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"La novela brasileña"
En Mundo Nuevo, n. 6
diciembre de 1966
p. 5-14
Hacia una dicción nacional
"El crítico vienés que llamó al Brasil
"El País del Futuro" estaba acuñando
algo más que un lema para el chauvinismo brasileño
o un pretexto para la mas obvia réplica: Siempre será
un País del Futuro. En Brasil, el amanhá está
tan profundamente grabado en el carácter nacional como el
mañana en el resto de América Latina. Sin embargo,
la frase de Stefan Zweig implica una verdad simple aunque elusiva:
Brasil como unidad coherente, no existe, todavía. Políticamente
existe desde que el Grito de Ipiranga (1822) lo liberó del
dominio portugués. (Aunque D. Pedro, que proclamó
la independencia, era el hijo y heredero del Rey de Portugal.) Como
país libre, Brasil ha existido ya durante casi un siglo y
medio, pero como una unidad nacional y cultural es aún País
del Futuro. Por eso, suponer que existe algo que se pueda llamar
la novela brasileña, es suponer demasiado. Hay novelas brasileñas
pero no hay nada que sea la novela brasileña.
Debido a las vastas diferencias naturales entre la selva amazónica
y el desierto del Nordeste, las áridas mesetas de Minas Gerais
y la blanda, sensual, Costa de Río de Janeiro, los húmedos
bosques de Santa Catarina y los templados espacios abiertos de Río
Grande do Sul, el Brasil abarca una enorme variedad de culturas.
Los microcosmos que forman ese macrocosmos están reflejados
brillantemente en sus novelas. Como los novelistas norteamericanos
del siglo pasado, los brasileños de hoy no pueden evitar
ser regionalistas en sus escritos. Por esta razón, esa abarcadora
novela brasileña, prototipo y paradigma de un género
nacional, existe tan poco como "la novela norteamericana".
Los críticos literarios brasileños han señalado
los contrastes más obvios entre la ficción escrita
en el Nordeste -tierra trágica de desiertos y hambre, de
rebelión épica y sangrienta- y la ficción del
Sur: esa región de gauchos, tan similar en muchos
aspectos al Oeste norteamericano o a las llanuras rioplatenses.
También han discutido las diferencias que hay entre los novelistas
introspectivos de Minas Gerais y los más brillantes y extrovertidos
de los grandes puertos del Atlántico. Pero es tan erróneo
considerar la literatura brasileña sólo en términos
de un mapa literario del país como lo es hablar sólo
de la escuela de novelistas sureños o del grupo "internacional",
de Nueva York al escribir sobre la novela estadounidense de hoy.
Aunque este enfoque tiene algún mérito, se basa en
ciertos presupuestos erróneos. Parece implicar que la novela
en Brasil está sólo condicionada por el medio, que
sus novelistas están escribiendo sólo dentro de los
esquemas del realismo, que la novela en una palabra es una forma
documental. Hace veinte o treinta años estos puntos de vista
eran aceptados por la crítica brasileña, como lo eran
también en el resto de América Latina. El impacto
de la Naturaleza sobre el Hombre en el vasto continente, el descubrimiento
del compromiso político por la escuela de existencialistas
franceses, y las teorías del realismo socialista que difundía
la Unión Soviética eran discutidos y anchamente aceptados
en casi toda América Latina. No sólo en Brasil sino
también en México y Argentina, en Ecuador y Cuba,
los escritores estaban dedicados a levantar el inventario de sus
patrias, describiendo ríos y montañas, denunciando
a las oligarquías locales y el omnipresente (aunque no siempre
visible) imperialismo norteamericano. En ese período, se
escribían novelas para mostrar el destino de los indios del
Altiplano o la pavorosa miseria de los explosivos suburbios de Caracas.
Muy pocos de esos novelistas latinoamericanos estaban entonces comprometidos
con la realidad. Rara vez escribían sobre hombres aunque
escribían sobre el Hombre. Si bien su propósito era
el realismo documental, los libros que producían solían
ser ejercicios muy estilizados de descripción abstracta de
la realidad, panfletos apenas disfrazados de novelas, piadosos libelos.
El movimiento regionalista de los años veinte se desarrolló
en el Brasil contra el fondo del extremo academismo de una literatura
que todavía dependía de Europa. El movimiento había
empezado un poco antes y, aunque parezca paradójico, tenía
su origen en un grupo de escritores que sintieron la necesidad de
cortar todos los vínculos con la dicción y la retórica
portuguesa. Para conseguirlo, se volvieron hacia Francia e Italia.
La Semana de Arte Moderna que se desarrolló en julio de 1922,
en São Paulo produjo un tremendo impacto en la vida cultural
de la nación entera y marcó el comienzo de una ola
de renovación de muy importantes consecuencias. El grupo
fue bautizado en Brasil de "Movimiento Modernista"
y no debe ser confundido con el Modernismo hispanoamericano, creado
unos cuarenta años antes por Rubén Darío y
otros poetas latinoamericanos, bajo la influencia de la poesía
simbolista francesa y de la pintura prerrafaelista británica.
Aunque muy claramente inspirado en el Futurismo italiano y en otros
Ismos europeos, la Semana de Arte Moderna se orientó
hacia el descubrimiento creador del Brasil. El contacto y la imitación
de Marinetti y Dada y los superrealistas, llevó a los escritores
brasileños (en forma algo inesperada) a una búsqueda
de las esencias del Brasil. Mario de Andrade (1893/1945), un poeta
y crítico de ideas muy personales, fue uno de los jefes del
movimiento. El fue de los primeros en ver los peligros del regionalismo
y en señalar la urgencia de un redescubrimiento del Brasil.
Su única novela, Macunaima (1928), tiene el deliberado
propósito de construir una narración poética
basada en todo el folklore brasileño y de explorar las posibilidades
de una lengua realmente brasileña, tan distinta de la portuguesa
como la norteamericana lo es de la inglesa. Como novela, Macunaima
es un hermoso fracaso. Demasiado incoherente, oscura y episódica,
demasiado laxamente entretejida, tiene muchos de los defectos de
una obra experimental como Ulysses y pocas de sus deslumbrantes
virtudes. Como acontecimiento señero, sin embargo, Macunaima
resulta insuperable. Señaló, al comienzo mismo del
movimiento modernista, dos verdades muy importantes: el realismo
documental es un punto muerto para la novela; el lenguaje es el
primero y más crítico problema que enfrenta el novelista.
