LIBER FALCO: TIEMPO Y TIEMPO. Poemas. Montevideo,
ediciones Asir, 1956, 128 pp. Con un retrato y un poema en facsímil.
Recoge toda la producción anterior de Falco, en versiones
definitivas, y publica en cuatro secciones (Tiempo y Tiempo,
Artigas, Poemas inéditos antiguos. Últimos poemas
inéditos) el material disperso en revistas y en este
mismo semanario.
"A lo largo de casi cincuenta años de vida, Liber
Falco (1906-1955) produjo ("destiló gota a gota",
escriben sus amigos) un solo libro que empezó llamándose
Cometas sobre los muros (1940) para encontrar mejor cifra
en Equis Andacalles (1942), madurar en Días y
Noches (1946) y lograr su integración total en Tiempo
y Tiempo (1956) que Falco preparaba a su muerte y que amigos
fieles han publicado recientemente. Un solo libro que crece hacia
afuera del poeta a medida que el hombre crece hacia adentro y
se ahonda en sí mismo y en el mundo que lo sustenta. Un
solo libro que (como dice tan bien Arturo Sergio Visca aquí
mismo) es como un solo poema: paralelo a la experiencia humana
y poética del ser que se llamó Liber Falco y que
lo sobrevive, testimoniándolo.
Ese único libro, poema, es breve y denso. Empieza a escribirse
hacia 1936, en una hora del mundo que, como ésta, pide
al poeta una solidaridad humana y combativa que Liber Falco (luchador,
hijo de luchadores) ni quería ni podía negar. De
aquí que, además de explorar con pudor y decoro,
en el mundo propio y limitado del poeta- un mundo de cosas humildes,
de paladeado inventario de cosas humildes, como el de Antonio
Machado o el de Borges ultraísta-, sus primeros versos
también hablen de solidaridad social y de gentes que se
pone en movimiento para hacer oír su palabra. No es ésta
poesía social en el sentido que entonces y ahora tiene
la palabra. Qué lejos de Falco el discurso o la consigna
metrificada, la formulación abstracta de lo que él
sentía como un golpe de sangre en el pecho. Un entusiasmo
juvenil, apenas maculado por la meditación y la melancolía
que él vivió tan entrañablemente, es el signo
de este primer libro: el libro con el que Falco tiene un puente
desde su soledad al mundo.
¡Júbilo marinero!
No más muro carcelero
ni corazón prisionero.
Ya sobre los viejos muros,
está mi corazón.
Y sobre el muro que el hombre
puso al hombre
está mi corazón.
Así canta en el primer poema de Cometas sobre los muros,
con un acento que parece venir directamente de los versos viriles
de Martí: un acento que elude lo panfletario pero deja
intacta, la emoción. Y todas sus proclamas al mundo o sus
apuntes de la muchacha humilde.
-Seis días de lava y lava;
seis días de pico y pala-
para la que el domingo es el maravilloso día del llanto
en el cine de barrio; todos estos poemas íntimos y delicados
de quien empieza a hacer inventario lírico de su mundo
y se sorprende reconociendo una solidaridad primera con la tarde,
y aun la noche, con las estrellas y el canto de las niñas
en la calle, con calles y calles de un Montevideo portuario y
trabajador, dormido en la noche y con el mar que espera a sus
puertas, con el ruido del tranvía que sube las cuchillas;
todos estos versos están mostrando a un hombre que escribe
en las tempranas horas de alba, recogiendo en la tranquilidad
(como quería Wordsworth) la memoria de la emoción.
Es claro que ya apunta -como una veta que no siempre puede reconocerse
pero que iluminan retrospectivamente los versos de libros posteriores-
la melancolía y la soledad que son notas permanentes de
su mejor poesía.
Por encima de las cometas alzadas infantilmente (qué arte
el entusiasmo niño, sin sombra de artificio), por encima
del registro emocionado del mundo diario, por encima del recuerdo
de algún amor, de algún imposible amor, suena discreta
otra nota en el primer libro. Es la soledad que se desnuda en
El abismo:
Estoy debajo de mis sueños.
Ya ni estrellas ni pájaros nocturnos
levantarán mi canto.
Junto a la amada, el poeta se siente atraído por el abismo
donde ondula (libre de nosotros)
el limo de mis sueños y tus sueños.
