"El libro más discutido de la temporada invernal
inglesa y cuyo título ocupa lugar prominente en la lista
norteamericana de bestsellers (segundo únicamente del
Dr. Jivago) así como en las selecciones más
autorizadas de los críticos; el libro que ha estado a punto
de hacer perder su candidatura conservadora a Nigel Nicholson
y que ha sido calificado por personas que lo han leído
cuidadosamente de "pura pornografía" o de "obra
maestra"; ese libro que se introduce fatalmente a cierta
hora del coktail party y que dinamiza hasta la más lánguida
y sobreentendida conversación británica; el libro
que ha suscitado cartas varias firmas en el Times y algunas
parodias, que ha convertido en voz de la lengua inglesa el diminutivo
nymphets (ninfitas, diríamos en español si
no sonara tan horrible); ese libro que se llama Lolita no
ha sido publicado aún en Inglaterra, y tal vez no lo sea
nunca.
Escrito en 1949/54 por un emigrado ruso que después de
buscar su radicación definitiva en Alemania y Francia la
encontró (en 1940) en los Estados Unidos, Lolita fue
publicada por vez primera en París, y en inglés,
por la Olimpia Press -pequeña editorial de discreta
fama ya que ha lanzado al mundo las versiones originales de My
life and Loves, escandalosa autobiografía de Frank
Harris (sí, el de la vida de Wilde), de los Trópicos
de Henry Miller y de algún otro título de erotismo
intelectual. Pronto la edición francesa de Lolita fue
sustraída de las librerías por presión de
la diplomacia inglesa. Aparentemente todos los turistas británicos
(que suman miles de miles) sólo tenían como propósito
al cruzar el charco la adquisición de Lolita.
En 1958 un editor norteamericano serio se atrevió a publicar
una edición "completa y no abreviada" de Lolita.
La decisión de Putnam no sólo lo puso en posesión
de un bestseller, también animó a la firma
inglesa de Weidenfel y Nicholson a anunciar la publicación
de la discutida novela. Pero en tanto que los Estados Unidos han
modificado mucho su básica actitud puritana frente a cierto
tipo de erotismo (basta ver el salto que han dado las películas
de estos últimos años, salto que no siempre les
ha impedido caer en las formas más groseras del erotismo),
en Inglaterra las restricciones aún existentes para la
publicación de toda obra que trate profundamente un problema
sexual, son inmensas.
No existe aún edición completa de El amante de
Lady Chatterley, obra que las nuevas generaciones no leerían
sin duda por su excesiva ingenuidad. Sólo en los últimos
dos años se han empezado a publicar en inglés las
novelas de Samuel Beckett, y algunas de ellas todavía llegan
del continente con el sello de la Olimpia Press. Este año
el lord Chamberlain dio a entender que ciertas obras de teatro,
que trataran el tema de la homosexualidad en forma decorosa, podían
ser presentadas en teatros comerciales. De manera que no parece
timorata la actitud de esos editores ingleses que prometen publicar
Lolita y no se animan a hacerlo.
A la hora del té o en las cartas de
los lectores
Lo más paradójico de esta situación es que
Lolita pretende ser (y es, a mi juicio) una obra literaria.
Si lo que los editores trataran de publicar fuera una colección
de desnudos artísticos (mujeres en poses reveladoras, hombres
de musculatura evidente) no tendrían ningún problema.
Todos los quioscos de Londres, y hasta en los barrios más
somnolientos, rebosan de esa mercadería en todos los formatos
y colores. Pero como se trata de una obra seria, escrita por un
escritor de categoría, Lolita se ha convertido en
el centro de una controversia en la que el filisteísmo
libra una de sus más brillantes batallas.
Las consecuencias inmediatas del conflicto han sido extraliterarias.
Uno de los editores ingleses que se propone publicar la obra,
Nigel Nicholson, es candidato del partido conservador de la ciudad
de Bornemouth (pacífica ciudad de veraneo en la costa del
canal, habitada mayormente por coroneles retirados y sus crepusculares
familias). Nicholson tuvo la osadía de oponerse a la invasión
de Suez en momentos en que el histerismo nacionalista había
dividido a Inglaterra. Y aunque ahora con el acercamiento entre
Gran Bretaña y Nasser y la retirada de Chipre, los conservadores
dan razón a quienes se opusieron a aquella aventura colonialista,
de hecho el imperialismo británico sigue ardiendo en muchos
corazones.
