Un poco de cronología
"En mayo de 1956 un pequeño teatro de Sloane Square
estrenó la primera obra viable de un joven dramaturgo.
La crítica al día siguiente, no fue demasiado entusiasta
aunque no dejó de reconocer -con aire patrocinador- algunas
virtudes. Pronto el público reconoció en la obra
y en el autor (Look Back in Anger por John Osborne) a una
de las expresiones más intensas, más cabales, del
mundo inglés de hoy. El resto es historia conocida. La
obra se tradujo y representó en Estocolmo y en París,
en Roma y en New York, en Buenos Aires (con el título de
Recordando con ira, y gracias a los oficios de Victoria
Ocampo). Hay una traducción por Raúl Boero esperando
turno en el Teatro Circular.
Junto con el éxito, y las libras, sobrevino la publicidad.
Un agente del Royal Court Theatre, interrogado por periodistas,
dijo que Osborne era un joven iracundo (an angry young man);
el solemne Times de Londres se refirió a los pocos
días, en uno de esos editoriales ligeramente irónicos
que suele ocupar el cuarto lugar en la página, a estos
jóvenes quejicosos y voceadores; la gran prensa de escándalo
tomó la frase y la convirtió en lema. Los aplausos
de una pequeña y creciente minoría trajeron las
crónicas a toda página, los detalles más
o menos picantes de la vida íntima (en el apartamento de
Osborne se podían ver ropas de la actriz principal ahora
su esposa), ese grotesco malentendido que es la fama efímera
de la TV, el cine, la radio, la prensa amarilla.
Todo el mundo hablaba de los Angry Young Man; todo el
mundo empezaba a descubrir antecedentes. Los memoriosos desenterraron
una autobiografía (de Leslie Paul) con ese título.
Pero era de 1951 y se refería a la generación que
peleó en las trincheras de 1914. La obra de Osborne fue
vinculada a las novelas de John Wain (Hurry On Down, 1953)
y de Iris Murdoch (Under the Net, 1954), cuyos protagonistas
pertenecen a las clases pobres y deambulan por Londres o el interior
en distintas actividades picarescas. Coo el Jimmy Porter de Look
Back in Anger, no respetan las convenciones sociales de la
clase media -esa clase que da la coloración básica
a Inglaterra- o las ignoran sin tomarse le trabajo de discutirlas.
También se esgrimió el antecedente de Lucky
Jim, la novela de Kingsley Amis (1954) que había
tenido tanto éxito al presentar el profesor de una universidad
de provincias que se pasa burlándose de sus colegas y superiores
y que termina abandonando estrepitosamente la mentira de esa cultura
con más aspiraciones que posibilidades. Lucky Jim parecía
una versión farsesca del resentido Jimmy Porter y pronto
el cine (por intermedio de los hermanos Boulting y de un joven
comediante Ian Carmichael) se encargó de divulgar los aspectos
más superficiales, más Woodhouse, del humor de Amís.
Había, pues, un clima ya notable en la novela inglesa
de los últimos años que justificaba esa explosión
dramática de Look Back in Anger. Y también
en la poesía, con los versos prosaicos y anti-exquisitos
del mismo Wain Amis, de Elizabeth Hennings, de Donald Davie, de
Philip Larkin. Y también en el ensayo en que un grupo de
discípulos del austero, del puritano, del recalcitrante
doctor F. R. Leváis, habían empezado a atacar las
convenciones artepuristas de la generación de Bloomsbury
(Virginia Wolf, Forster, Lytton Strachey) y defendido una concepción
de la novela como la de D. H. Lawrence.
La nueva generación de escritores ingleses había
saltado al ruedo. El epíteto de iracundos podía
servir como lema. El éxito de Amis en la novela, de Osborne
en el teatro, le daba la necesaria resonancia popular. Sólo
faltaba el escándalo. Y fue la contribución de Colin
Wilson. En el mismo mes de mayo de 1956 Gollancz publicó
The Outsider (el forastero, pero también el ajeno,
el alienado) y hasta la intelligentsia que tiene sus baluartes
en los periódicos dominicales, en los semanarios cultos,
en las revistas literarias y en el Tercer Programa de la BBC,
cayó de rodillas y aclamó al nuevo genio de 24 años.