A través de Macunaima, el holgazán anti-héroe
de su novela (Qué preguiça, Qué pereza,
es su lema, y hasta cierto punto un lema nacional), Mario de Andrade
mostró que la novela no necesita ser un mero registro de
la realidad y debe ser una creación mitopoética. Concentrándose
más en el lenguaje que en la fábula o los personajes,
de Andrade demostró estar ocupándose primero de las
cosas primeras. Desgraciadamente, Macunaima nunca consigue
ser más que un experimento, admirablemente lúcido
y poético.
Desde muchos puntos de vista, ese intento realizado en Brasil a
fines de los años veinte puede ser comparado con el que ensaya
Jorge Luis Borges en Buenos Aires durante el mismo período.
Sus cuentos, deliberadamente presentados como Ficciones,
enfatizaban entonces, como lo había hecho Macunaima,
las cualidades mitopoéticas de la imaginación narrativa
y revelaban la urgencia de romper con una tradición muerta
para poder crear un lenguaje verdaderamente latinoamericano. Aunque
Borges tuvo éxito en sus experimentos y se convirtió
en el jefe de un pequeño grupo de escritores que se reunían
en torno a la revista Sur, la principal línea de la
ficción argentina continuó hasta hace relativamente
poco una tendencia más realista y documental. Mario de Andrade
alcanzó la misma clase de resultado al modificar la perspectiva
literaria del Brasil: fue el suyo asimismo un éxito minoritario.
Indicó el camino cierto pero (aparentemente) no pudo ir más
allá. En 1926, un nuevo movimiento ya se había desarrollado
como reacción polémica contra los modernistas de São
Paulo. Un énfasis nuevo y renovado sobre el regionalismo
marcó el grupo del Nordeste que vino a desafiar a los paulistas.
El regionalismo: un callejón sin salida
El punto de partida del contramovimiento fue el Primeiro Congresso
de Regionalistas do Nordeste que tuvo lugar en Recife, en 1926.
Si São Paulo representa el Brasil dinámico y moderno
de hoy, el Nordeste en los años veinte representaba el Brasil
que estaba dejando atrás la nueva industrialización.
Era ésta una región de economía obsoleta, basada
en la caña de azúcar, el decadente mundo feudal de
los herederos de grandes propietarios de esclavos, y de la sociedad
marginal de los pobres retirantes, emigrantes internos que
huían periódicamente del árido interior. En
muchos aspectos, esa tierra combinaba las duras realidades y las
pesadillescas visiones que eran tan familiares a los lectores de
Sherwood Anderson, William Faulkner o John Steinbeck. Sólo
que el contexto nordestino es aún más duro y trágico.
Inspirado por hombres como el sociólogo Gilberto Freyre
(nacido en 1900), el Congreso de Regionalistas Nordestinos marcó
el comienzo de un importante movimiento literario, sirvió
para sofocar el Nordeste en el mapa de la ficción brasileña.
Lo hizo con una vitalidad y esplendor tales que se llegó
a olvidar el hecho de que la novela del Nordeste no es la novela
brasileña entera. Uno de los clásicos de la sociología
brasileña, Os Sertões, de Euclides da Cunha,
escrito en 1902, ya había explorado las vastas posibilidades
épicas de esa región del Brasil; en Casa Grande
e Senzala, Freyre había agregado, en 1933, a la
visión poética de Da Cunha su propia visión,
amplia y minuciosa, de un pasado feudal decadente.
A partir de escritores como José Américo de Almeida
(cuya A Bagaçeira, 1928, es una obra precursora) y
Raquel de Queiroz (que antes de cumplir los veinte escribió
O Quinze, un documento clásico y sobrio sobre los
retirantes del año 1915, publicado en 1930), los novelistas
del Nordeste, incluyendo a Graciliano Ramos, José Lins do
Rêgo y Jorge Amado, pronto alcanzaron fama en todo el Brasil.
De estos novelistas, sólo Jorge Amado tuvo eco internacional.
Simpatizante del jefe comunista Luis Carlos Prestes (cuya biografía
escribió), Amado fue ampliamente traducido en los países
socialistas. También alcanzó el éxito en los
Estados Unidos: uno de sus libros Gabriela, Cravo eCanela (1958),
fue la primera novela latinoamericana en convertirse en best-seller
allí. La edición norteamericana, publicada en
1962, fue reseñada en la primera página de la sección
bibliográfica del New York Times. Hace poco, Rayuela,
del argentino Julio Cortázar, una obra mucho más sutil
a infinitamente más creadora, también fue reseñada
en el mismo lugar.
A pesar de este éxito internacional, que salta las barreras
ideológicas, Amado (nacido en 1912) no es considerado, sin
embargo, por los críticos brasileños como el igual
de Lins do Rêgo o de Graciliano Ramos. Las razones son obvias.
Aunque es un narrador nato y un escritor de gran encanto, hasta
hace muy poco era uno de los más sinceros continuadores de
las estériles teorías del realismo socialista. Sus
primeros libros (sobre todo los del ciclo del Cacau) son
meros panfletos, aquí y allá aliviados por descripciones
gráficas y hasta pornográficas de la vida en las plantaciones
del Nordeste o en los suburbios ciudadanos. Jubiabá,
que apareció en 1935, es una novela extravagante, una suerte
de suite grand-guignolesca de horrores, presentada como un
documento sobre la situación social de Bahía y sus
alrededores, durante los años treinta. A partir de 1956,
cuando los soviéticos declararon oficialmente el deshielo
en las restricciones puestas a la literatura, Amado se sintió
libre de escribir novelas en una vena puramente narrativa. Gabriela
es tal vez la mejor: los personajes viven, el color local es brillante,
y Gabriela un encanto. Pero sus limitaciones como novela son evidentes.
Nunca penetra más allá de la superficie; el lenguaje,
aunque adecuado, es rara vez creador. Amado, como O'Hara en los
Estados Unidos, o Maugham en Inglaterra, es un maestro de lo obvio,
de lo típico, de lo superfluo.
Más interesante es el caso de Lins do Rêgo (1901-1957).
El también se inició con un ciclo de novelas, sobre
la cultura de la caña de azúcar, pero su enfoque es
completamente distinto del de Amado. Lins do Rêgo no escribió
con un molde marxista en la mano, sino que extrajo sus novelas de
su experiencia de muchacho nacido y educado en los ingenios azucareros.
