre lo primero
que escribió allá por los años cuarenta y reflejan
(sobre todo en las tensiones del estilo, en cierto rechinar de las
articulaciones sintácticas) un pasado literario en que Martínez
Moreno pagaba copioso tributo a William Faulkner, o tal vez sólo
a los traductores de William Faulkner.
Un rápido recorrido de esas narraciones insertadas en el
cuerpo de la acción principal permite señalar la presencia
de: "El último matrero" o "La muerte del matrero",
recuerdo de infancia del autor (y no sólo del protagonista,
ya que Martín Aquino existió en el Cerro Largo de
los años veinte); "La muerte de las botellas",
ceremonia sacrificial que se inserta en la sección montevideana
de la novela pero que sirve de anticipo simbólico a la muerte
de otro esbirro de Batista hacia el final de la novela; "La
muerte del soldado", otro recuerdo de la infancia melense (aunque
nacido en Colonia de Sacramento, en 1917, Martínez Moreno
se crió en Melo, donde su padre era médico); "La
muerte de la cometa"; "La muerte del niño";
"La vía muerta", con la historia del vagón
que lo trajo a Melo, el padre que lo recibe en la estación,
la niña de la que se enamora. Todas estas narraciones tienen,
ya lo habrá advertido el lector en sus títulos, un
tema común: la Muerte. Por ese tema se entroncan con el tema
central de la novela que es la muerte del paternalismo colorado
en el Uruguay y la muerte de la dictadura del batistato en Cuba,
y que se ilustran, además (en otro nivel doméstico
de significación simbólica) en la muerte del padre
del protagonista. Muerte del paternalismo en Uruguay y Cuba, muerte
del padre.
En los cuentos que recogen sus tres volúmenes también
la muerte es una presencia constante y ominosa, como ya he apuntado
en un largo estudio que está ahora recogido en Literatura
uruguaya del medio siglo (Montevideo, Editorial Alfa). La reiteración
del tema en los cuentos y en El paredón, reiteración
que se acentúa aún más -si cabe- en las dos
novelas sucesivamente escritas entre 1964 y 1965, demuestra que
es éste un tema central en la obra de Martínez Moreno.
Volveré sobre este aspecto de su obra un poco más
adelante. Lo que ahora quiero subrayar es precisamente esa estructura
compleja de El paredón, novela aparentemente lineal
que, sin embargo, es también un roman à tiroirs:
cada uno de esos relatos es como un cajoncito del mueble general
en que el autor inserta otra historia, distinta e independiente,
pero unida por su tema al motivo central del libro. Como el Quijote
y otras enormes ficciones del Renacimiento que se complacían
en esas estructuras parasitarias, El paredón aumenta
y multiplica sus efectos por la inserción de esos relatos
subsidiarios. En el último ejemplo, "La vía muerta",
la inserción es aún más íntima porque
la historia de amor del protagonista con esa mujer que encuentra
accidentalmente en Cuba aparece enriquecida y contrapunteada con
la evocación de aquella niña melense.
Algunos de los críticos que advirtieron la existencia de
estos cuentos en la fábrica de la novela, se empeñaron
naturalmente en demostrar que Martínez Moreno los había
insertado en el texto para alargar el libro. La consideración
de este reproche parece ahora superflua. Es evidente que cada una
de estas narraciones sirve de metáfora del tema central y
que, en el caso de la última, sirve para algo más:
marca exactamente el punto en que el presente y el pasado se unen:
el pasado de su amor por Noemí refleja al presente de su
aventura con Raquel, o viceversa. Dicho de otro modo: la estructura
temporal en apariencia tan simple de El paredón disimula
otra estructura mucho más compleja: una estructura en que
el presente está siempre amonestado por las experiencias
del pasado, en que el pasado revive súbitamente para comentar
el presente, en que las raíces del hoy están a la
vista y gozan (también ellas) de la contemporaneidad. Presente
y pasado no son dos tiempos en este libro: son uno.