Wilson venía, como Osborne, de la clase proletaria. Había
hecho toda clase de oficios, había dejado de trabajar para
dedicarse a la lectura en el British Museum, pernoctando en una
bolsa de dormir en Hampstead Heath. El éxito fulminante
de su libro -una definición del artista como alienado de
la sociedad, que tenía implicaciones religiosas y (como
luego se descubrió al publicar la segunda parte, Religion
and the Rebel, 1957) hasta entrelíneas fascistas- convirtió
a Wilson en hombre rico. Gastó & 300 en libros (él
que había leído siempre de prestado), se separó
de su mujer e hijo, fue apaleado por la familia de la chica con
la que se había ido a vivir, conquistó los titulares
de la prensa vespertina.
El mismo año que vio la aparición del segundo libro
de Colin Wilson vio también Emergence From Chaos de
Stuart Holroyd, publicado por Gollancez que no ocultaba su satisfacción
a señalar que Helroyd tenía sólo 23 años.
Amigo de Wilson, y en cierto sentido, su mentor, Holroyd busca
expresar el alienamiento del artista de nuestro tiempo y la necesidad
de una nueva fe religiosa a través del estudio de poetas
como Whitman, Eliot, Rilke.
Pero ya los vientos habían tornado. Los mismos que aplaudieron
The Outsider, callaron ante Religion and the Rebel y
ante Emergence From Chaos (un libro mucho más articulado
e inteligente que los de Wilson). Avergonzados por haber aplaudido
frenéticamente una obra que apenas habían leído,
o apenas habían entendido, abandonaron a un autor que pocos
meses antes idolatraron. Descubrieron, o leyeron a quienes habían
descubierto, que Wilson citaba mal a casi todas sus autoridades,
que su libro era una olla podrida de autores caprichosamente encajados
en sus páginas, que la sustancia del pensamiento original
de Wilson (enterrada o disimulada en el mareo de textos que van
de Henri Barbusse a Nietszche, pasando por Kierkegaard, Rimbaud
y Sartre) era poco original, trivial y en el fondo decadentísima.
En una palabra, que el niño prodigio los había engatusado.
Y reaccionaron. Con saña, con helado silencio, con la
insinceridad del que aplaudió falsamente. Al mismo tiempo,
la prensa de escándalo que había esgrimido el epíteto
de iracundos con fines crasamente publicitarios empezó
a encontrar defectos a los escritores que fueron sus estrellas.
La furia se concentró contra Osborne, contra las 3500 libras
que llegó a ganar ciertas semanas que sus obras se representaban
simultáneamente en New York y en Londres y en París,
contra sus trajes caros, contra su apartamento en Chelsea, contra
sus automóviles. La prensa quería demostrar que
esto iracundos, que tanto voceaban contra el sistema clasista
de Inglaterra y contra los privilegiados apenas podían
ingresar en la clase privilegiada, se aprovechaban como cualquier
filisteo de sus ventajas. Y esa misma prensa que se derrite de
emoción cuando describe una recepción en Mayfair
o la pompa de las ceremonias reales, le echaba en cara a Osborne
que gastara en su propio atuendo lo que había ganado con
el sudor de su talento.
El epíteto Angry Young Man pasó de ser
(en 1956) una frase simpática a significar (en 1958) casi
un insulto. Los propios adjudicados lo rechazaron. Y como tanto
otros lemas de estos días ha quedado flotando como los
restos de una canción popular reconocible pero sin vida.
Sin embargo, hay algo más que titulares de la prensa amarilla,
que escándalo y libras, en ese movimiento que Look Back
in Anger dramatizó con tanto brío. La perspectiva
de estos dos último años puede ayuda a entender
mejor qué hay de verdadero y qué de falso en esta
irrupción de los jóvenes iracundos en la escena
británica.
