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"Diario del P.E.N. Club"
En Mundo Nuevo, n. 4
octubre de 1966
p. 41-51.
"Todo Congreso es como una posada española, según
afirma el conocido refrán: allí se come de lo que
cada uno lleva. El XXXIV Congreso del P.E.N. Club, realizado en
julio en Nueva York, no escapó a este destino seguro. Para
la gran mayoría de los 500 escritores, y familiares de escritores,
y amigos de familiares de escritores, que asistió masivamente
al Congreso, esta fue una ocasión admirable y sobre todo
económica para visitar Nueva York durante una quincena, para
tomarse unas vacaciones exóticas (¿hay ciudad más
increíble en el mundo?), para exhibirse en la feria literaria.
Muchos de estos escritores son autores de una única novela,
publicada hace cuarenta años y recordada con empeño
sólo por ellos mismos: otros ni siquiera han producido tanto.
Pero todos son infatigables en mantener viva la llama y constituyen
la base de la pirámide literaria: integran comisiones, firman
manifiestos, asisten a Congresos. Para ellos, el del P.E.N. Club
fue un pretexto social.
Para la minoría que se encargó de la organización,
el Congreso fue sobre todo un trabajo duro y complejo. Un grupo
especialmente constituido en el Loeb Center de la Universidad de
Nueva York, y que contaba con la dirección de Lewis Galantière
(presidente del P.E.N. Club norteamericano) estaba apoyado
por otro instalado en Londres, en la sede del Secretariado Internacional,
bajo la dirección de David Carver que demostró su
infinito tacto en todos los momentos. El personal de Londres y el
de Nueva York debió multiplicarse para resolver los miles
de problemas creados por escritores que olvidaban sus tarjetas de
identificación o las perdían, de delegados que se
enfermaban, de gente que se disolvía en la inmensa ciudad
sin conocer siquiera la lengua, de cintas magnetofónicas
que aparecían con rótulos equivocados, de invitaciones
que tenían los colores cambiados. Con muy poco tiempo para
respirar siquiera, con horas robadas de algún modo al sueño,
con una enorme fuerza de voluntad y una disposición amable
que no se desmentía en ningún momento, el doble equipo
funcionó sin prisa y sin pausa.
Un grupo reducido de escritores tuvo a su cargo la organización
y el brillo de las cuatro mesas redondas que sobre el tema general
El escritor como espíritu independiente ocuparon las
sesiones oficiales del Congreso y dieron pretexto a la meditación
de mucha gente. Para esos participantes, el Congreso fue sobre todo
la ocasión de discutir en un nivel elevado los temas que
hoy preocupan al escritor de las sociedades tecnificadas, así
como otros que son de siempre. En cada uno de esos debates hubo
intervenciones valiosas, se discutió a veces hasta con acrimonia,
reaparecieron posiciones superadas pero también se adelantó
una perspectiva fundamentalmente nueva, y sobre todo se dijeron
cosas que importan. No faltaron, es cierto, las largas disquisiciones
de quienes tienen una fatal tendencia a escuchar sólo el
sonido de la propia voz, ni las intervenciones pedestres o fuera
de contexto. Incluso es posible criticar a las mesas redondas en
general por no haber tenido una organización más ceñida,
con textos que circularan de antemano para poder suscitar una crítica
meditada, y con resúmenes completos de lo debatido en las
sesiones anteriores. Pero tal vez al no hacerlo se quiso permitir
un debate más libre y espontáneo, aun a riesgo de
caer en la desorganización del discurso. Sea como fuere,
estas mesas tuvieron el mérito de poner en circulación
muchos puntos de vista y reafirmar sobre todo la posibilidad del
diálogo entre los escritores contemporáneos.
De modo que podría hablarse por lo menos de tres Congresos:
uno de señores turistas, otro de los abnegados organizadores
y otro tercero, más reducido pero no menos importante, de
los verdaderos escritores. Tal variedad de grupos y de opiniones
es inevitable donde se reúne mucha gente. Mientras un latinoamericano
del Sur sacaba la conclusión de que el Congreso había
sido muy pop (él anduvo todo el tiempo paseando un
calculado aburrimiento por salas y avenidas), una de las funcionarias
más eficaces me aseguraba que apenas dormía dos o
tres horas diarias; en tanto que Arthur Miller, presidente del P.E.N.
Club Internacional, se felicitaba del brillo de ciertas delegaciones,
otros andaban carilargos asegurando que había muchos jubilados
y pocos escritores. Volvemos a lo de la posada española.
A mi juicio, el Congreso se justificó por muchas cosas pero
sobre todo por dos: (a) demostró con los hechos que el diálogo
es posible en la comunidad intelectual y que para lograrlo, nadie
debe renunciar a sus convicciones o sus doctrinas; (b) también
demostró que en este momento hay una literatura latinoamericana
que funciona por encima de las separaciones nacionales y que tiene,
cada día más, una fuerza y una pujanza internacionales.
Por esas dos cosas solas, el Congreso habría valido la pena.
Pero también valió por el contacto personal con gentes
y lugares. Como una contribución a la crónica de ese
importante acontecimiento, publico ahora las páginas de un
Diario que refleja, desde un ángulo muy especializado,
los días del Congreso.
Viernes 10. Llego a Le Bourget con cierta anticipación
para tomar el avión de la World Airways especialmente
fletado para llevar a los huéspedes y delegados de Europa
hasta Nueva York. Me encuentro allí con algunos amigos franceses
(Jean Bloch-Michel, Maurice Nadeau) y comento las últimas
noticias del Congreso. La que corre más velozmente
de todas es la inasistencia de los escritores soviéticos.
Aunque participan escritores del mundo socialista, como los delegados
de Bulgaria, Checoeslovaquia, Estonia, Alemania Oriental, Hungría,
Letonia, Polonia, Rumania y Yugoeslavia, los escritores soviéticos
que habían sido invitados en calidad de observadores (no
hay P.E.N. Clubes en la URSS) han decidido a último
momento no asistir. Se dice que es porque no quieten discutir en
público el caso Siniavski-Daniel. Aparentemente, temen que
se presente en el Congreso alguna resolución condenando
a quienes condenaron a ambos escritores. Hace algunos meses, David
Carver, el secretario internacional, viajó a Moscú
para pedir a los intelectuales soviéticos que intercedieran
en favor de Siniavski y Daniel. Pero su gestión, como la
de Giancarlo Vigorelli, presidente de la COMES, no tuvo éxito
alguno. Hay que lamentar desde ya la inasistencia de los observadores
soviéticos, porque sin la presencia de ellos el posible diálogo
queda seriamente comprometido. Por otra parte, la actitud soviética
contrasta notablemente con la del Departamento de Estado que ha
suspendido por la duración de este Congreso (y otros
similares) sus severísimas restricciones en materia de visas.
Todos los delegados einvitados al Congreso pueden entrar
ahora libremente en los Estados Unidos. Este es un primer paso,
apenas, en una política de liberalización que debe
continuar desarrollándose hasta terminar con todos los vestigios
del triste período maccarthista.
