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"La novela brasileña"
En Mundo Nuevo, n. 6
diciembre de 1966
p. 5-14

Hacia una dicción nacional

"El crítico vienés que llamó al Brasil "El País del Futuro" estaba acuñando algo más que un lema para el chauvinismo brasileño o un pretexto para la mas obvia réplica: Siempre será un País del Futuro. En Brasil, el amanhá está tan profundamente grabado en el carácter nacional como el mañana en el resto de América Latina. Sin embargo, la frase de Stefan Zweig implica una verdad simple aunque elusiva: Brasil como unidad coherente, no existe, todavía. Políticamente existe desde que el Grito de Ipiranga (1822) lo liberó del dominio portugués. (Aunque D. Pedro, que proclamó la independencia, era el hijo y heredero del Rey de Portugal.) Como país libre, Brasil ha existido ya durante casi un siglo y medio, pero como una unidad nacional y cultural es aún País del Futuro. Por eso, suponer que existe algo que se pueda llamar la novela brasileña, es suponer demasiado. Hay novelas brasileñas pero no hay nada que sea la novela brasileña.

Debido a las vastas diferencias naturales entre la selva amazónica y el desierto del Nordeste, las áridas mesetas de Minas Gerais y la blanda, sensual, Costa de Río de Janeiro, los húmedos bosques de Santa Catarina y los templados espacios abiertos de Río Grande do Sul, el Brasil abarca una enorme variedad de culturas. Los microcosmos que forman ese macrocosmos están reflejados brillantemente en sus novelas. Como los novelistas norteamericanos del siglo pasado, los brasileños de hoy no pueden evitar ser regionalistas en sus escritos. Por esta razón, esa abarcadora novela brasileña, prototipo y paradigma de un género nacional, existe tan poco como "la novela norteamericana".

Los críticos literarios brasileños han señalado los contrastes más obvios entre la ficción escrita en el Nordeste -tierra trágica de desiertos y hambre, de rebelión épica y sangrienta- y la ficción del Sur: esa región de gauchos, tan similar en muchos aspectos al Oeste norteamericano o a las llanuras rioplatenses. También han discutido las diferencias que hay entre los novelistas introspectivos de Minas Gerais y los más brillantes y extrovertidos de los grandes puertos del Atlántico. Pero es tan erróneo considerar la literatura brasileña sólo en términos de un mapa literario del país como lo es hablar sólo de la escuela de novelistas sureños o del grupo "internacional", de Nueva York al escribir sobre la novela estadounidense de hoy. Aunque este enfoque tiene algún mérito, se basa en ciertos presupuestos erróneos. Parece implicar que la novela en Brasil está sólo condicionada por el medio, que sus novelistas están escribiendo sólo dentro de los esquemas del realismo, que la novela en una palabra es una forma documental. Hace veinte o treinta años estos puntos de vista eran aceptados por la crítica brasileña, como lo eran también en el resto de América Latina. El impacto de la Naturaleza sobre el Hombre en el vasto continente, el descubrimiento del compromiso político por la escuela de existencialistas franceses, y las teorías del realismo socialista que difundía la Unión Soviética eran discutidos y anchamente aceptados en casi toda América Latina. No sólo en Brasil sino también en México y Argentina, en Ecuador y Cuba, los escritores estaban dedicados a levantar el inventario de sus patrias, describiendo ríos y montañas, denunciando a las oligarquías locales y el omnipresente (aunque no siempre visible) imperialismo norteamericano. En ese período, se escribían novelas para mostrar el destino de los indios del Altiplano o la pavorosa miseria de los explosivos suburbios de Caracas. Muy pocos de esos novelistas latinoamericanos estaban entonces comprometidos con la realidad. Rara vez escribían sobre hombres aunque escribían sobre el Hombre. Si bien su propósito era el realismo documental, los libros que producían solían ser ejercicios muy estilizados de descripción abstracta de la realidad, panfletos apenas disfrazados de novelas, piadosos libelos.

El movimiento regionalista de los años veinte se desarrolló en el Brasil contra el fondo del extremo academismo de una literatura que todavía dependía de Europa. El movimiento había empezado un poco antes y, aunque parezca paradójico, tenía su origen en un grupo de escritores que sintieron la necesidad de cortar todos los vínculos con la dicción y la retórica portuguesa. Para conseguirlo, se volvieron hacia Francia e Italia. La Semana de Arte Moderna que se desarrolló en julio de 1922, en São Paulo produjo un tremendo impacto en la vida cultural de la nación entera y marcó el comienzo de una ola de renovación de muy importantes consecuencias. El grupo fue bautizado en Brasil de "Movimiento Modernista" y no debe ser confundido con el Modernismo hispanoamericano, creado unos cuarenta años antes por Rubén Darío y otros poetas latinoamericanos, bajo la influencia de la poesía simbolista francesa y de la pintura prerrafaelista británica.

Aunque muy claramente inspirado en el Futurismo italiano y en otros Ismos europeos, la Semana de Arte Moderna se orientó hacia el descubrimiento creador del Brasil. El contacto y la imitación de Marinetti y Dada y los superrealistas, llevó a los escritores brasileños (en forma algo inesperada) a una búsqueda de las esencias del Brasil. Mario de Andrade (1893/1945), un poeta y crítico de ideas muy personales, fue uno de los jefes del movimiento. El fue de los primeros en ver los peligros del regionalismo y en señalar la urgencia de un redescubrimiento del Brasil. Su única novela, Macunaima (1928), tiene el deliberado propósito de construir una narración poética basada en todo el folklore brasileño y de explorar las posibilidades de una lengua realmente brasileña, tan distinta de la portuguesa como la norteamericana lo es de la inglesa. Como novela, Macunaima es un hermoso fracaso. Demasiado incoherente, oscura y episódica, demasiado laxamente entretejida, tiene muchos de los defectos de una obra experimental como Ulysses y pocas de sus deslumbrantes virtudes. Como acontecimiento señero, sin embargo, Macunaima resulta insuperable. Señaló, al comienzo mismo del movimiento modernista, dos verdades muy importantes: el realismo documental es un punto muerto para la novela; el lenguaje es el primero y más crítico problema que enfrenta el novelista. A través de Macunaima, el holgazán anti-héroe de su novela (Qué preguiça, Qué pereza, es su lema, y hasta cierto punto un lema nacional), Mario de Andrade mostró que la novela no necesita ser un mero registro de la realidad y debe ser una creación mitopoética. Concentrándose más en el lenguaje que en la fábula o los personajes, de Andrade demostró estar ocupándose primero de las cosas primeras. Desgraciadamente, Macunaima nunca consigue ser más que un experimento, admirablemente lúcido y poético.

