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"El Memorial de Isla Negra"
En Mundo Nuevo, n. 1
julio de 1966
p. 70-74
"Un predominio cada vez más acentuado del ánimo
otoñal, ya muy visible en uno de sus libros más importantes
de los últimos años. Estravagario (1958), conducirá
a Pablo Neruda a la única salida posible: la contemplación
de sí mismo en el espejo de su vida. Mientras compone las
complejas secuencias de los Cantos ceremoniales (1961) y
los poemas más simples de Plenos poderes (1962), Neruda
se embarca también en la empresa de recrear en prosa y en
verso su biografía. Así publica en la revista brasileña
O Cruzeiro (Río de Janeiro, enero-abril 1962) los
capítulos de lo que él mismo llama Las vidas del
poeta. Es ésta una autobiografía caprichosa, con
saltos e hiatos, aparentemente confesional pero íntimamente
muy reticente, un poco a la manera de la que escribió hacia
1912 Rubén Darío para la revista argentina Caras
y Caretas. Como en Poesía y Verdad, de Goethe,
se mezclan aquí los hechos reales y documentables de la vida
de Neruda con la interpretación subjetiva, acronológica
y telescópica de esos mismos hechos. La secuencia en prosa
tiene pasajes admirables que ya han sido aprovechados por los biógrafos
del poeta, y en particular por Margarita Aguirre en un cálido
libro reciente (Genio y figura de Pablo Neruda, Buenos Aires,
EUDEBA, 1964). Pero Neruda también se esmera en despistar
a sus futuros biógrafos, insiste en dejarles muchas zonas
en blanco para que su tarea les resulte más empinada. El
mayor interés de estas Memorias no es, sin embargo,
el documental (aunque lo tienen, y grande) sino el nuevo testimonio
que aportan sobre el ánimo otoñal y retrospectivo
del poeta que cuando las escribe se está acercando a los
sesenta años. (Nació en 1904).
Cada día le es más necesario, más urgente,
volver la mirada hacia atrás, hacia los orígenes,
hacia las sumergidas raíces. Es cierto que el ánimo
confesional existe desde su primer poema recogido en libro; desde
ese Crepusculario (1923) en que ya asoma la primera de las
personas, de las máscaras, de este poeta: el niño
triste y abandonado en medio de la lluvia del sur de Chile en que
nació. Pero sólo pasados los cuarenta, Neruda se siente
impulsado a empezar a organizar su vida en secuencias autobiográficas.
Las del Canto General, de 1950, sobre todo el capítulo
titulado: "Yo soy", dan la primera pauta. Más tarde,
en las cinco conferencias pronunciadas en la Universidad de Chile,
en el verano de 1954 y en vísperas de la apoteosis de sus
cincuenta años, el poeta organiza en prosa otra perspectiva
imaginaria de su vida y su poesía. Pero sólo a partir
de sus Memorias de O Cruzeiro la vena autobiográfica
empieza a fluir incontenible, cada día más caudalosa.
El movimiento allí iniciado crecerá hasta impulsar
a Neruda hacia un nuevo libro de versos: la larga secuencia
autobiográfica en cinco volúmenes que titula Memorial
de Isla Negra (1), para celebrar el sitio
y lugar donde se levanta su casa sobre la costa bravía del
Océano Pacífico. En un libro anterior, Plenos Poderes,
ya había anunciado abiertamente esa nueva obra. Hay allí
una "Oda a Acario Cotapos" en que declara emocionado el
poeta:
Ahora,
escribo un libro de lo que soy,
y en éste soy, Acario, eres conmigo.
En "Regresó el caminante" del mismo libro, vuelve
a asociar simbólicamente el tema de la madera y de la madre,
cuando evoca:
Aquel olor de maderería,
sigue creciendo sólo en mí tal vez,
el trigo que temblaba en la ladera,
y en mí debo viajar buscando aquélla
que se llevó la lluvia, y no hay remedio,
de otra manera nada vivirá.
La alusión es muy clara para los que saben que la madre
del poeta murió cuando él no había aún
cumplido los dos meses y fue enterrada en un cementerio lluvioso
del sur. Ese tono que asume ahora Neruda sugiere hasta cierto punto
el de Marcel Proust, cuando parte en busca del tiempo perdido. Su
verso refleja entonces la misma obsesión por reencontrar
las raíces (y la madre), la misma esperanza de que el Tiempo
sea derrotado por la obra de arte. El poeta busca ahora en su vida
(sus vidas) la clave de su ser y de su existir, y reconstruye en
sus versos algunos episodios capitales de su existencia, con una
precisión y una veracidad que hasta ahora había omitido
por explicable reticencia.