Y como no se puede objetar a Nicholson por lo de Suez, se ha esgrimido
el caso Lolita. Los detalles de esta discusión son
de tedioso interés para el lector extranjero, pero el caso
en sí mismo me parece sintomático de la situación
mental que atraviesa Inglaterra y de esa forma refinada de la
hipocresía que gobierna las relaciones humanas en este
país tan admirable por otros conceptos. Personas que no
han leído Lolita y que si la hubieran leído serían
incapaces de emitir una opinión coherente sobre ellas,
despachan la novela de una plumada, calificándola de vulgar
(que en inglés tienen una connotación más
fuerte) o de puramente pornográfica.
Así, entre los filisteos que la atacan sin conocerla, y
algunos críticos que se la han hecho enviar de los Estados
Unidos, o que han conseguido ejemplares de la edición (ya
valiosísima) de la Olympia Press, se ha entablado
una batalla sobre Lolita que es ejemplar de los excesos
a que lleva la libertad de opinión. Porque ¿qué
opinión tiene peso cuando se basa en un chisme? ¿Y
qué otra cosa que un chisme es Lolita para los miles y
miles de ingleses que en la hora del té, o en las tabernas
más refinadas de Chelsea, (mientras almuerzan o fuman un
cigarrillo en el foyer del teatro) juzgan de sus méritos
o deméritos sin haber podido echar siquiera una ojeada
a la forma material en que los editores, de París a New
York, han encerrado el explosivo cuerpo de la novela?
Crónica de una obsesión
La verdad es que esos miles de discutidores sólo discuten
el tema de Lolita. Como ya sabe todo el mundo, Lolita es
la confesión de un viudo de raza blanca (según escribe
el prologuista) que ha matado a un escritor y espera su condena.
Humbert Humbert, como prefiere llamarse el relator protagonista,
nació en Francia en 1910; a los trece años se enamoró
de una chiquilina de su edad con la que tuvo una breve experiencia
erótica frustrada; conoció muchas mujeres más
tarde sin haberse enamorado de ninguna; casó con una de
ellas que lo dejó por un chofer de taxi ruso; finalmente
en América y a los 38 años se enamoró perdidamente
de Lolita, la hija de una viuda, e inalcanzable. Porque Lolita
tenía en 1947 sólo doce años. Y la ley que
permite a un hombre casarse con una muchacha de 16 no le permite
hacerlo con una de 12.
Humbert Humbert reconoce que sus gustos no son los de todo el
mundo. Y aunque invoca no sólo el ejemplo de la Roma Imperial
y de los países árabes, sino algunos de los casos
célebres más famosos de la literatura (Dante y Beatriz,
es claro, pero más cerca de él: Poe y Virginia),
en el fondo de su confesión se advierte la triste aceptación
de su singularidad. En vez de callar y esperar, Humbert Humbert
decide actuar; casa con la viuda y se prepara para la seducción
de Lolita. Pero el destino le prepara una doble trampa: su mujer
lee las microscópicas anotaciones en que Humbert describe
su pasión por Lolita, un automóvil se encarga de
eliminar a la escandalizada madre. Humbert queda viudo y en posesión
legal de Lolita.
Lo que sigue es más farsesco que las cien páginas
iniciales. Después de preparar con minucia digna del marquis
de Sade la seducción de Lolita, Humbert descubre simultáneamente
que Lolita ya ha sido iniciada por un adolescente compañero
de vacaciones y que está muy dispuesta a enseñarle
a su padrastro, todo lo que ha aprendido. Las cien páginas
posteriores a esta tragicómica escena son la historia de
una pasión salvaje y unilateral: la pasión de un
hombre maduro por una mujer joven que ni siquiera es una mujer.
Es una historia que Humbert cuenta en muchos de sus detalles sórdidos,
líricos y patéticos. Lolita se harta de ese hombre
al que no entiende y cuya apetencia la horroriza. Encuentra otro
hombre, de la misma edad que Humbert, y huye con él.
Las cien páginas restantes están dedicadas a contar
la huída, la loca persecución por todos los moteles
y hoteles de Estados Unidos, la resignación de Humbert,
su reencuentro con una Lolita de 17 a la que el embarazo convierte
en un pálido remedo de lo que fue y que ahora se llama
(y es) Mrs. Dolly Schiller. A Humbert sólo le queda el
reconocimiento de que Lolita sólo lo mira como el hombre
que destruyó su vida y que todavía ama al otro,
al escritor impotente que la había raptado y que era, ese
sí un auténtico discípulo del marqués.