Es claro que esta estructura no resulta siempre visible y se requiere
una operación de análisis para descubrirla. En las
dos novelas que escribió más tarde Martínez
Moreno, la compleja estructura temporal está más a
la vista. Ambas se ocupan del mismo tema: la recuperación
del pasado. En La otra mitad, toda la intriga gira en torno
de la vida de una mujer, ya muerta; en Con las primeras luces
se trata de la historia de una familia, vista desde la perspectiva
de un agonizante.
La otra cara de la luna
En La otra mitad el presente resulta totalmente devorado
por el pasado, o mejor dicho: los pasados. En el presente hay una
línea muy tenue que avanza casi insensiblemente y cuyo rastro
es fácil perder. Sobre esa línea, Mario Possenti,
el protagonista, un profesor de Literatura, trata de averiguar en
qué circunstancias murió Cora, su amante. Lo único
que sabe es que apareció muerta junto al cadáver de
su marido. Pero no sabe si ella consintió a esa muerte (un
pacto suicida) o si fue asesinada por su marido. Mario trata de
averiguar algo preguntando indirectamente y con grandes disimulos
a una sirvienta de Cora, al médico forense, a la hermana
de su amante. Visita la morgue y escudriña a la muerta. Todo
es inútil. No sabe, nunca sabrá, cómo murió
esa mujer que él creía suya y de la que sólo
conocía (como los hombres de la luna, hasta hace tan poco)
una mitad. Pero esa investigación exterior da sólo
una de las tres dimensiones en que se realiza la novela. En otra
investigación que el protagonista realiza a través
del mundo de la memoria, la evocación del pasado vivido con
Cora constituye el tema central. Se reconstruye así su vida
con ella, desde el primer encuentro hasta el último, pero
esa reconstrucción no sigue un orden cronológico estricto.
Así hay episodios que son mencionados antes de que se pueda
comprender todo su significado (ella peinándose junto a una
ventana que se abre sobre el campo, una muñeca que sirve
de símbolo de algo, la frase en una tarjeta postal.) Como
pasaba en Hiroshima, mon amour, aquí también
una imagen del pasado se inserta bruscamente y sin explicaciones
en el presente del protagonista y desencadena sus reflexiones. Sólo
poco a poco, por un curioso proceso de saturación, el lector
podrá también descifrar esas claves.
Hay una tercera dimensión en que el protagonista continúa
su búsqueda: es la dimensión literaria. Porque este
profesor de Literatura debe enseñar en clase la poesía
de Delmira Agustini, aquella poetisa del 900, que murió asesinada
por su esposo, Enrique Job Reyes, un día de 1914. El también,
como el marido de Cora, aparece muerto a su lado. Al comentar la
personalidad de Delmira (en uno de los capítulos más
brillantes del libro) el protagonista no puede dejar de proyectar
por medio de esa comparación histórica el drama de
la otra mitad, su otra mitad. Pero en tanto que el desenlace de
la historia de Delmira es conocido (ella fue realmente asesinada
por el marido, él se suicidó después), la secuencia
de los hechos en el caso de Cora y su marido sigue siendo desconocida:
¿quién murió primero y por qué? Aun
así lo que importa al protagonista es otra cosa: así
como es evidente que fue Delmira la que impuso al pobre, al mediocre
Reyes, esa muerte trágicamente romántica, a Mario
le parece también obvio que fue Cora, su Cora, la que orquestó
esa otra doble muerte. Haya o no allí un pacto suicida, en
el campo de las decisiones invisibles del subconsciente, fue Cora
la que disparó ambas balas.
Mezclando la dimensión superficial de la investigación
con las dimensiones profundas de la evocación directa o simbólica
(el recuerdo o la reconstrucción del caso Delmira), Martínez
Moreno logra que su novela orqueste sutilmente los distintos temas
del amor y de la muerte, de la pasión y de la culpa. Porque
si el libro entero tiene el falso carácter de una novela
policial metafísica (como apunta varias veces Mario, que
es también narrador) esto es debido a que una cuarta investigación
se desarrolla a ojos del lector y como sin que el narrador lo advierta:
el protagonista no sólo quiere saber cómo era la otra
mitad de la vida de Cora, la otra mitad de esa luna que sólo
conoció en su faz luminosa; también quiere saber (conocer)
qué responsabilidad le incumbe en esa decisión trágica.