Mientras nos preparamos para la partida las persuasivas voces incorpóreas
de los altoparlantes nos informan que el vuelo está retrasado
algunas horas por razones técnicas. Pronto corre el rumor
de que en uno de los motores del "jet" ha entrado
un gorrión, estropeándolo por completo; que para repararlo
hay que recabar autorización en las oficinas centrales de
la compañía, en San Francisco, donde es ahora de madrugada.
La combinación de un gorrión y de los husos horarios,
retrasa el viaje casi cinco horas. Si el escudo del P.E.N. Club
es cierto (una pluma atraviesa y rompe una espada) entonces
el viaje se inicia con el mejor de los presagios: la pluma de un
gorrión han bastado para detener al poderoso "jet".
Mientras espero, entablo conversación con Emmanuel Roblés,
escritor francés del Norte de Africa, de origen español,
que habla nuestra lengua con vigorosa entonación. Me cuenta
mil cosas, y entre ellas, una inesperada. Durante un viaje a Buenos
Aires hace unos veinte años, consiguió en una librería
una novela de un escritor que para él era completamente desconocido.
Se trataba de Para esta noche, del uruguayo Juan Carlos Onetti.
La leyó varias veces, se apasionó por ella, le escribió
a Onetti, sin conseguir ninguna respuesta, y eso que le proponía
nada menos que la traducción al francés como incentivo.
Le aseguro que es muy posible que Onetti jamás haya recibido
su carta: el correo es tradicionalmente errático en los países
del Plata. Aunque también es posible que la haya recibido,
que la haya leído con toda curiosidad, que la haya puesto
en un bolsillo, pensando contestarla al día siguiente, que
la haya olvidado del todo en pocas horas. Onetti es uno de los escritores
más hondamente vocacionales de América Latina pero
es también uno de los más despreciativos de ese mínimo
de public relations que un escritor debe desarrollar si quiere
ser conocido en el mundo. La verdad es que no ha demostrado mayor
apuro en ser conocido. A los 57 años es tai vez uno de los
más grandes narradores de hoy y sin embargo todavía
está por ser descubierto por el público del resto
de la América Latina, y por los europeos o norteamericanos.
Como está también invitado al Congreso, me
prometo, apenas llegue a Nueva York, contarle el entusiasmo de Roblés
por su extraña novela sobre un Buenos Aires sitiado por misteriosos
enemigos. La literatura tiene estos coup-de-foudre y no hay
que desperdiciarlos.
Sábado 11. Llegamos muertos de cansancio y a la madrugada.
Todo el trámite se hace más lento por la cantidad
de delegados y por la necesidad de despacharnos a distintos hoteles.
Poco a poco, el caos se convierte en orden y nos refugiamos en nuestras
respectivas piezas. A las nueve, en el salón comedor, me
encuentro con algunos miembros de la delegación latinoamericana.
Vuelvo a ver a Carlos Fuentes, que había llegado por barco
(nunca toma un avión, si puede evitarlo); me topo con Juan
Liscano, el excelente poeta venezolano que dirige Zona Franca
con tanto entusiasmo polémico; me reencuentro con mis
compatriotas, Carlos Martínez Moreno y Juan Carlos Onetti.
Para estos dos, Nueva York guarda todavía grandes sorpresas.
Onetti estuvo hace unos meses aquí, recorriendo el país
como invitado del Departamento de Estado. Pero para Martínez
Moreno, esta es la primera visita a los Estados Unidos y se lanza
sobre todo con un apetito que también demuestra en los demás
órdenes de la vida y en su barroca novelística. De
tarde me arrastra a que le enseñe Nueva York. Planeo un rápido
paseo por dos o tres zonas características y de inevitable
referencia turística: la calle 42 y Times Square,
el Rockefeller Center, con sus ampliaciones sobre el edificio
de Time and Life y los nuevos gigantes del Hilton y
la Americana o la CBS; la Quinta Avenida y
la Park, con Lever House y otras fábulas de cristal,
acero y aluminio; el Central Park en que es tan fácil
olvidarse de estar en el centro de una inmensa ciudad: el Museo
de Arte Moderno, donde tenemos tiempo de contemplar la Exposición
Turner (murió en 1851 pero es uno de los pintores más
experimentales de hoy) y de ir a rendir un respetuoso homenaje a
Guernica. Vuelvo a ver estos escenarios neoyorkinos de anteriores
viajes a través de los ojos de Martínez Moreno. Como
un niño se maravilla de que las calles sean más anchas,
los edificios por regla general más bajos, toda la ciudad
más soleada y luminosa de lo que esperaba. Las películas
de gangsters lo habían preparado para una Nueva York
de calles estrechas, callejones sombríos entre edificios
altísimos, gris y sucia. Le digo que hay muchas partes así,
sobre todo en Wall Street, o en los barrios donde están
hacinados los portorriqueños y los negros. Pero la belleza
de algunas zonas de Nueva York lo toma por completo de sorpresa.
Con avidez, Martínez absorbe y registra todo. Un día
reaparecerá convertido en cuento, en capítulo de novela,
en ficción.
De otra naturaleza es el contacto que se establece esa misma noche
en el recital de Pablo Neruda, en el salón de actos de la
YM-YWHA, de Nueva York. Vamos con Martínez, Onetti
y otros amigos. Aunque es enorme, la sala está repleta. Hay
gente luchando por entrar, y gente que llena los pasillos de tertulia
y rebalsa sobre a platea. Preside el recital el poeta norteamericano
Archibald McLeish quien evoca rápidamente la importancia
de este acto, califica a Neruda del más grande poeta vivo
del mundo (lo que desata más aplausos de un auditorio fervoroso)
y se toma tiempo para censurar la política de exclusiones
practicada hasta ahora por el Departamento de Estado. Cuando Neruda
agradece, en un inglés fluido aunque fonéticamente
discutible, lo hace para subrayar la concordia. El acto está
admirablemente orquestado. De un lado los seis traductores, del
otro Neruda, solo. Primero, cada traductor pasa al atril y lee una
versión propia: luego Neruda desde su mesa lee el original.
La selección abarca en síntesis su obra entera, desde
los superrealistas poemas de Residencia en la tierra (algunos
parecen escritos ayer no más) hasta muchas Odas recientes,
sin omitir por cierto los ataques a las poderosas sociedades norteamericanas
que controlan el Caribe, como la tirada en verso contra la United
Fruit. El auditorio responde magníficamente. Es un público
que aprecia el ingenio poético pero aprecia también
la gran efusión sentimental; que ríe con los dardos
lanzados contra los explotadores económicos y se conmueve
con las alias explosiones de lirismo. Es un público adicto
que aplaude a rabiar. Cuando termina el acto, se niega a irse, sigue
aplaudiendo, pidiendo más poesía. Entonces como un
amable prestidigitador, Neruda saca otros dos traductores que tenía
por allí en reserva (entre ellos, el mejor: Alastair Reid,
fino poeta escocés) y ofrece un par de poemas más.