El Welfare State capitalista
Hay un punto de partida muy claro. Este grupo, por dividido que
se encuentre ideológicamente, arranca de una experiencia
común, la postguerra de 1939. Todos son jóvenes
que se educaron en los años en que la guerra (una prueba
de heroísmo para los ojos ingleses) estaba cerca o no había
terminado. Se educaron en un mundo que se había orientado
hacia el socialismo y los beneficios del Welfare State. Muchos
eran de clase pobre (como Osborne, como Wilson) o de la clase
media baja (como Amis, como Wain). Llegaron a su mayoría
cuando el estado socialista por el que se había luchado
y vencido era manejado por un gobierno conservador que se olvidaba
de que todos habían peleado para beneficio de todos, y
revivía las viejas estructuras clasistas, el mundo de los
privilegiados, la recomendación oportuna, la discreta charla
de sobremesa en el club de Saint James que resuelve (más
eficazmente que las publicitadas ceremonias del Parlamento) el
destino individual de cada inglés.
El Welfare State seguía existiendo en el papel. Las viejitas
seguían recibiendo sus dentaduras postizas, o sus pelucas,
o sus píldoras. Había jubilaciones para todos aunque
lo suficientemente reducidas como para evitar la muerte por inanición,
pero no para gozar la vida. Había industrias nacionalizadas
y la escuela secundaria era obligatoria. Pero en el mundo real,
el capitalismo había ganado la partida. La clase alta seguía
teniendo la sartén por el mango. Los conservadores trataban
a Nasser como si fuera Hitler y se lanzaban a revivir los sueños
de Kitchner en Suez o mentían y mataban en Chipre, o salvaban
la democracia en Jordania.
Los jóvenes que habían sido educados en las universidades
de provincias (o aún, en Oxford y en Cambridge) para altos
destinos debían conformarse con volver a la esfera de la
que habían salido: la clase media baja, la clase pobre.
Y volvían para encontrarse en un mundo en el que no tenían
eco. Porque el paso por las universidades les había refinado
el gusto y el acento, les había despertado el apetito por
los libros y por el arte, les había acercado a mujeres
con las que no sólo era posible acostarse sino también
conversar. Pero todo el griego o el francés aprendido en
la universidad no servía de nada si tenían que llevar
las cuentas de una carnicería o trabajar en una tienrrio.
El bostezo bien educado
Los más creadores no pudieron resistir este divorcio entre
la teoría del estado y su práctica, entre lo que
habían aprendido y lo que se veían obligados a hacer.
Al volverse hacia la literatura inglesa del momento, sólo
veían la expresión de los mismos privilegiados.
Evelyn Waugh, adherido a una clase a la que no pertenecía
por nacimiento, derrochaba su talento satírico en pintar
el mundo crepuscular de la aristocracia británica; Nancy
Mitford alternaba sus deliciosos ensayos biográficos del
siglo dieciocho francés (Madame Pompadour, Voltaire
in Love) con el examen de las reglas de la alta sociedad y
su discusión ociosa en la prensa; Graham Greene encontraba
el Mal bajo especie norteamericana en Indochina o se dedicaba
a satirizar el Intelligence Service en Cuba; Terence Rattigan
seguía enriqueciéndose con sus retratos de la mujer
enamorada y sufriente; T. S. Eliot buscaba una forma de decir
en verso de comedia los lugares comunes más pomposos del
siglo.
La crítica estaba en manos de buenos estilistas, entretenidos
y cultos, pero gente a la que la aceptación de ciertos
valores desvitalizados había reducido a la nada. Todas
las semanas se descubría una nueva novela fascinante, todas
las semanas se aplaudía un joven poeta o dramaturgo. Al
cabo del año nadie podía recordar los nombres de
esos prodigios. La literatura inglesa -que había producido
en este siglo a Shaw y a Wells, que había visto el elaborado
crepúsculo de Conrad y de Henry James, que había
asistido a los experimentos de Joyce y de Virginia Wolf, que había
soportado la incandescente poesía de T. S. Eliot y de Pound,
las novelas de Lawrence y de Ivy Compton-Burnett- se estaba muriendo
de conformismo, de trabajo pulido, de bostezo disimulados por
la mano manicurada.
Los jóvenes se volvieron contra esa languidez. Bajo el
nombre de Bloomsbury atacaron la literatura concebida como
torre de marfil, como sustituto de la vida, como refugio contra
la vida. Despreciaron las conquistas estéticas de Mrs.