Desde muchos puntos de vista, ese intento realizado en Brasil a fines de los años veinte puede ser comparado con el que ensaya Jorge Luis Borges en Buenos Aires durante el mismo período. Sus cuentos, deliberadamente presentados como Ficciones, enfatizaban entonces, como lo había hecho Macunaima, las cualidades mitopoéticas de la imaginación narrativa y revelaban la urgencia de romper con una tradición muerta para poder crear un lenguaje verdaderamente latinoamericano. Aunque Borges tuvo éxito en sus experimentos y se convirtió en el jefe de un pequeño grupo de escritores que se reunían en torno a la revista Sur, la principal línea de la ficción argentina continuó hasta hace relativamente poco una tendencia más realista y documental. Mario de Andrade alcanzó la misma clase de resultado al modificar la perspectiva literaria del Brasil: fue el suyo asimismo un éxito minoritario. Indicó el camino cierto pero (aparentemente) no pudo ir más allá. En 1926, un nuevo movimiento ya se había desarrollado como reacción polémica contra los modernistas de São Paulo. Un énfasis nuevo y renovado sobre el regionalismo marcó el grupo del Nordeste que vino a desafiar a los paulistas.

El regionalismo: un callejón sin salida

El punto de partida del contramovimiento fue el Primeiro Congresso de Regionalistas do Nordeste que tuvo lugar en Recife, en 1926. Si São Paulo representa el Brasil dinámico y moderno de hoy, el Nordeste en los años veinte representaba el Brasil que estaba dejando atrás la nueva industrialización. Era ésta una región de economía obsoleta, basada en la caña de azúcar, el decadente mundo feudal de los herederos de grandes propietarios de esclavos, y de la sociedad marginal de los pobres retirantes, emigrantes internos que huían periódicamente del árido interior. En muchos aspectos, esa tierra combinaba las duras realidades y las pesadillescas visiones que eran tan familiares a los lectores de Sherwood Anderson, William Faulkner o John Steinbeck. Sólo que el contexto nordestino es aún más duro y trágico.

Inspirado por hombres como el sociólogo Gilberto Freyre (nacido en 1900), el Congreso de Regionalistas Nordestinos marcó el comienzo de un importante movimiento literario, sirvió para sofocar el Nordeste en el mapa de la ficción brasileña. Lo hizo con una vitalidad y esplendor tales que se llegó a olvidar el hecho de que la novela del Nordeste no es la novela brasileña entera. Uno de los clásicos de la sociología brasileña, Os Sertões, de Euclides da Cunha, escrito en 1902, ya había explorado las vastas posibilidades épicas de esa región del Brasil; en Casa Grande e Senzala, Freyre había agregado, en 1933, a la visión poética de Da Cunha su propia visión, amplia y minuciosa, de un pasado feudal decadente.

A partir de escritores como José Américo de Almeida (cuya A Bagaçeira, 1928, es una obra precursora) y Raquel de Queiroz (que antes de cumplir los veinte escribió O Quinze, un documento clásico y sobrio sobre los retirantes del año 1915, publicado en 1930), los novelistas del Nordeste, incluyendo a Graciliano Ramos, José Lins do Rêgo y Jorge Amado, pronto alcanzaron fama en todo el Brasil. De estos novelistas, sólo Jorge Amado tuvo eco internacional. Simpatizante del jefe comunista Luis Carlos Prestes (cuya biografía escribió), Amado fue ampliamente traducido en los países socialistas. También alcanzó el éxito en los Estados Unidos: uno de sus libros Gabriela, Cravo eCanela (1958), fue la primera novela latinoamericana en convertirse en best-seller allí. La edición norteamericana, publicada en 1962, fue reseñada en la primera página de la sección bibliográfica del New York Times. Hace poco, Rayuela, del argentino Julio Cortázar, una obra mucho más sutil a infinitamente más creadora, también fue reseñada en el mismo lugar.

A pesar de este éxito internacional, que salta las barreras ideológicas, Amado (nacido en 1912) no es considerado, sin embargo, por los críticos brasileños como el igual de Lins do Rêgo o de Graciliano Ramos. Las razones son obvias. Aunque es un narrador nato y un escritor de gran encanto, hasta hace muy poco era uno de los más sinceros continuadores de las estériles teorías del realismo socialista. Sus primeros libros (sobre todo los del ciclo del Cacau) son meros panfletos, aquí y allá aliviados por descripciones gráficas y hasta pornográficas de la vida en las plantaciones del Nordeste o en los suburbios ciudadanos. Jubiabá, que apareció en 1935, es una novela extravagante, una suerte de suite grand-guignolesca de horrores, presentada como un documento sobre la situación social de Bahía y sus alrededores, durante los años treinta. A partir de 1956, cuando los soviéticos declararon oficialmente el deshielo en las restricciones puestas a la literatura, Amado se sintió libre de escribir novelas en una vena puramente narrativa. Gabriela es tal vez la mejor: los personajes viven, el color local es brillante, y Gabriela un encanto. Pero sus limitaciones como novela son evidentes. Nunca penetra más allá de la superficie; el lenguaje, aunque adecuado, es rara vez creador. Amado, como O'Hara en los Estados Unidos, o Maugham en Inglaterra, es un maestro de lo obvio, de lo típico, de lo superfluo.

Más interesante es el caso de Lins do Rêgo (1901-1957). El también se inició con un ciclo de novelas, sobre la cultura de la caña de azúcar, pero su enfoque es completamente distinto del de Amado. Lins do Rêgo no escribió con un molde marxista en la mano, sino que extrajo sus novelas de su experiencia de muchacho nacido y educado en los ingenios azucareros. Era hijo de los dueños; lo que escribió en una prosa rica, caótica eindisciplinada fue su propia búsqueda del tiempo perdido. Como Don Segundo Sombra (1926), la obra maestra del argentino Ricardo Güiraldes, sus libros están llenos de la nostalgia de la memoria. Lins do Rêgo tenía una visión menos poética pero más abarcadora que la de Güiraldes. Escribió con brío y con emoción, y revelando un compromiso muy personal con las ásperas realidades del Nordeste. Su molde era la obra de su maestro, Gilberto Freyre, a cuyas encantadoras teorías y observaciones sumó su propia experiencia, enriquecida por el contacto literario (en Alagoas, durante los años de su formación) de gente como Raquel de Queiroz y Graciliano Ramos.

