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"Encuentros con Rubén Darío"
(Recopilación y notas de Emir Rodríguez
Monegal)
En Mundo Nuevo, n.7
enero de 1967
p. 5-21
JUAN VALERA
(Madrid, 1888 y 1897)
Veo, pues, que no hay autor en castellano más
francés que usted, y lo digo para afirmar un hecho sin elogio
y sin censura. En todo caso, más bien lo digo como elogio.
Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional;
pero yo no puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque
no hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones
literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de usted que sea literariamente
español, pues ya no lo es políticamente, y está
además separado de la madre patria por el Atlántico,
y más lejos en la República donde ha nacido, de la
influencia española que en otras repúblicas hispanoamericanas.
Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza
dar a usted alabanzas a manos llenas por lo perfecto y profundo
de ese galicismo; porque el lenguaje persiste español, legítimo
y de buena ley, y porque si no tiene usted carácter nacional,
posee carácter individual.
En mi sentir hay en usted una poderosa individualidad
de escritor, ya bien marcada, y que, si Dios da a usted la salud
que yo le deseo y larga vida, ha de desenvolverse y señalarse
más con el tiempo en obras que sean gloria de las letras
hispanoamericanas.
[Artículo, en forma de carta, sobre Azul... (22 de
octubre de 1888), que ha sido incorporado como prólogo a
incontables ediciones de esta obra.]
La entusiasta idolatría con que se venera
hoy todo lo francés tiene tan tradicional fundamento que
yo no me atrevo a censurarla. Los libros de Francia son muy amenos;
lo que en París se inventa o lo inventado en otras partes,
desde París se populariza y se divulga por el mundo: en París
se utilizan y aquilatan y perfeccionan como en ninguna otra región,
todas las artes del deleite; allí se confeccionan los más
lindos trajes, sombreros y otros adornos para señoras; y
allí se guisa admirablemente, y allí se venden afeites,
mudas y perfumes exquisitos. En fin, yo no niego que París
es un encanto, centro fecundo y radiante del chic, de la elegancia
y de la más sibarítica y refinada cultura. La adoración,
sin embargo, que a París se tributa, puede traer no pocos
inconvenientes y degenerar en manía. Tal vez un ingenio,
español o americano, lleno de poderosa y original fantasía
y de muy despejada y noble inteligencia, puede pervertir o esterilizar
sus mejores prendas y facultades y hasta perder algo de su carácter
propio por el afán de remedar lo parisiense y de escribir
según la última moda que en Francia impera.
Digo todo esto con cierto recelo de que se dé
caso semejante en un escritor y poeta, naturalmente tan bien dotado
y tan egregio como el señor Rubén Darío. A
mi ver, si él se olvidase un poco de París, donde
habrá pasado dos o tres semanas en su vida, y si pensase
más en América, que es su patria y que es donde vive,
la originalidad, la gracia y el primor de su prosa y de sus versos
serían mayores y más dignos de alabanza que lo son
ahora. Prosas Profanas y Otros Poemas se titula el
libro de Rubén Darío, impreso en Buenos Aires en 1896,
pero que no he recibido hasta hace muy poco.
Por nada del mundo limito y refreno yo los vuelos
del Pegaso, ni le corto las alas, ni gusto de atajarle en su peregrinación
por todos los tiempos y por todas las regiones. Corra y vuele por
la India, por Persia, Asiria y Egipto, deténgase a pastar
en Arcadia o en las faldas del Parnaso y acabe por ir a París
a reposarse de sus correrías. Pero esto no basta, porque
conviene que el poeta no sea siempre cosmopolita y exótico,
sino que dé muestras de la nacionalidad y de la casta a que
pertenece; y conviene también que sus versos, como todo fruto
espontáneo y sazonado, tengan el sabor del terruño.
Otra falta más capital noto yo en los versos
de Rubén Darío: la carencia de todo ideal trascendente,
la cual hace que el fondo de los versos sea monótono, a pesar
de la espléndida variedad de colores, de imágenes
y de primorosos y afiligranados adornos con que el poeta pule, acicala
y hermosea muchas de sus composiciones como joyas labradas con amoroso
esmero por hábil einspirado artista.
No se pueden negar la novedad y la extrañeza
con que nos sorprenden y pasman varias de las composiciones contenidas
en el tomo de que voy hablando. Mucho hay en él de raro y
de nuevo sin caer en lo extravagante; pero lo repito: en el fondo
hay monotonía. El amor entre mujeres y hombres, desde que
nació la poesía hasta el día de hoy es el asunto
más cantado por los poetas y el tema más inagotable
de cuanto en verso se escribe. No es ni ha sido con todo, el único
tema y el único asunto. Los poetas han cantado las lides
y hazañas de los héroes, las glorias de la patria,
la magnificencia y hermosura del universo visible, los misteriosos
atributos del Hacedor Supremo, la marcha progresiva de la humanidad,
sus altos destinos en esta vida y en este planeta, y sus esperanzas
inmortales en otra vida mejor y en otros mundos o esferas más
puros y brillantes. Los poetas, traspasando en sus raptos líricos
todo lo explorado por la ciencia, y aun yendo más allá
de los dogmas y de las revelaciones en que por fe creen penetrar
con el espíritu, por la amplitud del éter, en las
esferas divinas, o desdeñan tal vez las apariencias que nos
rodean y buscan y tocan la esencia de los seres, o tal vez se hunden
en los abismos del alma y llegan o presumen llegar hasta el origen
y causa primera de todo, por quien el alma está sostenida
y de quién está como pendiente.
Yo no niego lo importante, lo dulce, lo atractivo
que es el amor entre la mujer y el hombre. Ya sabemos todos que
si no fuese por él no se propagaría nuestra especie,
pero, esta propagación y conservación interesarían
poco si no fuese por el sublime empleo que dicha especie se jacta
de ejercer y si no fuese por los fines altísimos para los
que entienden que fue creada y subsiste.
Ahora bien (y sentiré que alguien me tilde
en mi censura de severo o hasta de injusto) ¿no se echa de
menos en los versos de Rubén Daría todo lo que no
es amor sexual y puramente material? Se adornará este amor
con todas las galas y con todos los dijes de variadas mitologías;
se circundará y tomará por séquito o comitiva
musas, ninfas, bacantes, sátiros y faunos; llevará
en sus procesiones una sonora orquesta de instrumentos de distintas
edades y naciones como tímpanos, salterios, gaitas, sistros,
clarines, castañuelas, flautas y liras; pero siempre será
el amor de la materia y de la forma sin sentimiento alguno que le
espiritualice. Toda su distinción, todo su refinamiento estribará
en ciertas alambicadas elegancias de reciente invención y
que tal vez supone el poeta que sólo en París se estilan,
ya que casi siempre nos habla, no de las mozas de su lugar o de
otros lugares de América, sino de heteras parisinas, de duquesas
y princesas que seducen a los abates y de otras caprichosas y fantásticas
damas, a la Pompadour, que tal vez no existan ni existieron nunca,
y cuyas imágenes y traza no toma del mundo real, sino de
sus visiones y ensueños y de los libros franceses que ha
leído. A pesar de lo dicho (y no se enoje el señor
Rubén Darío porque lo diga, ya que no lo diría
y me callaría si no reconociese en él un notable poeta,
quizá el más característico que ha hablado
en América hasta el día presente), a pesar de lo dicho,
repito, los versos de Rubén Darío están llenos
de novedad y belleza, y dan clarísimo testimonio de lo que
su autor puede hacer en cuanto prescinda un poco de las modas de
París y tome para asunto de sus cantos objetos más
ideales y aventuras, escenas y casos, más propios de su tierra
y de su casta.
[Artículo del 20 de junio de 1897, recopilado en Ecos
argentinos (1901)]
MARCELINO MENENDEZ PELAYO
(Madrid, 1892 y 1911)
Una nueva generación literaria ha aparecido
en la América Central, y uno por lo menos de sus poetas ha
mostrado serlo de verdad (1). Es cierto que la producción
comienza a ser excesiva y que la cizaña ahoga, como en todas
partes de América, el trigo. Los versos son allí una
especie de epidemia. No sólo hay Parnaso Guatemalteco, sino
Parnaso Costarricense y Nicaragüense, y una Guirnalda Salvadoreña
que consta de tres volúmenes: muchos poetas son para tan
pequeña república. Pero esta abundancia desordenada
ya se irá encauzando con el buen gusto y l disciplina, y
por de pronto es indicio de la fertilidad de los ingenios americanos.
(1) Claro es que se alude al nicaragüense D.
Rubén Darío, cuya estrella poética comenzaba
a levantarse en el horizonte cuando se hizo la primera edición
de esta obra en 1892. De su copiosa producción, de sus innovaciones
métricas y del influjo que hoy ejerce en la juventud intelectual
de todos los países de lengua castellana, mucho tendrá
que escribir el futuro historiador de nuestra lírica.
(Historia de la poesía hispanoamericana
(1911).]
JOSE MARTI
(New York, 1893)
Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor
único [José Martí], a quien había conocido
por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba
a diarios hispanoamericanos como La Opinión Nacional,
de Caracas; El Partido Liberal, de México, y, sobre
todo, La Nación, de Buenos Aires. Escribía
una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad
y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos
españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas
y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso
poeta. Fui puntual a la cita (en el Harmond Hall, de Nueva York],
y en los comienzos de la noche entraba en compañía
de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio
en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un
pasadizo sombrío; y de pronto, en un cuarto lleno de luz,
me encontré entre los brazos de un hombre pequeño
de cuerpo, rostro iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo,
y que me decía esta única palabra: "¡Hijo!".
[RUBEN DARÍO: Autobiografía (1912).]