De esa aventura, de ese mirar en lo que no se debe mirar, nace
la soledad del poeta en la tierra.
y crece mi ternura para huyentar el miedo
Porque la soledad no endurece al poeta sino que lo humaniza,
lo hace más profundo y tierno, lo acerca más al
hombre entero, no a ese ejemplar egoísta que cada uno edifica
sobre la vanidad de sí mismo. Todavía en su primer
libro, y a pesar de la nota agria que constituye un poema como
Así fue, todavía el poeta no ha reconocido
a la soledad como su destino. Por eso puede dedicarle un poema
que empieza
A veces los algodones grises
de la soledad,
rozan mi pupila.
A veces, dice: a veces.
Pero en los dos y tres libros siguientes, hay un crecimiento
implacable de la soledad hacia la muerte: un crecimiento que es
madurez, viva vivida en lo hondo, y a la que el poeta no escapa
ni quiere escapar. Lo notable en esta soledad que se precipita
hacia la muerte es quien engendra rencor ni dureza sino una maravillosa
dulzura. El proceso es firme pero la poesía de Falco lo
matiza con segura sutileza. En Equizas Andacalles (1942)
la soledad todavía no aparece como centro. Aparece más
bien en los momentos en que es aventada, cuando empaña
apenas la voz con que el poeta se dirige a los amigos, y existe
por no ser casi nunca nombrada. Pero es el territorio en el que
vive el poeta y desde el cual dispara sus versos.
La Invitación que dirige a sus amigos harto la prueba:
Tengo un atajo en el cielo
por donde sólo yo paso.
Pero hoy tú vendrás conmigo,
conmigo vendrás del brazo.
Tú, muchacha, y mis amigos,
todos iremos del brazo.
Tengo un atajo en el cielo.
Vendrás tú, iremos todos.
Todos iremos del brazo.
El poeta se dirige siempre a alguien: hay un Tú
permanente en el libro, un Tú que a veces se convierte
en Vosotros o en Ustedes. Es la amistad el atajo
que lleva al cielo, la amistad la que mata la soledad que crece
dentro del poeta. Y como el poeta no puede quedar solo, no se
resigna a quedarse solo, descubre el atajo y lo descubre también
para los que han muerto. Porque los muertos de la amistad de Liber
Falco no mueren; siguen viviendo en ese monólogo que les
dedica el poeta y que los mantiene vivos. Ya que el poeta no se
resigna a no hablar con el otro, a no dirigirle más la
palabra:
Ibas con un pie pisando por la calle,
y con el otro puesto quién sabe dónde.
Ibas con una mano tapándote la cara
y con la otra saludando
olvidadamente.
Quien te vio morir, fui yo.
Y me quedé triste.
¡Ah! pobre diablo.
Pobre triste.
Y esa nota se repite en otros poemas del mismo libro (el número
VI que comienza: Así te quiero yo, mi camarada)
y crece y se desarrolla en los poemas que más tarde dedicará
reiteradamente a Luis A. Cuestas, a Pedro Piccatto. La nota de
la amistad (ese mundo de afecto que se superpone a la miseria
alegre de este otro mundo, que lo rescata de la muerte) es la
nota que predomina en esta etapa intermedia de la poesía
de Falco y que resuena no sólo en Equis Andacalles sino
también en un libro más maduro y esencial como Días
y noches.
Ya hay toda una mitología de la amistad en Liber Falco:
la expusieron en estas mismas páginas, y con el derecho
que les dio el trato largo y fraternal. Mario Arregui y Arturo
Sergio Visca (MARCHA, Noviembre 18, 1955). Ahora sólo
quisiera mirar esa amistad que se trasmite también al anónimo
lector de sus versos y que convierte a Falco en un poeta para
la intimidad de cada uno. Está en muchos de sus versos
pero en ninguno queda dicha con el intacto entusiasmo que aflora
aquí:
Fuera locura pero hoy lo haría;
Atar un moño azul en cada árbol.
Ir con mi corazón de calle a calle.
Decirle a todos que los quiero mucho.
Subir a los pretiles,
gritarles que les quiero.
Fuera locura,
pero hoy lo haría.
Porque la amistad es el camino por el que el poeta recobra el
mundo y vence la soledad. Lo dice aquel poema a Luis Alberto Larriera:
Volví a mi casa
bajo la niebla de la tarde triste.