Es la apoteosis. El poeta chileno debe huir de las centenares de
personas que se precipitan a buscar autógrafos. una palabra,
quizá sólo una mirada. Las reacciones entre el público
que se dispersa son variadas. Hay general coincidencia en que pocas
veces Neruda ha recitado tan bien, con tan poderosa voz, con acento
tan exacto. Muchos elogian la difícil tarea de los traductores.
El público es también muy elogiado. Pero no faltan
criticas. Un colega del Sur no puede soportar el incienso y la adulación
que siempre rodean a Neruda. Cuando uno de los traductores (el más
joven, el más apasionado) se apodera de la mano que le tiende
amistosamente Neruda al final de la primera parte se la besa, sin
que el poeta pueda hacer nada para evitarlo, alguien estalla y protesta
por esa intromisión de los hábitos episcopales en
la literatura. Pero de nada sirve protestar. Como ya lo han descubierto
tantos en otras ocasiones, la poesía de Neruda tiene un carácter
incantatorio. Es una poesía de vena ancha y generosa que
despierta fuertes reacciones en el auditorio. El poeta regresa con
ella a su función de cantor público. Lo que hemos
visto en Nueva York ya se ha dado en muchas partes del mundo. Pero
es muy importante que se dé aquí y en este momento.
Porque durante demasiado tiempo se ha estado levantando aquí
una barrera de visas contra la libre circulación de las opiniones
y de las personalidades. Durante demasiado tiempo se ha impedido
la entrada de escritores que no habían cometido otro delito
que no compartir las opiniones políticas del Departamento
de Estado. El hecho de que mucha gente, y de la mejor, no las comparta
tampoco en los Estados Unidos, hacía más grotesca
la prohibición. Por eso, la apoteosis de Neruda no es sólo
una apoteosis del poeta chileno. Es también la de un hombre
que viene aquí a decir lo suyo, y sin que ningún burócrata
le pueda dictar lo que quiere decir. En unas declaraciones que hizo
más tarde, definió bien Neruda su actitud: "Estoy
a favor de todo lo que favorezca a la paz y termine la locura de
la guerra. Estoy por la poesía y los poetas. Estoy a favor
de los hombres razonables.", El triunfo de Neruda esta
noche es, en gran medida, el triunfo de aquellos hombres.
Domino 12. El calor ha desertado a Nueva York estos últimos
días. Hasta hace poco hizo una temperatura sofocante, pero
ahora se puede respirar bien y hasta se corre el riesgo de algún
resfrío por los cambios súbitos de temperatura. De
pronto llueve, de pronto sale el sol. Pero en general, predomina
el buen tiempo templado. En las invitaciones para el pique-nique
sur feau que está anunciado para esta tarde se recomienda
llevar algún abrigo de lana. Tomaremos un pequeño
barco de excursión sobre el río Hudson, que nos llevará
a dar una vuelta completa a la Isla de Manhattan. El proceso de
instalar a tantos delegados a invitados lleva su tiempo. Poco a
poco se va llenando el barco y los latinoamericanos nos encontramos
reunidos como por azar en la cubierta de popa, muy formalmente sentados
en unas sillas desarmables de madera y con nuestra caja de comida
en la falda. El espacio es tan disputado como en el subterráneo
en las horas de afluencia. De modo que hay que hacer prodigios de
equilibrio para abrir la caja, sacar la comida, sostener la copa
de vino californiano, sin tirar nada por el suelo. El que mejor
aprovecha el espacio y las limitadas circunstancias es el novelista
brasileño João Guimarães Rosa. Su alta figura
erecta está instalada con toda comodidad en la estrecha silla,
ordenadamente, va sacando cosas de su caja y las va comiendo con
método. Habla poco, sonríe apenas y liquida otro item
de la caja. Es el único que ha conseguido agotarla por completo.
Cuando los demás. demasiado inquietos o impacientes, hemos
ya renunciado a explora. todos sus tesoros, Guimarães Rosa
sigue impertérrito hasta la última manzana. De pronto
alguien nos dice que Neruda está abajo, en la proa, y que
habría que ir a buscarlo para hacer un gran frente común
de América Latina. Bajamos y allí está el vate
máximo, rodeado de una horda de fotógrafos y admiradores.
Cada paso suyo es registrado por un pequeño equipo de camarógrafos
chilenos que está haciendo una película documental
sobre su viaje a los Estados Unidos. Los fotógrafos de las
publicaciones periódicas, y sobre todo la fotógrafa
de Life en español (que en la vida diaria es la esposa
de Arthur Miller) no se pierden ángulo. Con una gorra muy
elegante, Neruda sonríe, habla, hace declaraciones y bromas,
se retrata con sus amigos de siempre o con los nuevos amigos de
hoy, y deja su perfil de ídolo indígena contra la
línea de rascacielos de Wall Street (lindo contraste)
o contra la figura de la Estatua de Libertad que la cámara
capta en la gloria de un cielo desgarrado por nubes y luces de tormenta.
El verde de la Estatua sorprende a muchos y suscita algunos
chistes inevitables. Convencemos a Neruda de que debe trasladarse
a la cubierta alta de popa, y lo que empieza siendo una pequeña
procesión de dos o tres amigos que acompañan al poeta
y a su mujer, Matilde Urrutia, se convierte de golpe en una inmensa
bola de nieve humana que crece a medida que el poeta se desplaza
por el barco y que inunda la ya llenísima cubierta de popa,
El abrazo con que Neruda es recibido por el resto de la delegación
latinoamericana suscita movimientos sísmicos por la cantidad
de fotógrafos (aficionados o profesionales) que se encaraman
para sacar una toma desde un ángulo distinto. De pronto me
veo convertido por un instante en pedestal de una muchacha que dispara
su cámara contra el poeta. En el maremagnum, apenas si diviso
a Guimarães Rosa, que escapa del tumulto atravesando con
increíble agilidad un laberinto de sillas depuestas. El tímido
y retraído narrador mineiro huye aterrorizado de la publicidad.
Al cabo, el propio Neruda se queja y hay que desandar el camino
(discretamente protegidos ahora por funcionarios del Congreso) hasta
una cubierta baja de popa donde es posible instalarse, sorber despacito
las últimas copas de vino y hablar de muchas cosas. Una vez
más, la presencia de Neruda ha resultado literalmente conmovedora.
Lunes 13. El discurso de Saul Bellow en la sesión inaugural
del Congreso del P.E.N. Club (que Mundo Nuevo reprodujo
en el número último) resulta una ventana abierta al
aire libre en este tipo de solemnidades. En vez de las habituales
reflexiones sobre lo independencia espiritual del escritor (ni la
Inquisición estaría hoy dispuesta a negarla públicamente)
Bellow ataca muy concretamente un problema específico de
los Estados Unidos: la existencia de un grupo intelectual que se
considera único legítimo heredero de los clásicos
modernos (Joyce, Kafka, Proust) y que por lo tanto ejerce una verdadera
dictadura sobre los creadores de hoy. Ese grupo es el que determina
qué escritores son válidos y qué escritores
no tienen vigencia; escudriña las obras de los nuevos autores
para darles pasaporte o negárselo; determina los nuevos patrones
de medida. Contra ese grupo, y la supuesta vanguardia que lo apoya,
dice cosas muy agudas, muy irónicas, muy terribles el novelista
norteamericano. Por el tono se advierte que habla por la herida.
