"Carta de Londres. El ballet como mimodrama"
En: Marcha, nº 919, 11/07/1958
p. 9
"Llega a su fin la temporada oficial de Ópera
y Ballet en Covent Garden. La humedad de este verano inglés,
más que el sol escaso y las lluvias generosas, hace poco
agradable la idea de pasarse tres horas en un teatro de turistas
(como nosotros), por más que las tentaciones que la empresa
ofrezca se llamen María Callas, cantando La Traviata,
con voz claudicante pero magnífica furia personal, o Los
Troyanos de Berlioz en una masiva puesta en escena de John
Gielgud y con espléndidos decorados de Mariano Andreu o
el deslumbrante Don Carlo que ha dirigido, diseñado
y vertido con mágica competencia Luchino Visconti. De alguno
de estos espectáculos habrá, espero, crónica
aparte. Entre tanto, y a modo de anticipo, tal vez no sea ocioso
enfilar algunas reflexiones sobre lo que ha constituido, sin duda,
el acontecimiento balletístico del año en Inglaterra.
No me refiero, es claro, a Le Rendez-vous manqué
de Françoise Sagan - Roger Vadim - Bernard Buffet. Este
tan publicitado esfuerzo de los "menos de treinta años"
ha tenido en New York el fracaso estrepitoso que se merecía.
Y más vale darlo por enterrado. No. El hecho más
singular, y paradójico, de esta temporada de ballet es
la reaparición de Robert Helpmann en Covent Garden.
Seducido por el oro de Rank y la imaginación cinemascópica
(avant la lettre) de Powell y Pressburger, dividido por
su amor al teatro y a la danza, acosado por el peso de los años,
Helpmann había abandonado el Sadler's Wells (ahora The
Royal Ballet) para ilustrar con su técnica y su indudable
imaginación Las zapatillas rojas y Los Cuentos
de Hoffmann, para actuar junto Olivier en las dos Cleopatras
del Festival de Gran Bretaña, 1951 (la de Shaw y la de
Shakespeare), para componer la última y trivial comedia
de Noel Coward: Nude with a violin, para intervenir en
tantas otras empresas.
Pero desde 1948 Helpmann no se había atrevido a enfrentar,
en un teatro de ballet, un público de ballet. Su regreso
en esta temporada de 1958 tiene indudables caracteres de homenaje
y, tal vez, de canto del cisne. Porque el bailarín, ya
en los cincuenta y con un triste y vergonzante abdomen de flaco
profesional, no tiene ni la energía ni la gracia ni la
velocidad ni la implacable adecuación de movimientos que
el ballet exige. Felizmente Helpmann tiene otras virtudes que
el tiempo no oblitera sino (quizá) realza. Es uno de los
más extraordinarios mimos de la escena contemporánea.
Y por eso, su reincorporación durante está temporada
al Royal Ballet ha permitido estrenar algunas obras célebres
que estaban archivadas por su ausencia.
Quienes sólo habían oído hablar de The
Rake's Progress (sobre cuadros de Hogarth, vestido y escenografiado
por Rex Whistler, coreografía de Ninette de Valois y música
de Gavin Gordon) pudieron al fin ver esa secuencia perfecta del
esplendor y la miseria del vicio en los términos sofisticados
y crueles con que han aliviado al terna de toda sospecha de moralina
hogarthiana los adaptadores de hoy. Lo que deslumbra todavía
(a pesar de que la crítica no dejó de señalar
la disminución del brío con que Helpmann encara
el joven libertino del acto segundo) es la perfección del
proceso y la goyesca escena final en el manicomio cuando el envejecido
bailarín consigue, a fuerza de imaginación y con
la más espléndida economía de movimientos,
sugerir la descomposición física del personaje.