Pasé por calles
junto a muros viejos.
Nadie lo vio
y mi corazón lloraba.
Mi corazón a veces se desviste.
Hermanos,
bajo la niebla de la tarde triste,
desnudad vuestra alma;
que el corazón es viejo y sabio.
Y el corazón existe.
Pero entre 1942 y 1946, una nota cada vez más dolorida
empieza a hacerse sentir en la poesía de Falco: es como
si los exorcismos contra la soledad (y todo lo que ella implica)
fueran cada vez más impotentes. Falco sigue fiel a esa
amistad entrañable de los vivos. Pero dentro de él
y aunque él no lo quiera, va creciendo una voz que habla
de soledad, de olvido, de muerte, y que sin nombrarlo alude al
tiempo. Así como la palabra soledad faltaba en Equis
Andacalles y sólo entraba en el poema por las palabras
que la niegan, en vano conjunto, así en Días
y noches, la palabra tiempo escasea. Porque es el Tiempo el
mal que devora al poeta, porque el poeta ha descubierto que no
está hecho de carne y sangre y huesos y amistad y amor,
sino de Tiempo.
El libro se abre con este Cantar:
Ya todos ya se fueron.
Ya todos ya te olvidan.
Y tú quedaste solo
tú solo con tu vida.
La amistad no ha desaparecido, ni el olvido ha empezado a trabajar
realmente en el poeta, pero éste ya se siente muerto y
(como Bécquer en una de las Rimas más conmovedoras
se siente vecino. O como canta en otro poema, Deseo:
A veces quisiera uno,
sin días que lo nombren,
perderse, camino hacia el olvido.
Porque para qué alumbra el día
si tantas muecas de los hombres,
como un mapa de angustias,
e indescifrables signos
de mariposas muertas,
giran sin término.
O confirma en Lo inasible:
¿Qué me dio Dios para gastar,
qué?, que no entiendo.
. . . . . . . . . . . . . . .
Dadme danzar y cantando
verterme como un río,
por estas calles
hacia el mar.
Porque el mar, que aparece en el libro como una de las imágenes
como en Manrique el morir, y desde el olvido y la soledad se pasa
a la muerte.
DESTINO
Bajo un cielo de Juicio Final,
de espejos rebelados,
he de llegar al mar
para la muerte mía.
Me levantaré así en la ola más alta
y me hundiré para siempre.
Acaso sí, yo sé,
con una risa helada buscaré mi origen.
Sin manos y sin ojos, ¡ay!
Buscando una sombra que es sombra de la nada.
Ya olvidado de todos
y de mí mismo,
que apenas me conociera un día,
he de llegar al mar para la muerte mía.
En un poema posterior -del último libro Tiempo y Tiempo-
insistirá Falco en mostrar ese mar del poema en que lucha
y se anega, como un náufrago. Es un poema de mayor elaboración
y densidad en que las imágenes encierran un presentimiento
más oscuro. Se titula Regreso y dice en algunos
de sus versos:
¡oh! Inmemorial paisaje.
Monstruo paciente y solitario,
mar amargo, agua última
donde un hombre y su miedo
huyen, beben y vuelven en secreto y solos.
Porque a medida que el poeta vive, cada vez parece más
difícil ese santo de regreso a la vida y la Tierra, más
raro ese grito de esperanza que se le escapa a veces:
Oh, Tierra, oh nave solitaria,
Soy tu hijo fiel
y no te olvido.
Ese mismo grito que cierra -con un sentido de conciliación
que excluye la mendicidad de lo patético- el poema Deseo,
cuyos versos iniciales ya cité:
También quisiera uno,
luego de tanto y tanto amor al aire,
que un árbol se recline,
a bebernos la frente.
Pero las horas en que el poeta acepta al mundo y éste
lo acepta, esas horas de la solidaridad social (que también
asoma en Alba, de Días y noches), horas de
amistad y de recuerdo compartido van cediendo paso a las otras
en que el poeta -apenas dejados los amigos en una equina de la
noche, vuelta o entregado nuevamente a sí mismo-. Empieza
a auscultar el pulso del tiempo, siente que lo roe el tiempo que
el caudal de sus días se escapa hacia el mar. Por eso dice
en Desgracia:
Perdona, pero tú no sabes.