Más tarde, el éxito de sus novelas y una larga residencia en Río de Janeiro atenuaron el calor e inmediatez de su crónica. Mientras vivía en Río completó, entre otras, tres de sus más ambiciosas novelas: Pedra Bonita (1938), Fogo Morto (1943), y Cangaceiros (1953). Escribiendo ahora desde un punto de vista puramente narrativo y no a partir de sus recuerdos del mundo de la caña azúcar, Lins de Rêgo demostró sus limitaciones como novelista. Sólo la primera de estas novelas es realmente una sólida obra. Esa crónica ficticia de una rebelión mística en los desiertos del Nordeste, encendida por un fanático que pretende ser un nuevo Cristo (y tal vez él mismo lo cree), está presentada a través de los ojos de un muchacho, Antonio Bento, descendiente del fanático. La historia se desarrolla en dos niveles del tiempo -uno presente, el otro remoto- que acaban por fundirse al final de la novela. El punto de vista elegido es a la vez distante a inmediato.

Lins do Rêgo no tenía la capacidad de creación necesaria para llevar a cabo totalmente su ambición; las dos últimas novelas importantes que escribió así lo demuestran. En tanto que Fogo Morto está a menudo salvada por el vigor de ciertos personajes, como el capitán Vittorino Carneiro da Cunha, Cangaceiros se apoya demasiado en la atracción que ya tiene el tema mismo: esos coloridos bandoleros del desierto nordestino. En un rápido balance, las limitaciones de Lins do Rêgo como novelista no obliteran sin embargo sus aciertos. En muchos aspectos se estaba moviendo por el camino cierto. Había descubierto que las novelas documentales dependen de una transcripción imaginativa del lenguaje tal como se le habla realmente. Desde São Paulo, Mario de Andrade había luchado sin descanso por liberar al portugués del Brasil de la dicción y la gramática de la vieja metrópoli. (En la América hispánica, la batalla principal había sido ganada, felizmente, hacia mediados del siglo diecinueve.) Aunque Lins do Rêgo se opuso a muchas de las influencias europeas que impregnaban el movimiento modernista, compartía con de Andrade la preocupación por el lenguaje hablado en el Brasil. En tanto que el propósito de éste era realmente reemplazar una retórica anticuada por una nueva, Lins do Rêgo da a veces la impresión de que sólo quisiera eliminar todo tipo de retórica. En sus novelas, que se caracterizan por una gran libertad de expresión, él intentó transcribir el "verdadero" lenguaje de los personajes. Lo que le faltó fue la necesaria disciplina para mantener el lenguaje hablado en un nivel creador. Debido a su esfuerzo por ser fiel a las palabras y sonidos realmente usados por la gente, a menudo se convirtió en literal, monótono, y antigramatical hasta un punto inaguantable. El resultado de su esfuerzo justificó muchas veces las acusaciones de algunos de sus críticos de que escribía muy mal.

Hasta cierto punto, Amado y Lins do Rêgo no se preocuparon realmente por escribir bien y descansaron, incluso demasiado, en su intuición de cuentistas natos. Entre los novelistas nordestinos, el que realmente se preocupó por escribir bien fue el autor que la mayor parte de los críticos saludan como el mejor del período: Graciliano Ramos (1892/1953). Ramos fue tan marginal en su puesto de empleado público en alguna región perdida del Nordeste como el Nordeste mismo es marginal al Brasil moderno. Un introvertido, tímido hasta el extremo del silencio total, Ramos manifestó su reticencia hasta en la demora en publicar su primer libro. Tenia ya cuarenta y un años cuando Caetés apareció en 1933. Había aprendido a leer recién a los nueve años; su educación fue muy azarosa. Durante sus primeros años, estuvo bajo la influencia de Gorki y de algunos maestros del idioma portugués, como el novelista Eça de Queiroz y los brasileños Euclides da Cunha y Raul Pompéia.

Algunos críticos han proclamado a Vidas Sêcas (1937) su obra maestra y una obra maestra de la novela regional. El juicio es discutible pero, aún si no se la considera como tal, es un libro importante y tal vez el mejor de los suyos -aunque muchos prefieren su autobiográfica Infancia (1945). Vidas Sêcas, describe la odisea de una familia del Sertão nordestino y está escrita en un estilo escueto y económico. Cada uno de sus capítulos es autónomo (fueron publicados originariamente como cuentos), y toda la estructura de la novela revela una gran preocupación por la forma y el estilo. Aunque en este libro Graciliano Ramos evita todo análisis psicológico (había abusado del género en una novela anterior, Angustia, 1936), consigue revelar, más por implicación que por afirmación directa, la vida interior de sus desposeídos personajes a través de su relación con el medio y con los animales que los rodean. El sol, un perro, y una sombra son personajes tan legítimos de su relato como los seres humanos.

Ramos era un hombre silencioso, y Vidas Sêcas es un libro silencioso, del tipo de obra que necesita ser releída para revelarse enteramente. Con la perspectiva de casi tres décadas, es fácil descubrir que falla precisamente por lo que parecieron ser sus virtudes cuando fue publicada en los años treinta. En un período en que los libros, tan vitales de Amado, y las laxamente construidas pero apasionantes novelas de Lins do Rêgo eran best-sellers en todo el Brasil, Vidas Sêcas era una lección de austeridad, de observación profunda, de actitudes anti-heroicas frente a una realidad dura y cruda. Desde entonces, nuevas fuerzas literarias han transformado a Graciliano Ramos en un maestro respetado pero no muy influyente. Cierta vez Lins do Rêgo lo llamó "Mestre Graciliano". El título era merecido, pero en esos últimos diez años los novelistas brasileños han descubierto otro maestro: João Guimarães Rosa. Paradójicamente, su primer libro fue publicado el mismo año que Vidas sêcas, pero, en vez de cerrar una corriente de creación, Sagarana (así se llama) abría una nueva.