JOSE ENRIQUE RODO
(Montevideo, 1899 y 1916)
Mal entenderá a los escritores y a los artistas
el que los juzgue por la obra de los imitadores y por la prédica
de los sectarios. Si yo incurriera en tal extravío del juicio,
no tributaría seguramente al poeta, este homenaje de mi equidad,
que no es el de un discípulo, ni el de un oficioso adorador.
Por lo demás, está aún más lejos de
ser el homenaje arrancado, a un espectador de mala voluntad, por
la irresistible imposición de la obra. -No creo ser un adversario
de Rubén Darío.- De mis conversaciones con el poeta
he obtenido la confirmación de que su pensamiento está
mucho más fielmente en mí que en casi todos los que
le invocan por credo a cada paso. Yo tengo la seguridad de que,
ahondando un poco más bajo nuestros pensares, nos reconoceríamos
buenos camaradas de ideas. Yo soy un modernista también;
yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da
carácter y sentido a la evolución del pensamiento
en las postrimerías de este siglo: a la reacción que,
partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico,
los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse
en concepciones más altas. Y no hay duda de que la obra de
Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones,
a ese sentido superior: es en el arte una de las formas personales
de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque
no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra
frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de
la mayor parte de la juventud de hoy que juega infantilmente en
América el juego literario de los colores.
Por eso yo he separado cuidadosamente, en otra ocasión,
el talento personal de Darío, de las causas a que debemos
tan abominable resultado: y le he absuelto, por mi parte, de toda
pena, recordando que los poetas de individualidad poderosa tienen,
en sentir de uno de ellos, el atributo regio de la irresponsabilidad.
Para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es
suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los
falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas,
al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres,
los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación
quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura
de la virginidad.
Pero la imitación servil eimprudente no es,
por cierto, el influjo madurador que irradia de toda fuerte empresa
intelectual: de toda alta producción puesta al servicio de
una idea y conscientemente atendida. El poeta viaja ahora, rumbo
a España. Encontrará un gran silencio y un dolorido
estupor, no interrumpidos ni aun por la nota de una elegía,
ni aun por el rumor de las hojas sobre el surco, en la soledad donde
aquella madre de vencidos caballeros sobrelleva -menos como la Hécube
de Eurípides que como la Dolorosa del Ticiano- la austera
sombra de su dolor inmerecido. Llegue allí el poeta llevando
buenos anuncios para el florecer del espíritu en el habla
común, que es el arca santa de la raza; destáquese
en la sombra la vencedora figura del Arquero; hable a la juventud,
a aquella juventud incierta y aterida, cuya primavera no da flores
tras el invierno de los maestros que se van, y enciéndala
en nuevos amores y nuevos entusiasmos. Acaso, en el seno de esa
juventud que duerme, su llamado pueda ser el signo de una renovación:
acaso pueda ser saludada, en el reino de aquella agostada poesía,
su presencia, como la de los príncipes que en el cuento oriental
traen de remotos países la fuente que da oro, el pájaro
que habla y el árbol que canta...
[Rubén Darío (1899)]
Vino [Darío] cuando la necesidad temporal,
en poesía de habla española, era la tendencia a la
selección, al refinamiento; la reacción contra la
espontaneidad vulgar y la abundancia viciosa; el predominio de lo
que en la poesía hay de arte sobre lo que hay en ella de
confesión sentimental o de energía de propaganda y
de combate. Apareció cuando era necesario que repercutiese,
en lengua de Góngora y Quevedo, un movimiento de liberación
y aristocracia artística que había triunfado en casi
todo idioma culto. Y nunca se vio tan preciso acuerdo entre las
condiciones de la obra que había de cumplirse y la natural
disposición del llamado a ejecutarla. Jamás hubo poeta
americano que como él anticipase los caracteres propios de
un ambiente de cultura multisecular; que tuviera como él
sentido de lo precioso y exquisito: que manejara el oro de los ritmos
con tal sutil primor de artífice, que concibiera y dibujara
y colorease la imagen con tal delicadeza y tal entendimiento del
matiz.
Grande es el poeta por su obra personal; pero el
agitador en el campo del arte y propagador de formas nuevas, el
pontífice lírico, el César de dos generaciones
subyugadas por la extraordinaria simpatía de su imaginación,
vincula aún, si cabe, mayor prestigio de triunfe y maravilla.
Ninguna otra influencia individual se había propagado en
América con tal extensión, tal celeridad y tal avasallador
imperio. Durante veinte años, no ha habido, de uno a otro
confín del Continente, poeta que no llevase, más o
menos honda, en el alma, la estampa de aquella garra innovadora.
Su dominio trascendió más allá, y por vez primera,
en España, el ingenio americano fue acatado y seguido como
iniciador. Por él la ruta de los Conquistadores se tornó
del ocaso al naciente. Y esta soberanía irresistible es tanto
más excepcional y peregrina cuanto que fue alcanzada por
la virtud del arte puro, sin la fuerza magnética de un ideal
de humanidad o de raza, de esos que convierten el canto del poeta
en verbo de una conciencia colectiva.
["En la muerte de Rubén Darío", febrero
de 1916, reproducido en Obras Completes de Rodó (Aguilar,
1957).]
JULIO HERRERA Y REISSIG
(Montevideo, 1899)
¡Puede estar satisfecho el laureado Rubén
Darío de esta nueva condecoración de triunfo, al haber
encontrado un prosista poeta y un Fidias crítico [José
Enrique Rodó] que haya adivinado y esculturado, al mismo
tiempo, la Musa exótica y crepuscular del autor de Azul,
presentándola en todas sus andrajosidades sublimes y todas
sus exquisiteces voluptuosas, sus lujos orientales, su coquetería
parisiense, su sensualidad artística, su rareza bizantina,
su desnudez aristocrática, su galantería Borboniana
y su delicadeza florentina!
[Tarjeta a José Enrique Rodó, con motivo de su estudio
sobre Rubén Darío, fechada el 15 de marzo de
1899, y recogida en las Obras Completas, de Rodó (Aguilar,
1957).]
PEDRO HENRIQUEZ UREÑA
(La Habana, 1905)
Su leyenda lo pinta como un Góngora desenfrenado
y corruptor. Y cuando se busca en su obra el origen del mito, sólo
se encuentran dos o tres detalles que lo sugieren pero no lo justifican:
las innovaciones métricas, saludables en su mayoría;
el repertorio de imágenes exóticas, siempre pintorescas,
rara vez desproporcionadas; las ocasionales sutilezas de estilo,
vagamente simbolistas; y los detalles de humorismo, como este paréntesis
explicativo en "El reino interior":
(Papemor: eve rata. Bulbules: ruiseñores).
La alarma del vulgo lector fue hija del irreflexivo
espíritu rutinario. Rubén Darío es un renovador,
no un destructor. Los principiantes, como es regla, le imitaron
principalmente en lo desusado, en lo anárquico. El por su
propia vía, ha ido alejándose cada vez más
de la turba de secuaces, impotentes para seguirle en sus peregrinaciones
a la región donde el arte deja de ser literario para ser
pura, prístina, vívidamente humano.
["Rubén Darío" (1905), en Horas
de Estudio (1910). Fue escrito cuando el crítico dominicano
residía en La Habana.]
Después de 1896, en que publicó (en
Buenos Aires) Prosas Profanas, y más todavía
después en 1905, en que publicó (en Madrid) Cantos
de vida y esperanza, Rubén Darío fue considerado
como el más alto poeta del idioma desde la muerte de Quevedo.
Hacia 1920 se inició la inevitable reacción en contra,
pero, sea cual fuere el juicio definitivo que merezca su obra, su
influencia ha sido tan duradera y penetrante como la de Garcilaso,
Lope, Góngora, Calderón o Bécquer. De cualquier
poema escrito en español puede decirse con precisión
si se escribió antes o después de él. Sus admiradores
sintieron la fascinación de sus imágenes llenas de
color, su riqueza de alusiones literarias, su felicidad verbal,
y la infinita variedad, flexibilidad y destreza rítmica de
su verso, en la que sobrepasa a cualquier otro poeta de nuestro
idioma y se iguala a Swinburne en el inglés. Sus detractores
le reprochan su preciosismo, su amor excesivo por el mundo externo
-en lo que se asemeja a Góngora-, y le hallan falto de una
rica intimidad como la de Garcilaso o Bécquer, de una hondura
filosófica como la de Fray Luis de León o Quevedo.
Su vida emocional fue ciertamente estrecha, y durante sus años
mozos pudo parecer superficial; pero posteriormente, en algunos
de los Cantos de vida y esperanza y en el Poema del Otoño,
llegó a alcanzar la intensidad de la desesperación.
Estos poemas, al menos, no dejan duda alguna acerca de su grandeza.
Había dado al idioma su más florida poesía,
igual a la de Góngora en su juventud: dióle también,
en su madurez, su poesía más amarga, comparable a
la vejez de Quevedo. Hay dos momentos inmortales en su obra: uno,
el alegre descubrimiento de la belleza del "aspecto inmarcesible
del mundo" y el florido sendero del placer juvenil: otro,
el triste descubrimiento de la fragilidad del amor y de la vaciedad
del éxito, la vanidad de la vida y el error de la muerte.
[Las corrientes literarias en la América hispánica,
curso dictado en la Universidad de Harvard, Cambridge, Mass., en
1940-43 y publicado en español en 1945.]
RUFINO BLANCO FOMBONA
(Scheveningue, Holanda, 1907)
Muy querido Rubén: [...] ¿Quiere que
le diga una cosa? ¿Una verdad? Usted dirá que las
verdades no tienen nada que hacer con la poesía. Y esta vez,
tendrá razón. El hecho es que he sufrido al recibir
el libro del portugués sobre usted; pues al frente de la
obra lea el divino e infame poema de usted al Águila,
que yo no conocía ["Salutación al Águila",
de Canto errante, 1907.]
¡Cómo no lo han lapidado a usted, querido Rubén!