Humbert liberado de su obsesión pero no de su amor, busca
al escritor y en una escena de grostesco ultrapirandelliano lo
mata.
En la mejor tradición dieciochesca
Ese resumen no puede dar idea de lo que es Lolita. Ante todo
porque es una novela de esas que el lector puede leer en distintos
niveles. Para el consumidor de literatura pornográfica,
Lolita ofrece pocas (pero muy bien escritas) páginas.
No hay palabras gruesas ni hay descripción directa, aunque
el autor se las ingenia para sugerir detalles físicos concretos
por un uso imaginativo de la lengua inglesa y por su capacidad
metafórica, lúcida como Proust, pero con cierta
pedantería científica que revela en él al
experto cazador de mariposas. (Es un coleccionista profesional
sus mejores ejemplares adornan museos y llevan su nombre).
Sería muy ingenuo recomendar Lolita al lector de
platos fuertes. Cualquier quiosco del mundo puede ofrecer obras
más breves y eficaces. Y en el terreno de la alta pornografía,
Lolita queda muy debajo no sólo de la constante
inventiva de un Henry Miller sino de la precisión y elegancia
de la anónima Histoire d'O que hace unos años
publicaron en Francia con prólogo de Jean Paulhan. Como
señala el propio autor de Lolita en un epílogo sumamente
urbano, "en nuestra época el término "pornografías´
tiene las connotaciones de mediocridad, comercialismo, y ciertas
estrictas reglas de narración. La obscenidad debe cohabitar
con la trivialidad ya que toda clase de goce estético es
sustituido completamente por la estimulación sexual más
primitiva que exige la palabra tradicional actuando directamente
sobre el paciente". Y de ahí que concluya que en las
novelas pornográficas, la acción se limita a la
copulación de los clisés.
El mismo epiloguista señala que no pasaba tal cosa en el
siglo XVIII, en que la pornografía podía estar aliada
a la alta comedia, la sátira vigorosa, y aún la
poesía. Si tal no es el caso de las tediosas narraciones
de Sade, no hay duda que en Francia y en Inglaterra hay suficientes
ejemplos (de Congreve a Laclos) de este tipo de erotismo artístico.
Lolita se inscribe en esta tradición no sólo por
su mezcla de sátira y comedia y poesía con un tema
que podía ser meramente obsceno, sino por la elegancia
y economía de su estilo. Por eso debe ser enfáticamente
prohibida a los habitués de la pornografía moderna.
El hombre y no el monstruo
Tampoco es pasto para los estudios de casos clínicos.
Aunque el falso prologuista de la obra (el Dr. John Ray Jr., uno
de los personajes de la novela que actúa como editor de
las supuestas confesiones de Humbert Humbert) señala el
carácter patológico del personaje central, y aunque
este mismo no lo oculta y en más de un pasaje de su relato
se descubre no sólo por su fijación infantil en
las niñas sino por su indudable sadismo (hay un par de
detalles reveladores de su crueldad con mujeres), y aunque el
propio autor en el epílogo subraya urbanamente su discrepancia
en materia de gustos eróticos con Humbert (está
felizmente casado desde 1934 con una compatriota llamada Vera),
el libro no pretende ser el estudio de un caso clínico.
Esta no es una novela didáctica. El autor no se propone
examinar cómo funcionan la mente y los apetitos de un degenerado.
Lo hace, indudablemente, pero no es ése su propósito.
Un analista podrá encontrar mucho material aquí,
pero la pieza que está tratando de cazar ese coleccionista
de mariposas es el hombre y no el monstruo. La horrible pasión
del amor y no la forma particular en que esta pasión asume
en el caso de Humbert Humbert.
No sólo porque el autor se burla, reiteradamente de los
psicoanalistas y psicopedagogos, sino porque el foco de la novela
está centrado en ilustrar la forma poética que asume
la pasión por Lolita en el protagonista. Esta pasión
tienen una base carnal indudable pero como toda pasión
carnal no puede sustentarse únicamente en ella. Humbert
Humbert ha llegado a esa forma de la perversión sexual
por una experiencia frustrada de su niñez y toda su búsqueda
erótica posterior es nada más que la necesidad de
realizar esa experiencia. Lo que él sintió por Annabel
en aquella playa del sur de Francia a los trece años es
lo que busca en las mujeres (prostitutas o amateurs) que conoce
a lo largo de sus veinticinco años restantes. Hasta que
aparece Lolita y con ella Annabel rediviva.