Mestre Guimarães

El problema del regionalismo, tal como fue discutido en los años veinte y treinta en América Latina es un problema falso. Entonces fue presentado más como problema geográfico que literario. Desde un punto de vista estrictamente literario, todas las novelas son regionales ya que pertenecen a una determinada área lingüística. Por ejemplo, la primera novela moderna, el Quijote, trata de un caballero imaginario que vive en una perdida región del imperio español; Madame Bovary presenta a una señora francesa que sueña despierta y ha leído demasiadas novelas románticas en su sórdida ciudad de provincias, y Los hermanos Karamazov se refiere a un conjunto de borrachos, inflamados a veces por pensamientos místicos, que habitan un pueblecito de Rusia. Pero no sólo las así llamadas novelas realistas están estrictamente localizadas por el lenguaje y la visión del mundo que ese lenguaje implica. También las novelas fantásticas son regionales en este sentido. Los Viajes de Gulliver están tan nacionalmente enraizados en la prosa neoclásica del siglo XVIII como lo está Candide, aunque sus distintas visiones del mundo ponen de relieve distintos caracteres nacionales. El proceso y El castillo, de Kafka, abruman al lector con las más concretas minucias de la vida en la Europa Central durante la decadencia del imperio austro-húngaro, y están atravesadas por una noción de la culpa que proviene directamente del Viejo Testamento, tal como lo leían y lo interpretaban los judíos del ghetto de Praga. Cuando Borges escribe sobre héroes escandinavos o chinos o irlandeses está siempre escribiendo sobre una enorme biblioteca, llena de libros ingleses y situada en un suburbio cosmopolita del mundo: Buenos Aires. En verdad, literariamente, importa poco cuál es la situación geográfica de un escritor. Lo que realmente importa es la naturaleza de su enfoque de la realidad. Desde este punto de vista, algunos libros son más regionales que otros porque tienden a presentar sólo los aspectos típicos de un determinado lugar y ambiente, sólo el color local: jamás se mueven de la superficie que están presentando para describir lo que está debajo. Es esta diferencia de profundidad, y no la diferencia en el tema, lo que hace a Amado más regional que Ramos.

João Guimarães Rosa (nacido en 1908) ha logrado ser universal en su enfoque sin dejar de estar comprometido con su propio territorio. Hasta ahora ha publicado un libro de cuentos bastante cortos (Primeiras Estorias, 1962), dos de nouvelles (Saragana, ya mencionado, y Corpo de baile, 1956) y una novela, lo que no parece mucho si se le compara con otros narradores de este tiempo. Hoy es considerado el más grande escritor brasileño vivo y uno de los primeros en América Latina. Originariamente publicada en 1956, su única novela, Grande Sertão: Veredas, está escrita en forma de monólogo. El protagonista, Riobaldo, había sido bandido, o jagunço, como los llaman en el sertão: ahora es un honorable estanciero que empieza a envejecer. El monólogo -que procede casi sin pausa, aunque de tanto en tanto el relator se detiene a contestar alguna inaudible pregunta de un desconocido oyente- describe la vida de Riobaldo: vida llena de amor y aventuras. El oyente es un personaje más ambiguo aún que los interlocutores que utiliza, por ejemplo, Joseph Conrad en sus novelas. Sin embargo, es para él que el protagonista cuenta su cuento. Cada monólogo necesita un oyente hechizado (como el Viejo Marino, de Coleridge, sabía tan bien) porque su presencia justifica la actitud confesional a implica al mismo tiempo que hay un profundo secreto a punto de ser revelado. Riobaldo, es claro, tiene un secreto.

El monólogo del protagonista crea un mundo. Es el mundo del interior de Minas Gerais, una tierra alta y desértica que linda con el sertão del Nordeste, desierto mucho más pequeño y que ya ha sido explorado por los novelistas y sociólogos brasileños. Una vez me dijo Guimarães Rosa, con visible orgullo, que comparado con el sertão de Minas Gerais, el nordestino es sólo una franja no muy separada de la costa atlántica. El título de su novela, literalmente traducido, indica precisamente esa dimensión extraordinaria de la tierra minera: Gran Desierto: Pequeños Ríos. Comparado con la enormidad de Minas Gerais, este largo libro es apenas el registro de una pequeña excursión.

El mundo que Riobaldo evoca es violento; está lleno de traición y de ardientes rivalidades, de miseria y de explotación, y se desarrolla en un territorio atravesado por bandidos, políticos y un ejército implacable y venal. La narración se ubica en los últimos años del siglo pasado, pero el problema que Guimarães Rosa presenta está aún muy vivo, como lo demuestran los titulares de los periódicos brasileños. Al novelista no le interesan realmente los aspectos documentales del mundo sobre el que escribe. Como otros brillantes colegas de la ficción latinoamericana de hoy (Alejo Carpentier, de Cuba, y Julio Cortázar, de Argentina), el novelista brasileño no pasa por alto la miseria o la explotación que lo rodean, pero él sabe que la realidad cala más profundamente aún. Sus experiencias como médico rural y, más tarde, como médico del ejército lo familiarizaron no sólo con los hombres de la región sino también con su inagotable lenguaje. A través de la recreación artística de su lengua hablada, él consigue trasmitir toda la realidad de esta tierra brutal y trágica. Su niñez estuvo dedicada a escuchar a los viejos contar increíbles historias de esos bandidos, crueles y sangrientos, que llenan el sertão: grotescos caballeros andantes de una dudosa cruzada. En su juventud, viajó mucho a través del paisaje extraño, duro y hechicero de los Gerais, pasó mucho tiempo explorando las pequeñísimas poblaciones o recorriendo caminos que no llevaban a ningún lado: así se familiarizó con la escualidez y la miseria de este país tan rico. Su vida allí fue la búsqueda encarnizada de un lenguaje creador para contar todo esto.