¿Sabes lo que es estar solo, solo,
volver a casa a las dos de la mañana,
mojar un pan mohoso, triste y duro,
roerlo solo,
y sentado en una orilla del mundo
ver a los astros que rutilan
y no saber qué preguntar ni qué decir,
y confundir las hambres, y roer solo tú allá....
un pan mohoso, triste u duro?
En Pensando en Luis A. Cuestas se orquesta el tema entero.
Empieza con esta declaración esencial:
Es muy triste estar solo,
oír el viento quejarse obstinadamente
y remontar los tiempos.
Para proseguir, de inmediato, con un llamado a la amistad, que
colme los días, que detenga su curso inexorable:
Venid a detener los días,
y entre los días, sólo aquella tarde.
Contra el olvido se alza el poema, contra el olvido de aquella
tarde, aquella calle, por la que apareció el amigo, ahora
devorado por el tiempo. Y el recuerdo, la menuda circunstancia
del recuerdo ("Era pobre tu casa,/ Era tu calle, pobre".)
desemboca en esta certidumbre:
Todo pasa en la vida.
Pasó tu inmerecida muerte.
Pasaron días y pasaron noches.
Todo pasa.
Mas yo quisiera, vivo,
verte de nuevo, aunque murieras.
Hasta que esa muerte hacia la que corre su vida, esa muerte que
empieza golpeándolo en los otros, se instala como compañera
de él, como suya, mostrándole el término
cercano de sus días: obligándolo a nombrar al Tiempo
sin reticencias. La madurez alcanza al poeta y el libro se llama
Tiempo y Tiempo.
Hay un pequeño poema, que Falco titula Apunte y
que puede inaugurar este sondeo. Dice:
¡Oh! dolor, éste mío.
Pero dejádmelo, que
de mi él se nutre,
y yo de él, vivo.
"Mi corazón a veces se desviste", había
escrito con verdad y pudor. En los poemas de los últimos
tiempos el corazón siempre se desviste. Aunque para hacerlo
jamás sea necesario alzar la voz, aunque para dolerse lo
sepa hacer con esa ambivalencia suya que es la última (y
más secreta) lección de madurez de su poesía.
"Esta alegría, esta tristeza", dice Falco
en Lo invisible. Y toda su poesía resuena del doble
eco (alegre, triste) que sirve para revelar no dos aspectos sucesivos
de las cosas sino las dos caras de la misma, las dos caras simultáneas
que su visión descubre sin acritud. Ya en Equis Andacalles
había dejado escrito:
Así te quiero yo mi camarada.
Navegando en el aire de la tierra.
Tristes para morir:
muriendo triste, alegremente,
que sepan los demás
qué alegre miedo,
qué temblor sin sollozos,
te acompañó para morir los días.
Y que muriendo,
tú viviste alegremente.
Triste, alegremente.
Falco podía ver la faz triste y la alegre en la misma
cosa, podía sentir que se le iba la vida y cantar sin amargura
la vida que se iba, podía reconocer el trabajo del tiempo
en su carne y volver a convocar las imágenes de los amigos
muertos, precursor que indicaban la buena ruta inevitable. Por
todos eso, esta última poesía de Falco -escrita
con la sombra de la muerte echada sobre el papel- no tiene nada
de llanto lastimero, nada de voz quebrada, nada de pena por sí
misma. Es una voz llana y natural: la voz de un hombre. En dos
poemas se concentra esa voz para decirlo todo. En uno prima la
serenidad. Se titula Extraña compañía.
El poeta se siente solo y sin Dios, y acompañado por la
muerte. Pero la extraña es también vieja compañía:
Sin embargo, con ella a mi costado
yo amé a la vida, las cosas todas:
lo que viene y lo que va.
Yo amé las calles donde,
ebrio como un marino,
secretamente fui de su brazo.
Y a cada instante, siempre, en cada instante
con ella a mi costado,
del mundo todo, de mis hermanos
lejano y triste me despedía.
Mas tocaba a veces la luz del día.
Con ella a mi costado,
ebrio de tantas cosas que el amor nombraba,
como a una fruta
tocaba a veces la luz del día.
Y era de noche a veces y estaba soplo,
con ella y solo:
pero la muerte calla
cuando el amor la ciñe a su costado.
