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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"La nueva poesía uruguaya : 1940-1955"
En Marcha, Montevideo, Nº 821, 1956, p. 20

"La cantidad de poetas que en 150 años de vida cultural ha producido nuestro país, y que continúa produciendo infatigablemente, ya ha sido objeto de elaboradas bromas. Una de las formas más prácticas consiste en acometer una antología o selección de la poesía uruguaya. Para cubrir este siglo y medio hay ya dos o tres muebles de diferente formato, volumen y uso. El más notorio es el que compiló Julio J. Casal con el título de Exposición de la poesía uruguaya (Montevideo-Buenos Aires, Editorial Claridad, 1940, 767 p.). Este libro no deja fuera ningún poeta, vivo o muerto. Sus 313 creadores (incluido Anónimo, p. 23, incluido el Poeta -absolutamente- inédito, p. 479, incluido el Musicólogo-que-una-vez-perpetró-soneto, p. 441) testimonian que el ejercicio poético en el Uruguay, aunque no remunerador, es epidémico desde sus orígenes. El propio expositor declara (Propósito, p. 7) que "si hubiera estado en nuestro ánimo realizar algo que en buena parte merecería llamarse Antología" no se podría haber ido "más allá de algunos pocos nombres, diez a lo sumo". Esta convicción no le impide perpetrar la Exposición.

Menos memorables que este libro, otros han ilustrado también la misma vocación por la broma lírica práctica. En 1930 se publicó un Mapa de la poesía 1930, con los nuevos valores del Uruguay y anotaciones de Juan M. Filartigas (Montevideo, Editorial Albatros, 115 pp.). El libro está dedicado a Baltasar Brum, que no figura en la selección pero era entonces influyente hombre de estado. Incluye 27 poetas (y compris los tres que el Uruguay dio a Francia, como se ha dicho, regalo que nunca se deja de echar en cara) y carece de todo sentido, crítico y del otro. Más numerosa pero también huérfana de crítica es la antología que preparó Humberto Zarrilli para la Editorial Independencia en 1945: 99 poemas escritos en el Uruguay se llama (Montevideo, 117 pp.) e incluye generosamente algunos escritos en Francia por Lautréamont, Laforgue y Jules Supervielle.

Pero la poesía uruguaya existe a pesar de la voluntad de inflación de estos generosos. Siete años después de Filartigas y tres antes que Casal, se había publicado otra antología en que el recopilador (Romualdo Brughetti) había intentado aplicar el criterio opuesto, el único válido a pesar de las reservas que suscite su práctica: la selección personal, la austeridad. Su libro convoca sólo 18 Poetas del Uruguay (contra los 27 de Filoartigas, los 99 de Zarrilli, los 313 de Casal) y su ordenación puede tomarse como punto de partida para fijar las coordenadas de la nueva literatura uruguaya. Porque con la excepción de cuatro poetas que se revelaron luego (Beltrán Martínez, Liber Flaco, Clara Silva, Sara de Ibáñez) la antología de Brughetti recogía lo más estimable de la poesía uruguaya hasta ese momento. Una postura crítica personal, discutible pero franca, le hacía olvidar tres nombres de la generación de 1918: Carlos Sábat Ercasty, Fernán Silva Valdés, Emilio Oribe; pero la discusión de este punto excede los límites cronológicos del presente trabajo.

Los cuatro poetas nuevos (entonces) y que no figuraban en la antología de Brughetti habrían de ser, sin embargo, los de mayor peso para la nueva generación por desarrollar su obra casi en los mismos años en que empieza aquélla a moverse. No figuran en la antología de Brughetti porque su producción en volumen es toda posterior a 1937. El primer libro de Beltrán Martínez (y el único), Despedida a las nieblas, es de 1939; el primero de Liber Falco, Cometas sobre los muros, es de 1940; el primero de Sara de Ibáñez, Canto, lleva un consagratorio prólogo de Pablo Neruda y es de 1940 también; el primero de Clara Silva, La cabellera oscura, es de 1945. Junto a estos cuatro poetas, y por su influencia dominante en la nueva generación, debe contarse a Juan Cunha, que ya figuraba en la antología de Brughetti como uno de los valores novísimos y cuyo primer libro, El pájaro que vino de la noche, es de 1929.