A través de una técnica y de una sensibilidad que fueron moldeadas por la novela experimental de los veinte y los treinta (sus deudas con Joyce, Proust, Mann, Faulkner, y Sartre, son obvias), Guimarães Rosa logra, en Grande Sertão: Veredas, jugar con el tiempo y con el espacio, telescopa hábilmente sucesos y personajes. Usa los más desvergonzados recursos del melodrama pero jamás cae en las resecas convenciones del realismo documental. En realidad, hasta se burla de ellas manteniendo (como Cervantes) una sutil nota de parodia desde el comienzo hasta el fin de su relato. Uno de los secretos más guardados del monólogo de Riobaldo, por ejemplo, es el nombre de su verdadero padre. Cuando se descubre, todo el libro adquiere la forma de una búsqueda de la propia identidad, uno de los temas básicos de la literatura, desde los griegos por lo menos. El secreto más sensacional del libro, sin embargo, es otro: cuál es la verdadera naturaleza de Díadorim, el mejor amigo y constante compañero del protagonista, un joven de inusual hermosura y pureza hacia el que Riobaldo se siente atraído sexualmente aunque combate esa atracción. Al jugar con la ambigüedad de esta relación, Guimarães Rosa trasmuta uno de los clisés del melodrama (las identidades secretas) en una visión profunda sobre la naturaleza del deseo. A Thomas Mann le habría gustado este libro, e Italo Calvino habría reconocido en él algunos de los motivos e ironías de su Cavaliere inesistente, libro algo posterior al de Guimarães Rosa. (Es de 1959.)

Como lo han señalado ya los mejores críticos brasileños, Grande Sertão: Veredas se parece en muchos aspectos a las novelas de caballería que cierran la edad media ibérica: esa ficción épica de los infatigables caballeros andantes que Cervantes parodió en el Quijote. Como esos prototipos, Riobaldo está inspirado por el honor, por un amor que no es de este mundo, por la más pura amistad, por una noble causa; y lucha contra la traición, la tentación carnal, los oscuros poderes de la tiniebla. La vasta y dispersa complejidad de encuentros accidentales y separaciones inexplicadas, súbitos descubrimientos de un pasado escondido, y trágicas anagnórisis que constituyen su rica trama aparecen proyectados, como ha señalado el profesor Cavalcanti Proença, sobre diferentes niveles de significación: el individual, el colectivo, el mítico. Toda la novela está dividida en episodios que aparecen cuidadosamente entretejidos en la textura del monólogo de Riobaldo, como aconsejaban los retóricos medievales; aún la técnica deriva hasta cierto punto de este tipo de novela, tan popular en la península ibérica. En la América hispánica, uno de los más destacados novelistas jóvenes de hoy, el peruano Mario Vargas Llosa, refleja el mismo prototipo narrativo en su última novela, La casa verde (1966). Que Vargas Llosa haya escrito su espléndido libro sin conocer probablemente la obra maestra de Guimarães Rosa (Brasil está más desconectado con el resto de América Latina que con Europa o con los Estados Unidos) muestra que hay profundas corrientes invisibles que vinculan el estilo épico de las novelas de caballería y el narrativo de algunos escritores latinoamericanos de hoy. El mundo feudal de la selva peruana y el del desierto minero de alguna manera hacen juego con el mundo feudal de aquellas novelas andariegas de la Europa de fines de la edad media.

Pero el verdadero tema de Grande Sertão: Veredas es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido de que ha hecho un pacto con el diablo, que fue el diablo quien lo arrastró a una vida de perversidad y crimen. El suyo no es, sin embargo, el típico demonio de la pata de cabra y el gesto irónico. Para Guimarães Rosa el diablo está en todas partes: es una voz en el desierto, un susurro en la conciencia, una súbita mirada cargada de tentación, la irresistible maldad de un poderoso bandido. Junto al diablo, en este cuento moral, se levanta la figura de un ángel, el hermoso y ambiguo Diadorim. Pero como éste es un cuento moderno, y por lo tanto un cuento complejo, el ángel y el diablo de la historia de Guimarães Rosa no son tan fácilmente discernibles. Desgarrado entre el bien y el mal, muy a menudo incapaz de decidir dónde está uno y dónde el otro, Riobaldo vacila, atravesado por dudas y por la angustia.

En el centro de esta narración épica -llena de batallas, crímenes, y muerte súbita- se encuentra la historia de un alma dividida entre el amor y el odio, la amistad y la enemistad, la superstición y la fe. No es nada más ni nada menos que una creación mitopoética, un microcosmos literario de los elementos que componen esa tierra natal de Guimarães Rosa, ese Brasil enorme, caótico, acechado por ángeles y demonios.

Si Grande Sertão: Veredas es una alegoría, lo es del tipo de las que se salvan de la pura abstracción intelectual por la poesía concreta de su dicción y de sus personajes. Con vacilaciones al comienzo, luego más y más firmemente a medida que la larga narración progresa y adquiere ímpetu, la novela acaba por adquirir el puro encanto narrativo de un western. A medida que se apodera del libro la mera fuerza narrativa, todo un mundo aparece recreado por el lenguaje. La relación de Guimarães Rosa con ese mundo de los jagunços es a la vez indirecta y distante. A diferencia de lo que pasaba en la obra maestra de Euclides da Cunha, que se basa en la propia experiencia del autor durante una campaña militar que liquidó la rebelión sangrienta de uno de los más famosos bandoleros del Nordeste, esta novela de Rosa está escrita no sobre la experiencia de un testigo sino a través de los relatos que cuentan los sobrevivientes de aquella época terrible: relatos vueltos a contar y reescritos por la imaginación de Guimarães Rosa. Para el novelista, la distancia en el tiempo y la falta de toda experiencia directa resultan al fin y al cabo más beneficiosas que la inmediatez del reportaje sociológico de Da Cunha. Por su mismo distanciamiento, Guimarães Rosa pudo llegar más cerca del corazón del asunto. Lo que le ocurrió mientras estaba escribiendo y recreando el mundo de los jagunços es algo parecido a lo que le ocurrió a Sarmiento cuando escribió la vida de Facundo y describió la pampa en 1845. El autor argentino no había estado nunca en la pampa, aunque había nacido y vívido no muy lejos de ella. Todo lo que sabía era a través de relatos ajenos y los informes de los viajeros ingleses que fueron los primeros en intentar mostrarla en toda su vastedad y desolación. De hecho, Sarmiento recreó en español lo que era un enfoque originariamente extranjero pero, a pesar de esto, por hacerlo genialmente, "nacionalizó" la pampa en la literatura argentina. El mismo doble punto de vista actúa en Grande Sertão: Veredas. Allí Guimarães Rosa ha utilizado su propia experiencia del sertão y los documentos reunidos por gente como Da Cunha para evocar, en la lengua creada y real a la vez, de un jagunço imaginario el mundo del interior del Brasil en los últimos años del siglo XIX.