Su última novela Herzog, que ha tenido un éxito
enorme entre los lectores norteamericanos, ha sido algo vapuleada
por esa crítica académica. Lo que hace ahora Bellow
es denunciar una forma muy sutil de la dictadura intelectual; la
de los orientadores de la opinión. Esta forma de dictadura
es aquí menos dramática que la de los comisarios soviéticos
o sus equivalentes burocráticos en otras partes del mundo,
pero no es menos eficaz en distorsionar la imagen con contemporánea
de un escritor. En lo que ahora dice Bellow se oyen ecos de la famosa
batalla entre Antiguos y Modernos. Porque de hecho, ¿qué
son estos intelectuales y profesores norteamericanos que levantan
la bandera de los clásicos modernos, sino los legítimos
herederos de la Academia y del Diccionario que tanto daño
hicieron a la literatura europea en los siglos XVII y XVIII? Y Bell,
protestando contra la tiranía que ellos implantan, ¿qué
es sino un ejemplo más del creador que necesita de la libertad
más absoluta, incluso de la libertad frente a reglas impuestas
por otros creadores, para poder realizarse? El tono con que lee
Bellow su discurso, urbano e irónico, lento y con una juguetona
sonrisa de los ojos, es muy festejado por el auditorio. Aunque tiene
sólo 51 años, Bellow ya ostenta el cabello canoso
y un aire de viejo señor judío, elegante, refinadísimo
que (se comprende) es más producto de la composición
dramática que la obra entera de los años. En Herzog
se advierte también esa nostalgia subterránea
de una senectud equilibrada. En la figura que ahora compone Bellow
se reconocen las mismas señales. Pero el vigor del ataque,
y su malicia, desmienten la cortesía extrema de ese caballero
crepuscular que quisiera parecer Bellow. Los otros discursos son
más convencionales, aunque el de Miller consigue tener esa
frescura, esa falta total de tiesura académica, que trasciende
de toda su personalidad. Alto, desgarbado, con una larga cara flexible
y unos ojos tremendamente inquisitivos detrás de sus grandes
lentes, Miller parece una mezcla de Gary Cooper con Aldous Huxley.
Sabe decir las cosas más sensatas en la lengua más
simple posible y su presencia en todos los actos del Congreso es
garantía de una profunda comprensión de los puntos
de vista más encontrados. Su entusiasmo por esta reunión
es también evidente.
De tarde asisto al "cocktail" organizado por la
American Academy of Arts and Letters en su mansión
sobre el río Hudson. Los ocasionales chubascos impiden aprovechar
demasiado la enorme terraza y las salas interiores están
demasiado llenas de gente. El lugar preferido por todos parece ser
el caminero que conduce de uno a otro extremo de la terraza, bajo
la protección de un larguísimo toldo. Allí
me encuentro con Leon Edel, el biógrafo de Henry James. Cuando
le digo que he leído con la mayor admiración sus tres
volúmenes sobre el maestro y que espero ansioso el cuarto
que completará la historia de su vida, se sonríe con
visible entusiasmo y me confirma su alegría de saber que
tiene por lo menos un lector en Montevideo. Me muestra un anillo
de oro, con una piedra verde, que lleva en uno de sus dedos. "Me
lo dio la familia de James: es el anillo del maestro" Haciéndolo
girar varias veces, se lo quita del dedo y me lo pasa. Me lo pongo
en el anular de la mano izquierda y lo contemplo con un entusiasmo
infantil. Siempre he admirado a James sobre todo otro novelista
de este tiempo; su mundo me parece insondable y tan fabuloso que
no me bastaría una vida entera para recorrerlo. Le digo a
Leon Edel que si hubiera nacido inglés o norteamericano me
habría dedicado exclusivamente a James. Se sonríe
ante mi entusiasmo y me incita a hacerlo. Pero le digo que ahora
es imposible: sólo se puede hacer crítica original
de los autores de la propia lengua. Mientras me saco el anillo y
lo devuelvo pienso que simbólicamente ha quedado establecido
ahora otro vínculo con James. El encuentro, el préstamo
del anillo, las palabras constituyen de alguna manera una ceremonia.
(Cuando me veo con Martínez Moreno un poco más tarde
y le cuento el episodio comprendo que ya empieza a coagular la leyenda.
Más tarde se lo contaré también a Carlos Fuentes
y a Neruda, y el cuento dará la vuelta entera hasta escucharlo
Leon Edel y venir a contarme su versión del mismo. Y Carlos
Fuentes se probará también el anillo y de alguna manera
habrá pasado algo allí, en medio de las bromas y de
las naturales exageraciones con que tratamos de asimilar lo inasimilable.)
Martes 14. Marshall McLuhan, director del Centro de Cultura y Tecnología
de la Universidad de Toronto, es un hombre de ideas muy firmes y
un estilo algo abrumador para exponerlas. Como moderador de la primera
mesa redonda que tenía que discutir El escritor en la
Era Electrónica, McLuhan no dejó pasar oportunidad
para remachar sus tesis. Estas se pueden sintetizar en un párrafo
de su intervención que ha sido muchas veces citado por su
carácter terrorista: "Vamos a asistir a una era en
que todo el ambiente que nos rodea estará ordenado como una
máquina de enseñar. El escritor estará encargado
de programar esa máquina. Los artistas deberán trasladarse
a las torres de control abandonando las torres de marfil. En otras
palabras: en la era electrónica desaparecerán los
libros (máquinas muy primitivas de difusión del pensamiento
y la literatura) y los escritores se convertirán en tecnócratas".
El futurismo de las afirmaciones de McLuhan no dejó de producir
su efecto. Uno de los más inspirados humoristas presentes,
el crítico Norman Podhoretz, director de la revista neoyorkina
Commentary, no pudo dejar de señalar que le costaba
seguir el debate porque, aparentemente, los aparatos de traducción
simultánea funcionaban mal y que seguramente le pasaba lo
mismo al de McLuhan. Otro humanista (éste de origen húngaro,
aunque residente en Inglaterra) aprovechó la oportunidad
para recordar que las máquinas suelen ser tan estúpidas
como los hombres. Las bromas de Podhoretz o de Paul Tabori no ocultaban
sin embargo una cierta irritación contra los métodos
de choque de McLuhan que ha escrito un libro que está siendo
muy discutido hoy en los Estados Unidos: Understanding Media (Para
comprender los medios de comunicación). Creo que todo el
problema que plantea el futurista McLuhan es falaz: es cierto que
la era electrónica ha demostrado que el libro y la imprenta
son medios anticuados de comunicación, de[ mismo modo que
la invención de la imprenta en el Renacimiento demostró
que los copistas medievales eran máquinas anticuadas.