Le juro que lo merece ¿Cómo? ¿Usted, nuestra
gloria, la más alta voz de la raza hispana de América,
clamando por la conquista? El dolor que me ha producido esa su Águila
siniestra y maravillosa, usted sí, lo comprende, porque usted
sí me conoce. Hubo sin embargo un momento, cuando leía,
en que la nube se disipó; y creí que usted iba a dar
la gran lección de raza que empezó con los versos
a Roosevelt [en Cantos de vida y esperanza, 1905], y que
ahora interrumpe, traiciona, en vez de continuar. Allí donde
dice:
Águila, existe el Cóndor...
creí que usted iba a contarle al Águila
cómo el Cóndor fue también testigo,
entre los ventisqueros de las más altos cimas de lo tierra,
de la muerte y fundación de Imperios, y cómo él
vio un día sobre el dorso de los más vastos ríos
a Pizarro, con su cruz y su espada, y, sobre el dorso de los más
altos montes, a Bolívar con diecisiete banderas en cuyas
alas volaban diecisiete sorpresas.
Pero no: usted manda al águila yanki que vuele coma una cruz
viviente sobre aquellas naciones; y a la América Latina que
reciba la mágica influencia del pájaro de Júpiter
para que "se cumpla lo prometido en los destinos terrenos".
¡Oh, fatalista, iluso poeta, deslumbrado par el vuelo de las
águilas... de veinte duros! ¡Oh poeta de buena fe descarriada!
¿Por qué canta usted a los yankis, por qué
echó margaritas a los puercos?
Afortunadamente de todo hemos de hablar. Por ahora no me resta sino
pedirle perdón por esta carta antipática y refistolera.
Escribir cartas es cosa que nunca aprenderé. Tant mieux!
[Carta fechada el 3 de agosto de 1907 y recogida en El Archivo
de Rubén Darío, de Alberto Ghiraldo (1943). En
su respuesta (18 de agosto), también recogida par Ghiraldo,
Darío precisa: "¿Saludar nosotros al Águila,
sobre todo cuando hacemos cosas diplomáticas...? No tiene
nada de particular. Lo cortés no quita lo Cóndor...
[...] Por fin, acepto un alón del águila, y lo comeré
gustoso -el día que podamos cazarla-; y allí, fíjese
bien, anuncio la guerra entre ellos y nosotros."]
ENRIQUE GONZALEZ MARTINEZ
(México, 1911)
Tuércele el cuello al cisne de engañoso
plumaje
que da su nota blanca al azul de la fuente;
él pasea su gracia no más, pero no siente
el alma de las cosas ni la voz del paisaje.
Huye de toda forma y de todo lenguaje
que no vayan acordes con el ritmo latente
de la villa profunda... y adora intensamente
la villa, y que la vida comprenda tu homenaje.
Mira el sapiente buho cómo tiende las alas
desde el Olimpo, deja el regazo de Palas
y posa en aquel árbol el vuelo taciturno...
Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta
pupila, que se clava en la sombra, interpreta
el misterioso libro del silencio nocturno.
[Los senderos ocultos (1911). Este poema es réplica
de la secuencia "Los cisnes", de Cantos de vida
y esperanza (1905).]
LEOPOLDO LUGONES
(París , 1911)
MENSAJE A RUBEN DARÍO
Maestro Darío, yo tengo un encargo
De la Primavera que llegó anteayer;
Y como es de amores y no sale largo,
Sucede que en verso lo voy a poner.
Dice que no es justo lo que haces con ella,
Si habiéndole dado, tesoro sin par,
Su beso en las flores y su alma en la estrella,
La olvidas y ahora no quieres cantar.
Que antes la querías, que no teha hecho nada.
Que ya no contestas sus cartas de amor,
Que desde hace un año, pobre abandonada,
El último mirlo se porta mejor.
Que vano y ligero, tu amor fue de un día.
Que, a pesar de todo, Musset no era así.
Que de ella te apartas con melancolía,
Aunque ella fue siempre buena para ti.
Que el sauce murmura, que dos ruiseñores
Se mueren por ella, como es natural,
Y aunque está muy triste para otros amores,
Va sintiendo pena de causarles mal.
Bien que en ella suele no ser la constancia
Más que un frágil moño sobre el corazón,
Aqueste reproche de perseverancia
Yo creo, maestro, que tiene razón.
¿Quieres que te diga cómo fue?... Sombrío
Balcón, ocultaba pareja gentil,
Y entre dulces versos de Rubén Darío,
Plateaba los cielos la luna de abril.
Maestro, recobra tu claro desvelo,
Y el labio en la flauta, consuela el amor.
¿Qué fuera del alma sin ese consuelo,
y qué de la rosa sin el ruiseñor?
[Las Horas doradas (1922). El "Mensaje"
está fechado en París, primavera de 1911.)
HORACIO OUIROGA
(San Ignacio, Misiones, 1912)
He seguido con interés la actuación
sudamericana de Darío que, como sabrá, ha andado en
hombre célebre por Pernambuco, Rio, Montevideo, y hasta creo
que por el Salto! Como usted no ignora, yo tengo viejos rencores
con Darío, el principal de todos seguramente por haberme
engañado, mezclado con el disgusto de mí mismo por
haberme dejado engañar conscientemente. Insisto con usted
en que son reducidas las mieles en que liban sus abejas (estilo
al caso), y en que fuera de la mitología griega y de algún
sentimental juego de emociones, el hombre no sabe ya de dónde
sacar poesía. Ciertamente -para entre nos- usted lo sabe
como yo y mejor que yo, desde luego. Me exaspera después
el bombo al mejor poeta de América, tocado por cualquier
Puga o García Velloso. ¡Sabe Dios si estos tuertos
aprecian lo bueno que tiene Darío! Rubén no tiene
culpa, es posible; pero fomenta la culpa con su abominable falta
de carácter. La altivez intelectual de Darío -que
la tiene, pues no se haría lo que él hizo contra viento
y marea, sin aquélla- me resulta semejante a la virginidad
de una vestal que la tuviera aún por no haberse dejado introducir
el miembro, real y evidentemente. Y al lado de esto, su falta de
altivez en todo lo demás. Usted dijo, refiriéndose
a "El amor turbio." [Historia de un amor turbio]
que el carácter es condición prima del escritor. Tan
cierto es, que aun para atreverse a dilucidar un simple color de
crepúsculo, o tocar la palabra justa, se necesita lo que
no tiene Darío. La procura de la palabra se parece a una
mordida, y el Rubén no tiene golpe decidido y seco de mandíbula.
Ahora bien, el otro día tuve un brusco enternecimiento con
él, muy hondo, al ver en CyC (Caras y Caretas]
una fotografía de tal cual certamen (inauguración,
creo, de un ateneo hispanoamericano), en que Darío figuraba
sentado al lado de G. [...] y otro similar. La cara de Darío,
caída, torcida, ceñuda, era la de un Cristo. Y me
conmoví al verlo en esa chusma inmunda, crucificado entre
dos G. [...], a él, un poeta, un compañero, teniendo
que estar clavado en su silla, lamentablemente degradado hasta el
punto de que un G. [...] lo respetaba!
Desde entonces me he reconciliado lo bastante con él para
perdonarle muchas cosas.
[Carta inédita a Leopoldo Lugones, fechada el 7 de octubre
de 1912. La transcripción es de Annie Boule-Christauflour.]
ALBERTO GERCHUNOFF
(París, 1915)
Muy querido Rubén: [...] ¿Dónde
está actualmente el francés que signifique en poesía
lo que significa usted? Nuestros compatriotas creen que su obra
de usted es de un valor enorme; pero la circunscriben a España
y América. Yo le he dicho a usted en Buenos Aires (¡ciudad
hermosa y bendita entre todas!) que Francia no tiene ahora un solo
poeta cuya obra fundamental valga la menor cosa de la suya. Conversando
la otra noche con Francisco García Calderón hemos
llegado a este resultado. Verlaine y Banville habrán podido
impresionar su carácter artístico mas Banville y Verlaine,
a quienes admiro y quiero, son inferiores a usted. Si usted hubiera
escrito en lengua francesa sería hoy el poeta universal.
Y no es una frase literaria. Es la verdad. Lo es y lo será
de todos modos y cada vez en una forma más intensa y más
decidida. Y es un poeta universal y secular por los elementos fundamentales
y eternos que constituyen la esencia de su poesía: posee
tanto la íntima emoción, la medular substancia lírica
como el espontáneo esplendor de la forma. Usted es simplemente
un poeta sagrado y esto lo diré muy pronto, en España,
de una manera documentada y pública.
[Carta del crítico argentino, fechada el 15 de diciembre
de 1915, y recogida en el Archivo de Rubén Darío,
de Alberto Ghiraldo (1943)]
ANTONIO MACHADO
(Castilla, 1916)
Si era toda en tu verso la armonía del mundo,
¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?
Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares,
corazón asombrado de la música astral,
¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno
y con las nuevas rosas triunfante volverás?
¿Te han herido buscando la soñada Florida,
la fuente de la eterna juventud, capitán?
Que en esta lengua madre la clara historia quede;
corazones de todas las Españas, llorad.
Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro,
esta nueva nos vino atravesando el mar.
Pongamos, españoles, en un severo mármol,
su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:
nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo,
nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.
["A la muerte de Rubén Darío", en
Campos de Castilla (1917).]
MIGUEL DE UNAMUNO
(Salamanca, 1916)
Con esta lengua que el Demonio nos ha dado a los
hombres de letras dije una vez delante de un compañero de
pluma que a Rubén se le veían las plumas -las de indio-
debajo del sombrero; y el que me lo oyó, ni corto ni perezoso,
esparció la especie, que llegó a oídos de Darío.