Pero no se crea que Neruda está dispuesto a contarlo todo
y ordenadamente. Él mismo ha prevenido esta confusión
al declarar, en las confidencias de la Biblioteca Nacional, de Santiago
(1964): "Aunque hay un hilo biográfico, no busqué
en esta larga obra, que consta de cinco volúmenes, sino la
expresión venturosa o sombría de cada día.
Es verdad que está encadenado el libro como un relato que
se dispersa y que vuelve a unirse, relato acosado por los acontecimientos
de mi propia vida y por la naturaleza que continúa llamándome
con todas sus innumerables voces." Por eso mismo, concluirá
esas confidencias insistiendo: "No renuncio a seguir atesorando
todas las cosas que yo haya visto o amado, todo lo que haya sentido,
vivido, luchado, para seguir escribiendo el largo poema cíclico
que aún no he terminado, porque lo terminará mi última
palabra en el final instante de mi vida."
Tal declaración arroja suficiente luz sobre el doble motivo
o estímulo que está en la base de esta singular pieza
autobiográfica: por un lado, es un relato "acosado por
los acontecimientos de mi propia vida"; por otro lado, también
acosan a ese relato otras fuerzas: la naturaleza que "continúa
llamándome con sus innumerables voces", esa voluntad
de componer un largo poema cíclico interminable, o terminable
sólo con el último aliento del poeta. Entendido así,
como autobiografía parcial y diarios poético del otoño
de Neruda, el Memorial de Isla Negra se sitúa en su
verdadera perspectiva. Conviene examinarlo con cierto detalle.
El punto de partida tal vez esté indicado por un estado
de ánimo que el poeta explora en el volumen segundo del Memorial
(la luna en el laberinto). Incluye allí un poema "Territorios",
en que llega a decir:
Nada perdí, ni un día vertical,
ni una ráfaga roja de rocío,
ni aquellos ojos de los leopardos
ardiendo como alcohol enfurecido,
ni los salvajes élitros del bosque
canto total nocturno del follaje,
ni la noche, mi patria constelada,
ni la respiración de las raíces.
Esa memoria fabulosa del poeta -memoria concreta, verdadero almacén
inagotable de objetos que su fantasía metamorfosea en imágenes-
aparece aquí reconocida explícitamente. No puede asombrar
a los lectores de sus obras, y principalmente a los de esas Odas
elementales que preservan incansables las maravillas del mundo.
En unos consejos que contiene la segunda de sus conferencias de
1954 había señalado Neruda la necesidad para todo
poeta de atesorar la realidad, así como la imprescindible
acumulación de sentimientos, vividos y recordados, en lo
más hondo de cada hombre. Ahora, en el otoño, todas
esas imágenes, todos esos sentimientos, vuelven al poeta
porque están allí, preservados del Tiempo, por una
memoria que nada perdona. El poema sigue:
La tierra surge como si viviera
en mí, cierro los ojos, luego existo,
cierro los ojos y se abre una nube,
se abre una puerta al paso del perfume,
entra un río cantando con sus piedras,
me impregna la humedad del territorio,
el vapor del otoño acumulado,
en las estatuas de su iglesia de oro,
y aún después de muerto ya veréis
cómo recojo aún la primavera,
cómo asumo el rumor de las espigas,
y entra el mar por mis ojos enterrados.
Se realiza aquí una doble operación: la memoria no
arrebata al poeta del mundo actual, sino que lo enraiza más
en él; el recuerdo de lo que fue no es evasión, sino
una forma más rica, más dramática, más
esencialmente luminosa de penetrar en las dimensiones más
profundas de la actualidad. El pasado se actualiza: se hace
hoy, pero sin abolir el hoy. El poeta consigue vivir a la vez en
su recuerdo y en su presente. Por eso, el Memorial de Isla Negra,
libro de evocaciones, es también diario poético de
la existencia cotidiana actual de este memorioso. En otros volúmenes
se encuentran más atisbos de esta operación que el
otoño al profundizarse realiza en el alma del poeta. Así
en el cuarto, El cazador de raíces, apunta ("Lejos
muy lejos", se titula el poema):
De aquellos recuerdos recuerdo
para decir finalmente:
Ay! me guardo lo que viví
y es tal el peso del aroma
que aún prevalece en mis sentidos
el pulso de la soledad,
los latidos de la espesura.