Pero no hay que confundir los medios de comunicación con
la creación artística misma. Ante todo, lo que llamamos
Literatura es algo más que letra; es decir, un signo sobre
un papel. En la antigüedad y en la edad media buena parte de
la literatura era oral. No hay inconveniente en que lo vuelva a
ser, aunque los medios de comunicación ahora sean electrónicos
y el libro se vea sustituido por otra máquina cualquiera.
En segundo lugar, lo que ha descubierto McLuhan sobre el valor pedagógico
del ambiente en que vive el individuo es tan viejo como el mundo:
toda civilización está apoyada en ese principio. Es
el contorno entero el que enseña, Lo que están haciendo
estos futuristas es descubrir la pólvora. Pero lo que no
se han planteado McLuhan y otros talentos electrónicos es
el problema básico de la creación literaria: el ritmo
de maduración de la Odisea no es distinto esencialmente
del de maduración de Ulises, aunque los medios mecánicos
de que dispuso Joyce para fijar y difundir su obra sean infinitamente
más poderosos que los de Homero. Pero esa diferencia externa
no significa nada si lo que se considera es el proceso creador mismo.
Lo que los genios de la electrónica todavía no han
descubierto es la máquina de crear. El gran Juan de Mairena
había inventado una máquina de trobar, es cierto,
pero es muy probable que McLuhan no sería capaz de lograr
con ella ni siquiera una modesta rima.
De noche vamos a Chinatown, con los Vargas Llosa, Martinez
Moreno y Nicanor Parra. La idea es de Mario Vargas, que como buen
peruano admira la comida oriental y suele frecuentar las chifas
(como llaman allí a los restaurantes chinos). El tiene
una idea completamente cinematográfica de Chinatown y
mientras atravesamos la pobre barriada de Canal Street, con sus
escuálidas casas, las leprosas fachadas de sus comercios,
los chubascos que nos azotan y dispersan, Mario Vargas va contando
como en trance lo que espera ver: las pagodas que se recortan contra
el cielo, los antros en que se fuma opio, las inescrutables caras
orientales que acechan todo desde la ranura de sus ojos oblicuos.
No le digo nada porque sé que la realidad de Chinatown
es muy otra. Lo dejo que vaya descubriendo que las pagodas se
reducen a una pagoda superpuesta sobre un edificio moderno y ella
también bastante moderna de aspecto a no ser que se quiera
contar como pagodas a los kioskos telefónicos que terminan
en techitos orientales, que los inescrutables asiáticos ya
visten a la manera occidental y tienen más cara de aburridos
que de misteriosos, que el opio no se ve ni huele por ningún
lado. Nos conformamos con un restaurant de aire acondicionado en
que la comida, al estilo de Cantón, es excelente.
Pronto, olvidados de todo exotismo, discutimos sin parar sobre América
Latina y creamos, por la mera obsesión y la lengua, un ambiente
distinto. Ya no es más Chinatown sino una chita
peruana. A la vuelta, subimos hasta mi habitación en
el Hotel y mientras tomamos algo fresco, Parra nos lee una secuencia
de poemas que ha compuesto en 1964 y en la Unión Soviética.
Las llama Canciones rusas porque fueron compuestas durante
una estadía de unos seis meses, o recogen un estado de ánimo
que tiene sus raíces en aquel viaje y aquel distanciamiento.
[Fueron publicadas en el número último de Mundo
Nuevo.]
Las canciones son independientes pero tienen como un hilo subterráneo
que las atraviesa: un hilo hecho de nostalgia, de lejanía,
de exotismo y al mismo tiempo de una profunda soledad, iluminada
lúgubremente aquí y allá de premoniciones muy
graves. El poeta que las ha escrito está llegando a zonas
terribles de sí mismo. Nicanor habla de sus canciones como
si fueran poemas muy ligeros, y en cierto sentido lo son porque
están escritos en un tono menor, liviano y con un humor superficial
que puede llegar incluso a la comicidad.
Pero es lo que está debajo de ese humor lo que golpea al
oyente. Sin la dureza terrible de los Antipodas pero también
sin la vena cordial y muy chilena de La Cueca larga, esta
nueva secuencia suya parece combinar la levedad de trazado con la
gravedad de los sentimientos que el poeta practica, el tono menor
con una presencia invasora de la fatalidad, el recuento de lo externo
con los golpes más implacables de la soledad. Nicanor lee
con una voz precisa y algo neutra; apenas si apoya los pasajes irónicos
y hasta consigue la carcajada en muchos casos, carcajada que él
mismo acompaña con una risa corta, fuerte, que le hace abrir
la boca como una mueca. Lo escuchamos leer con cierta reverencia
porque Parra es un poeta muy entero. Y porque esas Canciones
rusas, a pesar de tono casual, ponen cosas muy al desnudo. Para
Vargas Llosa, que lo conocía poco, esta lectura es una sorpresa.
Martínez y yo lo habíamos oído leer en varias
ocasiones y sabíamos cómo su voz grave y su tono mesurado
pueden transmitir impecablemente las tensiones interiores de un
verso aparentemente límpido. En estas Canciones la
sentenciosidad del discurso no impide que el poeta aparezca siempre
conmovido. "Son tus Rimas", le digo en una pausa
de la lectura, y Nicanor se sonríe con un pequeño
gesto de complicidad. Como las otras de Bécquer, éstas
también tienen un pudor contenido, una melodía sutil,
una emoción desgarrada.
Miércoles 15. Las dos mesas redondas que nos propone hoy
el Congreso no me tientan lo suficiente. En una se debate
sobre La Literatura y las Ciencias Sociales sobre la Naturaleza
del Hombre Contemporáneo (el título, sin duda,
queda mejor con mayúsculas), bajo la dirección de
Louis Martin-Chauffier, de Francia; en la otra se discute sobre
El escritor como colaborador en los proyectos de otros hombres,
y actúa como moderador el belga Robert Goffin. Escucho un
poco de cada una y decido que por hoy basta. En la tarde tenemos
la mesa redonda latinoamericana y prefiero dedicarme a terminar
de organizarla. Arthur Miller y David Carver me han pedido que reúna
a los escritores de nuestra delegación en una mesa especial
para debatir nuestros problemas literarios. La mesa debe ser en
francés y en inglés, las dos únicas lenguas
admitidas en las sesiones públicas del P.E.N. Club.
Esto trae disgustos inevitables. Un par de escritores argentinos
se niegan a participar porque (alegan con toda evidencia) se expresan
mal en ambas lenguas. El problema es insoluble, como trato de hacerles
entender. Habría que cambiar una disposición que tomó
el P.E.N. hace cuarenta y cinco años, lo que es imposible
ahora. Otros problemas que crea la mesa redonda derivan sobre todo
de la vieja y querida vanidad o del recelo que es habitual en los
medios intelectuales latinoamericanos. Un infortunado comunicado
de prensa, que incluye una lista sólo parcial de los participantes
y omite (nada menos) a Victoria Ocampo, vicepresidente del P.