Y éste, poco después, el 5 de setiembre de 1907, me
escribía desde París: "Mi querido amigo: Ante
todo para una alusión. Es con una pluma que me quito debajo
del sombrero con la que le escribo. Y lo primero que hago es quejarme
de no haber recibido su último libro. Podrá haber
diferencias mentales entre usted y yo, pero..." No copio
lo que sigue, pues no quiero aparecer haciéndome el propio
artículo ante la muerte, aún fresca y palpitante de
pena, del óptimo poeta y hombre mejor.
Seguía luego la carta así: "Mas yo quisiera
también de su parte alguna palabra de benevolencia para mis
esfuerzos de cultura". Tampoco debo copiar lo que sigue,
y que a mí se refiere, hasta que dice: "Y en cuanto
a lo que a mí respecta, una consagración de vida como
la mía merece alguna estimación, ¿Alguna estimación?
¿Nada más que alguna estimación?."
¡Noble Rubén! ¡Con qué dignidad, con qué
nobleza se quejaba de una conducta que, en verdad, no debí
haber para con él seguido!
La carta acababa así: "La independencia y la seriedad
de su modo de ser le anuncian para la justicia. Sobrio y aislado
en su felicidad familiar, debe comprender a los que no tienen tales
ventajas. Usted es un espíritu director. Sus preocupaciones
sobre los asuntos eternos y definitivos le obligan a la justicia
y a la bondad. Sea, pues, justo y bueno. Ex toto corde, Rubén
Darío."
Han pasado más de ocho años de esto; muchas veces
esas palabras de noble y triste reproche del pobre Rubén
me han sonado dentro del alma, y ahora parece que las oigo salir
de su enterramiento aún mollar. ¿Fui con él
justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
Quería alguna palabra de benevolencia para sus esfuerzos
de cultura de parte de aquellos con quienes se creía, por
encima de diferencias mentales, hermanado en una obra común.
Era justo y noble su deseo. Y yo, arando solo mi campo, desdeñoso
en el que creía mi espléndido aislamiento, meditando
nuevos desdenes, seguí callándome ante su obra. ¿Fue
esto justo y bueno? No me atrevo a decir que sí.
Él, por su parte, no se calló ante la mía.
Ante mi obra poética, quiero decir. Cuando publiqué
mi primer volumen de poesías, lo mejor, sin duda, lo más
cordial que sobre ellas se dijo, fue lo que dijo Rubén en
un artículo de La Nación bonaerense. No lo
olvidaré nunca. Y las cartas que después me escribió
fueron nobles, sinceras y dignas. Y es que aquel óptimo poeta
era un hombre mejor.
Le acongojaban las eternas eíntimas inquietudes del espíritu
y ellas le inspiraron sus más profundos, sus más íntimos,
sus mejores poemas. No esas guitarradas que se suelen citar cuando
de su poesía se habla, eso de "la princesa está
triste: ¿qué tendrá la princesa?",
o lo del "ala aleve del leve abanico", que no pasan
de leves cosquilleos a una frívola sensualidad acústica;
versos de salón sin intensidad ninguna. Porque el pobre Darío
tuvo la triste suerte de todos los que de verdad remueven y ahondan
y renuevan, y es que de lo suyo adquiera más pronta y extensa
boga lo menos suyo y lo más flojo. Si me hubiera dejado guiar
por lo que de él me recitaban los que decían admirarle
más, no le hubiese leído nunca. ¡Fortuna grande
que le conocí y descubrí al hombre, y éste
me llevó al poeta! Al indio -lo digo sin asomo de ironía;
más bien con pleno acento de reverencia-, al indio que temblaba
con todo su ser, como el follaje de un árbol azotado por
el cierzo, ante el misterio. Pues para él era el mundo en
que erró, peregrino de una felicidad imposible, un mundo
misterioso.
["¡Hay que ser justo y bueno, Rubén!",
artículo publicado el 15 de marzo de 1916, y reproducido
en Obras Completas, tomo VIII, Aguado, 1961]
ALFONSO REYES
(Madrid, 1923)
La obra de Rubén Darío fue obra de
concordia latina. América, desde la hora de su autonomía,
venía padeciendo las dos circulaciones contrarias del ser
que se arranca de la madre. Y mientras, por su parte, la expresión
del alma española se purificaba en los mejores gramáticos
que ha tenido la lengua -los americanos Andrés Bello, Rufino
José Cuervo, Rafael Ángel de la Peña, Marcos
Fidel Suárez-, por otra parte, se dejaba sentir una honda
conmoción de sublevaciones más que juveniles: "¡Desespañolicémonos!"
gritaba el argentino Sarmiento. ¡Desespañolicémonos!,
gritaba el mexicano Ignacio Ramírez, en controversia contra
nuestro gran Castelar... Estos no eran independientes: no están
aún desarticulados del centro hispano; eran todavía
hijos adolescentes que se alzan contra las tradiciones y costumbres
caseras, por su misma incapacidad de reformarlas a su gusto. Más
tarde llegará la hora adulta, la hora en que el americano
pueda amar a España sin compromisos, sin explicaciones y
sin protestas. La hora en que, sintiéndose otro, el hombre
se siente semejante a sus familiares y como justificado en ellos.
Los Dióscuros americanos Rubén Darío y José
Enrique Rodó trazan, en trayectorias gemelas, esta elocuente
declinación hacia España. Habéis escogido la
más alta realización de América para sellar,
con su recuerdo, la Fiesta de la Raza, y resulta que, de paso, habéis
escogido el nombre de aquel en quien con más plenitud se
expresa esta voluntad de amor a España por parte de una América
ya emancipada y ya consciente de sus destinos. Porque ya no está
en discusión -sino entre los necios y los sordos- el radical
casticismo de Rubén Darío. "Francesismo"
se ha dicho. Y es verdad, porque Rubén Darío trajo
a la masa de la lengua española, trajo a la atmósfera
del alma española, cuanto el mundo tenía entonces
que aprender de Francia. Acaso su condición de hijo de América
le ayudaba a dar el salto mortal del espíritu. Nicaragua
pesa sobre la mente mucho menos que España, y fue uno de
los hijos más pobres el que se echó al mundo a conquistar,
para toda la familia, las cosas buenas que entonces había
por el mundo. Y un día volvió -hoy así lo vemos-
cargado y reluciente de joyas, como un rey de fábulas.
En la gran renovación de la sensibilidad española,
que precipita a América sobre España -donde España
puede ya sacar el consuelo de sentirse reivindicada por los mismos
a quienes se pretendía presentar como víctimas del
terror hispano-, Rubén Darío desató la palabra
mágica en que todos habíamos de reconocernos como
herederos de igual dolor y caballeros de la misma promesa.
Poeta sumo, hombre vertiginoso, alma traspasada de sol, tramó
con lo más íntimo de sus ternuras y lo más
atronador de sus furores la escala de hexámetros de oro,
el himno de esperanza más grande que vuela sobre las alas
de la lengua:
¡Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!
¡Espíritus fraternos, luminosas almas, salve!
["Rubén Darío, genio municipal",
en Los dos caminos, cuarta serie de Simpatías y
diferencias (1923).]
JOSE BERGAMIN
(Madrid, 1923)
Se equivocaron los criados y han servido a las señoras
el fuerte y seco coñac de oro de la poesía de Bécquer
y a los caballeros el almibarado licor, empalagosa composición
química, de la poesía de Rubén Darío.
Bécquer es apasionado, Rubén Darío,
sentimental.
Bécquer empieza por poner al desnudo su sentimiento;
por eso consigue, libertándose, la sencillez de la expresión
permanente de la belleza.
La castidad de la desnudez es prueba de virilidad,
poesía de Bécquer; la sensualidad de los ropajes,
de afeminamiento: poesía de Rubén Darío.
El lirismo de Rosalía de Castro es el de la
gaita, el de Bécquer, el del bordón de la guitarra.
Rubén Darío pasó, como Verlaine.
Se pasaron de moda porque no tenían estilo, sino modo, amaneramiento,
retórica.
Aunque se vistan de colorines, las negras no pueden
nunca resultar cursis, porque son simplemente negras. La poesía
de Rubén Darío, vestida siempre de colorines, tampoco
es cursi, es negra.
Con el chin-chin de sus platillos, Rubén Darío
entusiasma el mal gusto negro que casi todo el mundo lleva dentro.
Con una inconsciencia de arribista, verdaderamente
genial, Rubén Darío restableció, como si fuese
una gracia, toda la ramplonería rítmica que la poesía
española había ido eliminando durante siglos.
Aún hay quienes con los restos del guardarropa
seudoparnasiano de Rubén Darío se quieren disfrazar
de "poeta"; pero se les conoce en seguida, porque,
además, no tienen en cuenta que hace ya mucho tiempo que
no estamos en carnaval. Valle-Inclán queda aparte, como el
único superviviente de la mascarada -y también porque
es una máscara por naturaleza.
[El cohete y la estrella (1923), aforismos suprimidos en
la reedición de 1942. Posteriormente, Bergamín ha
reconocido la grandeza de Darío.]
JORGE LUIS BORGES
(Buenos Aires, 1930 y 1954)
Vincular esas naderías [unos poemas de Evaristo
Carriego, en Las misas herejes] con el simbolismo es desconocer
deliberadamente las intenciones de Laforgue o de Mallarmé.
No es preciso ir tan lejos: el verdadero y famoso padre de esa relajación
fue Rubén Darío, hombre que a trueque de importar
del francés unas comodidades métricas, amuebló
a mansalva sus versos en el Petit Larousse con una tan infinita
ausencia de escrúpulos que panteísmo y cristianismo
eran palabras sinónimas para él y al representarse
aburrimiento, escribía nirvana (1).
(1) Conservo estas impertinencias para castigarme
por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas
de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que
también creía que los de Quevedo eran superiores a
los de Góngora. (Nota de 1954 )
[Evaristo Carriego (1930). La nota pertenece
a la reedición de 1954.]