Cada frase de su novela está escrita como si fuera un verso en un poema. La invisible pero omnipresente estructura verbal es tan importante para la adecuada comprensión del libro como la peripecia narrativa misma. La distribución de los acentos en cada frase y el movimiento general de cada párrafo revelan a menudo más sobre el verdadero estado de ánimo del protagonista que cualquier situación determinada, cualquier episodio heroico. Esta es la principal razón por la que, al comienzo del largo monólogo, Guimarães Rosa hace que su protagonista aparezca tan remiso en contar toda la historia de su vida: por qué Riobaldo es tan reticente y ambiguo con respecto a Diadorim y a su pacto con el diablo; por qué sólo empieza a contar y confesarse sin ambages cuando la corriente de la memoria, el incesante flujo de la evocación, se apoderan de él completamente. Entonces la narración crece y se acelera. El último tercio de la novela está completamente libre de apartes, de reservas mentales, de la actividad inagotable del censor interior. Cuando la confesión llega a su clímax, la novela termina. La catarsis se ha completado.

Esta peculiaridad de su estilo explica las dificultades que presenta la novela de Guimarães Rosa (y toda su producción narrativa, por otra parte) a los traductores y aún a los lectores que saben portugués. De hecho, la traducción norteamericana (realizada con enorme cuidado por James L. Taylor y Harriett de Onís) se lee mucho más fácilmente que el original ya que hasta cierto punto los traductores se vieron forzados a simplificar y explicar el texto. Según me dice Guimarães Rosa, sólo la reciente traducción de Corpo de baile, y la versión alemana de Grande Sertão: Veredas realizan la tarea casi imposible de ser a la vez fieles al original y legibles en la lengua a que se traduce. Las versiones francesas racionalizan demasiado, según él, las complejidades de la dicción original. En cuanto a las versiones al español, Guimarães Rosa se declara maravillado con la que ha hecho Ángel Crespo de su última novela ("Debí haberla escrito en español", me dice, "es una lengua más fuerte, más adecuada para el tema") y ha aprobado con entusiasmo la de sus Primeiras Estorias, hecha por Virginia Fagnani Wey. Pero aún las más fieles versiones resultan incapaces de dar en toda su riqueza esa textura a la vez sutilísima y brusca que es la marca de fábrica de su estilo. Traducir a Guimarães Rosa es como traducir a Joyce: el suyo es también un mundo esencialmente verbal.

O Novo Romance

El regionalismo en profundidad que inspira y justifica el mundo ficticio de Guimarães Rosa no es la única respuesta de la novela brasileña al desafío de los regionalistas. Mientras Ramos, do Rêgo y Amado desarrollaban en los treinta el movimiento nordestino, escritores de otras regiones del Brasil estaban explorando nuevas posibilidades. En la meseta de Minas Gerais, Cyro dos Anjos (nacido en 1900) y Lucio Cardoso (nacido en 1913) creaban un tipo de ficción mucho más introspectivo; en los vastos espacios del Sur, Erico Verissimo (nacido en 1905, en Rio Grande do Sul) alcanzó la fama con novelas escritas en una lengua más internacional. Ninguno de estos escritores, sin embargo, logró como Guimarães Rosa, cruzar tan decididamente la muy sutil línea que separa lo regional de lo universal. Ni siquiera Rosa ha triunfado siempre y en todas partes. En tanto que los críticos europeos lo ensalzaban, los norteamericanos reaccionaron con indiferencia. Desorientado por cronistas que no entendieron y que tal vez ni siquiera leyeron seriamente su novela, el público de los Estados Unidos dejó que Grande Sertão: Veredas pasase prácticamente ignorada en 1963. Es una lástima porque la obra de Rosa merece un público aún más vasto del que ya tiene.

En los últimos diez años, un nuevo grupo de escritores brasileños ha estado experimentando con una forma que ha sido bautizada, tal vez inevitablemente, de O Novo Romance Brasileiro. La expresión reconoce la influencia del nouveau roman y hasta un cierto punto subraya los profundos lazos culturales que aún existen entre Brasil y Francia. (Esto es menos cierto del nuevo grupo de novelistas latinoamericanos, que también revelan una fuerte atracción hacia el mundo anglosajón.) Pero si buena parte del novo romance es sólo una adaptación ingeniosa del nouveau roman, la mejor parte es realmente un nuevo movimiento. Entre los más prominentes novelistas que escriben hoy en el Brasil, Clarice Lispector es una de las más respetadas, si no la más respetada. No está sola en ese terreno. Recorriendo críticas brasileñas es fácil encontrarse, por ejemplo, con los nombres de gente como María Alice Barroso, Adonias Filho, Mario Palmeiro, Nélida Piñón y otros, que son variadamente reconocidos como novelistas importantes ya o promesas del futuro más inmediato. Pero Clarice Lispector es el maestro aceptado de la novela experimental de los años sesenta.

Ya ha publicado cinco novelas: Perto do Coraçao Selvagem (1944), O Lustre (1946), A Cidade Sitiada (1949), A Maça no Escuro (1961), A Paixâo segundo G. H. (1964). También ha publicado tres volúmenes de cuentos. Sus tres primeras novelas pasaron casi inadvertidas al ser publicadas. El éxito llegó sólo con las dos últimas, que son indudablemente las mejores. Pero el éxito, aún de un tipo muy especializado, es algo que no puede afectar la actitud de la autora con respecto a su propia ficción. Escribe (es evidente) para realizar una vocación tiránica y porque no puede no hacerlo. Lo que escribe tiene poco que ver con lo que está realmente de moda en su tiempo. Hasta cierto punto, su actitud es similar a la de Graciliano Ramos: ambos son reticentes y muy personajes en su enfoque, aunque sus respectivas obras tengan muy poco más en común.