Humbert no puede entender que si Lolita es Annabel, él
ya no es el niño de trece años. Y por eso mismo
es curiosa su errónea referencia a Dante y Beatriz. Porque
si bien es cierto que Dante conoció a Beatriz cuando ésta
tenía nueve años, es menos cierto que Dante entonces
tenía apenas diez. Pero estos detalles eruditos poco importan.
Como poco importa que sea por lo menos discutible la afirmación
de las relaciones sexuales entre Poe y su mujer de trece años.
Lo importante no es que haya antecedentes, y en las mejores familias
literarias, de esta pasión que consume a Humbert Humbert.
Lo importante es el plano en que se desarrolla esta pasión.
El plano en que lo coloca el autor.
La intangible mujer-niña
Aunque la novela oscila entre episodios cómicos y grotescos,
aunque ofrece una pintura satírica sumamente eficaz de
la american way of life, lo valioso en este libro no es
ni el contenido documental clínico ni la sátira
de costumbres. Lo valioso es la visión poética que
informa la pasión de Humbert. Lolita no es una mujer de
carne y hueso simplemente. Como la Beatriz Portinari que Dante
tuvo siempre al alcance de la vista sin haber tocado jamás,
esta Lolita con la que tiene relaciones durante dos años
Humbert Humber es una mujer inalcanzable. Las convenciones alegóricas
de la Edad Media tal vez exigían que Dante jamás
hubiera tenido contacto físico con Beatriz; las convenciones
alegóricas de nuestro tiempo exigen que ese monstruoso
Dante que es Humbert Humber sólo tenga contacto físico
con su Beatriz. Pero la intangibilidad de Lolita no es menos absoluta,
a pesar de la frágil decadencia de su envoltura física.
Lo que es Lolita para Humbert Humbert está explicado en
una de las páginas iniciales de su confesión: Una
criatura nínfica, es decir demoníaca, el cuerpo
de cierto demonio inmortal disfrazado de mujer-niña (como
completa más adelante). Una figura de la misma estirpe
de la Ondine que el conde de la Motte Fouqué exhumó
en la Alemania del XVIII y que Girardoux adaptó para la
mayor gloria de Madeleine Ozeray en la Francia de 1938. Una criatura
que tal vez se inicia en la Nausicaa de la Odisea y que
en Julieta (catorce años) y en la Haydée de Byron
y en la Cathy de Wuthering Heights y en la Gigi de Colette
encuentra otras imágenes inmortales. (Circula, más
cerca nuestro, en el horizonte de algunas novelas de Onetti y
es protagonista de Los adioses.)
Justine tenía doce años
Pero también hay otro antecedente: la Justine del marquis
de Sade, que tenía doce años cuando inicia su larga
carrera de violaciones. Y aquí es donde este canto de amor
que es Lolita revela su verdadera condición de obra de
este siglo maldito. Porque en las márgenes ideales de la
niña enamorada, la condición sine qua non es
la pureza, la inocencia preservada en medio del vicio o de las
tentaciones. Y en Lolita, como en las heroínas de Sade,
es la corrupción de la inocencia lo que constituye la condición
esencial. Como en esas novelas góticas a que eran tan aficionadas
las damas de la mejor sociedad del siglo XVIII y albores del XIX
(las heroínas de Jane Austen las devoraban, algunas mujeres
como Mrs. Radcliffe figuraban entre sus mejores autores), aquí
en Lolita es la corrupción del mundo de la carne lo que
acecha esa inocencia y esa pureza femenina. Pero a diferencia
de muchas novelas góticas (las de Sade son, es claro, excepcionales),
la heroína de Lolita está tan corrompida, o más,
que sus corruptores. La ninfa es demonio, la víctima verdugo.
Una lectura más profunda del libro, nos muestra a Humbert
Humbert como víctima de ese hechizo demoníaco y
reduce su insana pasión por Lolita a términos humanos
mucho más generales. En este terreno, Lolita linda con
las creaciones de ese otro mártir de la combustión
interna (como el mismo Humbert lo califica), con Marcel Proust.
Exactamente como en La prisonnière y en Albertine
disparue (que Proust había titulado originariamente
La fugitive), el amor es un potro de tormento, una pasión
unilateral que consume de celos e impotencia al amante, un infierno.