AMADO ALONSO
(Buenos Aires, 1932)
El sentimiento poetizado en "Lo Fatal"
no se lo prestó nadie. Era en él obsesionante, y según
confidencias de amigos, que aprovechan enemigos, su miedo a la muerte
llegó a ser morboso. En los Otros Poemas que Rubén
publicó juntamente con sus Cantos de Vida y Esperanza,
el tema aparece con notable insistencia. Tres veces es la melancolía
o la angustia de la desorientación de la vida. "Melancolía":
Hermano, tú que tienes la luz, dime la
mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
"Letanía de Nuestro Señor Don
Quijote":
Ruega por nosotros, hambrientos de vida,
Con el alma a tientas, con la fe perdida,
Llenos de congojas...
En "La dulzura del Angelus", donde
el sentimiento se hace angustioso, como en "Lo Fatal",
la representación se nos da también en forma díctica:
Y esta atroz amargura de no gustar de nada,
De no saber adónde dirigir nuestra proa...
Y sobre todo en el "Nocturno" que
empieza:
Quiero expresar mi angustia en versos que abolida
no sólo se insiste en el sentimiento de desorientación,
sino en el espanto inevitable de la muerte, y en el horror al desconocido
más allá, en lo efímero de nuestro paso por
el mundo y en el sufrimiento que es la vida:
La conciencia espantable de nuestro humano cieno
Y el horror de sentirse pasajero, el horror
De ir a tientas, en intermitentes espantos,
Hacia lo inevitable desconocido y la
Pesadilla brutal de este dormir de llantos
De la cual no hay más que Ella que nos despertará.
Las palabras de significación extrema, terror,
horror, espanto, inevitable, seguro, acrecientan la semejanza
de este pasaje con "Lo Fatal".
El sentimiento, y la materia poetizada, eran bien
de Rubén Darío. Bien vivo y sufrido. Pero vivir no
es poetizar. Al contrario, toda poetización es un sacrificio
de la vida, una traición a la vida ("el pecado de
poetizar en vez de ser", como dijo con patetismo romántico
Kierkegaard); un salirse de lo vivido y plantarse frente a él.
No es poeta la madre que desfallece de dolor por la muerte de su
hijo, sino quien agarrado por ese dolor -directamente o al instalarse
por simpatía, por consentimiento en otra alma dolorida- consiga
contemplar ese dolor objetivado. Es evidente que en ninguno de los
pasajes análogos aducidos, Rubén logró la plena
objetivación de su sentimiento angustioso. Sólo en
"Lo Fatal". En los otros poemas sucedía
que lo objetivado por la creación poética se apoyaba
incidentalmente ("Letanía", "Melancolía")
o fundamentalmente ("Nocturno", "La dulzura
del Angelus") en ese sentimiento; pero en "Lo Fatal"
es él mismo en sí lo objetivado, visto como un algo
que es, que tiene sus leyes de coherencia y validez, frente al cual
se planta la conciencia del poeta y puede dialogar: Yo... Tú...
Y en esta objetivación, en esta creación poética,
la cuarteta de Miguel Ángel ha intervenido con doble siglo:
como incitación y como reactivo.
La broma de Miguel Ángel le dio a Rubén
en el dedo malo. Y de repente se le aparece a los ojos toda su desventura
perfilada, conformada, objetivada. No ver y no sentir sí
es gran ventura, pero no irónicamente, sino completamente
en serio; no como un episodio pasajero, mientras duran la vergüenza
y el daño, sino como una trágica realidad permanente
y sin escape; no por razones externas sino por la esencia misma
de la vida. Cada "no" que el alma de Rubén
gritaba a Miguel Ángel era un rasgo decisivo en la fisonomía
de su objeto poético. Era un acto de creación poética.
O más exactamente: todos esos "no" se cumplen
en un acto conjunto de creación poética, porque el
sentimiento poetizado se le presenta a la conciencia con esa triple
condición. La triple oposición del sentimiento de
Miguel Ángel interviene en la creación de Rubén
con un sentido de contraste. Eso es lo que hizo que estos tres rasgos
fisonómicos sean decisivos, característicos en la
confrontación y estructura del objeto poético.
["Estilística de las fuentes literarias. Rubén
Darío y Miguel Ángel" (1932), recogido en
Materia y forma en poesía (1955).]
PABLO NERUDA Y FEDERICO GARCIA LORCA
(Buenos Aires, 1934)
Neruda: Señoras...
Lorca: ... y Señores: Existe en la fiesta de los toros
una suerte llamada "toreo al alimón" en que dos
toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.
N: Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico,
vamos a parear y responder esta recepción muy decisiva.
L: Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su
palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus
compañeros y amigos.
N: Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros un muerto,
un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más
grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su
hora marido deslumbrante. Nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo,
vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido.
L: Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con
ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a
lanzar un gran nombre sobre el mantel, en la seguridad de que se
han de romper copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo
que ellos ansían, y un golpe de mar ha de manchar los manteles.
Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España:
Rubén...
N: Darío. Porque, señoras...
L: ... y señores
N: ¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza
de Rubén Darío?
L: ¿Dónde está la estatua de Rubén
Darío?
N: Él amaba los parques ¿Dónde está
el parque Rubén Darío?
L: ¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén
Darío?
N: ¿Dónde está el manzano y las manzanas
de Rubén Darío?
L: ¿Dónde está la mano cortada de Rubén
Darío?
N: ¿Dónde está el aceite, la resina, el
cisne de Rubén Darío?
L: Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal"
bajo espantoso león de marmolina, como esos leones que los
ricos ponen en los portales de sus casas.
N: Un león de botica, a él, fundador de leones,
un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.
L: Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como Fray Luis
de Granada, jefe del idioma, hizo signos estelares con el limón,
y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito;
nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros
ojos y construyó un enorme paseo de Gin sobre la tarde más
gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú
el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico,
y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica
y triste, de todas las épocas.
N: Merece su nombre recordarlo en sus direcciones esenciales
con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente,
su descenso a los hospitales del infierno, su subida a los castillos
de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para
siempre e imprescindible.
L: Como poeta español, enseñó en España
a los viejos maestros y a los niños, con su sentido de universalidad
y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó
a Valle-Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a
los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del
venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan
Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras,
choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío.
Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde
la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas
mallorquinas, Darío paseó la tierra de España
como su propia tierra.
N: Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del Norte, y lo
dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada,
y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento
negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta
noche su estatua con el aire, atravesada por el humo y la voz y
por las circunstancias, y por la vida, como esta su poética
magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
L: Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre
como un ramo de coral, agitado por la marea, sus nervios idénticos
a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro,
donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibrís,
sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también
sus defectos. Las estanterías comidas ya por los jaramagos,
donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac
de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y
sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de
sus versos. Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda
sustancia de su gran poesía.
N: Federico García Lorca, español, y yo, chileno,
declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia
esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros,
y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que pisamos.
L: Pablo Neruda, chileno y yo, español, coincidimos en
el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno
y español, Rubén Darío.
N: y L: Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.
["Discurso al alimón sobre Rubén Darío",
reproducido en Obras Completas, de Federico García
Lorca (Aguilar, 1960).]
JUAN RAMON JIMENEZ
(Miami, 1940)
¡Cuánto he pensado que Rubén
Darío era, no un lobo de mar, un raro monstruo humano marino,
bárbaro y esquisito a la vez! Siempre fue para mi mucho más
ente de mar que de tierra. Al paisaje polvoriento poco lo sorprendí
entregado; creo que no sentía bastante lo pedrero: la arena
ya le encontraba la planta. En España, lo sentí vivir
más por Málaga, por Mallorca. Desde ellas me envió
ramos de versos. Madrid lo cerraba y lo enroscaba hipnotizado como
una serpiente marina. El posible mar madrileño le abría
las narices; sintiéndolo o presintiéndolo olía
y gustaba por todos sus poros y todos los puntos de la rosa de los
vientos el efluvio de Venus. Lo vi mucho tornando, con su whisky,
mariscos. El mismo tenía algo de gran marisco náufrago.
Y, sin duda, su instrumento sonoro favorito era el caracol. Su poesía
¿no es una cantata de caracol y lira?
... y oigo un rumor de olas y un incógnito acento...
Mucho mar hay en Rubén Darío, mar pagano. No mar metafísico,
ni mar, en él, psicolójico. Mar elemental, mar de
permanentes horizontes históricos, mar de ilustres islas.
Su misma técnica era marina. Modelaba el verso con plástica
de ola: hombro, pecho, cadera de ola: muslo, vientre de ola; le
daba empuje, plenitud pleamarinos, altos, llenos de hervoroso espumeo
lento de carne contra agua. Sus iris, sus arpas, sus estrellas eran
marinos, todos sus mares, Atlánticos, Pacíficos, Mediterráneos,
eran uno: mar de Citeres:
...y los faros celestes prendían sus farolas...
Rubén Darío andaba siempre mareado de la ola, de la
Venus, de la sal, del tónico. No sabía nunca qué
hacer, así, con su levita, sus guantes, su sombrero de copa,
y menos con su disfraz diplomático. No eran estos sus trajes
ni como favorito plenipotenciario de su reina oriental, ni como
almirante de su dios Neptuno. Él tenía colgado en
la percha de su pensión su desnudo mayor. Por eso lo encontraron
a veces caído en la acera; se enredaba en el uniforme. Su
mole redonda y grasa de pie pequeño, como de tiburón
en pie, digo, en cola, no podía con el chaleco. A veces me
lo figuro como un sultán delfínico faúnico
de los corales, entre las sirenas de su harén acuático.
No, no, señores; su vaivén rítmico de siempre
no era tanto de mareos de Noé como de alzada, batida de océano.
Cuando sacaba su reloj anacrónico, yo comprendía,
por los golpecitos que le daba y por su mirar perdido a los cuatro
vientos, bocacalles de lo salado imposible, que lo que lo orientaba
era una brújula:
...cual si fuera el rudo son...