Era hijo de los dueños; lo que escribió en una prosa
rica, caótica eindisciplinada fue su propia búsqueda
del tiempo perdido. Como Don Segundo Sombra (1926), la obra
maestra del argentino Ricardo Güiraldes, sus libros están
llenos de la nostalgia de la memoria. Lins do Rêgo tenía
una visión menos poética pero más abarcadora
que la de Güiraldes. Escribió con brío y con
emoción, y revelando un compromiso muy personal con las ásperas
realidades del Nordeste. Su molde era la obra de su maestro, Gilberto
Freyre, a cuyas encantadoras teorías y observaciones sumó
su propia experiencia, enriquecida por el contacto literario (en
Alagoas, durante los años de su formación)
de gente como Raquel de Queiroz y Graciliano Ramos.
Más tarde, el éxito de sus novelas y una larga residencia
en Río de Janeiro atenuaron el calor e inmediatez de su crónica.
Mientras vivía en Río completó, entre otras,
tres de sus más ambiciosas novelas: Pedra Bonita (1938),
Fogo Morto (1943), y Cangaceiros (1953). Escribiendo
ahora desde un punto de vista puramente narrativo y no a partir
de sus recuerdos del mundo de la caña azúcar, Lins
de Rêgo demostró sus limitaciones como novelista. Sólo
la primera de estas novelas es realmente una sólida obra.
Esa crónica ficticia de una rebelión mística
en los desiertos del Nordeste, encendida por un fanático
que pretende ser un nuevo Cristo (y tal vez él mismo lo cree),
está presentada a través de los ojos de un muchacho,
Antonio Bento, descendiente del fanático. La historia se
desarrolla en dos niveles del tiempo -uno presente, el otro remoto-
que acaban por fundirse al final de la novela. El punto de vista
elegido es a la vez distante a inmediato.
Lins do Rêgo no tenía la capacidad de creación
necesaria para llevar a cabo totalmente su ambición; las
dos últimas novelas importantes que escribió así
lo demuestran. En tanto que Fogo Morto está a menudo
salvada por el vigor de ciertos personajes, como el capitán
Vittorino Carneiro da Cunha, Cangaceiros se apoya demasiado
en la atracción que ya tiene el tema mismo: esos coloridos
bandoleros del desierto nordestino. En un rápido balance,
las limitaciones de Lins do Rêgo como novelista no obliteran
sin embargo sus aciertos. En muchos aspectos se estaba moviendo
por el camino cierto. Había descubierto que las novelas documentales
dependen de una transcripción imaginativa del lenguaje tal
como se le habla realmente. Desde São Paulo, Mario de Andrade
había luchado sin descanso por liberar al portugués
del Brasil de la dicción y la gramática de la vieja
metrópoli. (En la América hispánica, la batalla
principal había sido ganada, felizmente, hacia mediados del
siglo diecinueve.) Aunque Lins do Rêgo se opuso a muchas de
las influencias europeas que impregnaban el movimiento modernista,
compartía con de Andrade la preocupación por el lenguaje
hablado en el Brasil. En tanto que el propósito de éste
era realmente reemplazar una retórica anticuada por una nueva,
Lins do Rêgo da a veces la impresión de que sólo
quisiera eliminar todo tipo de retórica. En sus novelas,
que se caracterizan por una gran libertad de expresión, él
intentó transcribir el "verdadero" lenguaje
de los personajes. Lo que le faltó fue la necesaria disciplina
para mantener el lenguaje hablado en un nivel creador. Debido a
su esfuerzo por ser fiel a las palabras y sonidos realmente usados
por la gente, a menudo se convirtió en literal, monótono,
y antigramatical hasta un punto inaguantable. El resultado de su
esfuerzo justificó muchas veces las acusaciones de algunos
de sus críticos de que escribía muy mal.
Hasta cierto punto, Amado y Lins do Rêgo no se preocuparon
realmente por escribir bien y descansaron, incluso demasiado, en
su intuición de cuentistas natos. Entre los novelistas nordestinos,
el que realmente se preocupó por escribir bien fue el autor
que la mayor parte de los críticos saludan como el mejor
del período: Graciliano Ramos (1892/1953). Ramos fue tan
marginal en su puesto de empleado público en alguna región
perdida del Nordeste como el Nordeste mismo es marginal al Brasil
moderno. Un introvertido, tímido hasta el extremo del silencio
total, Ramos manifestó su reticencia hasta en la demora en
publicar su primer libro. Tenia ya cuarenta y un años cuando
Caetés apareció en 1933. Había aprendido
a leer recién a los nueve años; su educación
fue muy azarosa. Durante sus primeros años, estuvo bajo la
influencia de Gorki y de algunos maestros del idioma portugués,
como el novelista Eça de Queiroz y los brasileños
Euclides da Cunha y Raul Pompéia.
Algunos críticos han proclamado a Vidas Sêcas
(1937) su obra maestra y una obra maestra de la novela regional.
El juicio es discutible pero, aún si no se la considera como
tal, es un libro importante y tal vez el mejor de los suyos -aunque
muchos prefieren su autobiográfica Infancia (1945).
Vidas Sêcas, describe la odisea de una familia del
Sertão nordestino y está escrita en un estilo
escueto y económico. Cada uno de sus capítulos es
autónomo (fueron publicados originariamente como cuentos),
y toda la estructura de la novela revela una gran preocupación
por la forma y el estilo. Aunque en este libro Graciliano Ramos
evita todo análisis psicológico (había abusado
del género en una novela anterior, Angustia, 1936),
consigue revelar, más por implicación que por afirmación
directa, la vida interior de sus desposeídos personajes a
través de su relación con el medio y con los animales
que los rodean. El sol, un perro, y una sombra son personajes tan
legítimos de su relato como los seres humanos.
Ramos era un hombre silencioso, y Vidas Sêcas es un
libro silencioso, del tipo de obra que necesita ser releída
para revelarse enteramente. Con la perspectiva de casi tres décadas,
es fácil descubrir que falla precisamente por lo que parecieron
ser sus virtudes cuando fue publicada en los años treinta.
En un período en que los libros, tan vitales de Amado, y
las laxamente construidas pero apasionantes novelas de Lins do Rêgo
eran best-sellers en todo el Brasil, Vidas Sêcas
era una lección de austeridad, de observación
profunda, de actitudes anti-heroicas frente a una realidad dura
y cruda. Desde entonces, nuevas fuerzas literarias han transformado
a Graciliano Ramos en un maestro respetado pero no muy influyente.
Cierta vez Lins do Rêgo lo llamó "Mestre Graciliano".
El título era merecido, pero en esos últimos diez
años los novelistas brasileños han descubierto otro
maestro: João Guimarães Rosa. Paradójicamente,
su primer libro fue publicado el mismo año que Vidas sêcas,
pero, en vez de cerrar una corriente de creación, Sagarana
(así se llama) abría una nueva.