Y en el volumen quinto, Sonata crítica, hay un poema titulado
"La memoria", en que el poeta (para desesperación
de sus biógrafos) afirma:
pero no me pidan la fecha
ni el nombre de lo que soñé,
ni puedo medir el camino
que tal vez no tiene país
o aquella verdad que cambió
que tal vez se apagó de día
y fue luego luz errante
como en la noche una luciérnaga.
El poeta elige entre sus recuerdos; el poeta elige guarda para
sí, celosamente, el peso y el aroma de lo que vivió;
el poeta se niega a buscar la fecha, el nombre, la medida, de lo
que vivió. Porque para él, lo que ahora evoca es no
sólo pasado (tiempo irreversiblemente vivido), sino presente.
Lo que ahora escribe es la crónica de los días que
fueron y también la crónica de los días que
son: inextricablemente mezclados en un solo golpe de emoción
las horas y los días que afluyen simultáneamente a
su conciencia enriquecida. Por este camino, Neruda evoca el tiempo
pasado y recupera el tiempo perdido, sin abandonar su asidero (fuerte,
carnal, concretísimo) en un presente que saborea hasta su
última luz otoñal. No hay aquí nada de la evasión,
de la nostalgia, del lento ademán crepuscular del que deja
que se le escurra la arena de la vida, grano a grano. Neruda lo
tiene todo, lo vive todo, lo actualiza todo. En un poema del volumen
segundo ("No hay pura luz", se llama) ofrece una instantánea
de esa faena incesante y doble en que está metido:
Es tarde, tarde. Y sigo. Sigo con un ejemplo
tras otro, sin saber cuál es la moraleja,
porque de tantas vidas que tuve estoy ausente
y soy, a la vez soy aquel hombre que fui.
De ahí que en uno de los momentos más altos de poesía
de este Memorial (está también en el volumen
segundo y se titula: "La noche en Isla Negra") cante definitivamente
la eternidad del Aquí y Ahora:
Antigua noche y sal desordenada
golpean las paredes de mi casa:
sola es la sombra, el cielo
es ahora un latido del océano,
y cielo y sombra estallan
con fragor de combate desmedido:
toda la noche luchan,
nadie conoce el peso
de la cruel claridad que se irá abriendo
como una torpe fruta:
así nace en la costa,
de la furiosa sombra, el alba dura,
mordida por la sal en movimiento,
barrida por el peso de la noche,
ensangrentada en su cráter marino.
Como la noche de este combate incesante entre el cielo y el mar,
es la noche de la que emerge esta poesía final del memorioso:
un combate cuerpo a cuerpo, que no cesa, que se reitera cada día,
que trae sus derrotas y sus victorias, que es de hoy y de siempre.
En este poema podría encontrarse al cabo la cifra última,
elemental, hondamente abrumadora, de toda su poesía.
Es claro que es posible relevar en el Memorial de Isla Negra
suficiente materia autobiográfica como para complacer a los
más exigentes. Desde ese punto de vista el libro, aunque
irregular, ofrece materiales valiosísimos. Sobre todo el
primer volumen, Donde nace la lluvia, que detalla con claridad
poética las raíces biográficas: esa madre muerta
cuando el niño es demasiado pequeño y a la que ahora
presenta en versos conmovedores:
Yo no tengo memoria
de paisaje ni tiempo
ni rostros, ni figuras,
sólo polvo impalpable,
la cola del verano
y el cementerio en donde
me llevaron
a ver entre las tumbas
el sueño de mi madre.
Y como nunca ví
su cara,
la llamé entre los muertos, para verla
pero, como los otros enterrados,
no sabe, no oye, no contestó nada,
y allí se quedó sola, sin su hijo,
huraña y evasiva
entre las sombras.
Y de allí soy, de aquel
Parral de tierra temblorosa,
tierra cargada de uvas
que nacieron
desde mi madre muerta.
