DAVID VIÑAS: CAYÓ SOBRE SU ROSTRO
(Buenos Aires, Ediciones Doble P, 1955. 166 págs.);
LOS AÑOS DESPIADADOS (Buenos Aires, Ediciones Letras
Universitarias, 1956, 208 págs.).
"Simultáneamente con la obra de demolición
de los escritores pertenecientes a la generación de 1925
-lo que he llamado El juicio de los parricidas-, un grupo
dentro de la nueva generación argentina se ha dedicado
a crear la literatura que ellos creen validar, esa literatura
que (según ellos) ni Eduardo Mallea con sus exquisiteces
metafísicas de señorito que ha leído a Pascal
cuidadosamente atrincherado en su biblioteca; ni Jorge Luis Borges
con sus funciones alegóricas que le permiten abolir la
sucia realidad; ni Ezequiel Martínez Estrada con sus condensaciones
de profeta bíblico por las que se libera de toda culpa
y la traspasa al otro; ni nadie en fin había sido capaz
de escribir. Poemas y ensayos, cuentos y novelas, teatro, aparecen
así orientados, comprometidos sería la palabra si
no se hubiera abusado tanto del término sartriano. Los
jóvenes de hoy creen en una literatura ejemplar y edificante:
una literatura de denuncia y descripción que constituya
la contraparte de esas páginas acres y desmesuradas con
que monótonamente combate y aniquilan (para volver a combatir
y aniquilar) a los maestros, los padres, de 1925.
Gran parte de la obra creadora de los parricidas carece de todo
valor, excepto el (obvio) de mostrar que con teorías no
se hace literatura y que no hay género más difícil
que la literatura didáctica y de combate. Pero algunos
de los que denuncian también tienen algo que crear. Tal
vez el más prolífico, el más inquieto, el
más verdaderamente creador de estos panfletarios sea David
Viñas que ha publicado ya en efímeras revistas incontables
cuentos y capítulos de novelas en preparación, pero
que ha conseguido (también) armar y publicar en el lapso
de un año dos novelas enteras.
DEMOSTRACIONES NOVELESCAS
La primera, Cayó sobre su rostro, es la primera
de una saga, bastante faulkneriana en su estilo, sobre el pasado
argentino (oscuro y bárbaro) que explica si no justifica
el presente que ahora todos padecen. En la figura de Antonio Vera,
de su lenta agonía mostrada en contrapunto con los episodios
centrales y precursores de su vida (un capítulo de hoy
seguido y explicado por uno de ayer, en movimiento alterno que
recuerda la técnica de Las palmeras salvajes), Viñas
levanta un caso ejemplar y trata de hundir la mirada en las raíces
de tanta corrupción: las fortunas ilícitas, el despojo
de los indios en la frontera, los ferrocarriles del entreguismo
al poder británico.
Tales son los temas sociológicos que cruzan el trasfondo
novelesco y que Viñas oyó contar a sus padres (como
indica claramente la cita de los Salmos, LXXVIII, 2, que
abre la novela). El libro es interesante, sin duda alguna, como
intento y logra algunos buenos capítulos, particularmente
en los racconti. Pero no es una creación entera.
Y no puede ser. En primer lugar, porque es sólo parte
de un cuadro que tal vez el autor nunca complete. Y en segundo
y más hondo lugar, porque el propósito ejemplarizante
del autor quita al personaje el resto de realidad que podía
quedarle. Antonio Vera no es un ser de carne y hueso literarios:
es un ejemplo, es una prueba de esa Argentina que Viñas
(y sus padres y hermanos) rechazan enfáticamente. Como
Sartre a quien también debe mucho de su técnica
de descripción de la realidad (maloliente, viscosa, adhesiva)
Viñas se apoya demasiado en el valor ilustrativo del personaje.
Esto corta el ímpetu de abstracción.
UNA EXPERIENCIA VULGAR
De mayor mérito es la otra novela, Los años
despiadados. Aquí David Viñas (que nació
en 1929 y conoció por relatos familiares el mundo de Antonio
Vera) cuenta algo que es suyo. El protagonista es Rube, muchacho
que vive con una madre blanda y quejicona y con una hermana dura.
Rube vive en un universo de tacto: todo le llega por las sensaciones
de lo húmedo o lo cálido, lo pegajoso, lo viscoso,
(Sartre, otra vez). Pero en esta novela esa condición nauseosa
no parece un a priori decretado por la escuela literaria
a que el autor adhiere, ya que la experiencia central del protagonista
(esa violación colectiva a que es sometido por una pandilla
de gandules) está centrada precisamente en la náusea.
El libro tiene interés. Un interés fluctuante,
es cierto. Porque como pasa en las novelas de Sartre, el lector
comprende que Viñas escribe demasiado, que no tiene sentido
de la medida, que vuelve y revuelve sobre la misma situación.
Pero en este universo cerrado y corrupto que es la realidad argentina
no superficial (Viñas dixit), no hay más
remedio que volcarse, una y otra vez sobre el vómito. Es
ésta una literatura que tiene claros antecedentes en la
liquidación europea de 1945. Pero que también se
justifica en esa sucursal europea que es, para mal y para bien,
el Río de la Plata. Sobre todo, después de Perón.
Lo que el autor parece no entender (o tal vez sólo no
lo entienda Noe Jitrik), que escribió la polémica
solapa) es el carácter de cosa ya vista que tiene su libro.
Viñas se presenta, o es presentado, como un iconoclasta.
Al fin parece decir con orgullo, vamos a ver qué son realmente
estos niñitos de mamá. "Necesitamos una
operación de limpieza en la vida y sus expresiones (proclama
Jitrik). Nuestra literatura tiene que ser sincera y cruel,
-una literatura de desmascaramiento. ¡Basta de literatura
inofensiva!
Pero lo que al fin (al fin) se revela en el libro tan terroristamente
anunciado es una experiencia básicamente vulgar: la experiencia
del sexo, forzada sobre un niño. Lo que no es vulgar es
la anécdota, es cierto. Pero si el Kinsey Report no
miente (y qué gusto tendría el buen Kinsey en mentir)
no son tan extraordinarias las prácticas homosexuales en
la infancia. De modo que a no escandalizarse demasiado, ni a especular
(como niños mal de caza bien) con la sorpresa del tema.
A especular, eso sí, con la autenticidad del relato, a
hundirse en la verdadera narración de una experiencia,
a no dorarla de abstracciones convenientes a ciertas consignas,
más o menos políticas, de la hora. Si la política
es una fatalidad en la Argentina de hoy -como lo es en otras partes
del mundo-, conviene saber que esa fatalidad no tiene por qué
mejorar el arte. Estar en la buena línea, ver y hablar
claro, decir verdades, ser audaces, aplastar al adversario, podrán
ser garantías electorales. Lamentablemente no lo son de
una buena literatura.
Como teórico, David Viñas olvida casi siempre estas
cosas. Sus apresuradas demoliciones de escritores argentinos de
la generación de 1925 así lo prueban. Pero como
narrador, como creador, Viñas deja muchas veces que el
arte lo venza y consigue decir (entre mucha palabra prestada o
que se hunde en el hastío o en la horrible incomprensión
del acto que ha padecido, en ese Rube solitario y confundido,
obligado a aprender en pocas horas todo un código de abyección
y dominio, de sadismo y ternura, Viñas ha encontrado un
personaje y un conflicto. Algo más que un caso, algo más
que un ejemplo. Conviene que no lo pierda de vista seducido por
el falso problema de una literatura terrorista. La sinceridad
literaria no es siempre sinónimo de escándalo."