Sus dos novelas últimas revelan una manera de pensar y una imaginación profundamente comprometida en una búsqueda de la realidad: una determinación de forzar las apariencias a toda costa y un ardiente deseo de alcanzar el meollo de las cosas. Hasta cierto punto, puede ser comparada con Virginia Woolf (como lo han hecho algunos de sus críticos) y por su algo obsesiva actitud filosófica y por ciertos prejuicios feministas, bastante obvios. Pero sería un error creer que Clarice Lispector está dando marcha atrás al reloj de la novela. En un sentido, sus novelas son, como las de Virginia Woolf, creaciones poéticas, pero al mismo tiempo tratan de ir un poco más lejos que las de aquella. En tanto que la autora de To the Lighthouse sufrió la influencia de escritores como Frazer, Bergson y Joyce, la novelista brasileña está bajo la influencia de la escuela contemporánea de antropología social y psicoanalítica. De una manera muy sutil, su esfuerzo se vincula con el prematuramente intentado por Mario de Andrade. Como uno de sus críticos señaló recientemente, sus novelas también son creaciones mitopoéticas en las que la exploración morosa, y hasta exasperante, de una realidad dada aparece reflejada en formas muy primitivas de conciencia. El mismo crítico ha señalado también que dos de sus más recientes novelas vuelven a trazar el descubrimiento de la conciencia filosófica del hombre a partir de lo que se llama la mentalidad primitiva. De acuerdo entonces con José Américo Motta Resanha, la conciencia del hombre que Clarice Lispector habría explorado en ciertos episodios de sus novelas anteriores y en algunos de sus cuentos, aparece completamente organizada en una mitología en A Maça no Escuro. La aventura del principal personaje de esta novela se convertiría así en un símbolo del retorno del héroe a sus orígenes, a las raíces a la tierra materna. En A Paixão segundo G. H. el problema de los orígenes está presentado en una vena más filosófica que antropológica. La fenomenología y el existencialismo ayudan a Clarice Lispector a buscar debajo de la superficie de la conciencia humana. Su tarea se vuelve cada vez más ardua y difícil de seguir. Hace poco, uno de sus mejores relatos, "O Ovo e a Gallina" (El huevo y la gallina), presenta variaciones subliminales y tan sutiles como la estructura de un cuarteto, sobre un tema viejo como el mundo.

Pero aún si se teme que ciertos presupuestos filosóficos de sus novelas son a veces algo empinados (es fácil predecir que así los considerarán los críticos norteamericanos, tan pragmáticos por lo general, cuando se publique allí la versión en inglés de A Maça no Escuro), su habilidad en crear un mundo totalmente ficticio, esos poderes casi hipnóticos que le permiten extraer de las palabras más simples todas sus virtudes incantatorias, y hasta la unilateralidad de su visión trágica, tienden a operar sobre el lector como un conjuro. En A Maça no Escuro (La manzana en la oscuridad) la lucha interior de un hombre que cree haber asesinado a su mujer es el pretexto para una exploración no mitigada de la captación de la realidad, tanto externa como interna, que realiza el protagonista, de su poder de enfrentarse con los objetos concretos, de su inserción en un contexto extranjero y siempre hostil: el mundo. Al comienzo de la novela el hombre se pierde en un desierto, y en este vacío hasta las palabras resultan difíciles de hallar. En A Paixão segundo G. H., el personaje principal es una mujer que habla incesantemente. Está tratando de captar la realidad desnuda del instante presente y para recuperar su alma revela su pasión, palabra que la autora usa deliberadamente en un doble sentido: el griego (sufrir) y el cristiano. Paradójicamente, el uso de un lenguaje religioso en esta novela indica el enfoque profano de la autora. Como ha señalado uno de sus críticos, el lenguaje religioso sirve para enmascarar aún más su visión. Es una manera oblicua la suya de desacralizar el mundo real, del mismo modo que en su novela anterior todo su intento revelaba la necesidad de destruir los presupuestos de la psicología racional. Ambas novelas son el origen de una nueva y privada mitología.

Parte de la obra de Clarice Lispector es inaccesible al lector común. Lo que éste encuentra por lo general allí es una superficie brillante y árida, un relato sumamente moroso, personajes misteriosos que sufren de alguna oscura enfermedad mental. Capturado por su prosa, el lector descubre que en sus novelas la realidad cotidiana se convierte en alucinatoria. Al mismo tiempo, las alucinaciones son presentadas como cosas corrientes. Debido a su enfoque sobre todo mitológico, ella es más una hechicera que una escritora. Sus novelas revelan el increíble poder de las palabras para operar sobre la imaginación y la sensibilidad del lector. En síntesis, ella ha demostrado, por un camino diferente, lo que también había demostrado Guimarães Rosa: la importancia del lenguaje creador de la novela.

Todas sus obras revelan una determinación, casi obsesiva, por usar la palabra exacta, para agotar las posibilidades de cada palabra, para construir una sólida estructura de palabras. Sus dos últimas novelas están escritas con el rigor de un poema. Exigen del lector una concentración equivalente a la que reclama la mejor poesía contemporánea. Una vez le pregunté a Guimarães Rosa qué pensaba de la obra de Clarice Lispector. Me contestó muy abiertamente que cada vez que leía una de sus novelas aprendía nuevas palabras o redescubría el uso de las que ya conocía. Pero al mismo tiempo reconoció que no era muy receptivo a ese estilo incantatorio. Le parecía ajeno a él. Su reacción no es nada singular y explica, hasta cierto punto, las limitaciones de Clarice Lispector como novelista. Los críticos ingleses suelen hablar de formas de arte que requieren un "gusto adquirido": es decir, un gusto preparado, fomentado, ejercitado. Creo que las obras de Clarice Lispector pertenecen a esta categoría, en tanto que las de Guimarães Rosa tienen a mi juicio un atractivo más universal.