Wolf, de Forster, de Strachey, y, sólo vieron en ellos
un equipo que había valorado más la palabra hermosa
que la palabra viva. Con injusticia, con fervor, los lapidaron.
Se volvieron también contra la cultura académica
simbolizada en el nombre Oxbridge (no sólo alude a las
dos universidades, también significa puente del buey) que
había acuñado Virginia Wolf para satirizar del punto
de vista femenino sus pomposidades y que ahora estos iracundos
usaban para satirizar también los valores de Mrs. Wolf.
A la zaga de Leváis -aunque profesor de Cambridge es un
iconoclasta de larga actuación antibloomsburiana-, a la
zaga de Lawrence y del iracundísimo Wyndham Lewis, a la
zaga de George Orwell, los jóvenes denunciaron el academismo
y el arte por el arte. Pero no se detuvieron allí. También
denunciaron a los artistas y escritores de los treinta (gente
como Auden, y Spender y Day Lewis) que habían creído
combatir por la causa de la revolución proletaria, que
habían escrito poemas sobre España y contra Munich,
pero que a la postre habían quedado en el ademán
estético de la protesta, en el gesto retórico, en
la bohemia de buen tono.
Papeles viejos: Tradiciones para turistas
Estos jóvenes empezaron a hacer el inventario de su mundo.
Un mundo sórdido de racionamiento (a pesar de que Inglaterra
había ganado la guerra), de falsos sueños imperiales
(el sol no iba a tener la mala educación de ponerse en
los dominios de Gran Bretaña), de tecnología triunfante
que dejaba de brazos cruzados a mineros y humanistas, de la bomba
atómica como un enorme hongo amenazante sobre la cabeza
de todos. En vez de escribir en los hermosos cottages sub-urbanos
o en los pisitos tan elegantes de Bloomsbury, estos jóvenes
crean en una pieza de Bayswater que servía de dormitorio,
comedor, escritorio, sala y cocina. O tenían que refugiarse
en algún chalecito de las afueras que las autoridades municipales
ya habían condenado por insalubre. O tenían que
vivir en el aire provinciano y absurdo de las universidades de
ladrillo rojo de la zona industrial.
El apartamento en que vive y blasfema Jimmy Porter en Look
Back in Anger es la experiencia común de todos estos
jóvenes. En la auto-biografía de George Scott (que
proporciona una narración de fondo a este grupo generacional,
a sus ideales, a sus fracasos) se puede ver cómo sufrían,
cómo amaban, cómo luchaban, estos jóvenes
que en 1956 iban a empezar a llenar toda Inglaterra con sus quejas
y sus violencias. Eran herederos que descubrían, súbitamente,
que sólo habían heredado papeles viejos, tradiciones
para encanto de los turistas, y una cantidad de fechas en los
libros de historia.
La realidad era otra cosa. La realidad era la misma vieja Inglaterra
de antes de la guerra, y tal vez antes aún de Hitler, que
asumía el rostro delicadamente blasé de Anthony
Eden o la figura paternal de Harold MacMillan. En ese mundo, había
que conformarse y bajar el cogote y aguantar, o había que
entrar (como el protagonista de Room at the top) por asalto,
acostándose con la hija del jefe y conquistando por lo
que se ha llamado male hypergamy un puestito al sol.
O había que ponerse a gritar y blasfemar. A romper las
convenciones (tan beneficiosas para la clase alta) del sobreentendido,
de la reserva, de la dignidad, y empezar a llamar a las cosas
por su nombre. Cuando Jimmy Porter largó su primera andanada
la noche del 8 de mayo de 1956, esa generación de jóvenes
iracundos que habría tratado de manifestarse de una u otra
manera desde 1950, encontró su obsceno, irreverente, histérico,
portavoz.
Los neutrales
Aunque no todos son iracundos o están contra las mismas
cosas. Una clasificación provisoria (que se basa en otras
intentadas por Kenneth Allsop y Kenneth Tinan) podría distinguir
tres grupos: los neutrales, los comprometidos, los existencialistas.