También evoca en este primer volumen a la dulce madrastra,
esa Mamadre como él la llamaba con un tartamudeo simbólico,
evoca al padre, el rubio y lejano padre que nunca quiso que su hijo
fuera poeta. En el poema que ahora le dedica surge una imagen deformada
por la óptica del niño:
El padre brusco vuelve
de sus trenes:
reconocimos
en la noche
el pito
de la locomotora
perforando la lluvia
con un aullido errante,
un lamento nocturno,
y luego
la puerta que temblaba;
el viento en una ráfaga
entraba con mi padre
y entre las dos pisadas y presiones
la casa
se sacudía,
las puertas asustadas
se golpeaban con seco
disparo de pistolas,
las escalas gemían
y una alta voz
recriminaba, hostil,
mientras la tempestuosa
sombra, la lluvia como catarata
despeñada en los techos,
ahogaba poco a poco
el mundo
y no se oía nada más que el viento
peleando con la lluvia
Ese padre brusco, "mi pobre padre duro" como dice en
otro verso, acabará por confundirse en la imaginería
personal del niño con el tren, con su aullido, con el viento
que pelea a la lluvia, con una voz siempre hostil. Este primer volumen
enumera luminosamente los descubrimientos del niño: el mar,
esa otra sustancia materna y fecunda; la tierra , el deseo, la timidez.
En otro orden de cosas, Neruda evoca aquí sus años
escolares, su ingreso en la poesía, la revelación
de la condición humana, de la injusticia, de las supersticiones.
No falta tampoco el acceso al mundo inagotable de los libros. El
volumen concluye con el viaje a Santiago, en 1921, y esa pensión
de la calle Maruri cuyos crepúsculos deslumbrantes engendrarían
una sección de su primer libro de versos. Entre los poemas
más decisivos se cuenta el que titula "El niño
perdido". Allí Neruda reconoce, una vez más esa
imagen definitiva e interior, esa persona que lo acompaña
desde siempre:
De silvestre
llegué a la ciudad, a gas, a rostros crueles,
que midieron mi luz y mi estatura,
llegué a mujeres que en mí se buscaron
como si a mí se me hubieran perdido,
y así fue sucediendo
el hombre impuro,
hijo del hijo puro,
hasta que nada fue como había sido,
y de repente apareció en mi rostro
un rostro de extranjero
y era también yo mismo:
era que yo crecía,
era que tú crecías,
era todo,
y cambiamos,
y nunca más supimos quiénes éramos,
y a veces recordamos
al que vivió en nosotros
y le pedimos algo, tal vez que nos recuerde,
que sepa por lo menos que fuimos él, que hablamos
con su lengua,
pero desde las horas consumidas
aquél nos mira y no nos reconoce.
En el segundo volumen, La luna en el laberinto, evoca Neruda
el período 1921-1931, desde su bohemia santiaguina hasta
su regreso del infierno oriental. Pero hay notables hiatos y omisiones
en esta crónica: así, los poemas que evocan a Josie
Bliss, su amante oriental, no están en este volumen (al que
corresponden cronológicamente), sino en el siguiente. La
libertad sagrada del poeta justifica esta alteración: al
fin y al cabo, esta es no sólo la crónica de su vida;
es también la crónica de su evocación del pasado.
Hay importantes revelaciones en este segundo volumen, sobre todo
en lo que se refiere a las dos mujeres que inspiraron los Veinte
poemas de amor, de 1924, y que ahora salen del antitético
anonimato de las Memorias de O Cruzeiro, en que el
poeta las llamaba Marisol y Marisombra, para asumir nombres más
diferenciados, aunque tal vez igualmente imaginarios: Terusa y Rosaura
las llama en las dos series de poemas que, respectiva, salomónicamente,
les dedica. Hay mucha poesía rescatable en este volumen que
no tiene sin embargo la unidad afectiva y estilística del
primero. Esa poesía se enciende sobre todo en el recuento
de algún encuentro erótico, como el que registra "Rangoon
1927"y en que arde vivamente la ceniza de la evocación,
o como el que detalla uno de los poemas a Rosaura (el primero).
En su oscilar entre el recuerdo y la vivencia del presente, el poeta
a veces toca la cuerda de Estravagario y se deja decir (en
"Pleno octubre"):
y la vida fue un préstamo de huesos
Pero ese tono no prevalece.
El tercer volumen, El fuego cruel, se concentra sobre todo
en el período de la guerra española, aunque hay también
referencias que estiran la cronología hasta el exilio, interior
y exterior, en que compone el Canto general. Tal vez porque
este sea el momento más documentado de su vida (está
poetizado en el Canto y en Las uvas y el viento),
Neruda empieza a tomarse toda clase de libertades con la cronología,
omite episodios capitales, saltea mucho y ni siquiera hace referencias
directas a la guerra europea que pronto degenera en mundial. El
presente toma cuenta de muchas de sus páginas, el mood
errático de Estravagario se hace frecuente, la tensión
autobiográfica decae, y hasta cierto punto también
decae el interés. En muchos pasajes, la autobiografía
cede el paso al autorretrato: el pasado y el presente se vuelven
indiscernibles, el poeta es una continuidad viva. Uno de los poemas
más hermosos de este volumen se titula "Mareas"
y dice:
Crecí empapado en aguas naturales
como el molusco en fósforo marino:
en mí repercutía la sal rota
y mi propio esqueleto construía.