El contexto latinoamericano

Lo que Rosa y Clarice Lispector representan en la novela brasileña de la última década es una corriente visible en la ficción latinoamericana. El realismo del siglo XIX tendió a oscurecer la obligación de todo novelista de presentar algo más que personajes individualizables, descripciones sociales o nacionales, ideas o creencias. Aquel tipo de realismo disimuló o escamoteó por lo general el hecho de que la principal faena del novelista es con el lenguaje. Flaubert, Henry James, y Conrad ya habían señalado en pleno siglo pasado el camino para un nuevo tipo de ficción, ampliamente consciente de sus deudas con el lenguaje, la estructura y el estilo. La novela experimental de los años veinte y los treinta en Europa y en los Estados Unidos convirtieron esta conciencia en un lugar común. Pero en América Latina costó bastante más tiempo a los mejores escritores descubrir y aceptar esto. Sólo ha resultado realmente obvio en la última década. La obra de pioneros como Borges y el novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias, de gente como Carpentier en Cuba, Onetti en el Uruguay, Juan Rulfo en México, Ernesto Sábato y Julio Cortázar en Argentina, permitió a los novelistas latinoamericanos tomar plena conciencia de que el realismo documental (o socialista, como también se le llama) está liquidado; que el regionalismo como mera expresión del dolor local está muerto; que el verdadero y único compromiso del novelista como tal es con su visión personal del mundo y con su arte. Escritores emergentes como Carlos Fuentes, de México, Mario Vargas Llosa, del Perú, José Donoso, de Chile, Carlos Martínez Moreno, del Uruguay, Gabriel García Márquez, de Colombia, continuaron y ampliaron esta tendencia profundamente creadora, como lo hicieron (separadamente) sus mejores colegas brasileños.

Para los nuevos novelistas de América Latina el centro de gravedad se ha desplazado radicalmente: de un paisaje creado por Dios a un paisaje creado por los hombres y habitado por ellos. Las pampas y la cordillera han cedido terreno a la gran ciudad. Para los más viejos novelistas latinoamericanos la ciudad no era más que una presencia remota, arbitraria y misteriosa; para los nuevos escritores es el eje, el lugar hacia el que es inexorablemente atraído el protagonista de sus novelas. La visión algo despersonalizada de los novelistas del comienzo de siglo ha cobrado carne y sangre. Súbitamente, seres de ficción poderosos y complejos están emergiendo de las masas anónimas de las grandes ciudades. Este cambio tan drástico corresponde sociológicamente al crecimiento de las urbes, pero al mismo tiempo refleja la creciente influencia del psicoanálisis y de la moderna antropología en América Latina. El cambio ha afectado también a los novelistas que continúan explorando los temas rurales. Aunque en la superficie éstos parecen continuar registrando la lucha tradicional entre el hombre y la naturaleza, los personajes que ahora presentan ya no son abstracciones o cifras que justifican algún enfoque político o sociológico predeterminado. Son ahora seres humanos complejos y ambiguos. Un precursor de esta visión nueva, el cuentista rioplatense Horacio Quiroga, descubrió a comienzos de este siglo que los naturales de Misiones y los desterrados de un mundo europeo que habían ido a parar allí, podían ser tan sofisticados emocionalmente como los habitantes de las grandes ciudades. Los novelistas latinoamericanos ya no escriben narraciones épicas sobre campesinos, puros y explotados, sobre gauchos o indios despojados por los poderosos: relatos de personajes de dos dimensiones y estructura "documental", completamente mecanizada. Las ciudades y sus caóticos habitantes monopolizan por lo general la atención de los novelistas más jóvenes. Hoy, en las grandes y dispersas ciudades de América Latina -en Río de Janeiro como en Buenos Aires, México o Lima- cada nuevo narrador joven aspira a ser un Balzac, un Joyce, un Dos Passos, un Sartre. Y hasta los narradores que siguen fieles al tema rural vuelcan sobre sus personajes una mirada sin inocencias ni partidismos.

Sin embargo, no hay que creer que los nuevos novelistas sólo se han limitado a poner al día la ficción latinoamericana y valen por su imitación de modelos extranjeros. Aunque vinculados a éstos por una tradición continua y viva, y por un estudio de sus técnicas y de su visión, los nuevos novelistas tienen también una percepción muy aguda del contexto social y político en que escriben. Combinan esta percepción con una notable sutileza y un compromiso personal que les permite al misma tiempo ser sensibles a otras dimensiones más puramente trascendentales del hombre. A través de estos nuevos creadores América Latina muestra su rostro al mundo y comunica vivamente sus esperanzas y su desesperación. Gracias a sus esfuerzos, la novela latinoamericana empieza a crecer y desarrollarse fuera de sus fronteras lingüísticas. Sus obras son traducidas, y descubiertas en Europa y en los Estados Unidos el número de premios internacionales que ganan; las ediciones en diversas lenguas empiezan a multiplicarse. Los escritores latinoamericanos están produciendo ahora impresión en medios que, hasta hace pico, habían sido bastante impermeables a ellos. Tal vez desde la introducción de la novela rusa en la Francia del siglo XIX, o del impacto de los novelistas norteamericanos de este siglo en la Europa de posguerra, no se había dado una oportunidad semejante, tanto para los escritores latinoamericanos como para sus lectores de ultramar.

En la situación actual de la novela occidental, dominada por los áridos escritores del nouveau roman, o por la ficción tan personal e intimista de los mejores novelistas de hoy en Estados Unidos, Inglaterra o Italia, esta abarcadora y desafiante actitud de los novelistas latinoamericanos vale la pena de ser tomada en cuenta. Una empresa de tamaña vastedad y coraje -el retrato de toda una nueva sociedad y la representación de un tipo de hombre contradictorio, aún no totalmente clasificado- se ha intentado muy rara vez y con tanto vigor en nuestros días. Parece inevitable creer que los novelistas latinoamericanos tienen una visión que comunica, y compartir: la visión colectiva de un continente desgarrado por la revolución y la inflación, pero también acicateado por la cólera y por la creciente expectación de sus habitantes, por la conciencia de que al escribir realmente habla en nombre de un mundo emergente.

A esta tarea continental, los novelistas brasileños de este siglo han contribuido ampliamente. En la obra de los mejores se puede trazar una línea de desarrollo muy clara, la línea de una ficción antidocumental y extra-realista. Macunaima, de Mario de Andrade, fue la primera novela en señalar este desarrollo, aunque más como una posibilidad que como un logro. Se pudo ver de tanto en tanto en las mejores novelas de Lins do Rêgo y de Graciliano Ramos y alcanzó ya una forma concreta y máxima en el vasto mundo ficticio de Guimarães Rosa. Actualmente es también presentada por los libros duros e insobornables de Clarice Lispector. Es la línea de los escritores que creen en la recreación de la realidad entera a través del lenguaje: la vieja línea de la literatura.(*)"

(*) Una versión en inglés de este trabajo se publicó en el número especial de Daedalus dedicado a la novela contemporánea en distintos países del mundo (Boston, setiembre, 1966.)

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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