Si en el plano puramente humano es Lolita la horrible víctima
de este maníaco que destruye su inocencia y la hunde tempranamente
en el sórdido mundo de los adultos, en el plano poético
es Humbert Humbert la víctima de esa criatura demoníaca,
esa ninfa de doce años, que una tarde de 1947 se cruza
en su camino para conducirlo a la condenación eterna. Por
eso, aunque superficialmente Lolita pueda parecer otra variación
del alma rusa sobre la corrupción de los inocentes -Dostoyevski
la intentó varias veces en su vida: en Humillados y
Ofendidos casi hace caer a Nelly, en Crimen y Castigo Svidrigaliv
sueña haber consumado la violación de Dunia Románovna
Raskólnikova; en Demonios (capítulo suprimido
por el editor), Stavroguin confiesa haber violado a una niña
de doce años que se suicida de horror-, profundamente Lolita
es una exploración poética de la pasión demoníaca
del amor.
De un mundo soñado a un mundo concreto
Es mucho más. Para el lector de novela es un libro apasionante,
a pesar del tono irónico y deliberadamente grotesco en
que está escrito. Para el estudioso de novelas, una de
las construcciones más sutiles de los últimos tiempos.
Vladimir Nabokov (así se llama el autor) tenía en
su haber ocho narraciones en ruso antes de haber iniciado Lolita.
La primera versión de este tema, escrita en París
y en ruso, tenía unas treinta páginas y fue destruida
poco después. En ella, el protagonista no conseguía
seducir a la menor y se suicidaba, lo que parece una curiosa variante
(tal vez humorística) de la confesión de Stavroguin.
Ya instalado en los Estados Unidos, y mientras escribía
dos o tres novelas en inglés, Nabokov empezó a trabajar
en Lolita. Entre 1949 y 1954 le dio término.
No le resultaba fácil (él mismo lo ha reconocido)
empezar a los cuarenta años (había nacido en 1899)
una carrera de escritor en otra lengua. Es cierto que había
aprendido inglés desde niño y que en su infancia,
su padre -de la clase alta peterburguesa, liberal y ministro en
el gabinete revolucionario de Kerensky- se quejaba de que no supiera
leer o escribir perfectamente en inglés. Pero los años
de exilio y su vida de emigrado en Europa, acentuaron su tendencia
nacionalista, le hicieron estudiar a fondo la literatura de su
patria, convertirse en novelista ruso. Sólo el viaje a
los Estados Unidos, su transplante a una sociedad completamente
nueva, le obligó a abandonar el mundo inventado de su Rusia
lejana por el mundo inventado de su América concreta.
En un libro de carácter autobiográfico que publicó
en 1951, Speak Memory, paga tributo Nabokov a su nostalgia
de una Rusia para siempre abolida; ese universo zarista de familia
rica liberal, en que era posible gozar de la vida con una conciencia
tranquila y los ojos sistemáticamente ciegos para la miseria
sobre la que se alzaba tan luminosa civilización. Pero
si el libro autobiográfico, escrito en un estilo doradamente
otoñal, que debe mucho, sin duda, a Proust, es el tributo
con que se despide Nabokov del viejo mundo, de sus raíces,
las novelas escritas en los años subsiguientes, y en inglés
empiezan a dibujar ese nuevo universo americano.
Una trama secreta
De ellas, la más feliz tal vez es Pnim, historia
aparentemente inconexa de las aventuras cómicas y patéticas
de un profesor de ruso en un colegio norteamericano. Todo el mundo
de la emigración en el Nuevo Mundo aparece evocado en estampas
que tienen la independencia de cuentos pero a las que un argumento
subterráneo liga con precisión inflexible. Del mismo
modo, en Lolita encontramos esa superficie brillante y dura de
la civilización norteamericana, vista por ojos europeos
que no acaban de registrar con candor sus barbaridades. Y como
en Pnim, una trama secreta recorre el libro y convierte el relato
de la pasión de Humbert Humbert por Lolita en una apasionante
novela policial.
Porque a lo largo el libro y en contrapunto tan silencioso que
sólo una tercera lectura revela completamente, va deslizando
Nabokov la figura del otro seductor, del hombre que le robará
a Lolita para corromperla aún más. En un pasaje
de su confesión se burla Humbert de ciertas novelas policiales
francesas que imprimen en bastardilla los datos o pistas que pueden
conducir al lector a resolver, antes que el detective, el crimen.