Entre 1940 y 1945 van apareciendo los primeros ejercicios de los nuevos poetas. Más que en Juana de Ibarbourou, en Emilio Oribe, en Sábat Ercasty, para los nuevos la poesía nacional está en Herrera y Reissig y Delmira Agustini como antepasados, está en Fernando Pereda y en Sara de Ibáñez como mayores, está en Liber Falco y en Juan Cunha como adelantados compañeros de ruta. Es claro que se impone una distinción muy necesaria. Los poetas anteriores a 1940 habían practicado, en casi total unanimidad, una poesía exquisita, de gran perfección técnica, de enorme pudor expresivo. Una poesía en deuda con la poesía, como se ha dicho, en que la voz del nuevo poeta se inscribía naturalmente en una tradición hispánica y rioplatense a la vez; que servía también para entroncar con lo mejor de la lírica europea postsimbolista. Cada uno de estos poetas mayores de la antología de Brughetti había diseñado un mundo propio, cada uno de ellos había alzado el lirismo a la más alta categoría de la creación literaria y había vivido -y vive) en olor de poesía. No cabe hablar ahora de sus méritos individuales que son indudables. Baste con considerarlos como equipo, como grupo generacional más o menos laxo (los poetas que se revelan entre 1920 y 1935). Ellos señalan hacia 1940 un patrón de poesía pura, trascendida. Eran los maestros locales y más recientes cuando empezaron a componer los que ahora (por poco tiempo más) podemos seguir llamando jóvenes. Su estética -con las variantes impuestas por el matiz personal-. Queda nítidamente fijada en unas notas sobre Poética de Fernando Pereda que transcribe Brughetti en las páginas 145-47 de su libro y en las que se deslinda entre poesía verdadera y poesía pura y se declara: "El poeta es el que descubre y pesa los conjuros, el que posee una ciencia evidentemente triste -ciencia de sustitución- que lo conduce como a nadie a una madurez mortal." Sobre toda la poesía uruguaya de estos años anteriores a la guerra se proyecta la sombra enorme y amistosa de Jules Supervielle.

De los cuatro poetas que faltan en la antología de Brughetti (y que por su edad y calidad debieran haber figurado ya en ella) dos integran una línea de poesía que, independientemente de aciertos individuales, ya está prefigurada en lo que venían haciendo los mejores. La perfección formal de Sara de Ibáñez, por ejemplo, es la coronación de un proceso de poesía poetizada que tiene su raíz en la España contemporánea pero que cuenta con copiosos antecedentes aquí, y no sólo en Herrera y Reissig -aunque ninguno tal vez haya llegado como ella a ese absurdo lírico tan espléndido: el frío ritmo descarnado. En distinto grado, y con una nota de apasionamiento que la entronca con la tradición de Delmira, de algún poema oscuro de María Eugenia, de Esther de Cáceres, lo mismo podría decirse de Clara Silva que progresa hacia Los Delirios.

Pero muy distinto es el caso de los otros dos poetas que Brughetti no incluyó: Beltrán Martínez y Liber Falco. En ambos, la poesía parece nacida de la experiencia humana y creada casi sin contaminación de la otra experiencia capital del poeta: la literaria. En ambos, el hombre, la voz del hombre, sus tonos, sus gestos, su menguada e intensa vida, parecen lo central; y las formas a que condesciende ese temblor humano auténtico, parecen inventadas personalmente por cada uno o tal vez descubiertas en sí mismo antes que en los manuales de métrica o en la apasionada lectura del verso ajeno. Esta impresión es delicadamente falsa. Porque tanto Beltrán Martínez como Falco derivan igualmente de sí mismos como de la poesía anterior. Pero lo que es deslumbrante fusilería técnica en Sara de Ibáñez, o austera arquitectura interior en Fernando Pereda, parece ausente en ambos, al punto que uno se pregunta si este temblor de las palabras, si esta carga de emoción y experiencia que comportan sus poemas, tiene algo que ver con las sílabas contadas, con los acentos estratégicamente distribuidos, con las vocales líquidas u opacas, con todo el arsenal heredado y sin el cual (para algunos) no se alcanza la poesía.

Por eso mismo, por ser poetas en el sentido más singular y desnudo de la palabra, por ser poetas antes que artífices, estos dos creadores -Beltrán Martínez y Liber Falco-. Aparecen hacia 1940 inaugurando una nueva línea de la poesía en el Uruguay. Ellos limitan una de las dos vertientes poéticas de nuestros días; como de Cunha, del proteico y elusivo Cunha, arranca la otra. Para poder trazar el cuadro general de la poesía uruguaya entre 1940 y 1955 es imprescindible, pues, empezar por el examen de estas dos maneras. Mejor que la de Beltrán Martínez, tan silencioso desde ese 1939 de su Despedida de las nieblas, la poesía de Liber Falco -que ha venido madurando y creciendo desde 1940 hasta los poemas de sus últimos días, en 1955- resultará el verdadero punto de partida para un examen panorámico del mundo poético creador por uruguayos en esta última década."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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