E. N. Club internacional, provoca muchas idas y venidas, explicaciones
y rectificaciones, disculpas en público y en privado. Inútil
insistir que nadie es responsable del gazapo burocrático
fabricado en la oficina de prensa por alguien que ignora por completo
quién es quién en la delegación latinoamericana.
Pero se pierde un tiempo precioso en aplacar susceptibilidades y
en tratar de que los escritores se comporten también como
personas equilibradas.
Al fin se realiza la mesa que cuenta con la participación
de la señora Ocampo, de la Argentina: de los escritores chilenos
Pablo Neruda, Nicanor Parra y Manuel Balbontin; de los mexicanos
Carlos Fuentes, Marco A. Montes de Oca y Homero Aridjis, del peruano
Mario Vargas Llosa; del venezolano Juan Liscano; del brasileño
Haroldo de Campos y de los uruguayos Carlos Martínez Moreno
y Emir Rodríguez Monegal, que actuó de moderador.
La situación del escritor en la América Latina era
el tema general de la mesa y para ilustrarlo en pocas palabras,
Martínez Moreno planteó algunos de los problemas básicos
que suscita al escritor la creación en países subdesarrollados.
Como mayor detalle, Mario Vargas Llosa dibujó el estado de
alienación en que por lo general vive el escritor en el Perú,
los problemas de su contacto con la realidad peruana, con el público,
el "handicap" que significa el alto índice
de analfabetos, etc., etc. Con una voz mesurada y en un francés
clarísimo, Vargas Llosa presentó una situación
terrible que es la de muchos países de América Latina
aunque no de todos, como habría de indicárselo Victoria
Ocampo en su breve intervención, más optimista. La
participación de Liscano y la de Parra permitieron advertir
algunos problemas concretos de difusión de la literatura
latinoamericana. Parra ilustró uno de esos problemas con
el caso, monstruoso, de un libro suyo, publicado en la Argentina
por la editorial EUDEBA, y cuya introducción en Chile
está entorpecida por toda clase de trabas aduaneras, producto
de una situación de monopolio que beneficia no a la industria
del libro chileno, sino a una editorial determinada. El apasionado
discurso de Carlos Fuentes puntualizó los problemas que crea
a un escritor el sistema político del partido único
y las presiones que se ejercen desde los medios oficiales en México
y que han ido aumentando en estos últimos meses, como lo
ilustra el escándalo de Los Hijos de Sánchez y
la destitución del Dr. Orfila Reynal de su cargo de director
del Fondo de Cultura Económica de México [sobre ambos
acontecimientos ha informado extensamente la sección Documentos
de Mundo Nuevo, núm. 3], así como el reciente
asalto a la Universidad y la destitución del rector Chávez,
y otras medidas que ya se anuncian. La delegación chilena
presentó un proyecto para fomentar el conocimiento de las
letras latinoamericanas en los Estados Unidos y auspiciar nuevas
traducciones de nuestros clásicos y los principales autores
contemporáneos. Esta iniciativa coincidía, en buena
medida, con un proyecto que tiene entre manos actualmente el National
Endowment for the Arts, que preside el Sr. Roger L. Stevens,
y que se propone la traducción masiva y la difusión
en los Estados Unidos de las mejores obras de la literatura latinoamericana
que aún no hayan sido traducidas allí. Para cerrar
lo reunión se invitó al público a intervenir.
Hubo una declaración en defensa de la lengua catalana expresada
por Rafael Tasis, del P.E.N. Club catalán, y que fue
aceptada por la mesa; una intervención del representante
de Prensa Latina, de Cuba, que explicó la inasistencia
de Alejo Carpentier porque le había llegado muy tarde la
invitación y que manifestó, asimismo, que estos problemas
del escritor latinoamericano habían sido felizmente resueltos
en Cuba. Cerró las intervenciones Arthur Miller, que se felicitó
del encuentro y subrayó la importancia que tenía el
mero hecho de que un conjunto de escritores se hubiera puesto a
discutir sus problemas específicos: la comunicación
con el lector, la difusión de su obra en todo un continente,
el problema del analfabetismo y de la cultura nacional. Para cerrar
el acto, el moderador agradeció al público su lealtad
(duró dos horas seguidas, sin interrupción) y señaló
que aunque reducido, el auditorio era de los que cabía calificar
como medieval, utilizando una distinción que había
hecho célebre el profesor Trend, de la Universidad de Cambridge,
cuando entraba en clase frotándose las manos de alegría
al ver que sólo tenía dos o tres alumnos, pocos pero
buenos.
Jueves 16. Me encuentro con Guimarães Rosa y vamos a tomar
una Coca-Cola al bar que está en el subsuelo del Loeb Center.
Nueva York es el tercer escenario en que me ha sido dada la gracia
de ver a Guimarães Rosa. Lo conocí en Río,
en su oficina de Servicio de Demarcación de Fronteras, en
el Palacio de Itamaraty, y pude ver allí entonces al diplomático
de carrera, el hombre impecable y fino, que ha circulado por Europa
y la América Latina sin perder su aire imperturbable. Lo
volví a encontrar dos años después en el Congreso
del Columbianum, rehuyendo la publicidad que había organizado
en su torno la casa Feltrinelli (que había publicado en Italia
con éxito un volumen de novelas cortas, Corpo de baile),
y muy curioso por la vida de esa ciudad magnífica que es
Génova. Lo volví a ver en Río, unos meses después,
enmarcado por el gran hall del Hotel Gloria, frente a la Bahía
de Guanabara y con el Pan de Azúcar como punto inevitable
de referencia. En todas partes, la alta figura erecta parecía
inmune al medio y a las circunstancias, como si tuviera el don de
circular por un mundo propio. El entusiasmo que habían despertado
en mí sus libros, y sobre todo esa obra maestra de la novela
latinoamericana que se llama Grande Sertão: Veredas,
me hacía acosarlo con preguntas literarias, con cuestiones
de influencias y lecturas que suscitan sus libros, con miles de
indiscreciones lingüísticas. Guimarães Rosa se
defendía como pocos. Celoso de su intimidad, tímido
para hablar de sus obras, cerrado a pesar de su cordialidad, trataba
de desviar mí atención hacia otros intereses. Ahora
que lo vuelvo a encontrar en Nueva York acepto de buena gana las
condiciones de su trato y me dispongo a seguirlo en sus pequeños
descubrimientos cotidianos. Me cuenta que siempre le preocupó
la comida y que cuando llega a una ciudad nueva hace un recorrido
minucioso de los restaurantes. No es un "gourmet".
Su curiosidad es de otro tipo. A través de los platos típicos
trata de descubrir cómo vive la gente en otros países.
Se ha hecho un plan muy minucioso para su estadía en Nueva
York y va recorriendo ordenadamente los distintos restaurantes exóticos.