Su patria verdadera fue la isla, de los Argonautas, de Citeres,
de Colón. Su palabra favorita, "archipiélago".
Cuando se la decía hacia dentro, parecía que se la
estaba engullendo como una docena de ostras, con gula de jigante
marino enamorado. Las tierras continentales no tenían otra
razón de vida para él que ser paraíso accidental
de las especies divinas y humanas descendientes de Venus. Siempre
Venus, vijilándolo, desde la juventud, mujer isla del espacio
verde:
...Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.
[Españoles de tres mundos (1942). La
caricatura lírica de Darío es de 1940, cuando el poeta
español vivía en Coral Gables, Miami.)
PEDRO SALINAS
(Baltimore, 1948)
Mantuvo el erotismo agónico a Darío
en estado de guerra permanente. Los dos antagonistas en que estaba
desgarrada su naturaleza, apenas si le daban punto de reposo -momentos
de exaltación y jubilosa inconsciencia-, treguas de descanso
que separaban los actos de la dilatada tragedia. El poeta siente
imponerse a su ánimo la terrible verdad de que la lucha es
el destino inescapable de todo afán erótico que desee
su perduración. De ahí le nace un anhelo creciente
de paz. Pues bien, después de leídos atentamente sus
poemas sociales, se nos impone la evidencia de que el hilo espiritual
donde quedan todos ensartados es la prédica de paz, la esperanza
de la paz, el sueño de la paz. ¡Curioso mecanismo de
transferencia de esfera a esfera, de tema a tema! Lo imposible dentro
del círculo de un tema, lo erótico, ¿no será
posible en el círculo del otro, lo social? Darío ve
que los hombres lidian entre sí, como en su alma los dos
antagonistas, y que la unidad de lo humano colectivo está
tan desgarrada como la de su ser individual, entre fuerzas del bien
y fuerzas del pecado. De esa conciencia entre una y otra pugna,
nace, colmada de angustia y de sinceridad, la súplica del
mayor de los bienes, la paz. La pide para todos, él que la
estuvo esperando la vida entera para sí mismo. Se suma Rubén
a sus hermanos tristes y vuelto uno más de la grey sufridora
el gran angustiado erótico recoge la voz de Petrarca, y con
ella demanda a gritos para la humanidad entera la paz ansiada, De
seguro que ese grito civil y de ágora rebotaba, delicadamente
vuelto eco, en su interior, y allí significaba otra cosa,
solicitaba otra paz: la suya, la de su alma individual, la paz entre
el ángel y el sátiro.
Esa tragedia del poeta empezó, como sabemos, el día
en que se arrostraron por primera vez lo erótico y el tiempo,
Eros y Chronos. De ese careo sale ya condenado a derrota, en el
futuro, el erotismo. Los heroicos intentos -Poema de Otoño-
para disimularse su incapacidad fatal de durar sólo dejan
huellas de amargura o melancolía. No puede servir el placer
erótico de razón suficiente de vida; porque, en cuanto
llamado a morir también, dejaría al hombre sin razón
de ser, vacío, tan pronto como él desapareciera. El
erotismo es mortal, y por eso hace iguales a los hombres en el sentimiento
angustioso del pasar. Pero he aquí que en otro orbe de la
vida se alza una forma de acción, un empleo de la energía
humana, en el que se promete la eternidad. Es el arte y la creación
artística. Pensemos en el sepulcro de Lorenzo, en Florencia.
Pasó el mozo, pasaron con él sus bizarrías,
y deportes. Pero perdura el monumento que sobre esos tristes restos
alzara el arte de Miguel Ángel: la figura del caballero de
piedra, el que es, hija del arte, sobrevive con mucho a la carne
y a las primaveras del caballero que fue. ¡Soberbia perspectiva
de eternidad, la que está brindando al que la sueña
el Arte! Allí, en su mundo, todo es pureza, servicio a los
altísimos designios, faena de ángeles. Y el alma atribulada,
el herido de sed de eternidad para los besos, de perfección,
para el abrazo, huye de toda pareja carnal y se entrega a la pasión
más pura de todas: el Arte, en donde quedarán compensados
por las musas las verdaderas, las únicas, las familiares
a Pegaso, tantos quebrantos y desilusiones traídos por las
impostoras de un momento, las falsas musas, las de carne y hueso.
Dentro de la zona del erotismo Rubén las proclamó
las mejores. Pero ¿es que no podemos ver ahora oteando su
obra entera, toda a la vista y en conjunto, que en el balance final
de su alma, Rubén Darío se desdice de lo dicho y volviendo
la espalda a las del parisiense Parnaso, a las musas fáciles
de Mont-parnasse, las olvidadizas, vira su amor devoto a la de la
fuente Castalia que, por hijas de Mnemósine ni olvidan nunca
ni son jamás olvidadas?
Radica el erotismo en el mismísimo más profundo centro
de la naturaleza y la poesía de Darío. Dos bienes
hay que allí, en ese círculo, no se encuentran: paz
y eternidad. Sale Rubén de ese cerco erótico, entra
en otros, más de afuera, y vislumbra señales de que
en ellos se le puede alcanzar lo que en el otro se le niega. Los
hombres es posible acaso que vivan en paz: el arte posee, a diferencia
del goce erótico, gracia de eternidad, Y entonces opera el
mecanismo de transferencia poniendo e comunicación los tres
temas, de suerte que dos de ellos sirvan equívocamente de
compensadores a la íntima necesidad insastisfecha del otro.
Darío, fuerza de gran poeta, se engaña con las palabra
que se inventa. Con la palabra paz, que bien sabe él, al
cantarla para la humanidad, que no es la misma que él busca
para sí; con el vocablo eternidad, jamás aplicable,
como desearía, al placer amoroso, pero que vale y rige, en
la esfera del arte y cuya resonancia llega, consoladora, a todas
partes, hasta el abismo erótico. ¡Gran equivoco! Pero
¿es qué no está la plena verdad poética
como premio al final de los luminosos laberintos, de los resplandecientes
equívocos de la poesía? Ella, como todo arte, arriba
a la claridad atravesando entre luces de equívocos.
Así se adunaron por fin, equívocamente, en el alma
de Darío el anhelo erótico, la paz y la eternidad.
Esa fue su ultimo engaño, revelador de su última y
definitiva verdad.
[La poesía de Rubén Darío (1948). En
esta fecha, Salinas enseñaba en la John Hopkins University,
Baltimore.]
RAIMUNDO LIDA
(México, 1950)
A pesar de sus arranques contra la estrechez de academias
y preceptivas, Darío no se rinde al culto romántico
de la improvisación. Si sus cuentos son de poeta, y de poeta
que con frecuencia prorrumpe en sonoras alabanzas de la poesía,
lo son, además, de escritor consciente y enamorado de su
oficio. Manifiestos, artículos de critica, memorias semblanzas
-páginas todas que suelen ilustrarnos indirectamente sobre
cómo se veía Rubén a si mismo o sobre cómo
hubiera deseado ser- confirmarán esa actitud reflexiva, de
artista no sólo de crear, sino también de saber con
claridad lo que se trae entre manos.
[Estudio preliminar a Cuentos Completos, de Rubén
Darío (Fondo de Cultura Económica. 1950) El crítico
argentino enseñaba entonces en El Colegio de México.]
DAMASO ALONSO
(Madrid, 1952)
¿Bécquer, poeta contemporáneo?
-Bécquer es el punto de arranque de toda la poesía
contemporánea española. Cualquier poeta de hoy se
siente mucho más cerca de Bécquer (y, en parte, de
Rosalía de Castro) que de Zorrilla, de Núñez
de Arce o de Rubén Darío.
-¿Más que de Rubén Darío?
-Los poetas de hacia 1900 tienen una gran deuda con Rubén
Darío y con el "modernismo" en general.
Las Soledades de Antonio Machado, publicadas en 1903 (y estudiadas
parcialmente en el presente volumen), lo prueban, sin género
de duda, y elijo el ejemplo de Machado porque es el que parecería
más desfavorable. Pero lo que salvó a la generación
de nuestros mayores (Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón
Jiménez) fue el haber comprendido que ellos, si querían
"ser", tenían que alejarse de Rubén
Darío. Se fueron desnudando, unos más rápidamente
que otros, de las sonoridades exteriores, de los halagos del color,
etc., para buscar músicas y matices casi sólo alma.
Bien evidente es esto en Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez.
Y tanto como se alejaban de Rubén Darío se aproximaban
a la esfera del arte de Bécquer. Por eso es Bécquer
-espiritualmente- un contemporáneo nuestro, y por eso su
nombre abre este libro y, en cierto modo, también lo cierra.
Prólogo a Poetas españoles contemporáneos
(1952).]
ENRIQUE ANDERSON IMBERT
(Michigan, 1952)
En 1896, al publicar Prosas profanas, debió
de sentir sobre sí la responsabilidad del nuevo movimiento.
Martí, Gutiérrez Nájera, Del Casal, Silva,
todos acababan de morir prematuramente. Otros, de más edad
que él, marchaban hacia el mismo sitio por caminos separados
(Diez Mirón, Leopoldo Diez), se desviaron para juntársela.
Pero los coetáneos o los más jóvenes lo rodearon
(Lugones, Nervo) y se formó así la llamada "segunda
generación modernista". [La expresión es
de Pedro Henríquez Ureña.] No tomar al pie de la letra
sus afirmaciones de independencia: "no tengo escuela",
"que nadie siga mis huellas", etc. Eran las fórmulas
de la glorificación del artista como ser solitario y divino,
corrientes desde el romanticismo. Además, la nueva Estética
insistía en la anarquía estilística. En el
fondo Rubén Darío estaba contento con su grupo. Sabía
que era un grupo americano, con las raíces en estas tierras
pobres aunque parecieran desarraigados, libres de España
porque eran de colonias españolas, afrancesados porque apenas
conocían Francia, ilusionados por su arte cosmopolita porque
el espejismo de oasis es una ilusión de los desiertos, insatisfechos,
no desertores, americanísimos, en una palabra, por lo mismo
que escapaban de América.