Porque él se siente culpable. Durante toda la novela, los
amantes juegan en sus encuentros clandestinos con el terror del
adulterio: se sienten víctimas ofrecidas al castigo implacable
del marido, criminal justificado de antemano por un código
que reconoce la inculpabilidad del actor de un crimen pasional.
Saben que pueden ser abatidos de un momento a otro. Viven el amor
abrazando a la muerte. Pero la ironía trágica del
libro es que el castigo caerá sólo sobre la cabeza
de Cora. Al protagonista no le queda otro remedio que reconstruir,
vicariamente, la historia para poder pagar así sea simbólicamente
su parte de culpa, su mitad.
A no ser que la historia tenga otro significado aún más
profundo. Pero sobre esta posibilidad volveré luego.
Un tiempo circular
La complejidad de la estructura de Con las primeras luces
es evidente al lector más desprevenido. Ante todo porque
el texto se divide nítidamente en dos series narrativas:
una que abarca el monólogo del protagonista, borracho que
se desangra a la puerta de una quinta, después de haber tratado
de salvar la verja y de haberse herido mortalmente en una ingle;
la otra serie, que está contada en la impersonal tercera
persona de toda narración tradicional y que reconstruye,
contrapuntísticamente con los seis fragmentos del monólogo,
la verdadera historia de ese borracho, que se llama Eugenio, de
su primo Roberto (que duerme otra borrachera también pero
dentro de la casa quinta), de su prima Mariucha (que murió
de niña) y de su otra prima, Coco (con la que Eugenio tuvo
una relación erótica más o menos insatisfactoria).
Mientras el borracho delira en forma cada vez más incoherente,
el anónimo narrador va acercando pieza tras pieza de una
historia de decadencia familiar que es la historia simbólica
del Uruguay patricio, el Uruguay de los descendientes de los que
fundaron a lanza y sable la patria. (No es casual que el protagonista
sea herido, en plena paz democrática, por la lanza decorativa
de la verja: herida que él mismo vincula a las lanzadas de
las que se moría en los tiempos heroicos.) Entre el monólogo
y la narración se reconstruye una historia muy clara y muy
triste: la historia de una doble relación triangular, la
historia de un amor frustrado por los celos, la historia de una
pasión homosexual perversa que no se atreve a decir su nombre.
Antes de examinarlas quisiera subrayar lo que constituye, a mi juicio,
el motivo central de esta obra: el tiempo circular, el tiempo hecho
de presente pero hecho sobre todo de pasado y también hecho
de futuro en que vive la conciencia de Eugenio.
Porque lo que se ha propuesto Martínez Moreno (como antes
de él, su maestro Faulkner en As I Lay Dying) es mostrar
el tiempo a través de una conciencia que escapa al tiempo.
Toda la vida de una familia se reconstruye, pero esa vida no sólo
revela las claves narrativas (la decadencia de la familia que empieza
vendiendo muebles y autos de lujos, y termina vendiendo pedazos
de tierra), sino que revela las claves simbólicas. Para ello
es necesario ver el monólogo del agonizante no sólo
como un recurso de moda (para qué negar que está también
magistralmente empleado por Carlos Fuentes en La muerte de Artemio
Cruz, un claro antecedente de este libro), sino porque es un
recurso que permite encerrar en un solo haz todos los hilos del
tiempo. Mientras la conciencia del protagonista trata de aferrarse
a la vida que se le escapa en un espeso hilo de sangre, su memoria
le trae el pasado y su inteligencia le acerca el futuro: las imágenes
de su vida pasada se superponen a las imágenes de la esperanza,
el recuerdo de Mariucha al deseo de que llegue de una vez ese lechero
que lo descubrirá agonizando en la puerta de la casa, o de
que se despierte su primo y acuda por fin a salvarlo.