Amis y John Wain representarían a los neutrales. Amis es
laboratorista pero ha dejado bien claro, en un panfleto muy divertido,
que como escritor no es socialista. Es decir: no pone sus novelas
al servicio del partido. A pesar de su declaración, Lucky
Jim tiene un inequívoco aire socialista. Pero las otras
dos novelas que ha publicado (That Uncertain Feeling, 1955,
I Like It Here, 1958) son cada vez más neutrales
y cada vez más débiles, como sátira y hasta
como narración. Wain pertenece al grupo liberal y es tal
vez el menos creador de todos. Sus novelas (Hurry on Down,
1953, Living in the Present, 1955, The Contenders,
1958) son anárquicas de desarrollo y deliberadamente vulgares
de estilo, fracasan en la caracterización y sólo
aciertan en los detalles.
Vinculada inicialmente a ellos, pero de muy distinta naturaleza,
es Iris Murdoch, profesora de filosofía de Oxford que ha
escrito un inteligente librito sobre Sartre (está en castellano,
traducción de sur). A diferencia de Amis, cuyo protagonista
Jim habla "del sucio Mozart", o de Wain que se
ve en figurillas para disimular una cita de Childe-Harold en una
de sus novelas, Miss Murdoch no tiene empacho en escribir como
intelectual. Sus novelas (Under the Net, 1954, The Flight
From the Enchanter, 1956, The Sandcastle, 1957, The
Bell, 1958) están admirablemente escritas, no rehusan
los pasajes poéticos, y si son caóticas de desarrollo
es porque hay en la autora una tendencia irresistible a la alegoría
que la vincula más con Raymond Queneau (a quien dedica
su primera novela) que con sus compañeros de generación.
Pero lo que caracteriza a este grupo -en el que habría
que incluir también a John Braine cuyo Room at the top
es la mejor construída de todas estas novelas- es que
la sátira a la Inglaterra clasista del Welfare State conservador
no es el propósito central de sus autores sino la inevitable
consecuencia de pintar con veracidad el mundo actual. Amis, Wain,
Braine, y hasta cierto punto Miss Murdoch, están en la
línea de una novela inglesa del siglo XIX que hunde sus
raíces en la realidad social y que encuentra en el Wells
de la Historia de Mr. Polly como antecedente más
claro.
Un arte de nuestro tiempos
Los comprometidos tienen en John Osborne su más espectacular
vocero. No sólo votan al partido laborista, también
sostienen en sus obras la prédica de izquierda. Y en cierto
sentido representan una vanguardia sumamente crítica. Porque
el partido laborista ha perdido por completo el ímpetu
revolucionario que lo llevó al poder en 1945. Es un partido
que parece más clase media que proletaria, muy cuidadoso
de las apariencias, dependiente de una mentalidad que es a la
postre afín con la de Sir Winston Churchill.
Los fuegos de Nye Bevan están apagados, Gaistkell maneja
su equipo con mano de hierro y hace piruetas para no comprometerse,
el New Statesman sólo conserva agudeza en las páginas
internacionales.
Contra esta situación, y contra el Welfare State de MacMillan,
alzan su voz los comprometidos. Creen que el artista escribe para
su tiempo (como dijo Sartre), creen que el arte integra la vida
y la influye (como dice Tinan), creen que el artista debe decir
en su obra lo que piensa y lo que defiende y lo que ataca. Hasta
la fecha (y a pesar de sus congresos) Osborne ha seguido diciéndolo
desde el escenario o desde las entrevistas periodísticas.
Su segunda obra, The Entertainer (sobre la que escribí
largo y tendido hace un año, aquí mismo), es un
vasto mural en que Suez y la Reina, los campos verdes de Eton
y el contubernio laborista-conservador, son castigados con tanta
furia como otros temas en Look Back in Anger. Su tercer
estreno, Epitaph for George Dillon (escrito con Anthony
Creighton) fue escrito antes y no menos inconformista en la pintura
de un ambiente de clase media baja en el que cae, como una bomba,
un joven actor que escribe para el teatro (como Osborne mismo)
y que no sabe si es un genio o un farsante. El final de la obra,
sobre la que resbaló gran parte del público y de
la crítica, lo muestra aceptando el éxito fácil
en teatros de provincia, el casamiento con la hija de la casa,
sexy y estúpida, su entrega a la mediocridad.