["Rubén Darío, poeta", en Poesía,
de Rubén Darío (Fondo de Cultura Económica,
1952). El crítico argentino enseñaba entonces en la
Universidad de Ann Arbor, Michigan.]
C. M. BOWRA
(0xford, 1955)
Darío tuvo la suerte de nacer en una época
en que la poesía de su propia lengua no tenía nada
que enseñarle, y se volvió hacia Francia en busca
de ayuda e inspiración. Allí las encontró en
abundancia, y ellas lo convirtieron en un poeta. Sin embargo, no
todo fue suerte, ya que su carácter, sencillo y natural,
se adecuaba más a un arte menos elaborado, menos sofisticado
y ambicioso. Su formación francesa impuso a su espíritu,
extremadamente receptivo, una manera que desarrolló con notable
brillo y variedad pero que muchas veces su vida interior le obligó
a modificar o rechazar. Esto deformó el desarrollo de su
talento y lo hizo parecer un discípulo menor de la escuela
simbolista, cuando podría haber sido algo más original.
Aún más: los vínculos franceses fortalecieron
su deseo de evasión y el culto de los sueños. Sin
embargo, como él adoraba esto, se provocó en él
un conflicto que fue responsable de su mejor obra, ya hablase desde
los abismos de la melancolía sobre su pérdida de la
gratis imaginativa, ya tejiera todos los hilos de su apasionada
personalidad en una encantadora trama de canciones.
[Inspiration and Poetry (1955)]
LUIS CERNUDA
(México, 1959)
La lectura de Darío fue en mi caso personal
lectura adolescente, de los 17 años más o menos; estrofas,
fragmentos de estrofas o versos suyos aún quedan por los
rincones de mi memoria, aunque hace unos cuarenta años que
no he vuelto a leerle. ¿Por qué? Porque durante esos
cuarenta años mi trabajo de poeta fue llevándome,
instintiva y reflexivamente, hacia una experiencia de la poesía
contraria a la que representa Darío, y la relectura de éste
me aburre y enoja. Es decir, que Darío se ha convertido para
mí en negación de cuanto he llegado a admirar y de
cuanto he querido realizar, según mis medios, en el terreno
de la poesía. Entiéndase que no pretendo oponerme,
en cuanto poeta, a Darío, lo que sería presuntuoso
y ridículo, sino de oponer a éste cuanto yo creo que
es o debe ser el poeta. Es verdad que en la morada de la poesía
hay muchas mansiones. Se trata pues de algo "personal"
que en mí se enfrenta con Darío, a quien todos, es
bien sabido, consideran un gran poeta. Mas éste no deja de
parecer hoy un poeta que reina, pero no uno que gobierna: su influencia
en España está liquidada hace muchos años y,
aunque con saldo largamente en su favor (cosa en la que yo no creo,
como indiqué en ocasiones anteriores), no es ya efectiva.
¿Se imaginaría hoy a un poeta joven aprendiendo su
menester en la obra de Darío? ¿Cabría imaginarse
ahora a un discípulo suyo? No se diga que su distanciamiento
de nosotros es lo que le privaría de tener discípulos,
porque más distanciados están en el tiempo Garcilaso
o Bécquer, y sin embargo siguen o pueden seguir teniendo
discípulos, quiero decir, poetas jóvenes que aprendan
en ellos algo y aun algunos del menester poético. El tiempo
cura o mata, y tres generaciones poéticas, por lo menos,
median ya entre Rubén Darío y los poetas que nazcan
ahora, así que éstos se hallarían casi inmunes
a lo que yo estimaría su influencia lamentable. Pero, ¿lamentable
por qué? ¿No se diría hoy la poesía
española, al menos la que desde allá nos dicen más
importante (lo cual no prueba que lo sea), algo incolora y falta
de música? ¿No podría Darío enseñar
a aquélla a poner en el verso algún color y alguna
música? Esa experiencia ya se llevó a cabo entre nosotros
durante los veinte primeros años del siglo, y su resultado
nos es conocido; la labor realizada luego por la generación
poética de 1925 representa, entre otras cosas, la reacción
frente a aquella experiencia poco feliz.
No, el ejemplo de Darío continúa pareciéndome,
a pesar de todo, inadecuado para seguirlo, para incorporarlo a nuestra
tradición poética. No le reprocho, como es natural,
que la abandonara, ni mucho menos su indiferencia hacia la poesía
española inmediata anterior a él: para ello, sobre
todo para apartarse de ésta, tenía motivo suficiente:
lo muerto de sus ejercicios primeros, según el patrón
de la misma, lo prueba con exceso. Lo que le reprocho es, no sólo
que teniendo ante sí a toda la poesía universal, donde
escoger otros modelos (aunque asíno pueda reemplazarse, como
sabemos a una tradición literario-lingüística),
fuera a fijar su atención en aquella que, por razones ahora
no del caso, tal vez su influencia resulte nociva para nosotros
(recuérdese si no lo ocurrido en nuestra literatura del siglo
XVIII), poetas de lengua y tradición española: la
francesa, y en ella, que su mal gusto le llevara hacia los poetas
de menos valor, que eran además los más perjudiciales
para él, dada su inclinación nativa a la pompa hueca
y a la ornamentación inútil. Ahí su ejemplo
continúa haciendo estragos, si no en España, en América,
porque algunos poetas hispanoamericanos aún parecen volver
los ojos a Francia como dechado de gracias poéticas. Al decir
esto no olvido que Francia tuvo en el siglo pasado a Baudelaire,
a Mallarmé, a Rimbaud, mas tampoco olvido que no ha vuelto
a tener quienes puedan comparárseles, y por tanto que no
conviene tomar, a las vessies pour des lanternes.
Pocos errores y extravíos en él que no derivasen principalmente
de aquella elección de Francia como patria suya espiritual.
Bien francesa es su tendencia a estimar las cosas, no por ellas
mismas, sino por la estimación reiterada y anterior de otros;
de lo cual es consecuencia que elaborara sus versos a base de objetos
y cosas que estimaba previamente "poéticos":
rosas, cisnes, champaña, estrellas, pavos reales, malaquita,
princesas, perlas, marquesas, etc. Sus versos son un inventario
de todos esos artefactos poéticos ad hoc. Hay unas
líneas donde expone lo que él cree sus gustos "aristocráticos",
juntando cosas dignas y cosas indignas, cosas exquisitas y cosas
vulgares, mostrando simplemente qué gran confusión
había en su cabeza: "En verdad vivo de poesía.
Mi ilusión tiene una magnificencia salomónica. Amo
la hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos
y la música. No soy más que un hombre de arte. No
sirvo para otra cosa". Darío, como sus antepasados
remotos ante los primeros españoles, estaba presto a entregar
su oro nativo a cambio de cualquier baratija brillante que le enseñaran.
Cierto que no todo en él fueron defectos de gusto, sino también
defectos de orientación, como lo prueban dos actitudes que
adoptara, paradójicamente contrarias, comunes a unos cuantos
artistas de su tiempo y de su continente, que en España,
acaso por culpa suya, dejarían rastro poco edificante entre
los del 98: una, la del poeta como árbitro dictatorial intangible,
superior a todos y al mundo; otra, la del poeta lleno de self-pity,
porque ni los hombres ni el mundo saben reconocer su naturaleza
superior olímpica. Mas corto ahí el anunciado de mis
reproches contra Darío, ya que a nada nos llevaría
su continuación. Para decidir si en ellos hay o no algún
fundamento es inútil acudir a la opinión de nuestros
críticos e historiadores, porque ya dijimos que nos semeja
insuficiente. Tampoco puedo decidir ateniéndome a mi opinión
propia, de la que desconfío; en verdad no estoy tan seguro
del valor posible de mis opiniones como para creer sin sombra de
duda que ésta sobre Darlo sea cierta. El instinto me dice
que acaso no lo sea. Por fortuna, la lectura del estudio de Sir
C. M. Bowra [recogido en Inspiración and Poetry (1955)]
viene a confirmar alguna parte de mipunto de vista y a rechazar
otra, con lo cual la cuestión queda, al menos para mí,
algo menos incierta. No digo que el destino deje de jugarme alguna
travesura, y que dentro de varios años, se siga honrando
a Darío como a gran poeta y en cambio nadie me recuerde,
ni a mí ni a mis opiniones, así como tampoco el nombre
de Sir C. M. Bowra, ya de antemano poco conocido entra nosotros
según supongo. Por eso diría que este escrito, en
vez de "Experimento en Rubén Darío",
pudiera también titularse "Experimento en Superviviencia".
Como es natural, el futuro tiene la palabra, la última palabra.
("Experimento en Rubén Darío" (1966),
recogido en Poesía y Literatura, II (1966).]
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS
(Buenos Aires, 1963)
El universo nuevo que encarnó y encarna la
poesía rubeniana habrá que buscarlo, y éste
es el papel de los ensayistas y críticos futuros, en las
fuentes indígenas, desde la poesía nahuatl,
la más inmediata para él que era chorotega, y de la
que tenemos valiosos testimonios, hasta las raíces de agua
escondida de los cantos de los rapsodas mayas. El mundo de Darío,
como el de estos sus antepasados, estaba lleno de divinidades (tiene
gracia lo de Grecia y los que lo repiten, y él mismo con
que aquel su "Amo más que la Grecia de los griegos,
la Grecia de las Francias"), y por eso su poesía
está llena de dioses, como la de los "Cantares mexicanos",
y de ajuste la poesía griega.