Un solo tiempo, un solo instante privilegiado, un centro hacia
el que acuden todas las imágenes del libro y que da a esta
novela un indiscutido poder de concentración que actúa
como un hechizo sobre el lector. Lo que era casi invisible en El
paredón y sólo visible al análisis en La
otra mitad, aquí resulta obvio: las estructuras temporales
que maneja Martínez Moreno están subordinadas a una
visión en definitiva estática del mundo: el tiempo
corre pero únicamente para volverse sobre sí mismo;
los personajes viven, actúan, se agitan, pero sólo
para caer en el centro de esa lenta muerte que es la vida; esa realidad
variada y contradictoria no ofrece más que máscaras
de una sola y monótona experiencia: vivir es estar desangrándose
gota a gota hacia la muerte. El protagonista de El paredón
no lo entiende o solamente lo entiende cuando contrasta el inmovilismo
suicida de su patria con la dinámica de la Cuba revolucionaria;
el protagonista de La otra mitad únicamente advierte
que Cora ha elegido irse y que él ha quedado solo, en esta
orilla inmóvil, condenado a evocar, a reconstruir, a investigar,
en una forma subsidiaria de la expiación. Cada uno de ellos
está en el centro inmóvil de un tiempo que gira y
que no cesa. En ese punto del laberinto que definió magistralmente
Eliot en los Four Quartets:
At the still point of the turning world. Neither flesh nor fleshless.
Neither from nor towards; at the still point, there the dance is,
But neither arrest nor movement. And do not call it fixity,
Where past and future are gathered.
La ambigüedad como clave
Si es fácil explicar, o demostrar, la estructura circular
de estas novelas de Martínez Moreno (y también de
sus cuentos, es claro) ya que no es tan fácil explicar porqué
todo ocurre así en este mundo confinado y claustrofóbico
de sus ficciones. Una clave la podría dar la ambigüedad
de sus textos. Cualquier análisis de El paredón
está condenado a plantearse, tarde o temprano, la pregunta
de aquel señor que entró en la librería montevideana.
Aunque no cabe dudar de que Martínez Moreno está a
favor de la Cuba revolucionaria (su firma está en bastantes
manifiestos como para acreditarlo así), no resulta tan fácil
saber si el libro está o no a favor de Cuba. Por lo menos
los comunistas en el Uruguay nunca han estado muy seguros y se han
manifestado más que tibios ante una obra que se rehúsa
valientemente a la beatería de una loa sin pausas. Incluso
algunos turistas del castrismo (los hay, como en todas partes) se
han encarnizado en señalar las heterodoxias que comete el
libro con respecto a una visión auténticamente revolucionaria,
y correctamente marxista, y dialécticamente bien orientada,
etc. Todo esto es superficial al fin y al cabo, porque una novela
no es un tratado y el testimonio de Martínez Moreno como
novelista no puede ser leído literalmente. Pero si traigo
ahora este aspecto secundario del libro a consideración es
porque ilustra un aspecto, este sí, profundo, de la realidad
novelesca de sus ficciones.
Martínez Moreno no puede ver al mundo dividido en blanco
y negro. Su visión es la menos maniqueísta que se
conoce en las actuales letras hispánicas. Por el contrario,
para él la realidad es infinitamente ambigua, inextricablemente
ambigua. Cuando examina el Uruguay paralizado por la fagocitosis
democrática del paternalismo o la Cuba afiebrada por la exaltación
revolucionaria, su mirada marca no sólo los aspectos positivos
o negativos de cada situación, sino que muestra también
sus enveses. Cara y cruz no son opciones excluyentes, ya que cara
y cruz se dan al mismo tiempo en cada realidad completa. En el centro
del libro está el juicio de Sosa Blanco, un esbirro de Batista
que merece ser ejecutado por los crímenes que ha cometido,
qué duda cabe, pero que es juzgado por los revolucionarios
con tal desprecio de los procedimientos jurídicos, que al
narrador le resulta imposible no mostrar también esa otra
cara de la moneda. Lo mismo pasa con las elecciones uruguayas: es
cierto que el partido colorado merecía por tantos años
de desgobierno la derrota electoral, pero también es cierto
que no es posible hacerse muchas ilusiones sobre los que lo habían
vencido. Cara y cruz, simultáneamente, y no cara o cruz.
