EL MÁS MODERNO
"El centenario de Las Fleurs du Mal que se
ha cumplido estos días- renueva el tradicional planteo
de la vigencia de esta poesía ya secular. La modernidad
de Baudelaire fue proclamada en 1924 por Paul Valéry en
conferencia que se ha hecho célebre (Situation de Baudelaire,
recogida luego en Variètè, II, 1929); allí
se afirma que es la suya, "la poésie même
de la modernitè": allí se muestra lo que
Baudelaire tomó de Edgar Poe (el método, la reunión
de un talento poético con una inhabitual lucidez crítica);
allí se subraya lo que trasmitió a sus herederos:
Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, y (aunque la molestia lo mueva
al silencio) Paul Valery mismo. Aldous Huxley hacia 1929 confirma
desde el otro lado del canal este enfoque y declara, también
rotundamente: "Baudelaire is now the most important at
French, and indeed of European, poets". T. S. Eliot en
1930, y como si quisiera matizar un poco las audacias de Huxley,
lo analiza en un penetrante ensayo (está en los Selected
Essays, 1932). Pero aunque reduce un poco su estatura (no
le parece compatible a Dante y Shakespeare, lo llama "a
later and more limited Goethe"), no deja de subrayar
sin embargo la profundidad de su intento poético, de su
busca de los temas eternos y concluye, no menos enfáticamente
que Valery o Huxley, que su poesía es "an evangel
to his time and ours".
Lo que estos tres espíritus conductores de la primera
mitad del siglo XX declaraban en suma era, pues, la vigencia de
Baudelaire. Es decir: su permanencia. Sus palabras venían
a confirmar lo que algunos hombres del siglo anterior habían
sabido ver a pesar de la crítica estúpida o reticente
de muchos contemporáneos ilustres. Porque aunque el oficialismo
literario había negado el pan y la sal al poeta de Las
Fleur du Mal Brunetière lo calificaba de "illustre
mystificateur". Emile Faguet de "un bon poète
de second ordre", muchos vieron, fuera del círculo
de devotos amigos, lo que valía Baudelaire, la profundidad
de su aventura poética.
A los 25 años, Swinburne escribe un artículo laudatorio
y delirante; a los 23, Mallarmé lo defiende de la canalla;
a los 21, Verlaine suma sus fuerzas a las huestes pequeñas
pero agresivas de esos jóvenes secretos capaces de hacerse
matar por él (según la frase que un día otro
joven secreto diría a Mallarmé). Esta admiración
beligerante asustó a Baudelaire que ya se encontraba marcado
por la enfermedad, que ya había sentido pasar sobre su
frente "el aletazo de la imbecilidad". En 1866
escribió: "Ces jeunes gens me font une peur de
chien: je n'aime rien tant que d'être Seúl."
El pobre ya se había acostumbrado demasiado a la soledad,
al silencio, al escarnio.
Pero estos jóvenes Swinburne, en 1862, Mallarme
y Verlaine en 1865- eran las avanzadas de una opinión que
iría fortaleciéndose a lo largo del siglo XIX y
comienzos del XX: la opinión que defendería Maurice
Barrès (22 años) en 1884, la opinión que
a la zaga de éste y contra Faguet fundamentaría
André Gide en uno de los artículos más clarividentes
de entonces (fue recogido en los Nouveaux Pretextes en
1911), la opinión que Marcel Proust, ya famoso e influyente,
estamparía en la Nouvelle Revue Française de
junio 1927: "je riend Baudelaire avec Alfred de
Vigny- pour le plus grand poète du XIX siécle"
(el artículo está recogido en las Chroniques
de 1927). Sólo que los exegetas inmediatos Valéry,
Huxley, Eliot- dejarían caer sin remordimiento a Alfred
de Vigny. ¿Tal valoración parece todavía
válida en momentos en que el oficialismo de hoy festeja
el centenario de Les Fleurs du Mal? ¿Baudelaire
está todavía vigentes?
SATANISMO DE LIQUIDACIÓN
Hay mucha cosa en su poesía que ha perecido irremediablemente.
Ya el propio Eliot lo había señalado en su artículo:
"His prostitutes, mulatotes, torments, cats, corpses form
a machinery which has not worn very ..." Y el mismo argumento
sería reforzado por Thierry Maulnier (en su Introduction
a la poésie française, 1939) al referirse despreciativamente
a su "satanisme à bon marché".
Es cierto que la opinión de este crítico (arbitrario,
si los hay) no podía pesar mucho ya que el móvil
secreto de su desvalorización de Baudelaire es la proclamación
de la candidatura de Gérard de Nerval como mayor poeta
del siglo XIX francés. Tales maniobras preelectorales poco
tenían que ver con la crítica literaria. Lo que
no impide, en este caso, que Thierry Maulnier tenga razón:
el satanismo de Baudelaire es de liquidación.