Cómo explicar, casi sin movimiento
de la respiración azul y amarga,
una a una las olas repitieron
lo que yo presentía y palpitaba
hasta que sal y zumo me formaron:
el desdén y el deseo de una ola,
el ritmo verde que en lo más oculto
levantó un edificio transparente,
aquel secreto se mantuvo y luego
sentí que yo latía como aquello:
que mi canto crecía con el agua.
No parece necesario volver a insistir ahora sobre esta profunda
identificación entre la sustancia materna y el agua que este
poema revela; también es bastante explícita la vinculación
que establecen las imágenes entre el ritmo natural (el ritmo
verde, como dice el poeta) que levanta sus edificios, sus arquitecturas
efímeras y eternas, en el agua, y ese ritmo interior que
levanta en el poeta la arquitectura de su verso. El poeta como ser
natural encuentra aquí su expresión más abarcadora
y explícita.
En el volumen cuarto, El cazador de raíces (que está
dedicado al escultor español Alberto Sánchez, con
el que Neruda convivió en la dorada época anterior
a la Guerra Civil) cubre cronológicamente casi el mismo período
que el tercero. Hasta cierto punto ambos volúmenes se solapan.
Lo que explica que sea en éste y no en el anterior donde
se encuentran los dos magníficos poemas a Delia del Carril,
la espléndida argentina que entró en su vida en vísperas
de la catástrofe española. También asoman en
este cuatro volumen episodios que corresponden al período
de la Segunda Guerra Mundial, como la estancia del poeta en México.
Pero no hay que encarnizarse con estas precisiones cronológicas,
en definitiva, superfluas. El volumen acentúa la dirección
hacia el autorretrato. Hasta un hálito de invierno se insinúa
en sus páginas, una corriente de muerte y resurrección
atraviesa algunos de sus más perdurables versos. En "Oh
Tierra, espérame", concluirá por ahora el poeta:
Tierra, devuélveme tus dones puros,
las torres de silencio que subieron
de la solemnidad de sus raíces:
quiero volver a ser lo que no he sido,
aprender a volver desde tan hondo
que entre todas las cosas naturales
pueda vivir o no vivir: no importa
ser una piedra más, la piedra oscura,
la piedra pura que se lleva el río.
El último volumen de este largo Memorial se titula
Sonata crítica y se puede decir que no concluye. No
hay aquí crónica del pasado, sino crónica del
presente, aunque en algún poema la historia interrumpe por
un instante el fluir del aquí y ahora. Así pasa, por
ejemplo, en el terrible poema que titula "Episodio" y
en que evoca a Stalin, la monstruosa multiplicación de imágenes
del dictador (Neruda satiriza con brío ese rasgo de insanía
iconográfica), el daño que el período "del
culto de la personalidad" hizo entonces. Con este poema, Neruda
abjura de muchas cosas que había adorado. Los lectores de
Las uvas y el viento (1954), recordarán sin duda su
elegía a la muerte de Stalin. Pero éstos son otros
tiempos, y después de la denuncia de Jruschov, el poeta se
siente autorizado a volverse contra el dictador muerto. Su reacción
es tardía pero no disminuye en nada su adhesión a
la causa comunista.
Pero lo que ahora predomina y da la tónica de este quinto
volumen, tal vez el más débil de los cinco, es precisamente
esa acentuación de hoy, del instante fugitivo, que el poeta
apresa en la red de sus versos. A veces se da la afirmación
más explícita:
para que nuestra vida
sólo sea
una sola materia matutina,
una corriente clara.
Aunque aquella coexiste con aletazos de misterio, tan hondamente
baudelerianos, y asimismo tan nerudianos desde Estravagario. Un
poema, "La soledad", habrá de decir:
Lo que no pasó fue tan súbito
que allí me quedé para siempre
sin saber, sin que me supieran,
como debajo de un sillón,
como perdido en la noche:
así fue aquello que no fue,
y así me quedé para siempre.