Toda la novela está atravesada por esa necesidad de decir
no al maniqueísmo de nuestros días, ese maniqueísmo
tranquilizador que sólo favorece a los tontos o a los pillos.
La realidad es otra. La realidad es ambigua.
Donde esa ambigüedad de la visión de Martínez
Moreno alcanza los extremos más exquisitos es en el capítulo
final del libro, cuando el protagonista no se decide a casarse con
Matilde, esa mujer con la que ha estado viviendo durante tantos
años. Al borde de la decisión aún vacila. Su
vacilación duplica la vacilación del Uruguay que ya
no puede seguir viviendo bajo el régimen del paternalismo
heredado del viejo Batlle y que, sin embargo, no se atreve a asumir
su condición viril. La indecisión del protagonista
hace juego con la indecisión del país. El mismo tema
resulta ampliado y enriquecido por las otras dos novelas. En La
otra mitad el protagonista tampoco se ha animado a vivir del
todo con esa mujer que fue su amante y se ha resignado a ser sólo
espectador de la mitad que le tocó al otro, al marido. En
el problema de la indecisión, que es un problema de indefinición,
alcanza caracteres perversos. Porque ya no se trata de no atreverse
a asumir la condición viril, ser padre, comprometerse, fundar
una vida propia. El problema para los personajes de esta tercera
novela se plantea en un terreno anterior aún a la crisis
de la adolescencia, y se sitúa en esa tierra de nadie de
la indefinición sexual que es la infancia. El triángulo
ahora no es entre la mujer, el marido y el amante, sino entre tres
primos que juegan en el patio de una casa-quinta. Sus juegos son
en la superficie la dramatización de las historias lacrimógenas
de Edmundo D'Amicis en Corazón: el pequeño
escribiente florentino, el tamborcillo sardo, los dos náufragos.
Pero lo que está realmente en juego aquí es otra cosa,
mucho más grave. En cada dramatización, Roberto se
reserva el papel principal y da a Mariucha el segundo, en tanto
que confina a Eugenio a papeles francamente secundarios. Se impone
así el dominio de Roberto sobre los otros dos; triunfa su
relación metafóricamente erótica con Mariucha,
a la que asiste Eugenio consumido por su Edipo de primo menor. Pero
en realidad, las cosas ocurren de otro modo. Porque Mariucha muchas
veces asume en las dramatizaciones papeles masculinos, porque su
misma figura femenina es asexuada, porque su enfermedad la aísla
del mundo de la carne. Y cuando pasa el tiempo, y Roberto ya no
puede ser otra cosa que un triste, vergonzante homosexual, y Eugenio
vuelve a la quinta con otra prima, Coco, a la que ha conquistado
casi con desgana, el triángulo inicial se vuelve a presentar
pero ahora en una forma brutal y sumaria. Ahora Roberto no quiere
a la otra prima para sí y lo único que hace es demostrarle
a Eugenio que esa es un mujer capaz de acostarse con cualquiera.
Aquí la venganza resulta más directa y económica.
Pero lo que la venganza revela es la verdadera motivación
de Roberto: él nunca quiso a Mariucha para sí. La
quiso, fingió quererla, para que no la tuviera Eugenio. O
dicho de otro modo: quería a Eugenio para sí. Así
como Eugenio no quería a Mariucha, ni a Coco (curioso travesti
del nombre) para sí, sino para sacárselas a Roberto.
La condición edípica de esa pasión homosexual
no puede estar más clara. Lo que estos dos primos querían
y necesitaban era al otro.
