"La cantidad de poetas que en 150 años de vida cultural
ha producido nuestro país, y que continúa produciendo
infatigablemente, ya ha sido objeto de elaboradas bromas. Una
de las formas más prácticas consiste en acometer
una antología o selección de la poesía uruguaya.
Para cubrir este siglo y medio hay ya dos o tres muebles de diferente
formato, volumen y uso. El más notorio es el que compiló
Julio J. Casal con el título de Exposición de
la poesía uruguaya (Montevideo-Buenos Aires, Editorial
Claridad, 1940, 767 p.). Este libro no deja fuera ningún
poeta, vivo o muerto. Sus 313 creadores (incluido Anónimo,
p. 23, incluido el Poeta -absolutamente- inédito, p. 479,
incluido el Musicólogo-que-una-vez-perpetró-soneto,
p. 441) testimonian que el ejercicio poético en el Uruguay,
aunque no remunerador, es epidémico desde sus orígenes.
El propio expositor declara (Propósito, p. 7) que
"si hubiera estado en nuestro ánimo realizar algo
que en buena parte merecería llamarse Antología"
no se podría haber ido "más allá
de algunos pocos nombres, diez a lo sumo". Esta convicción
no le impide perpetrar la Exposición.
Menos memorables que este libro, otros han ilustrado también
la misma vocación por la broma lírica práctica.
En 1930 se publicó un Mapa de la poesía 1930,
con los nuevos valores del Uruguay y anotaciones de Juan M.
Filartigas (Montevideo, Editorial Albatros, 115 pp.). El libro
está dedicado a Baltasar Brum, que no figura en la selección
pero era entonces influyente hombre de estado. Incluye 27 poetas
(y compris los tres que el Uruguay dio a Francia, como
se ha dicho, regalo que nunca se deja de echar en cara) y carece
de todo sentido, crítico y del otro. Más numerosa
pero también huérfana de crítica es la antología
que preparó Humberto Zarrilli para la Editorial Independencia
en 1945: 99 poemas escritos en el Uruguay se llama
(Montevideo, 117 pp.) e incluye generosamente algunos escritos
en Francia por Lautréamont, Laforgue y Jules Supervielle.
Pero la poesía uruguaya existe a pesar de la voluntad
de inflación de estos generosos. Siete años después
de Filartigas y tres antes que Casal, se había publicado
otra antología en que el recopilador (Romualdo Brughetti)
había intentado aplicar el criterio opuesto, el único
válido a pesar de las reservas que suscite su práctica:
la selección personal, la austeridad. Su libro convoca
sólo 18 Poetas del Uruguay (contra los 27 de Filoartigas,
los 99 de Zarrilli, los 313 de Casal) y su ordenación puede
tomarse como punto de partida para fijar las coordenadas de la
nueva literatura uruguaya. Porque con la excepción de cuatro
poetas que se revelaron luego (Beltrán Martínez,
Liber Flaco, Clara Silva, Sara de Ibáñez) la antología
de Brughetti recogía lo más estimable de la poesía
uruguaya hasta ese momento. Una postura crítica personal,
discutible pero franca, le hacía olvidar tres nombres de
la generación de 1918: Carlos Sábat Ercasty, Fernán
Silva Valdés, Emilio Oribe; pero la discusión de
este punto excede los límites cronológicos del presente
trabajo.
Los cuatro poetas nuevos (entonces) y que no figuraban en la
antología de Brughetti habrían de ser, sin embargo,
los de mayor peso para la nueva generación por desarrollar
su obra casi en los mismos años en que empieza aquélla
a moverse. No figuran en la antología de Brughetti porque
su producción en volumen es toda posterior a 1937. El primer
libro de Beltrán Martínez (y el único), Despedida
a las nieblas, es de 1939; el primero de Liber Falco, Cometas
sobre los muros, es de 1940; el primero de Sara de Ibáñez,
Canto, lleva un consagratorio prólogo de Pablo Neruda
y es de 1940 también; el primero de Clara Silva, La
cabellera oscura, es de 1945. Junto a estos cuatro poetas,
y por su influencia dominante en la nueva generación, debe
contarse a Juan Cunha, que ya figuraba en la antología
de Brughetti como uno de los valores novísimos y cuyo primer
libro, El pájaro que vino de la noche, es de 1929.