En su relato las pistas no sólo no están en bastardilla
sino que hay que deducirlas por un sistema que se parece más
al de las invenciones filológicas de Joyce en Finnegans
Wake que a las celebradas tautologías de Holmes.
Como corresponde a una alegoría que se respete, todos los
nombres en Lolita son simbólicos. Sería tarea interminable,
y engorrosa, tratar de elucidarlos aquí uno por uno. Baste
decir que el de ese seductor abominable, que acaba por llevar
a Lolita a una cabaña en que se filman orgías, es
Clare Quilty, apelativo no sólo iluminador de su clara
culpa. Sino también (por la ambigüedad del nombre
Clare) indicador de su naturaleza mixta.
La visión interior
¿Todo esto, se preguntará el lector que haya tenido
la paciencia de llegar hasta aquí, todo esto para decir
que Lolita es un libro serio? O meramente que es un libro complejo?
La respuesta, como en toda interrogación retórica
que se estime, está implícita en la pregunta. No
sólo es Lolita un libro serio sino que es uno de los más
complejos que se hayan escrito en este siglo. Pero su complejidad
y seriedad no derivan de las habituales fuentes. No es serio porque
detalle a lo largo de dos mil páginas las cohabitaciones
de doscientos personajes (la fórmula que deriva, bastardamente,
de La guerra y la paz); no es serio porque explore hasta
sus últimas minucias las perversidades sexuales y de las
otras de un puñado de locuaces iluminados (Dostoievsky
es el padrino involuntario); no es serio ni complejo porque se
proponga parodiar todos los estilos narrativos de Homero a la
prensa amarilla (casi típico de Ulises); ni lo es tampoco
por buscar en una montaña calentada por el sol la respuesta
a las preguntas de una civilización en decadencia (Thomas
Mann lo hizo en La montaña mágica).
Es serio y complejo por otros motivos. Y esto le permite ser liviano
y humorístico, le permite abundar en el grotesco y en el
retruécano, le permite condescender al lirismo y a las
descripciones vivísimas del erotismo. Porque la seriedad
y la complejidad del libro derivan de la visión interior
con que Nabokov ha tomado un tema muy pero muy vivo de nuestra
sociedad contemporánea, y lo ha mostrado en todo su horror
y sordidez pero también en toda su implícita poesía,
en toda su tragedia.
Con el permiso de Manzelle Bardot
Por eso los filisteos han puesto el grito en el cielo. No porque
el libro sea pornográfico; no porque trate un tema que
ninguna niña puede siquiera oír mencionar sin horror,
no porque sea un estudio de la degeneración sexual más
repugnante. Sino porque es una denuncia urbana, irónica,
y profundamente triste, de una de las formas más practicadas
de la hipocresía social. El mundo occidental, que ha democratizado
la seducción de menores (antes sólo los viejos verdes
ricos podían darse esos lujos) y erigido a Brigitte Bardot
en el prototipo de la ingenua pervertida, que ha visto burdeles
alimentados por liceales (y no sólo en Montevideo, Uruguay)
y el espectáculo de la prostitución callejera de
menores, los sugar dadies de la gran industrial norteamericana
y los refinadísimos viejitos franceses, no puede aprender
nada de Lolita.
Salvo la vergüenza.
Pero hay también un esnobismo entre los filisteos. Discutir
seriamente las causas de la corrupción de menores (en la
realidad, y no entre las cubiertas de un libro) es tedioso. Atacar
un libro, y sobre todo si está bien escrito, y sobre todo
si el autor no corre el riesgo de ser presidente de una corporación
o político militante, no sólo es seguro. Es también
vistoso. Nabokov es un solitario. Una pieza digna de ser cazada,
clasificada, atravesada con el alfiler de la más pura indignación
moral. Y mientras crece la marea de insultos, es un alivio saber
que en Charin Cross Road (entre tiendas de anticonceptivos
ylibrerías pornográficas) se puede ver a Brigitte
Bardot seduciendo imparcialmente al viejito Gabin y al fogoso
Franco Interlenghi (En caso de malheur, de Claude Autant-Lara)
y en 18 de Julio, a la vuelta de una de las calles más
transitadas de Montevideo se luzca la misma ingenua entre los
brazos de Stephen Boyd y las miradas lascivas del actor que hace
de tío y los virtuosos espectadores.
¿Quién se va a dejar corromper por los signos en
blanco y negro de una página de Lolita cuando Manzelle
Bardot se ofrece (y hasta en colores) como insustituible ídolo
vivo?"