También fue posible asistir a ese alucinante compendio
de la célebre tragedia de Shakespeare que es el Hamlet,
coreografiado por el propio Helpmann sobre música prestada
por Chaicovsky y escenarios y trajes de Leslie Hurry. Apoyándose
en una cita del poeta, Helpmann concibe su ballet como una alucinación
casi póstuma del príncipe en momentos en que su
flamante cadáver es levantado por los cuatro capitanes
de Fortimbrás para recibir homenaje fúnebre. A partir
de ese instante último y en un racconto que arranca
de la horrible máscara de Hamlet, único centro de
luz en un escenario de tinieblas, se desenvuelve un mimodrama
que condensa magistralmente los temas de la obra. Con libertad
y apoyándose casi tanto en Freud como en Shakespeare, Helpmann
recrea la pesadillesca aventura del príncipe dividido entre
sus lealtades al Fantasma y a la Madre, horrorizado por el descubrimiento
de la corrupción femenina, escindido por el complejo que
le impide deslindar la Madre de Ofelia (la coreografía
las superpone y en una sangrienta escena las sustituye), sucumbiendo
al fin al peso de sus propios delirios más que a la mediocre
trampa del Rey.
Como espectáculo Hamlet es un impacto terrible
que la iluminación compleja y los lujuriosos y decadentes
escenarios de Hurry no hacen sino enfatizar. Como ensayo sobre
el drama de Shakespeare es una de las más imaginativas
concepciones. Aunque perversa y deliberadamente retorcida, la
versión de Helpmann consigue algo muy raro incluso en aproximaciones
más completas: ser coherente, valer por sí mismo.
Puede reprochársele que esté demasiado cerca de
Freud y que incluso supere a Freud en subrayar el matiz homosexual
del carácter del príncipe. Pero no es en su relación
con la ilustre obra sino como creación completa de un coreógrafo
que es también extraordinario mimo que debe juzgarse la
pieza. Y en este sentido Helpmann puede reclamar todo los honores
para si.
Entre otros ballets menos particularmente personales (Coppelia,
que acentuó hacia la farsa, Petrushka al que contribuyó
apenas un más agónico sentido de la angustia sin
dar, en cambio, la poderosa raíz popular del personaje),
Helpmann trajo también al Royal Ballet tal vez su creación
más compleja: Miracle in the Gorbals, sobre un tema
de Michael Benthall. La historia de ese desconocido que llega
a los barrios bajos de una ciudad industrial, trata de salvar
a quienes están corrompidos o imbecilizados, para caer
destrozado por las intrigas de una suerte de Sacerdote-policía,
fue concebida en 1944 y puede escribirse que ciertas simplificaciones
o simbolismos datan. Es demasiado obvia la intención de
vincular esta historia con la más trascendente que ocurrió
hace casi dos mil años en una oscura provincia oriental
dominada por los romanos.
Pero la vitalidad como espectáculos de mimodrama que posee
el ballet es indiscutible. Helpmann ha concebido una coreografía
(sobre música de Arthur Bliss y con escenarios y trajes
de Edward Burra) que atiende exactamente a los dos requerimientos
básicos del asunto: estilización realista de la
atmósfera de barrios bajos y brillante utilización
del coro para las escenas de masas; efectivos momentos de concentración
dramática, casi puramente teatrales, para las escenas entre
pocos personajes. El manejo de las masas y los individuos para
crear los dos crescendos básicos de la pieza es impecable.
No menos impecable es la concepción del protagonista al
que Helpmann aporta una condición extranatural de hipnotizado.
En cierto sentido reminiscente del César de Conrad Veldt
en El gabinete del doctor Caligari. Porque tal vez aquí,
en este período pesadillesco del cine y el arte alemán,
se encuentren las raíces de estos mimodramas de Robert
Helpmann. En lo que se ha llamado expresionismo y que no sólo
consiste en las películas de Wiene y Murnau (sobre todo
su espléndido Nosferatu), no sólo en el arte
ilusoriamente realista de Edward Munch o en la afirmación
vital de Kokoschka, no sólo en las novelas de Franz Kafka
o en las piezas de Georg Kaiser. También en todas las obras
creadas en otras naciones a partir de ese fecundo movimiento,
obras que extienden su influencia hasta la concepción gótica
de El Ciudadano de Orson Wells, o el Tranvía
de Tennessee Williams, hasta los jeroglíficos dramáticos
a lo Beckett o de Ionesco, hasta la poesía de Dylan Thomas
y la prosa de Henry Miller, hasta estos ballets dramáticos
o mimodramas balletísticos que Helpmann creó entre
1935 y 1944 y que ahora, como regalo para nuevas generaciones,
ha vuelto a mostrar sobre el escenario de Covent Garden.
E.R.M.