Pregunté a los otros después,
a las mujeres, a los hombres,
qué hacían con tanta certeza
y cómo aprendieron la vida:
en realidad no contestaron,
siguieron bailando y viviendo.
Es lo que no le pasó a uno
lo que determina el silencio,
y no quiero seguir hablando
porque allí me quedé esperando:
en esa región y aquel día
no sé lo que me pasó
pero ya no soy el mismo.
En otros poemas de este quinto volumen resuena una nota similar,
la nota de un hombre que ha conocido esa experiencia de encontrarse,
súbitamente, suspendido sobre la nada. Por eso mismo, el
poeta se animará a enfrentar ahora la verdad de sí
mismo, la verdad de su poesía, en unos versos (del poema
"La verdad") que cortejan deliberadamente el sin sentido,
que buscan por el camino del absurdo, volver a tocar los fundamentos
perdidos:
Sé que no puede ser, pero esto quise.
Amo lo que no tiene sino sueños.
Tengo un jardín de flores que no existen.
Soy decididamente triangular.
El poeta del realismo y de la poesía voluntariamente didáctica
de las Odas elementales parece ahora empeñado en mostrar
su singularidad. Se confiesa:
No puedo más con la razón al hombro.
Y hasta concluye:
No soy rector de nada, no dirijo,
y por eso atesoro
las equivocaciones de mi canto.
Desde esta altura de su vida y de su evocación de sus vidas,
Neruda puede aceptarlo todo y asumirlo todo: la esperanza y el terror,
la razón y los sueños, su singularidad y el sentimiento
de ser un hombre como todos los hombres, ligado profunda y secretamente
a todos los hombres. Todas las formas de la experiencia humana,
todos los niveles de la emoción, caben ahora en este poeta
que no reniega de sus sombras, que no cultiva su duelo pero no lo
rehuye, que se ahonda cada vez más en su propia materia infinita.
Uno de los mejores poemas de este libro es, por eso mismo, el que
está dedicado con entera libertad poética a "El
largo día Jueves". La fantasía, el humor, la
dimensión suprarreal de la poesía se dan aquí
en el mejor estilo de Estravagario. En la casi pesadilla
kafkiana de ese Jueves eternamente terminado y eternamente recomenzado,
ese Jueves que exaspera hasta el delirio las operaciones de la cotidianidad
(despertarse, levantarse, lavarse, vestirse), Neruda encuentra la
forma más plena de evocar el Tiempo y detenerlo, hacerlo
fluir y congelarlo en su poesía.
Un estado de ánimo similar es el que refleja precisamente
la Elegía a Pablo Neruda (2) que
acaba de publicar Aragón. Tomando como punto de partida un
temblor de tierra que en 1965 destruyó parcialmente la casa
del poeta en Valparaíso, Aragón evoca a su amigo,
traduce uno de sus poemas ("El perezoso") y participa
en su dolor, en ese misterioso zarpaso que le arrojó el destino.
Toda la Elegía tiene un tono desgarrado, ambiguamente mortal,
que demuestra una familiaridad cada día mayor con el invierno.
Algunos pasajes, como el que concluye
Pablo mon ami qu'avons-nous permis
L'ombre devant nous s'allonge
Qu'avons -nous permis Pablo mon ami
Pablo mon ami nos songes nos songes,
tienen una acento perturbador. Desde Francia, esta voz que llega
a Neruda en una hora de desdicha recoge buena parte de los ecos
otoñales de sus últimos libros.
El último poema con que Neruda concluye el quinto volumen
y (por ahora) el Memorial de Isla Negra está dedicado
naturalmente a su mujer, Matilde Urrutia, y lleva esta indicación:
"(Fragmentos)". El poeta no ha terminado su canto, no
ha querido terminar su canto, porque este canto cíclico que
es su vida (como él ha dicho tan bien al explicar este libro)
no tiene fin, o sólo lo tiene con la última palabra
del último día de su vida. El Memorial queda
inconcluso y abierto, hacia una perspectiva indefinida, hacia el
futuro que es siempre el presente incesante de este poeta."
(1) Pablo Neruda: Memorial de Isla Negra.
Editorial Losada, Buenos Aires, 1964. Cinco volúmenes, con
104, 122, 123, 114 y 135 páginas, respectivamente. Volver
(2) Aragon: Elégie à Pablo Neruda.
Gallimard, París, 1966. 33 págs. Con ilustraciones
de André Masson. Volver
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