Mestre Guimarães
El problema del regionalismo, tal como fue discutido en los años
veinte y treinta en América Latina es un problema falso.
Entonces fue presentado más como problema geográfico
que literario. Desde un punto de vista estrictamente literario,
todas las novelas son regionales ya que pertenecen a una determinada
área lingüística. Por ejemplo, la primera novela
moderna, el Quijote, trata de un caballero imaginario que
vive en una perdida región del imperio español; Madame
Bovary presenta a una señora francesa que sueña
despierta y ha leído demasiadas novelas románticas
en su sórdida ciudad de provincias, y Los hermanos Karamazov
se refiere a un conjunto de borrachos, inflamados a veces por
pensamientos místicos, que habitan un pueblecito de Rusia.
Pero no sólo las así llamadas novelas realistas están
estrictamente localizadas por el lenguaje y la visión del
mundo que ese lenguaje implica. También las novelas fantásticas
son regionales en este sentido. Los Viajes de Gulliver están
tan nacionalmente enraizados en la prosa neoclásica del siglo
XVIII como lo está Candide, aunque sus distintas visiones
del mundo ponen de relieve distintos caracteres nacionales. El
proceso y El castillo, de Kafka, abruman al lector con
las más concretas minucias de la vida en la Europa Central
durante la decadencia del imperio austro-húngaro, y están
atravesadas por una noción de la culpa que proviene directamente
del Viejo Testamento, tal como lo leían y lo interpretaban
los judíos del ghetto de Praga. Cuando Borges escribe
sobre héroes escandinavos o chinos o irlandeses está
siempre escribiendo sobre una enorme biblioteca, llena de libros
ingleses y situada en un suburbio cosmopolita del mundo: Buenos
Aires. En verdad, literariamente, importa poco cuál es la
situación geográfica de un escritor. Lo que realmente
importa es la naturaleza de su enfoque de la realidad. Desde este
punto de vista, algunos libros son más regionales que otros
porque tienden a presentar sólo los aspectos típicos
de un determinado lugar y ambiente, sólo el color local:
jamás se mueven de la superficie que están presentando
para describir lo que está debajo. Es esta diferencia de
profundidad, y no la diferencia en el tema, lo que hace a Amado
más regional que Ramos.
João Guimarães Rosa (nacido en 1908) ha logrado ser
universal en su enfoque sin dejar de estar comprometido con su propio
territorio. Hasta ahora ha publicado un libro de cuentos bastante
cortos (Primeiras Estorias, 1962), dos de nouvelles (Saragana,
ya mencionado, y Corpo de baile, 1956) y una novela, lo que
no parece mucho si se le compara con otros narradores de este tiempo.
Hoy es considerado el más grande escritor brasileño
vivo y uno de los primeros en América Latina. Originariamente
publicada en 1956, su única novela, Grande Sertão:
Veredas, está escrita en forma de monólogo. El
protagonista, Riobaldo, había sido bandido, o jagunço,
como los llaman en el sertão: ahora es un honorable
estanciero que empieza a envejecer. El monólogo -que procede
casi sin pausa, aunque de tanto en tanto el relator se detiene a
contestar alguna inaudible pregunta de un desconocido oyente- describe
la vida de Riobaldo: vida llena de amor y aventuras. El oyente es
un personaje más ambiguo aún que los interlocutores
que utiliza, por ejemplo, Joseph Conrad en sus novelas. Sin embargo,
es para él que el protagonista cuenta su cuento. Cada monólogo
necesita un oyente hechizado (como el Viejo Marino, de Coleridge,
sabía tan bien) porque su presencia justifica la actitud
confesional a implica al mismo tiempo que hay un profundo secreto
a punto de ser revelado. Riobaldo, es claro, tiene un secreto.
El monólogo del protagonista crea un mundo. Es el mundo
del interior de Minas Gerais, una tierra alta y desértica
que linda con el sertão del Nordeste, desierto mucho
más pequeño y que ya ha sido explorado por los novelistas
y sociólogos brasileños. Una vez me dijo Guimarães
Rosa, con visible orgullo, que comparado con el sertão
de Minas Gerais, el nordestino es sólo una franja no muy
separada de la costa atlántica. El título de su novela,
literalmente traducido, indica precisamente esa dimensión
extraordinaria de la tierra minera: Gran Desierto: Pequeños
Ríos. Comparado con la enormidad de Minas Gerais, este
largo libro es apenas el registro de una pequeña excursión.
El mundo que Riobaldo evoca es violento; está lleno de traición
y de ardientes rivalidades, de miseria y de explotación,
y se desarrolla en un territorio atravesado por bandidos, políticos
y un ejército implacable y venal. La narración se
ubica en los últimos años del siglo pasado, pero el
problema que Guimarães Rosa presenta está aún
muy vivo, como lo demuestran los titulares de los periódicos
brasileños. Al novelista no le interesan realmente los aspectos
documentales del mundo sobre el que escribe. Como otros brillantes
colegas de la ficción latinoamericana de hoy (Alejo Carpentier,
de Cuba, y Julio Cortázar, de Argentina), el novelista brasileño
no pasa por alto la miseria o la explotación que lo rodean,
pero él sabe que la realidad cala más profundamente
aún. Sus experiencias como médico rural y, más
tarde, como médico del ejército lo familiarizaron
no sólo con los hombres de la región sino también
con su inagotable lenguaje. A través de la recreación
artística de su lengua hablada, él consigue trasmitir
toda la realidad de esta tierra brutal y trágica. Su niñez
estuvo dedicada a escuchar a los viejos contar increíbles
historias de esos bandidos, crueles y sangrientos, que llenan el
sertão: grotescos caballeros andantes de una dudosa
cruzada. En su juventud, viajó mucho a través del
paisaje extraño, duro y hechicero de los Gerais, pasó
mucho tiempo explorando las pequeñísimas poblaciones
o recorriendo caminos que no llevaban a ningún lado: así
se familiarizó con la escualidez y la miseria de este país
tan rico. Su vida allí fue la búsqueda encarnizada
de un lenguaje creador para contar todo esto.