Pero más virulentos aún que Osborne, aunque menos
difundidos porque escriben en revistas de cine o teatro, son dos
jóvenes críticos que ya en 1951 estaban haciendo
ruido en sus respectivas actividades. Kenneth Tynan empezó
en Oxford (junto a Tony Richardson, el director de las obras de
Osborne y uno de los talentos más completos en este terreno)
y pronto estuvo haciendo crítica de teatro hasta obtener
el codiciado puesto del Observer, que acaba de abandonar
(por un año) para ir de crítico visitante a los
Estados Unidos por invitación del New Yorker. Tynan
ha defendido el teatro más vivo de hoy (Brecht, Arthur
Miller, Tennessee Williams, Osborne) contra las comedias de salón
del West End londinense o las adaptaciones musicales de Broadway.
En una polémica con Ionesco (de la que informé aquí
mismo), Tynan ha sostenido la necesidad de un teatro (de un arte)
que no pierda contacto con la realidad presente y que la enriquezca
con su aporte. Su artículo sobre los jóvenes iracundos
en Holiday (abril 1958) es uno de los más completos
e inteligentes.
El otro crítico iracundo es Lindsay Anderson, muy conocido
por su labor en Séquense y en Sight and Sound.
Como realizador, Anderson ha hecho un par de cortos que tratan
de mostrar, de manera viva y no discursiva, a la gente común.
O Dreamland se concentra en las diversiones populares de
un balneario barato y detalla con ironía y humor los horrores
de esa masificación del entretenimiento. Más certero
es Every Day Except Christmas en que se muestra la actividad
incesante del mercado de Covent Garden, rico en tipos humanos.
Anderson (como George Orwell, con el que tiene puntos de contacto)
no es de la clase pobre y estudió en Oxford. Pero cree
que hay que acercarse al pueblo directamente y dejarse de tanta
especulación. Su actitud es un poco ingenua, pero (como
la de Tynan ) es positiva, y significa un cambio saludable entre
tanto decadentismo como el que abruma el arte de hoy.
Un tercer nombre que vale la pena recordar: John Berger, crítico
de arte del New Statesman, que acaba de publicar una novela
(que no he leído) en que defiende la misma tesis de sus
innumerables y agudos artículos: el artista de hoy no puede
rehuir el compromiso. Si lo hace su arte (como las esculturas
de Paolozzi, o las pinturas de Jackson Pollock) podrá ser
espléndido pero es un ejercicio en el vacío. Como
Tynan, como Anderson, Berger es un polemista. El invierno pasado
se juntaron en un foro dominical en el National Film Theatre,
y con la colaboración de Christopher Logue (especialista
en poemas contra la bomba de hidrógeno) y del crítico
cinematográfico Karek Reisz (colaborador de Anderson en
O Dreamland) demolieron sistemáticamente todo el
delicado edificio del arte y la literatura británica de
hoy. Fue un espectáculo estimulante, aunque los muertos
sigan gozando de buena salud.
Existencialistas de segunda mano
Bill Hopkins, Stuart Holroyd y Colin Wilson forman el triunvirato
de existencialistas. Creo que Holroyd es el que tiene más
porvenir de los tres. Escribe con sencillez y es inteligente.
Tiene algo que decir y no se va por las. Lo malo es que lo que
tiene que decir ya ha sido dicho, en forma mucho más compleja
es cierto, por un equipo de intelectos que va de Kierkegaard a
Sartre, pasando por Heidegger y por Jaspers. Pero en cierto sentido
es también saludable que estas cosas se digan en Inglaterra.
Con raras excepciones, el conocimiento de la verdadera cultura
europea de este siglo es aquí muy pobre y errático.
Se conoce La putain respectueuse pero pocos han navegado
L'etre et le néant. Brecht mismo se reduce a un
par de buenos títulos.