Oh triste, dulce tiempo cuando acaso
vela Dios desde muy lejos.
Mas hoy ha de venir y ha de encontrarme solo.,
ya para siempre desasido y solo.
Esa intimidad del poeta con la muerte, esa extraña y vieja
compañía, revela la clave de su dulzura, de su voz
triste y alegre, de su poesía en que se agradece cada objeto
humilde del mundo, en que se canta la amistad y el pan, el cerco
de cinacinas y el amor que proteje de la soledad pero no de la
melancolía. Esa muerte callada compañera del poeta.
Aunque es otro el acento con que habla Falco de la muerte a sus
muertos. Desde la otra vertiente de la vida, dirigiéndose
a los que ya tienen la experiencia y sólo viven en su recuerdo,
Falco puede emplear un tono de voz más duro e iluminado,
puede desnudar mejor (para el muerto) cada una de las preguntas.
Pasando en Luis A. Cuesta se llama también este
nuevo poema y es uno de los mejores:
Dime si sabes para qué se muere,
amigo, dímelo.
Yo he masticado dientes mucho tiempo.
Con rabia, con dolor
buscaba algo de mí,
y hoy supe que es un muerto,
y que me está matando.
Pero ¿por qué no hablas?
Si tú desde la muerte,
me quitas la esperanza
con que recubro mi alma,
mi miedo y mi nada,
¿qué quedará de mí para llorarte?
Quiero estar solo, solo
viéndote con mi cara
junto a esta mesa.
Sin Dios, sin sitio
desde donde llorarte,
yllorándome yo mismo
junto a esta mesa.
Ver tu cara golpear contra la lluvia
y cómo del paisaje, desvías la mirada.
Con el muerto sí puede hablar ya el poeta de igual a igual,
puede mostrar la lágrima (o la lluvia), puede decir el
dolor y las grandes preguntas. Con el amigo muerto al que vuelve
arrastrado por el tiempo. Y ese "sin Dios" que
se repite aquí después de dicho en Extraña
compañía permite alcanzar la última zona
del mundo de este poeta.
Como un náufrago el poeta atraviesa la vida, inexorablemente
arrastrado hacia el mar, hacia la nada. Porque está sin
Dios, porque
La noche es como un mar entonces
donde me pierdo y llamo
y nado como un náufrago.
La amistad, el amor tan pudorosamente aludido, tan envuelto en
soledad, las calles y gasta las cometas sobre los muros, son otros
tantos signos para la vida: y cuando ésta se vierte en
el morir (es decir: cuando ésta descubre quién es
la extraña compañera de días y noches) los
signos ya no valen. O valen de otro modo. Se vuelve a los amigos
muertos, se vuelve a la soledad primordial. O a Dios. Dos poemas
muestran a este hombre buscando un camino a través de la
soledad y de la angustia. El primero es un razonamiento poetizado,
tan raro en Falco, pero tan revelador de un combate largamente
mantenido y subterráneo.
Ah, sabio Sócrates,
Si como tú esperar pudiera
la muerte que me espera.
Si como tú tuviera yo
un inmortal mensaje:
una luz con que alumbrarnos todos,
quizás no me muriera así como me muero
entre sombras, silencios, entre penas y miedos.
¡Oh! Luz, ¡oh! Espíritu que habitas las tinieblas
alúmbrame este cuerpo mortal.
Dame tu fuerza ¡oh! Dios.
Dame ¡oh! Sócrates, tu razón suprema.
El otro poema es apenas un grito en que la veta mística
y dulce de Falco encuentra la más cabal expansión.
Un grito apenas, que conjura silencios y soledad, y hasta el miedo.
Sólo tu amor, Señor,
por mi mismo amor
deseado,
sólo tu amor, Jesús,
puede ayudarme.
Caí, Señor, golpeado,
por mi misma
ignorancia de tí,
golpeado.
La humildad esencial de Falco lo salva para siempre del último
orgullo. Así se cierra una poesía luminosa y fresca,
una poesía que por su sola existencia demuestra que ni
las flaquezas del ritmo, ni los ocasionales prosaísmos,
que ni la escasez de metáforas condenan al verdadero poeta.
Que un poeta es antes, y sobre todo, un ser que vive hacia lo
hondo."
Emir Rodríguez Monegal