A través de una técnica y de una sensibilidad que
fueron moldeadas por la novela experimental de los veinte y los
treinta (sus deudas con Joyce, Proust, Mann, Faulkner, y Sartre,
son obvias), Guimarães Rosa logra, en Grande Sertão:
Veredas, jugar con el tiempo y con el espacio, telescopa hábilmente
sucesos y personajes. Usa los más desvergonzados recursos
del melodrama pero jamás cae en las resecas convenciones
del realismo documental. En realidad, hasta se burla de ellas manteniendo
(como Cervantes) una sutil nota de parodia desde el comienzo hasta
el fin de su relato. Uno de los secretos más guardados del
monólogo de Riobaldo, por ejemplo, es el nombre de su verdadero
padre. Cuando se descubre, todo el libro adquiere la forma de una
búsqueda de la propia identidad, uno de los temas básicos
de la literatura, desde los griegos por lo menos. El secreto más
sensacional del libro, sin embargo, es otro: cuál es la verdadera
naturaleza de Díadorim, el mejor amigo y constante compañero
del protagonista, un joven de inusual hermosura y pureza hacia el
que Riobaldo se siente atraído sexualmente aunque combate
esa atracción. Al jugar con la ambigüedad de esta relación,
Guimarães Rosa trasmuta uno de los clisés del
melodrama (las identidades secretas) en una visión profunda
sobre la naturaleza del deseo. A Thomas Mann le habría gustado
este libro, e Italo Calvino habría reconocido en él
algunos de los motivos e ironías de su Cavaliere inesistente,
libro algo posterior al de Guimarães Rosa. (Es de 1959.)
Como lo han señalado ya los mejores críticos brasileños,
Grande Sertão: Veredas se parece en muchos aspectos
a las novelas de caballería que cierran la edad media ibérica:
esa ficción épica de los infatigables caballeros andantes
que Cervantes parodió en el Quijote. Como esos prototipos,
Riobaldo está inspirado por el honor, por un amor que no
es de este mundo, por la más pura amistad, por una noble
causa; y lucha contra la traición, la tentación carnal,
los oscuros poderes de la tiniebla. La vasta y dispersa complejidad
de encuentros accidentales y separaciones inexplicadas, súbitos
descubrimientos de un pasado escondido, y trágicas anagnórisis
que constituyen su rica trama aparecen proyectados, como ha señalado
el profesor Cavalcanti Proença, sobre diferentes niveles
de significación: el individual, el colectivo, el mítico.
Toda la novela está dividida en episodios que aparecen cuidadosamente
entretejidos en la textura del monólogo de Riobaldo, como
aconsejaban los retóricos medievales; aún la técnica
deriva hasta cierto punto de este tipo de novela, tan popular en
la península ibérica. En la América hispánica,
uno de los más destacados novelistas jóvenes de hoy,
el peruano Mario Vargas Llosa, refleja el mismo prototipo narrativo
en su última novela, La casa verde (1966). Que Vargas
Llosa haya escrito su espléndido libro sin conocer probablemente
la obra maestra de Guimarães Rosa (Brasil está más
desconectado con el resto de América Latina que con Europa
o con los Estados Unidos) muestra que hay profundas corrientes invisibles
que vinculan el estilo épico de las novelas de caballería
y el narrativo de algunos escritores latinoamericanos de hoy. El
mundo feudal de la selva peruana y el del desierto minero de alguna
manera hacen juego con el mundo feudal de aquellas novelas andariegas
de la Europa de fines de la edad media.
Pero el verdadero tema de Grande Sertão: Veredas
es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido
de que ha hecho un pacto con el diablo, que fue el diablo quien
lo arrastró a una vida de perversidad y crimen. El suyo no
es, sin embargo, el típico demonio de la pata de cabra y
el gesto irónico. Para Guimarães Rosa el diablo está
en todas partes: es una voz en el desierto, un susurro en la conciencia,
una súbita mirada cargada de tentación, la irresistible
maldad de un poderoso bandido. Junto al diablo, en este cuento moral,
se levanta la figura de un ángel, el hermoso y ambiguo Diadorim.
Pero como éste es un cuento moderno, y por lo tanto un cuento
complejo, el ángel y el diablo de la historia de Guimarães
Rosa no son tan fácilmente discernibles. Desgarrado entre
el bien y el mal, muy a menudo incapaz de decidir dónde está
uno y dónde el otro, Riobaldo vacila, atravesado por dudas
y por la angustia.
En el centro de esta narración épica -llena de batallas,
crímenes, y muerte súbita- se encuentra la historia
de un alma dividida entre el amor y el odio, la amistad y la enemistad,
la superstición y la fe. No es nada más ni nada menos
que una creación mitopoética, un microcosmos literario
de los elementos que componen esa tierra natal de Guimarães
Rosa, ese Brasil enorme, caótico, acechado por ángeles
y demonios.
Si Grande Sertão: Veredas es una alegoría,
lo es del tipo de las que se salvan de la pura abstracción
intelectual por la poesía concreta de su dicción y
de sus personajes. Con vacilaciones al comienzo, luego más
y más firmemente a medida que la larga narración progresa
y adquiere ímpetu, la novela acaba por adquirir el puro encanto
narrativo de un western. A medida que se apodera del libro
la mera fuerza narrativa, todo un mundo aparece recreado por el
lenguaje. La relación de Guimarães Rosa con ese mundo
de los jagunços es a la vez indirecta y distante.
A diferencia de lo que pasaba en la obra maestra de Euclides da
Cunha, que se basa en la propia experiencia del autor durante una
campaña militar que liquidó la rebelión sangrienta
de uno de los más famosos bandoleros del Nordeste, esta novela
de Rosa está escrita no sobre la experiencia de un testigo
sino a través de los relatos que cuentan los sobrevivientes
de aquella época terrible: relatos vueltos a contar y reescritos
por la imaginación de Guimarães Rosa. Para el novelista,
la distancia en el tiempo y la falta de toda experiencia directa
resultan al fin y al cabo más beneficiosas que la inmediatez
del reportaje sociológico de Da Cunha. Por su mismo distanciamiento,
Guimarães Rosa pudo llegar más cerca del corazón
del asunto. Lo que le ocurrió mientras estaba escribiendo
y recreando el mundo de los jagunços es algo parecido
a lo que le ocurrió a Sarmiento cuando escribió la
vida de Facundo y describió la pampa en 1845. El autor argentino
no había estado nunca en la pampa, aunque había nacido
y vívido no muy lejos de ella. Todo lo que sabía era
a través de relatos ajenos y los informes de los viajeros
ingleses que fueron los primeros en intentar mostrarla en toda su
vastedad y desolación. De hecho, Sarmiento recreó
en español lo que era un enfoque originariamente extranjero
pero, a pesar de esto, por hacerlo genialmente, "nacionalizó"
la pampa en la literatura argentina. El mismo doble punto de vista
actúa en Grande Sertão: Veredas. Allí
Guimarães Rosa ha utilizado su propia experiencia del sertão
y los documentos reunidos por gente como Da Cunha para evocar, en
la lengua creada y real a la vez, de un jagunço imaginario
el mundo del interior del Brasil en los últimos años
del siglo XIX.