Así, sin salir de Manhattan recorre el mundo. Hoy, por ejemplo,
le toca almorzar en un restaurante filipino y cenar en uno húngaro.
Mañana, cambian los países. Lo escucho asombrado,
yo que no tengo curiosidad gastronómica alguna, aunque no
carezca de paladar. Luego me cuenta que desde niño, en Minas
Gerais, y cuando no se había popularizado tampoco allí
eso del desayuno a la inglesa, él no se podía conformar
con la típica tacita de café. La madre tenía
que dejarle, a él, un niño, pero ya una persona de
convicciones firmes, una comida completa. Luego me habla de la filosofía
del cepillo de dientes. Me pregunta por qué me lavo les dientes
con pasta dentífrica de mañana. Le digo que no lo
hago. Que me lavo sólo con cepillo entonces. Igual le parece
mal y me explica: la pasta gasta el esmalte. Hay que usarla lo menos
posible. Mejor es enjuagarse la boca con algún líquido
desinfectante y sólo pasarse el cepillo después del
desayuno. Lo oigo abismado. Pienso que de esas minucias está
hecha su vida cotidiana. En sus novelas y cuentos, cada palabra
está atravesada por el espíritu, por la imaginación
más extraordinaria, por los grandes sentimientos, por una
pasión inmoderada por el verbo. En la vida cotidiana, Guimarães
Rosa parece reducirlo todo a lo inmediato. Discutimos su irreprimible
tendencia a escapar de los actos públicos, de no participar
en mesas redondas, de no hablar o hacer declaraciones. Confiesa
que está mal, que no se debe aceptar una invitación
de éstas y luego escabullir las responsabilidades. Lo reconoce
tan abiertamente que es imposible disentir con él. Le digo
que un escritor debe cuidar también su imagen pública,
que de alguna manera esa imagen es parte de su obra y le cito el
caso de Neruda. No está de acuerdo. Para él sólo
cuenta la obra. No le importa nada más. Le digo que me causó
mucha gracia su huída, el domingo, cuando la horda que acompañaba
entonces a Neruda ocupó toda la cubierta de popa. Acepta
la descripción humorística que le hago de él
mismo, escapando sobre las sillas volcadas, y me confirma su horror
del público. Desde muchos puntos de vista, este solitario,
tan bien educado y distante, me hace acordar a Onetti, otro solitario,
aunque hosco y hasta erizado de púas. Pero los dos han hecho
su obra, difícil, exigente, muy personal, sin preocuparse
del destino que podría correr y negándose sistemáticamente
a las relaciones públicas. En plena cincuentena (ambos han
nacido entre 1908 y 1909) la fama les está llegando un poco
como a contrapelo. Lo que más les preocupa es preservar la
intimidad. Por eso, Onetti se encierra a rumiar en su habitación
de hotel o cuando sale es para circular entre viejos amigos probados
o a responder con monosílabos alas preguntas de extraños.
Por eso Guimarães Rosa se parapeta detrás de su coraza
diplomática, huye aventando sillas, o discute interminablemente
los platos típicos de los mil restaurantes neoyorkinos. Sin
embargo, tanta arte del camouflage no es impecable. Detrás
de las miradas evasivas de Onetti o detrás de la cortesía
distante de Guimarães Rosa, asoma de golpe el escritor que
sigue tejiendo su compleja, exigente trama de ficción hasta
en los menores momentos de la vida.
Antes de la función de Annie Get Your Gun en el Lincoln
Center, a la que hemos sido invitados por el Congreso,
hay un cocktail en que Robert Wool reúne en su apartamento
sobre el Central Park West a la delegación latinoamericana
y a críticos y editores norteamericanos. El escenario no
puede ser más espectacular. Desde el piso 29 se domina el
inmenso parque, una verdadera selva en el corazón de Manhattan,
y se ve uno de los más impresionantes perfiles de la ciudad.
En el pequeño apartamento reina la cordialidad, muy informal,
de Bob Wool, presidente de la Fundación Inter-Americana
para las Artes y uno de los hombres que ha encarado con más
dinamismo la causa de establecer un contacto verdadero entre escritores
de una y otra América. Creyente en la eficacia de[ contacto
personal. Bob Wool ha organizado ya tres simposia (en las Islas
Vírgenes, en Puerto Rico, en Chichén-Itzá):
ha traído a gran cantidad de escritores y artistas latinoamericanos
a los Estados Unidos, y continúa tendiendo nuevos puentes.
Actualmente está muy interesado en el proyecto de Roger L.
Stevens. Su cocktail es sobre todo una ocasión para establecer
enlaces. En este momento, la literatura latinoamericana está
empezando a hacer algún impacto en el lector norteamericano.
AI éxito inicial de un Carlos Fuentes, se suma ahora el de
José Donoso y el de Julio Cortázar; ya se espera el
de Mario Vargas Llosa, cuya primera novela, La Ciudad y los perros
lanzará próximamente Grove Press bajo el
título de The Time of the Heroe. Con su amable sonrisa,
que se prolonga más allá de los ojos en unas copiosas
cejas que también sonríen, Bob Wool circula por el
apartamento, acerca gente, dice aquí una palabra, traduce
allí otra, y va creando una atmósfera de cordialidad
que se prolonga mucho más allá de esta circunstancia.
A su lado, Claudio Campuzano (argentino de origen pero ya muy neoyorkinizado)
completa la tarea de su jefe y amigo; entre ambos logran que la
circulación sea total. Cuando llega la hora de ir a ver la
comedia de Irving Berlín, cuesta bastante arrancarse de la
fiesta. Los más sabios se quedan. Los que padecemos una cierta
oscura compulsión que nos hace consumir vorazmente espectáculos,
nos vamos. Al fin y al cabo, es imposible perderse la oportunidad
de ver a Ethel Merman, a los 57 años, repitiendo el papel
en que triunfó hace dos décadas. El espectáculo
me parece de una vulgaridad maravillosa. Es puro pop norteamericano
pero sin la sofisticación que los intelectuales suelen aportar
al pop. Nada de los refinamientos que un director como Jerome
Robbins logra en West Side Story; nada de una concepción
"balletística" como la de Gower Champion
para Hello Dolly! Esta es la vieja y querida comedia musical
de antes en laque las estrellas lo son todo. Aquí, Ethel
Merman luciendo cada arruga, papada y decadencia física que
los veinte años implacablemente le han sumado, se planta
sin pedir disculpas en medio del escenario y proyecta desde allí
su voz alta, potente, gritada, y consigue el milagro de borrar la
vulgaridad del conjunto por la mera desfachatez de un estilo indomable.
En una canción que ha escrito especialmente Berlín
para esta reposición, An Old-fashioned Wedding, yque
es producto maravilloso de su sabiduría de 78 años
de show business, la Merman hace venir abajo la sala. Tres
veces la cantó esta noche, pero me aseguran que la del estreno
la tuvo que cantar por lo menos cinco. El número es lo de
menos. De todos modos, el espectáculo es siempre ella.