Es cierto que hay un poco de pose en esto. Cuando Amis empieza
su reseña de The Outsider al grito de Quién
diablos es Heidegger, es fácil reconocer la broma.
Pero la verdad es que el intelectual medio inglés no conoce
sino a los grandes nombres y a través de vulgarizaciones.
De otro modo no se hubiera explicado que gente supuestamente entendida
como John Lehmann, o Philip Toynbee, o Cyril Connolly hubieran
caído en éxtasis ante el indigesto centón
de Colin Wilson.
Sea como sea, el mérito de estos muchachos es haber arrojado
a la arena inglesa nombres que eran sólo nombres. Su labor
compensa en cierto sentido el provincianismo de los neutrales
(con su afán de redibujar la realidad conocida) o la insistencia
social de los comprometidos. Lo malo es que como grupo, el de
Wilson es demasiado inmaduro. El mayor, Hopkin, tiene sólo
30 años. Y para fundar una religión y hasta un partido
de acción política se necesita algo más que
juventud. (Aunque el carpintero de Nazareth tenía sólo
30).
Lo que los une
No hay acuerdo entre los tres grupos. Amis ha denunciado el auto-bombo
de los existencialistas y de los comprometidos. En un artículo
virulentísimo, Lindsay Anderson ha demolido tanto a Amis
y Wain, como a Wilson y Co. Osborne no ha cesado de quejarse de
todos, y en particular del mote de Angry Young Men (sin
dejar de usarlo todas las veces que puede, como le ha reprochado
Alsop). Al combate contra la generación anterior que es
tradicional en estos casos, se une la lucha intergeneracional
que asume todos los caracteres de lo pintoresco y que tuvo hasta
sus ribetes de acción violenta en algún encuentro
en los pubs que rodean el Royal Court Theatre.
Todo esto es previsible. Porque lo que caracteriza una generación
(como lo han determinado los expertos) es la reacción contra
un conjunto de problemas, no las respuestas que cada miembro dé
a esos problemas. Y es indudable que estos jóvenes iracundos
(sean o no realmente tan iracundos como parecen) asumen la misma
actitud de rebeldía contra el mundo en que se encuentran,
contra un sistema de valores en decadencia, contra una sociedad
en la que no pueden vivir, contra un universo que parece amenazado
por la total extinción. Eso los une, todo lo demás
los separa. Y los separará cada día más a
medida que maduren y triunfen o fracasen. A medida que los años
pasen, la inquietud se aquiete o agríe, las libras los
dulcifiquen o irriten, a medida que el tiempo se encargue de separar
a paja del grano, la obra no sólo iracunda sino perdurable,
del panfleto ocasional.
Una ventana sobre la realidad
Visto el Movimiento con la perspectiva que dan no sólo
los dos años transcurridos, sin otra experiencia vital
y literaria, hay que subrayar sobre todo una cosa: su escasa originalidad.
Muchas cosas que son novedad para la Inglaterra de hoy eran viejas
en Francia (el debate sobre literatura y arte comprometido, por
ejemplo) o en los Estados Unidos (la aparición de una clase
de escritores pobres) o en Alemania (la filosofía del existencialismo)
y hasta en España (con Unamuno y Ortega, y los discípulos
de ambos). Muchas realidades del estado socialista (o seudosocialista)
son el pan de cada día en un país como el nuestro,
aunque pocos escritores uruguayos han comprendido la fascinación
de esos temas y han preferido refugiarse en la Grecia de Jean
Girardoux o en la Francia de Les justes, o en Attrendant
Godot, de Antigone.
Pero no es la originalidad universal o el premio que la obra de
estos nuevos escritores puede alcanzar si se la coteja con Kafka
o Thomas Mann, con Beckett o con Brecht, con Faulkner o con Pasternak,
lo que ahora corresponde elucidar. Todavía se está
demasiado cerca de sus gritos y sus protestas para advertir si
hay algo más que gritos y protestas, pero ya hay suficiente
distancia como para poder reconocer que a pesar de sus excesos
(publicitarios y de los otros) este grupo de mal llamados jóvenes
iracundos significa para la literatura inglesa una ventana violentamente
abierta sobre el mundo real. Eso ya es mucho."