Cada frase de su novela está escrita como si fuera un verso
en un poema. La invisible pero omnipresente estructura verbal es
tan importante para la adecuada comprensión del libro como
la peripecia narrativa misma. La distribución de los acentos
en cada frase y el movimiento general de cada párrafo revelan
a menudo más sobre el verdadero estado de ánimo del
protagonista que cualquier situación determinada, cualquier
episodio heroico. Esta es la principal razón por la que,
al comienzo del largo monólogo, Guimarães Rosa hace
que su protagonista aparezca tan remiso en contar toda la historia
de su vida: por qué Riobaldo es tan reticente y ambiguo con
respecto a Diadorim y a su pacto con el diablo; por qué sólo
empieza a contar y confesarse sin ambages cuando la corriente de
la memoria, el incesante flujo de la evocación, se apoderan
de él completamente. Entonces la narración crece y
se acelera. El último tercio de la novela está completamente
libre de apartes, de reservas mentales, de la actividad inagotable
del censor interior. Cuando la confesión llega a su clímax,
la novela termina. La catarsis se ha completado.
Esta peculiaridad de su estilo explica las dificultades que presenta
la novela de Guimarães Rosa (y toda su producción
narrativa, por otra parte) a los traductores y aún a los
lectores que saben portugués. De hecho, la traducción
norteamericana (realizada con enorme cuidado por James L. Taylor
y Harriett de Onís) se lee mucho más fácilmente
que el original ya que hasta cierto punto los traductores se vieron
forzados a simplificar y explicar el texto. Según me dice
Guimarães Rosa, sólo la reciente traducción
de Corpo de baile, y la versión alemana de Grande
Sertão: Veredas realizan la tarea casi imposible de ser
a la vez fieles al original y legibles en la lengua a que se traduce.
Las versiones francesas racionalizan demasiado, según él,
las complejidades de la dicción original. En cuanto a las
versiones al español, Guimarães Rosa se declara maravillado
con la que ha hecho Ángel Crespo de su última novela
("Debí haberla escrito en español",
me dice, "es una lengua más fuerte, más adecuada
para el tema") y ha aprobado con entusiasmo la de sus Primeiras
Estorias, hecha por Virginia Fagnani Wey. Pero aún las
más fieles versiones resultan incapaces de dar en toda su
riqueza esa textura a la vez sutilísima y brusca que es la
marca de fábrica de su estilo. Traducir a Guimarães
Rosa es como traducir a Joyce: el suyo es también un mundo
esencialmente verbal.
O Novo Romance
El regionalismo en profundidad que inspira y justifica el mundo
ficticio de Guimarães Rosa no es la única respuesta
de la novela brasileña al desafío de los regionalistas.
Mientras Ramos, do Rêgo y Amado desarrollaban en los treinta
el movimiento nordestino, escritores de otras regiones del Brasil
estaban explorando nuevas posibilidades. En la meseta de Minas Gerais,
Cyro dos Anjos (nacido en 1900) y Lucio Cardoso (nacido en 1913)
creaban un tipo de ficción mucho más introspectivo;
en los vastos espacios del Sur, Erico Verissimo (nacido en 1905,
en Rio Grande do Sul) alcanzó la fama con novelas escritas
en una lengua más internacional. Ninguno de estos escritores,
sin embargo, logró como Guimarães Rosa, cruzar tan
decididamente la muy sutil línea que separa lo regional de
lo universal. Ni siquiera Rosa ha triunfado siempre y en todas partes.
En tanto que los críticos europeos lo ensalzaban, los norteamericanos
reaccionaron con indiferencia. Desorientado por cronistas que no
entendieron y que tal vez ni siquiera leyeron seriamente su novela,
el público de los Estados Unidos dejó que Grande
Sertão: Veredas pasase prácticamente ignorada
en 1963. Es una lástima porque la obra de Rosa merece un
público aún más vasto del que ya tiene.
En los últimos diez años, un nuevo grupo de escritores
brasileños ha estado experimentando con una forma que ha
sido bautizada, tal vez inevitablemente, de O Novo Romance Brasileiro.
La expresión reconoce la influencia del nouveau roman
y hasta un cierto punto subraya los profundos lazos culturales que
aún existen entre Brasil y Francia. (Esto es menos cierto
del nuevo grupo de novelistas latinoamericanos, que también
revelan una fuerte atracción hacia el mundo anglosajón.)
Pero si buena parte del novo romance es sólo una adaptación
ingeniosa del nouveau roman, la mejor parte es realmente
un nuevo movimiento. Entre los más prominentes novelistas
que escriben hoy en el Brasil, Clarice Lispector es una de las más
respetadas, si no la más respetada. No está sola en
ese terreno. Recorriendo críticas brasileñas es fácil
encontrarse, por ejemplo, con los nombres de gente como María
Alice Barroso, Adonias Filho, Mario Palmeiro, Nélida Piñón
y otros, que son variadamente reconocidos como novelistas importantes
ya o promesas del futuro más inmediato. Pero Clarice Lispector
es el maestro aceptado de la novela experimental de los años
sesenta.
Ya ha publicado cinco novelas: Perto do Coraçao Selvagem
(1944), O Lustre (1946), A Cidade Sitiada (1949),
A Maça no Escuro (1961), A Paixâo segundo
G. H. (1964). También ha publicado tres volúmenes
de cuentos. Sus tres primeras novelas pasaron casi inadvertidas
al ser publicadas. El éxito llegó sólo con
las dos últimas, que son indudablemente las mejores. Pero
el éxito, aún de un tipo muy especializado, es algo
que no puede afectar la actitud de la autora con respecto a su propia
ficción. Escribe (es evidente) para realizar una vocación
tiránica y porque no puede no hacerlo. Lo que escribe tiene
poco que ver con lo que está realmente de moda en su tiempo.
Hasta cierto punto, su actitud es similar a la de Graciliano Ramos:
ambos son reticentes y muy personajes en su enfoque, aunque sus
respectivas obras tengan muy poco más en común.
Sus dos novelas últimas revelan una manera de pensar y una
imaginación profundamente comprometida en una búsqueda
de la realidad: una determinación de forzar las apariencias
a toda costa y un ardiente deseo de alcanzar el meollo de las cosas.