Viernes 17. Con la mesa redonda de hoy, sobre El escritor como
figura pública, se vuelve al clima más polémico
de la primera mesa, eincluso se llega más lejos. Porque es
precisamente en este punto en donde cuesta más conciliar
posiciones que hasta hace muy poco estaban enconadas por la estrategia
de la guerra fría. No es casual entonces que Ignazio Silone,
cuyo anticomunismo es muy conocido, aproveche la oportunidad para
decir algunas palabras duras sobre los escritores que apoyan regímenes
totalitarios; tampoco es casual que Pablo Neruda, cuyo comunismo
es también muy conocido, diga palabras duras sobre la intromisión
inesperada de la guerra fría en este clima de concordia que
con tanto tacto había sabido crear Arthur Miller. "Creí
estar soñando -dijo más o menos Neruda - y
despertar bruscamente cuando oí palabras que me demostraban
que la guerra fría no había terminado." Su
posición es bien clara: ha pasado el tiempo, han cambiado
las cosas, un cierto tipo de oposición y combate ha concluido
del todo. Pero al margen de la disputa entre Silone y Neruda, y
contemplado el asunto con cierta perspectiva, lo que se advierte
es que ese encuentro parece ahora básicamente anacrónico;
que los mejores escritores hoy están luchando en ambos bandos,
o fuera de ellos, por lograr una expresión independiente,
por romper las consignas, por terminar con el clima de delaciones,
decretos terroristas, maccarthismos de izquierda o derecha. Sobre
la oposición triunfó en este Congreso la concordia.
Sobre los extremos de la ideología o de la política,
la necesidad del diálogo. Por eso pienso que el encuentro,
breve aunque magnificado por la prensa, de Silone y Neruda tuvo
un carácter simbólico. Fue como el último duelo
entre hombres de otra era geológica a la que asistieron un
poco maravillados y un poco escépticos, los hombres de una
nueva era. En privado es posible que tanto Neruda como Sílone
habrían podido llegar a un acuerdo. Felizmente esa actitud
de acuerdo es la que ahora prevalece. En la noche, todo fue concordia
en la inmensa cena de despedida que el P.E.N. Club norteamericano
ofreció a sus colegas de todas partes del mundo en el tradicional
Hotel Plaza. Lamentablemente, la concordia sirvió también
de pretexto para algunos de los discursos más tontos que
me ha tocado escuchar en muchos años de fatigada vida literaria.
Un Premio Nobel (que conservaré piadosamente en el anónimo)
aprovechó la ocasión para contar sus viajes por el
Oriente, como si se tratara de la reunión de uno de esos
deliciosos clubs de escritoras que pinta Helen Hoskinson en The
New Yorker. Pero el suyo no fue el único discurso lamentable.
Hubo otros, muchos. Sólo el savoir faire de Lewis
Galantiere, con sus amables intervenciones ocasionales, salvó
al público del sopor total. Como bien decía uno, ese
es el precio que hay que pagar por un gran banquete y una maravillosa
hospitalidad.
Sábado 18. La sesión de clausura se realiza en medio
de una tristeza inevitable. Esta noche ha fallecido el padre de
Miller, y aunque éste no quiere hacer pública la noticia
einsiste en cerrar el Congreso con su discurso, la noticia
corre y alarga las caras de muchos. Con su simpatía natural
y su aire un poco desgalichado, Miller se ha conquistado a todo
el mundo. En su discurso, aprovecha la ocasión para declarar
muy firmemente que la delegación latinoamericana fue la más
brillante del Congreso y para elogiar una vez más
la mesa redonda del miércoles. En sus palabras hay una crítica
implícita a otras delegaciones que abundaban en jubilados
de la literatura y en meros familiares pintorescos. Pero nadie recoge
el guante. Los latinoamericanos lo hemos invitado a almorzar con
nosotros en un restaurante italiano del Village, pero no sabemos
si irá. Empezamos a comer un poco con el sentimiento de una
ocasión estropeada. Pero al rato llega Miller y como si no
hubiera pasado nada, se sienta a comer y a conversar de las cosas
que nos interesan a todos. No sabemos como agradecerle la amistad
que su gesto revela. Se advierte que para él este Congreso
ha significado sobre todo el descubrimiento de una literatura:
la latinoamericana. Promete ponerse a estudiar el español.
Inge, su mujer, de origen alemán, ya lo habla corrientemente.
En su naturalidad sin empaque alguno, en su seriedad y también
en su capacidad de hacer bromas o de aceptarlas, Miller representa
el mejor tipo del escritor norteamericano. Es un hombre que conoce
la lucha, que fue perseguido por el maccarthismo en la época
en que era simpatizante comunista, que fue perseguido por los comunistas
cuando denunció el aplastamiento de Hungría, y que
ahora está en la mejor posición para predicar el acercamiento,
la concordia, el diálogo. La presencia de Pablo Neruda en
el Congreso se debe a él. Fue él quien lo invitó
en ocasión del Congreso realizado el año pasado
en Bled; fue él quien hizo posible, con la cooperación
del P.E.N. Club norteamericano, la venida de todos los escritores
independientes del mundo entero. Hablando con él no se siente
ninguna necesidad de pagar homenaje a la fama o la excelencia. El
se sitúa, y sitúa a su interlocutor, en el plano más
inmediato y natural. Esa es su más admirable cualidad.
De noche voy con Martínez Moreno y Nicanor Parra a ver A
View trom the Bridge (Panorama desde el puente) que están
dando en un teatrito del Village. Es una producción de Ulu
Grosbard que ha tenido un éxito enorme de crítica
y de público, y que se representa hace más de un año
aquí. Cuando el estreno de la pieza en Broadway, los maccarthistas
se encargaron de que fracasara. Ahora, Miller ha revisado la obra,
la ha hecho aún más tensa, y Grosbard ha logrado con
ella un espectáculo redondo. Oscilando entre un naturalismo
estilizado y una concentración que recuerda la de la tragedia
griega la pieza despliega el conflicto emocional de Eddre Carbone
entre su lealtad a los emigrantes clandestinos a los que protege
en su casa y hasta ha ayudado a encontrar trabajo en los muelles,
y su pasión incestuosa por una sobrina de su mujer. En el
papel central, Richard Castellano revela una autoridad que hace
pensar en un joven Edward G. Robinson. Viendo la pieza, en que el
conflicto de lealtades y pasiones muy viscerales parece entroncar
con un arte más viejo que el norteamericano, un arte mediterráneo.
Pienso que Miller es realmente el único dramaturgo norteamericano
que ha tocado las cosas esenciales de este mundo complejo y contradictorio
que es los Estados Unidos. Ver la pieza en este momento me permite
entender muchas cosas que al ver otras versiones (en Montevideo,
en el cine) se me habían escapado. Esas cosas que la actitud
de Miller en este Congreso habían hecho explícitas.
Como lo han demostrado tantos días de debate, es muy difícil
para el escritor ser un espíritu independiente pero si no
lo es, entonces qué es. Realmente, no hay opción.
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