Como todo el satanismo del siglo XIX. Basta echar una ojeada
al divertido aunque monótono estudio de Mario Praz (The
Romantic Agony se titula en la edición inglesa, la
más completa) para advertir los estragos que una concepción
superficial del Mal, del Diablo y del Pecado han podido causar
en la larga agonía y crepúsculo del Romanticismo.
Baudelaire no está libre de culpa en el uso de una maquinaria
que (como la mitología de los neoclásicos) huele
a diccionario más que a realidad. Pero lo que en tantos
poetas menores es sólo maquinaria, es sólo utilería
laboriosamente recogida en las secretas fuentes consagradas (el
marqués de Sade, entre otros) en Baudelaire es algo más.
Y esto lo señaló asimismo con gran penetración
T. S. Eliot: "But actually Baudelaire is concerned, not
with demons, black masses, and romantic blasphemy, but with the
real problem of good and evil".
ESTE LIBRO ATROZ
La maquinaria satánica ha pasado. Ya está bien
muerta y enterrada. Pero la profundidad con que Baudelaire hunde
su mirada en el eterno problema del bien y el mal no ha pasado,
ni pasará. Porque Baudelaire no se limitó a versificar
armoniosamente los temas de su poesía: empezó viviéndolos,
y con una intensidad tal, con una violencia, como pocos poetas
han sido capaces de soportar sin destruirse. Baudelaire empezó
por vivir las torturas de la carnalidad, por hundirse en el pecado
más abyecto, por deleitarse en las más bajas blasfemias,
antes de escribir una sola línea.
Baudelaire conoció por experiencia lo que era ese abismo
(el gouffre de Pascal) que muchos, antes y después
de él, se limitaron a cortejar en páginas ajenas;
Baudelaire tuvo intimidad con la angustia que para él adquirió
las atroces formas de l'ennui, de ese tedio vital que era
capaz de devorar el mundo de un bostezo, de ese tedio al que cantó
en el más lujoso, el más desolado de sus poemas
del ciclo de Spleen:
J'ai plus de souvenirs que si j'avais mille
ans
Las noches de Baudelaire que para sus coetáneos
se reducían al desenfreno carnal- estaban pobladas de los
fantasmas de la pesadilla, de la culpa mordiendo la carne y el
alma de este desdichado. Era en esas noches que el joven, lúcido
e insomne testigo del vicio parisino, recogía experiencias
para su serie de retratos de la ciudad. Eran las noches en que
Baudelaire yacía, inmovilizada su voluntad por el tedio,
esperando con angustia la llegada del día que no traería
(su experiencia se lo anticipaba) el alivio ni el sueño.
"Je vois de si terribles coses en réve, que je
voudrais quelquefois ne plus dormir, si j'etais sûr de n'avoir
pas trop de fatigue", apuntó un día en
sus cuadernos íntimos.
OTRA COMEDIA HUMANA
De esta experiencia humana que empieza precozmente para Baudelaire
ese día del año 1828 (cuando él apenas tenía
siete años) en que su madre, viuda reciente, vuelve a casar
con el comandante Aupick. A partir de esa experiencia, que divorcia
definitivamente al niño de su madre (a la que se sentía
atado por lazos de clarísima sensualidad) Baudelaire no
participa sino del mundo de sombra, la oscura faz del mundo. Su
temprana experiencia erótica lo marcaría de sífilis
y desviaría su gusto hacia las mujeres corrompidas, de
la que es paradigma la espléndida mulata que se llamó
(entre otros nombres) Jeanne Duval. Baudelaire, ha dicho Sartre,
eligió el fracaso. Lo que es otra manera de decir que el
fracaso lo eligió a él. El fracaso que le permitiría,
es cierto, escribir Les Fleurs du Mal.
Porque Les Fleurs du Mal (su único libro de poemas)
se alimentaron de su enfermedad y de sus pesadillas, de las traiciones
de Jeanne Duval y también de su intenso perfume erótico,
del resplandor intangible de la fácil Madame Sabatier y
de los placeres de las lesbianas. Pero se alimentaron sobre todo
de las humillaciones y los sufrimientos de un hombre que toda
su vida vivió sometido a un administrador de sus bienes,
que padeció la más cruel separación de su
madre y para quien Dios ofreció siempre la figura del Mal.
De un hombre que recorrió personalmente todos los mundos
del vicio y cuya piel (esa sensibilidad nueva que Hugo reconoció
en carta pomposa) mostraba las marcas del fuego.