Precisamente uno de los cuentos de Corazón que dramatizan
en su infancia los primos, el cuento del jorobadito que es protegido
por el más fuerte de la clase y con el que éste establece
un vínculo simbólicamente homosexual, es el cuento
que da la clave entera de la novela. El anónimo narrador
en tercera persona se encarga ya de subrayar el carácter
equívoco de ese cuento: carácter que era tal vez invisible
para el propio D'Amicis, como lo era el contenido psicoanalítico
de Alicia para el reverendo Dodgson. Pero los lectores de hoy descubren
(a la zaga de William Empson) todos los símbolos sexuales
que Lewis Carroll soñó en su sueño de Alicia,
como los lectores de Martínez Moreno no pueden dejar de repasar
Corazón sin una sensibilidad muy alerta para su sado-masoquismo,
para su ambigüedad sexual, para las delicadas perversiones
que apuntan debajo de la historia del jorobadito. Pero esos mismos
lectores no pueden dejar de volverse sobre la novela entera, sobre
Con las primeras luces, para leer ahora con ojos inevitablemente
postfreudianos la historia de estos primos equívocos.
Imágenes de una decadencia
Este análisis permite volver a mirar tanto El paredón,
como La otra mitad desde un ángulo distinto. La inmovilidad
del Uruguay civilista de 1958 es de raíz edípica.
Es un Uruguay que ha sido construido por un padre, el viejo Batlle,
y cuya estructura los herederos no se atreven a tocar. Muerto Batlle
en 1929, sus hijos continúan haciendo votar a sus correligionarios
esgrimiendo carteles en que se ve al viejo enfundado en su enorme
sobretodo. Ese sobretodo (el símbolo exorcizado del ogro
familiar) sigue conquistando votos. Hasta el sobrino, Luis Batlle
Berres, ganará sus primeras elecciones con carteles en que
se reproduce junto a su viejo tío, los dos enfundados en
sendos sobretodos. Es el Uruguay del sobretodo del viejo Batlle
el que pierde las elecciones de 1958. Pero para el protagonista
de El paredón (que no por nada se llama Calodoro,
anagrama de colorado), la muerte de esa era paternalista es también
la muerte de su padre, el viejo médico. Ante el parricidio
simbólico, el protagonista recula, y por eso en las últimas
páginas de la novela se le ve indeciso, no atreviéndose
a dar el otro paso inevitable: tener una mujer propia, asumir la
edad viril. En La otra mitad la situación edípica
es mucho más clara ya que se da a través de la imagen
de un triángulo clásico. Pero lo que una nueva lectura
de la novela permite revelar es otra cosa: no sólo el protagonista
ha vivido hasta su última conclusión la situación
edípica, sino que continúa viviéndola más
allá de la muerte de su amante. Una horrible necrofilia le
hace atarse perversamente a los últimos rastros de su memoria,
le hace correr tras la imagen que ella ha dejado en los ojos de
otros, buscar en la contemplación de su cadáver, en
la lectura de sus cartas, en la evocación de su persona,
esa imagen ya definitivamente muerta. El país inmovilizado,
el amante inmovilizado: ¡qué imágenes tan reveladoras!
Pero ninguna tan reveladora como esa última de Eugenio desangrándose,
yéndose en sangre, a la puerta de la casa en que duerme indiferente
Roberto. Esa sangre, esa muerte, son como el último vínculo
imposible entre esos dos seres que se han negado a toda otra relación,
que han vivido luchando a la luz del día por la posesión
de mujeres que no deseaban realmente, y que ahora en la noche de
la casa-quinta siguen luchando en sus sueños separados. La
ambigüedad final de esta imagen, la sangre que corre hacia
la muerte en lugar de la esperma que pudo correr hacia la vida,
establece el último vínculo entre esta perversa elegía
de una clase que muere en la esterilidad de una pasión no
consumada, con aquellas otras elegías: la muerte del mundo
paterno en El paredón, la muerte de la imagen materna
en La otra mitad. Con este inútil desangrarse concluye
por ahora esta fascinante crónica de un mundo precozmente
decadente que Martínez Moreno debe continuar desarrollando
para beneficio de las letras latinoamericanas."
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