Entre 1940 y 1945 van apareciendo los primeros ejercicios de
los nuevos poetas. Más que en Juana de Ibarbourou, en Emilio
Oribe, en Sábat Ercasty, para los nuevos la poesía
nacional está en Herrera y Reissig y Delmira Agustini como
antepasados, está en Fernando Pereda y en Sara de Ibáñez
como mayores, está en Liber Falco y en Juan Cunha como
adelantados compañeros de ruta. Es claro que se impone
una distinción muy necesaria. Los poetas anteriores a 1940
habían practicado, en casi total unanimidad, una poesía
exquisita, de gran perfección técnica, de enorme
pudor expresivo. Una poesía en deuda con la poesía,
como se ha dicho, en que la voz del nuevo poeta se inscribía
naturalmente en una tradición hispánica y rioplatense
a la vez; que servía también para entroncar con
lo mejor de la lírica europea postsimbolista. Cada uno
de estos poetas mayores de la antología de Brughetti había
diseñado un mundo propio, cada uno de ellos había
alzado el lirismo a la más alta categoría de la
creación literaria y había vivido -y vive) en olor
de poesía. No cabe hablar ahora de sus méritos individuales
que son indudables. Baste con considerarlos como equipo, como
grupo generacional más o menos laxo (los poetas que se
revelan entre 1920 y 1935). Ellos señalan hacia 1940 un
patrón de poesía pura, trascendida. Eran los maestros
locales y más recientes cuando empezaron a componer los
que ahora (por poco tiempo más) podemos seguir llamando
jóvenes. Su estética -con las variantes impuestas
por el matiz personal-. Queda nítidamente fijada en unas
notas sobre Poética de Fernando Pereda que transcribe
Brughetti en las páginas 145-47 de su libro y en las que
se deslinda entre poesía verdadera y poesía pura
y se declara: "El poeta es el que descubre y pesa los
conjuros, el que posee una ciencia evidentemente triste -ciencia
de sustitución- que lo conduce como a nadie a una madurez
mortal." Sobre toda la poesía uruguaya de estos
años anteriores a la guerra se proyecta la sombra enorme
y amistosa de Jules Supervielle.
De los cuatro poetas que faltan en la antología de Brughetti
(y que por su edad y calidad debieran haber figurado ya en ella)
dos integran una línea de poesía que, independientemente
de aciertos individuales, ya está prefigurada en lo que
venían haciendo los mejores. La perfección formal
de Sara de Ibáñez, por ejemplo, es la coronación
de un proceso de poesía poetizada que tiene su raíz
en la España contemporánea pero que cuenta con copiosos
antecedentes aquí, y no sólo en Herrera y Reissig
-aunque ninguno tal vez haya llegado como ella a ese absurdo lírico
tan espléndido: el frío ritmo descarnado. En distinto
grado, y con una nota de apasionamiento que la entronca con la
tradición de Delmira, de algún poema oscuro de María
Eugenia, de Esther de Cáceres, lo mismo podría decirse
de Clara Silva que progresa hacia Los Delirios.
Pero muy distinto es el caso de los otros dos poetas que Brughetti
no incluyó: Beltrán Martínez y Liber Falco.
En ambos, la poesía parece nacida de la experiencia humana
y creada casi sin contaminación de la otra experiencia
capital del poeta: la literaria. En ambos, el hombre, la voz del
hombre, sus tonos, sus gestos, su menguada e intensa vida, parecen
lo central; y las formas a que condesciende ese temblor humano
auténtico, parecen inventadas personalmente por cada uno
o tal vez descubiertas en sí mismo antes que en los manuales
de métrica o en la apasionada lectura del verso ajeno.
Esta impresión es delicadamente falsa. Porque tanto Beltrán
Martínez como Falco derivan igualmente de sí mismos
como de la poesía anterior. Pero lo que es deslumbrante
fusilería técnica en Sara de Ibáñez,
o austera arquitectura interior en Fernando Pereda, parece ausente
en ambos, al punto que uno se pregunta si este temblor de las
palabras, si esta carga de emoción y experiencia que comportan
sus poemas, tiene algo que ver con las sílabas contadas,
con los acentos estratégicamente distribuidos, con las
vocales líquidas u opacas, con todo el arsenal heredado
y sin el cual (para algunos) no se alcanza la poesía.
Por eso mismo, por ser poetas en el sentido más singular
y desnudo de la palabra, por ser poetas antes que artífices,
estos dos creadores -Beltrán Martínez y Liber Falco-.
Aparecen hacia 1940 inaugurando una nueva línea de la poesía
en el Uruguay. Ellos limitan una de las dos vertientes poéticas
de nuestros días; como de Cunha, del proteico y elusivo
Cunha, arranca la otra. Para poder trazar el cuadro general de
la poesía uruguaya entre 1940 y 1955 es imprescindible,
pues, empezar por el examen de estas dos maneras. Mejor que la
de Beltrán Martínez, tan silencioso desde ese 1939
de su Despedida de las nieblas, la poesía de Liber
Falco -que ha venido madurando y creciendo desde 1940 hasta los
poemas de sus últimos días, en 1955- resultará
el verdadero punto de partida para un examen panorámico
del mundo poético creador por uruguayos en esta última
década."