Hasta cierto punto, puede ser comparada con Virginia Woolf (como
lo han hecho algunos de sus críticos) y por su algo obsesiva
actitud filosófica y por ciertos prejuicios feministas, bastante
obvios. Pero sería un error creer que Clarice Lispector está
dando marcha atrás al reloj de la novela. En un sentido,
sus novelas son, como las de Virginia Woolf, creaciones poéticas,
pero al mismo tiempo tratan de ir un poco más lejos que las
de aquella. En tanto que la autora de To the Lighthouse sufrió
la influencia de escritores como Frazer, Bergson y Joyce, la novelista
brasileña está bajo la influencia de la escuela contemporánea
de antropología social y psicoanalítica. De una manera
muy sutil, su esfuerzo se vincula con el prematuramente intentado
por Mario de Andrade. Como uno de sus críticos señaló
recientemente, sus novelas también son creaciones mitopoéticas
en las que la exploración morosa, y hasta exasperante, de
una realidad dada aparece reflejada en formas muy primitivas de
conciencia. El mismo crítico ha señalado también
que dos de sus más recientes novelas vuelven a trazar el
descubrimiento de la conciencia filosófica del hombre a partir
de lo que se llama la mentalidad primitiva. De acuerdo entonces
con José Américo Motta Resanha, la conciencia del
hombre que Clarice Lispector habría explorado en ciertos
episodios de sus novelas anteriores y en algunos de sus cuentos,
aparece completamente organizada en una mitología en A
Maça no Escuro. La aventura del principal personaje de
esta novela se convertiría así en un símbolo
del retorno del héroe a sus orígenes, a las raíces
a la tierra materna. En A Paixão segundo G. H. el
problema de los orígenes está presentado en una vena
más filosófica que antropológica. La fenomenología
y el existencialismo ayudan a Clarice Lispector a buscar debajo
de la superficie de la conciencia humana. Su tarea se vuelve cada
vez más ardua y difícil de seguir. Hace poco, uno
de sus mejores relatos, "O Ovo e a Gallina" (El
huevo y la gallina), presenta variaciones subliminales y tan
sutiles como la estructura de un cuarteto, sobre un tema viejo como
el mundo.
Pero aún si se teme que ciertos presupuestos filosóficos
de sus novelas son a veces algo empinados (es fácil predecir
que así los considerarán los críticos norteamericanos,
tan pragmáticos por lo general, cuando se publique allí
la versión en inglés de A Maça no Escuro),
su habilidad en crear un mundo totalmente ficticio, esos poderes
casi hipnóticos que le permiten extraer de las palabras más
simples todas sus virtudes incantatorias, y hasta la unilateralidad
de su visión trágica, tienden a operar sobre el lector
como un conjuro. En A Maça no Escuro (La manzana
en la oscuridad) la lucha interior de un hombre que cree haber
asesinado a su mujer es el pretexto para una exploración
no mitigada de la captación de la realidad, tanto externa
como interna, que realiza el protagonista, de su poder de enfrentarse
con los objetos concretos, de su inserción en un contexto
extranjero y siempre hostil: el mundo. Al comienzo de la novela
el hombre se pierde en un desierto, y en este vacío hasta
las palabras resultan difíciles de hallar. En A Paixão
segundo G. H., el personaje principal es una mujer que habla
incesantemente. Está tratando de captar la realidad desnuda
del instante presente y para recuperar su alma revela su pasión,
palabra que la autora usa deliberadamente en un doble sentido: el
griego (sufrir) y el cristiano. Paradójicamente, el uso de
un lenguaje religioso en esta novela indica el enfoque profano de
la autora. Como ha señalado uno de sus críticos, el
lenguaje religioso sirve para enmascarar aún más su
visión. Es una manera oblicua la suya de desacralizar el
mundo real, del mismo modo que en su novela anterior todo su intento
revelaba la necesidad de destruir los presupuestos de la psicología
racional. Ambas novelas son el origen de una nueva y privada mitología.
Parte de la obra de Clarice Lispector es inaccesible al lector
común. Lo que éste encuentra por lo general allí
es una superficie brillante y árida, un relato sumamente
moroso, personajes misteriosos que sufren de alguna oscura enfermedad
mental. Capturado por su prosa, el lector descubre que en sus novelas
la realidad cotidiana se convierte en alucinatoria. Al mismo tiempo,
las alucinaciones son presentadas como cosas corrientes. Debido
a su enfoque sobre todo mitológico, ella es más una
hechicera que una escritora. Sus novelas revelan el increíble
poder de las palabras para operar sobre la imaginación y
la sensibilidad del lector. En síntesis, ella ha demostrado,
por un camino diferente, lo que también había demostrado
Guimarães Rosa: la importancia del lenguaje creador de la
novela.
Todas sus obras revelan una determinación, casi obsesiva,
por usar la palabra exacta, para agotar las posibilidades de cada
palabra, para construir una sólida estructura de palabras.
Sus dos últimas novelas están escritas con el rigor
de un poema. Exigen del lector una concentración equivalente
a la que reclama la mejor poesía contemporánea. Una
vez le pregunté a Guimarães Rosa qué pensaba
de la obra de Clarice Lispector. Me contestó muy abiertamente
que cada vez que leía una de sus novelas aprendía
nuevas palabras o redescubría el uso de las que ya conocía.
Pero al mismo tiempo reconoció que no era muy receptivo a
ese estilo incantatorio. Le parecía ajeno a él. Su
reacción no es nada singular y explica, hasta cierto punto,
las limitaciones de Clarice Lispector como novelista. Los críticos
ingleses suelen hablar de formas de arte que requieren un "gusto
adquirido": es decir, un gusto preparado, fomentado, ejercitado.
Creo que las obras de Clarice Lispector pertenecen a esta categoría,
en tanto que las de Guimarães Rosa tienen a mi juicio un
atractivo más universal.
El contexto latinoamericano
Lo que Rosa y Clarice Lispector representan en la novela brasileña
de la última década es una corriente visible en la
ficción latinoamericana. El realismo del siglo XIX tendió
a oscurecer la obligación de todo novelista de presentar
algo más que personajes individualizables, descripciones
sociales o nacionales, ideas o creencias. Aquel tipo de realismo
disimuló o escamoteó por lo general el hecho de que
la principal faena del novelista es con el lenguaje. Flaubert, Henry
James, y Conrad ya habían señalado en pleno siglo
pasado el camino para un nuevo tipo de ficción, ampliamente
consciente de sus deudas con el lenguaje, la estructura y el estilo.
La novela experimental de los años veinte y los treinta en
Europa y en los Estados Unidos convirtieron esta conciencia en un
lugar común. Pero en América Latina costó bastante
más tiempo a los mejores escritores descubrir y aceptar esto.