De ahí que Les Fleurs du Mal (que Baudelaire compuso
como un libro homogéneo, coherente, y no como un álbum
de poesías) haya sido considerado por la crítica
como una réplica decimonónica de la Divina Comedia.
Gonzague de Reynold que sostuvo esta tesis en 1920 (aunque la
versión más popular es la que da Thibaudet en su
Histoire de la Littérature Française, 1936)
ha indicado los puntos de contacto con Dante, ha enumerado los
círculos del vicio que el poeta va atravesando desde los
poemas del arte (Bénédiction, L'Albatros,
etc.) hasta los de la muerte, pasando por el ciclo de la sensualidad
femenina, del spleen, de la ciudad, del vino, del vicio, de la
rebelión y la blasfemia satánica, hasta concluir
en ese largo y majestuoso poema del viaje final.
Pero la Commedia de este Dante del siglo XIX es más
una comedia humana (aunque en otro sentido que la de Balzac) que
una Divina. Porque el mundo que pinta Baudelaire es el mundo del
lado de acá de la muerte, ese mundo que debió llamarse
Los Limbos, título anterior del volumen y (de acuerdo
con Thibaudet) título más justo. Porque esta existencia
terrena le parece a Baudelaire semejante a la de las almas que
están en el borde de ultratumba, ni en el Paraíso
ni en el Infierno, vagando errantes como a la espera de algo que
tal vez nunca ocurra horriblemente condenadas sin culpa. Y esa
visión del mundo, profunda y desolada, es la que comunica
el poeta por encima y más allá de sus misas negras,
de sus mulatas odoríferas, de sus blasfemias previsibles,
la visión de un mundo tráfico y pesadillesco, nuestro
mundo en fin.
Pro eso Aldous Huxley ha encontrado la mejor fórmula para
definir a Baudelaire (a quien apresurados críticos católicos
de este siglo han querido canonizar: "Baudelaire was a
christian inside out, the photographie imagen in negative of a
Father of the Church". Sus blasfemias, su satanismo,
son pruebas de lo hondo que sentía a Dios, sentía
su ausencia, anhelaba confundirse con él. Pero este afán
hacia Dios, como ese disgusto por la carne (Une charogne refleja
la concepción medieval del asco a la carne y su segura
podredumbre), ese puritanismo que subyace su libertinaje, no pueden
confundirse con la devoción inocente o beata. Por eso pudo
decir con acierto y clarividencia Eliot (también el cristiano
de excepción: "His business was not to practise
Christianity, but, -what was much more important for his time-
to assert the necessity". Sin el cristianismo es imposible
entender a Baudelaire, sus angustias, sus terrores, su tedio,
sólo se conciben en un alma sobre la que Dios ha puesto
su sello.
UNA LECCIÓN DE ARTE
Queda, además su invalorable ejemplo estético.
Frente a la poesía desbordante e ingobernable de un Víctor
Hugo, Baudelaire levanta la contención y la lucidez del
poeta que lleva (como ha apuntado Valéry) un crítico
dentro. Es cierto que ese crítico suele ser, generalmente,
Edgar Poe a quien Baudelaire plagió sin rubores (había
encontrado en el poeta norteamericano sus propias ideas ya adecuadamente
articuladas), pero en compensación Baudelaire como poeta
es incomparablemente superior a Poe y pudo realizar lo que Poe
sólo alcanzó a teorizar.
Les Fleurs du Mal, ese único librito de poesía
laboriosamente acrecido a lo largo de los años, publicado
con reticencias y lentitudes cuando el poeta tenía ya 36
años (nada de borradores de infancia para él, nada
de qué avergonzarse más tarde); Les Fleurs du
Mal inauguraron hace cien años un nuevo concepto de
la poesía, como ejercicio responsable y lúcido,
como entrega absoluta y en profundidad, como disciplina. Pero
también inauguraron (para Francia) una nueva dicción,
una nueva sensibilidad rítmica, un sentido de la inmovilidad
del verso que (como apuntó Gide) es tal vez la mayor novedad
de su arte. Y para la poesía de todo el occidente, para
la poesía que habrían de escribir en todas parte
del mundo poetas que se llamaron Rimbaud o Valéry, Yeats
o Eliot, Stefan George o Rilke, Rubén Darío o Herrera
y Reissig, D'Annunzio o Antonio Machado, este librito de Les
Fleurs du Mal parece necesario, pues, repetir las palabras
de alabanzas y adhesión que hace treinta años suscitar
su obra en Paul Valéry, en Huxley, en T. S. Eliot. Baudelaire
sigue siendo el primero de los modernos, un poeta para hoy (y
para siempre)."