Caricatura de: T.
S. Eliot
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Hacia 1930 aparece un grupo de poetas ingleses que busca renovar
la escena. Quieren revivir la gran tradición isabelina
del teatro en verso, y ensayan sus fuerzas ante un público
asombrado y hasta hostil. Son Auden, Christopher Isherwood, Stephen
Spender, Louis McNice, todos pertenecientes a una generación
inmediata a la de T. S. Eliot y Ezra Pound, todos (de alguna manera)
sus discípulos, si bien heterodoxos. Eliot se suma a los
esfuerzos del grupo, aunque por otro camino y con otros ideales.
No es un recienvenido. Su obra crítica, al renovar la interpretación
del teatro griego y de Séneca, al estudiar con frecuencia
a Shakespeare y los isabelinos, revela ya en 1918 que el problema
de la escena moderna y el teatro en verso despertó en él
tempranas inquietudes. Al solicitársele una pieza para
el Canterbury Festival en junio de 1935, el poeta y el teorizador
se vieron enfrentados a la ejecución de una obra que resolviera
los problemas cuidadosamente examinados en textos ajenos. Esa
obra sería "Crimen en la Catedral" que ahora
repone entre nosotros "Teatro del Pueblo".
La anécdota histórica en que se basa Eliot para
su Murder in the Cathedral puede ser resumida así:
El rey Enrique II había nombrado Arzobispo de Canterbury
a su canciller, Thomas Becket, hombre de armas, que fue un gran
administrador y era su amigo personal. Pero al cambiar de estado
Becket cambia de actitud. "Se tornó en asceta",
se ha dicho. Defendió los fueros de la iglesia contra su
rey. Se vio obligado a huir a Francia. Al cabo de siete años
regresa a Canterbury, después de una dudosa reconciliación
con el rey. Pero vuelven a enfrentarse, casi de inmediato, cuando
Becket intenta otra vez defender los fueros eclesiásticos.
Cuatro caballeros interpretando (o anticipando) la voluntad del
rey llegan y lo asesinan. La fecha es: diciembre de 1170.
De toda esa historia de lealtades y traiciones medievales, Eliot
toma únicamente la culminación. Como Racine, escoge
el momento que precede a la crisis, en ente caso: el momento en
que el Arzobispo regresa, después de siete años.
Con sobriedad y concisión traza Eliot el doble combate
-interior y externo- del Arzobispo hasta su brutal asesinato en
manos de los cuatro caballeros. La pieza se reduce a eso.
Al tomar el conflicto poco antes de su estallido, Eliot se saltea
hábilmente una larga exposición histórica.
Los cantos del Coro y las palabras de los tres sacerdotes al alzarse
el telón bastan para dar, ya digerida, la información
necesaria. A través de las palabras de éstos aparecen
fuertemente plantados los agonistas del drama: el Arzobispos (que
todavía no ha aparecido) y el Rey (que no aparecerá
si no a través de sus caballeros). La llegada de Thomas,
su diálogo con los sacerdotes, y con el Coro de mujeres
de Canterbury, la aparición sucesiva de los cuatro tentadores,
terminan por redondear el conflicto al tiempo que sirven para
revelar el carácter, apasionado, de Thomas. La tentación
a que es sometido el Arzobispo (los bienes son cada vez más
puros) desnuda totalmente su alma. El primer tentador parece apelar
sólo al Thomas de los primeros tiempos, el caballero medieval
que aún subsiste bajo el Arzobispo; pero cuando se llega
al cuarto tentador, éste tienta con los propios deseos,
con lo más íntimo del ser, con ese orgullo que le
hace ambicionar hasta el martirio. Por medio de esta lucha se
purifica Becket de toda impureza; le sirve de catarsis. Cuando
aparece pronunciando el sermón (que está en prosa),
el Arzobispo ya ha librado su combate y está pronto; como
Jacob con el Ángel, la lucha con los tentaciones ha liberado
a Thomas.
El acto segundo gira en torno de la acción criminal de
los caballeros. Como Becket ya ha alcanzado la grandeza interior,
el acento se traslada (con un sentido para la comedia que las
obras posteriores de Eliot mostrarían plenamente) a las
figuras burlescas de los caballeros. Después de matar a
Becket, y en un golpe de efecto teatral, se adelantan al proscenio
y explican (en prosa) al público por qué lo han
matado, cuales son sus elevados motivos. Este efecto, de indudable
anacronismo, arroja una luz irónica sobre la pieza. La
que se cierra -en abierto contraste con esta escena- sobre los
cánticos de los sacerdotes que certifican la santidad del
mártir.
Para crear esta pieza Eliot ha convocado elementos que proceden
de fuentes muy diversas. Una tradición cristiana informa
su espíritu. y la refinada simplicidad de recursos dramáticos
con que el poeta trabaja no deja de evocar las representaciones
medievales, los autos sacramentales: particularmente en el primer
acto, en que Becket lucha contra sus tentadores como el Hombre
(Every man); de las moralidades. Por otra parte, aunque
de manera utilísima, toda la pieza alude el sacrificio
de la misa. Esto no debe extrañar ya que el autor considera
a la misa como la máxima consumación del drama y
que esta obra fue compuesta para ser representada en la propia
iglesia de Canterbury, a pocos metros de donde los cuatro caballeros
ultimaron a Becket.
La obra también deriva de otra tradición no menos
universal y que aquí se superpone hábilmente a la
anterior: la griega. Eliot introduce como acompañante del
protagonista. como familiar casi diría, un Coro de mujeres
de Canterbury. Ese coro da una nueva dimensión a la pieza;
proyecta sobre un plano colectivo el acontecimiento singular;
extrae la pasión del protagonista de su molde individual.
No hay incongruencia en este fusión de lo griego y lo cristiano
ya que el teatro griego también tenía una raíz
religiosa y el Coro era en él, precisamente, la supervivencia
de los compañeros de Dionisos. Al introducir en la escena
contemporáneo una tragedia en verso lo que hacía
Eliot (el innovador) era volver a las fuentes tradicionales -en
el mejor estilo de su propia teoría.
Es claro que la interpretación religiosa de la obra, por
inevitable que sea, por apoyada que esté en las más
explícitas intenciones del autor y de la ocasión
para la que fue compuesta, no agota el significado de la pieza.
Esta es susceptible de ser representada y ser apreciada por su
pura concepción dramática, por su intenso sentido
de espectáculo, así como por lo que enseña
fuera del marco religioso mismo: el combate de un hombre contra
sus propias tentaciones y contra enemigos exteriores; la difícil
conquista de la santidad (o del ideal máximo), el sufrimiento
individual trascendido en horror y pasión colectivas. Y
ese conflicto -que excede anchamente el credo particular del poeta
y de su público- logra en esta pieza una vigorosa y comunicativa
realidad.
E. R. M.