Sólo ha resultado realmente obvio en la última década.
La obra de pioneros como Borges y el novelista guatemalteco Miguel
Ángel Asturias, de gente como Carpentier en Cuba, Onetti
en el Uruguay, Juan Rulfo en México, Ernesto Sábato
y Julio Cortázar en Argentina, permitió a los novelistas
latinoamericanos tomar plena conciencia de que el realismo documental
(o socialista, como también se le llama) está liquidado;
que el regionalismo como mera expresión del dolor local está
muerto; que el verdadero y único compromiso del novelista
como tal es con su visión personal del mundo y con su arte.
Escritores emergentes como Carlos Fuentes, de México, Mario
Vargas Llosa, del Perú, José Donoso, de Chile, Carlos
Martínez Moreno, del Uruguay, Gabriel García Márquez,
de Colombia, continuaron y ampliaron esta tendencia profundamente
creadora, como lo hicieron (separadamente) sus mejores colegas brasileños.
Para los nuevos novelistas de América Latina el centro de
gravedad se ha desplazado radicalmente: de un paisaje creado por
Dios a un paisaje creado por los hombres y habitado por ellos. Las
pampas y la cordillera han cedido terreno a la gran ciudad. Para
los más viejos novelistas latinoamericanos la ciudad no era
más que una presencia remota, arbitraria y misteriosa; para
los nuevos escritores es el eje, el lugar hacia el que es inexorablemente
atraído el protagonista de sus novelas. La visión
algo despersonalizada de los novelistas del comienzo de siglo ha
cobrado carne y sangre. Súbitamente, seres de ficción
poderosos y complejos están emergiendo de las masas anónimas
de las grandes ciudades. Este cambio tan drástico corresponde
sociológicamente al crecimiento de las urbes, pero al mismo
tiempo refleja la creciente influencia del psicoanálisis
y de la moderna antropología en América Latina. El
cambio ha afectado también a los novelistas que continúan
explorando los temas rurales. Aunque en la superficie éstos
parecen continuar registrando la lucha tradicional entre el hombre
y la naturaleza, los personajes que ahora presentan ya no son abstracciones
o cifras que justifican algún enfoque político o sociológico
predeterminado. Son ahora seres humanos complejos y ambiguos. Un
precursor de esta visión nueva, el cuentista rioplatense
Horacio Quiroga, descubrió a comienzos de este siglo que
los naturales de Misiones y los desterrados de un mundo europeo
que habían ido a parar allí, podían ser tan
sofisticados emocionalmente como los habitantes de las grandes ciudades.
Los novelistas latinoamericanos ya no escriben narraciones épicas
sobre campesinos, puros y explotados, sobre gauchos o indios despojados
por los poderosos: relatos de personajes de dos dimensiones y estructura
"documental", completamente mecanizada. Las ciudades
y sus caóticos habitantes monopolizan por lo general la atención
de los novelistas más jóvenes. Hoy, en las grandes
y dispersas ciudades de América Latina -en Río de
Janeiro como en Buenos Aires, México o Lima- cada nuevo narrador
joven aspira a ser un Balzac, un Joyce, un Dos Passos, un Sartre.
Y hasta los narradores que siguen fieles al tema rural vuelcan sobre
sus personajes una mirada sin inocencias ni partidismos.
Sin embargo, no hay que creer que los nuevos novelistas sólo
se han limitado a poner al día la ficción latinoamericana
y valen por su imitación de modelos extranjeros. Aunque vinculados
a éstos por una tradición continua y viva, y por un
estudio de sus técnicas y de su visión, los nuevos
novelistas tienen también una percepción muy aguda
del contexto social y político en que escriben. Combinan
esta percepción con una notable sutileza y un compromiso
personal que les permite al misma tiempo ser sensibles a otras dimensiones
más puramente trascendentales del hombre. A través
de estos nuevos creadores América Latina muestra su rostro
al mundo y comunica vivamente sus esperanzas y su desesperación.
Gracias a sus esfuerzos, la novela latinoamericana empieza a crecer
y desarrollarse fuera de sus fronteras lingüísticas.
Sus obras son traducidas, y descubiertas en Europa y en los Estados
Unidos el número de premios internacionales que ganan; las
ediciones en diversas lenguas empiezan a multiplicarse. Los escritores
latinoamericanos están produciendo ahora impresión
en medios que, hasta hace pico, habían sido bastante impermeables
a ellos. Tal vez desde la introducción de la novela rusa
en la Francia del siglo XIX, o del impacto de los novelistas norteamericanos
de este siglo en la Europa de posguerra, no se había dado
una oportunidad semejante, tanto para los escritores latinoamericanos
como para sus lectores de ultramar.
En la situación actual de la novela occidental, dominada
por los áridos escritores del nouveau roman, o por
la ficción tan personal e intimista de los mejores novelistas
de hoy en Estados Unidos, Inglaterra o Italia, esta abarcadora y
desafiante actitud de los novelistas latinoamericanos vale la pena
de ser tomada en cuenta. Una empresa de tamaña vastedad y
coraje -el retrato de toda una nueva sociedad y la representación
de un tipo de hombre contradictorio, aún no totalmente clasificado-
se ha intentado muy rara vez y con tanto vigor en nuestros días.
Parece inevitable creer que los novelistas latinoamericanos tienen
una visión que comunica, y compartir: la visión colectiva
de un continente desgarrado por la revolución y la inflación,
pero también acicateado por la cólera y por la creciente
expectación de sus habitantes, por la conciencia de que al
escribir realmente habla en nombre de un mundo emergente.
A esta tarea continental, los novelistas brasileños de este
siglo han contribuido ampliamente. En la obra de los mejores se
puede trazar una línea de desarrollo muy clara, la línea
de una ficción antidocumental y extra-realista. Macunaima,
de Mario de Andrade, fue la primera novela en señalar este
desarrollo, aunque más como una posibilidad que como un logro.
Se pudo ver de tanto en tanto en las mejores novelas de Lins do
Rêgo y de Graciliano Ramos y alcanzó ya una forma concreta
y máxima en el vasto mundo ficticio de Guimarães Rosa.
Actualmente es también presentada por los libros duros e
insobornables de Clarice Lispector. Es la línea de los escritores
que creen en la recreación de la realidad entera a través
del lenguaje: la vieja línea de la literatura.(*)"
(*) Una versión en inglés de este trabajo
se publicó en el número especial de Daedalus
dedicado a la novela contemporánea en distintos países
del mundo (Boston, setiembre, 1966.)
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