Pero no por estar lleno de dioses y diosas el orbe poético
de Darío, mitos y metáforas americanas, vamos a caer
en el otro extremo, en afirmar que es un poeta sólo americano.
Por el contrario, creemos que en el genio nicaragüense se realiza
el más sorprendente mestizaje poético. Y este fenómeno
es para nosotros el más trascendental y valioso de nuestro
tiempo, ya que en siglos anteriores se había dado con otros
americanos de excepción: el Inca Garcilaso y Rafael Landívar.
Mestizar la poesía con el pretexto de modernizarla, hasta
crear lo que se llama la escuela modernista, es lo que consiguió
Rubén, el más travieso de los poetas que parió
Dios, a los poetas los pare Dios directamente, pues por lo visto
sigue engañando y enredando a los monos sabios que lo arrastran,
después de la corrida, toro de pecho entero, con las mulillas
de lo francés, de lo castizo español, de lo oriental,
sin percatarse que lo que arrastran es sólo su sombra, porque
él, gran toro del alba de nuestra poesía, sigue inconmovible.
(Prólogo a Páginas, de Rubén Darío
(Eudeba, 1963).]
OCTAVIO PAZ
(New Delhi, 1964)
El erotismo de Darío es pasional. Lo que siente
no es tal vez el amor a un ser único sino la atracción,
en el sentido astronómico de la palabra, hacia ese astro
incandescente que es el apogeo de todas las presencias y su disolución
en luz negra. En el espléndido Coloquio de los Centauros
la sensibilidad se transforma en reflexión apasionada: "toda
forma es un gesto, una cifra, un enigma". El poeta oye
"las palabras de la bruma" y las piedras mismas
le hablan. Venus, "reina de las matrices", impera
en este universo de jeroglífícos sexuales. Todo es.
No hay bien ni mal: "ni la torcaz benigna / ni el cuervo
protervo: son formas del enigma". A lo largo de su vida
Darío oscilará "entre la catedral y las ruinas
paganas", pero su verdadera religión será
esta mezcla da panteísmo y duda, exaltación y tristeza,
júbilo y pavor. Poeta del asombro del ser.
Una gran ola sexual baña toda la obra de Rubén Darío.
Ve al mundo como un ser dual, hecho de la continua oposición
y copulación entre el principio masculino y el femenino.
El verbo amar es universal y conjugarlo es practicar la ciencia
suprema: no es un saber de conocimiento sino de creación.
Pero sería inútil buscar en su erotismo esa concentración
pasional que se vuelve incandescente punto fijo. Su pasión
es dispersa y tiende a confundirse con el vaivén del mar.
En un poema muy conocido confiesa: "Plural ha sido lo celeste
/ historia de mi corazón", Extraño adjetivo:
si llamamos celeste a ese amor que nos lleva a ver en la
persona amada un reflejo de la esencia divina o de la Idea, su pasión
responde difícilmente al calificativo. Quizá otra
acepción de la palabra le convenga: su corazón no
se alimenta de la visión del cielo inmóvil pero obedece
al movimiento de los astros. La tradición de nuestra poesía
amorosa, provenzal o platónica, concibe a la criatura como
una realidad reflejada; el fin último del amor no es el abrazo
carnal sino la contemplación, prólogo de las nupcias
entre el alma humana y el espíritu. Esa pasión es
pasión de unidad. Daría aspira a lo contrario: quiere
disolverse en cuerpo y alma en el cuerpo del mundo. La historia
de su corazón es plural en dos sentidos: por el número
de mujeres amadas y por la fascinación que experimenta ante
la pluralidad cósmica. Para el poeta platónico la
aprehensión de la realidad es un paulatino tránsito
de lo vario a lo uno; el amor consiste en la progresiva desaparición
de la aparente heterogeneidad como la prueba o manifestación
de la unidad: cada forma es un mundo completo y simultáneamente
es parte de la totalidad. La unidad no es una; es un universo de
universos, movido por la gravitación erótica: el instinto,
la pasión. El erotismo de Darío es una visión
trágica del mundo.
Amó a varias mujeres. No fue lo que se llama un amante afortunado.
(¿Qué se quiere decir con esa expresión?) Sus
desventuras, si lo fueron realmente, no explican la sucesión
de amoríos ni la sustitución de un objeto erótico
por otra. Como casi todos los poetas de nuestra tradición,
dice que persigue un amor único: en verdad, experimenta un
perpetuo vértigo ante la totalidad plural. No el amor celeste
ni la pasión fatal; ni Laura ni Juana Duval. Sus mujeres
son la Mujer y su Mujer las mujeres. Y más: la Hembra. Sus
arquetipos femeninos son Eva y Cipris. Ellas "concentran
el misterio del corazón del mundo". Misterio, corazón,
mundo: entraña femenina, matriz primordial. Aprehensión
sensual de la realidad: en la mujer "se respira el perfume
vital de cada cosa". Ese perfume es lo contrario de una
esencia: es el olor de la vida misma. En el mismo poema Daría
evoca una imagen que también sedujo a Novalis: el cuerpo
de la mujer es el cuerpo del cosmos y amar es un acto de canibalismo
sagrado. Pan sacramental, hostia terrestre: comer ese pan es apropiarse
de la sustancia vital. Arcilla y ambrosía, la carne de la
mujer, no su alma, es celeste. Esta palabra no designa a la esfera
espiritual sino a la energía vital, al soplo divino que anima
la creación. Unos versos más adelante la imagen se
hace más precisa y osada: el "semen es sagrado".
Para Darío el licor seminal no sólo contiene en germen
al pensamiento sino que es materia pensante. Su cosmología
culmina en un misticismo erótico: hace de la mujer la manifestación
suprema de la realidad plural y endiosa al semen.
Los actores de esta pasión no son personas sino fuerzas vitales.
El poeta no busca salvar su yo ni el de su amada sino confundirlos
en el océano cósmico. Amar es ensanchar el ser. Estas
ideas, corrientes en la alquimia sexual del taoísmo y en
el tantrismo budista a hindú, nunca habían aparecido
con tal violencia en la poesía castellana, toda ella impregnada
de cristianismo. (Las fuentes del erotismo español son otras:
la poesía provenzal, la mística árabe y la
tradición plátonica del Renacimiento italiano). No
es fácil que Darío se haya inspirado directamente
en los textos orientales, aunque sin duda tuvo vagas nociones de
esas filosofías. En todo esto hay un eco de sus lecturas
románticas y simbolistas pero hay algo más: esas visiones
son la expresión fatal y espontánea de su sensibilidad
y de su intuición. La originalidad de nuestro poeta consiste
en que, casi sin proponérselo, resucita una antigua manera
de ver y sentir a la realidad. Al redescubrir la solidaridad entre
el hombre y la naturaleza, fundamento de las primeras civilizaciones
y religión primordial de los hombres, Daría abre a
nuestra poesía un mundo de correspondencias y asociaciones.
Esta vena de erotismo mágico se prolonga en varios grandes
poetas hispanoamericanos, como Pablo Neruda.
La imaginación de Darío tiende a manifestarse en direcciones
contradictorias y complementarias y de ahí su dinamismo.
A la visión de la mujer como extensión y pasividad
animal y sagrada -arcilla, ambrosía, tierra, pan- sucede
otra: es el "Potente a quien las sombras temen, la reina
sombría". Potencia activa, dispensa con indiferencia
el bien y el mal. Encarna, diría, la profunda, sagrada amoralidad
cósmica. Es la sirena, el monstruo hermoso, tanto en el sentido
físico como en el espiritual. En ella confluyen todos los
opuestos: la tierra y el agua, et mundo animal y el humano, la sexualidad
y la música. Es la forma más completa de la mitad
femenina del cosmos y en su canto salvación y perdición
son una misma cosa. La mujer es anterior a Cristo: lava todos los
pecados, disipa todos los miedos y su virtud lustral es tal que
"al torcer sus cabellos, apaga el infierno". Sus
atributos son dobles: es agua pero también es sangre, Eva
y Salomé:
Y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.
Pues la rosa sexual
al entreabrirse
conmueve todo lo que existe
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.
Los arquetipos de su universo son la matriz y el
falo. Está en todas las formas: "el peludo cangrejo
tiene espinas de rosa / y los moluscos reminiscencias de mujeres".
La seducción del segunda verso no proviene únicamente
del ritmo sino de la conjunción de tres realidades distintas:
moluscos, mujeres y reminiscencias. La alusión a vidas anteriores
es frecuente en la poesía de Darío e implica que la
cadena de las correspondencias es también temporal. La analogía
es el tejido viviente de que están hechos espacio y tiempo:
es infinito e inmortal. El carácter enigmático de
la realidad consiste en que cada forma es doble y triple y cada
ser es reminiscencia o prefiguración de otro. Los monstruos
ocupan un lugar privilegiado en este mundo. Son los símbolos,
"vestidos de belleza", de la dualidad, el signo
viviente del ayuntamiento cósmico: "el monstruo expresa
un ansia del corazón del Orbe". La filosofía
de Darío se resuelve en esta paradoja: "saber ser
lo que sois, enigmas siendo formas". Si todo es doble y
todo está animado, toca al poeta descifrar las "confidencias
del viento, la tierra y el mar". El poeta es como un ser
sin memoria, como un niño perdido en una ciudad extraña:
no sabe ni de dónde viene ni adónde va. Pero esta
ignorancia esconde un saber informe. Frente al mar catalán:
"siento en roca, aceite y vino, / yo mi antigüedad".
Niño milenario, el poeta es la conciencia del olvido en que
se sustenta toda vida humana: sabe con certeza qué fue lo
que perdimos y lo que nos perdió. Percibe "fragmentos
de conciencias de ahora y ayer", mira al sol negro, llora
por estar vivo y se asombra de su muerte.
["El caracol y la sirena" (1964, incorporado a
Cuadrivio, 1966).]"
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