MIGUEL OTERO SILVA: CASAS MUERTAS Buenos
Aires, Editorial Losada, 155. 181 pp.
"Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La
muerte de Sebastián era sabida por todos -ella misma no
la ignoraba, Sebastián mismo no la ignoraba- desde hacía
cuatro días. Entonces comenzó el llanto para ella".
Con estas palabras plantea Miguel Otero Silva, en el primer capítulo
de su novela, la situación central de la misma; la situación
que constituye su núcleo argumental. Y da, asimismo, el
tono exacto de la narración que habrá de desarrollarse,
sinuosamente, de un presente de horrible decadencia hacia un pasado
(a veces remoto, a veces inmediato) en que había alguna
vida, en que no todo era casas muertas en el pueblito venezolano
de Ortiz. Porque mientras Carmen Rosa vivió tratando de
reconstruir el pasado, mientras vivió Sebastián
como una promesa de futuro ("¡Yo no me quiero morir
a los veinticinco años, carajo!") el pueblo muerto
no había muerto del todo.
El narrador arranca de la muerte y entierro de Sebastián
para mostrar el cuadro de decadencia en su última etapa,
y utilizando a la llorosa Carmen como hilo conductor desanda el
tiempo, remonta la corriente del pasado, y va contando su historia.
Carmen Rosa vive con su madre, doña Carmelita, en el puelo
de Ortiz; dedicadas a una tienda ("La Espuela de Plata")
y al cuidado de un padre, el señor Villena, que sigue viviendo
pero hace años que ha muerto para toda actividad. Lo que
las sostiene es Carmen Rosa, su vitalidad, su apetito. Carmen
nace en un pueblo que está desintegrándose y aunque
ella misma asiste a la última etapa de esa incontenible
descomposición (la casa de dos pisos frente a la plaza
no estaba todavía tumbada cuando hizo la primera comunión;
se derrumbó cuando los dueños la abandonaron y vinieron
unos hombres desde San Juan a llevarse las tejas y las puertas),
aunque ella misma certifica la lenta moribundez del pueblo, hay
algo dentro de ella que le impide entregarse a la usura del tiempo;
algo que la hará secar las lágrimas por la muerte
de Sebastián y abandonar el pueblo, hacia Caracas.
De muchacha, Carmen acude ávidamente a los viejos, esos
vivos registros del pasado. Y en tanto que en su casa cuida el
jardín y construye con sus manos un mundo vivo, fuera de
casa asedia al señor Cartaya, a Epifanio el de la bodega,
a Hermelinda de la casa parroquial, y a la maestra de escuela,
la señorita Berenice, para que la ayuden a reconstruir
los orígenes de ese pueblo en que ha nacido y que no quiere
aceptar en su ruina. Anécdotas y visiones se entrecruzan;
lo que fue y lo que tal vez sólo ha sido imaginado (como
la historia de Juan Ramón Rondón que cuenta el señor
Cartaya), se funden en la crónica viva de los viejos y
por medio de ese hilo sinuoso, todo el pasado se integra en el
magro presente.
Hasta que llega Sebastián, que viene de Parapara de Ortiz
(o de Parapara de Parapara como prefiere decir con orgullo de
campanario). Sebastián que es joven y encuentra en Carmen
Rosa la mujer. El pasado, esa mirada hundida en lo que ya no es,
se desvanece ante su presencia. Carmen Rosa descubre el amor y
descubre su propio cuerpo y se descubre a sí misma. Y Sebastián,
que cuando está con ella y la oye hablar, no la escucha
sino mira dentro de ella algo que es más ella misma que
sus palabras; Sebastián se levanta como la única
figura capaz de unirse a Carmen Rosa en esa empresa descabellada:
dar vida al pueblo muerto. La enfermedad que lo mata (el paludismo
que Otero Silva muestra trabajando diabólicamente en la
sangre) es sólo un pretexto para liquidarlo. Porque dentro
de Sebastián había algo más grave que la
enfermedad, algo más grave que el deseo de poseer a Carmen
Rosa y de reiniciar con ella la vida. Un día Sebastián
había visto, detenido junto al bar de Epifanio, el ómnibus
que llevaba a Palenque algunos estudiantes caraqueños presos
por haber manifestado contra Gómez. Y esa visión
fugaz había despertado en Sebastián un sentido más
profundo de la vida y de su misión en la vida. Lo que el
paludismo mata es el Sebastián que ya estaba apuntado para
casarse con Carmen Rosa, pero no el que había descubierto
que no era posible seguir tolerando atropellos.
El envés del tapiz
Porque esta novela que parece sólo creada desde la nostalgia
(tan faulkneriana en estilo y estructura temporal), está
creada en realidad desde la rebeldía. El presente del pueblo
no es sólo la decadencia, el lento vegetar de los muertos
en vida, la súbita efímera florescencia de los adolescentes,
el cura bonachón que arregla los casorios antes de que
sea demasiado tarde. El presente de Ortiz está hecho también
de la sombra funesta del coronel Cubillos que de compinche del
dictador Gómez ha descendido a mero lugarteniente en esta
aldea muerta y que venga su odio en la miseria de los lugareños.
Una sola historia, la de Petra Socorro que fue la putica de el
Sombrero y desde hace poco era la mujer del Pericote, basta para
mostrar al coronel. Y otro episodio, la rivalidad de Sebastián
y el coronel en la riña de gallos (que Otero Silva describe
magistralmente) basta para comprender que a Sebastián le
esperaba el destino del que apenas se hubiera enfrentado políticamente
con el coronel. Porque la miseria del pueblo -miseria hecha de
decadencia de cada uno pero también de industrialización
y del petróleo y de los generales- no es la natural consecuencia
en un mundo agrícola y campesino que es violentamente subvertido
por la mecanización: la miseria es también obra
de la dictadura militar.
Otero Silva escribe en Venezuela y hoy (su novela mereció
el premio Arístides Rojas en 1955), de aquí que
no se pueda esperar una denuncia explícita de los regímenes
de fuerza; de aquí que todo el cuadro social esté
utilizado únicamente como fondo, como motivación
implícita aunque no declarada, de esa tremenda decadencia.
Otero Silva hace honra de creador y no de panfletario. Pero las
entrelíneas de su novela -y esos dos momentos clave: los
estudiantes conducidos al infierno de Palenque, la mujer del Pericote
asaltada por el coronel- bastan para indicar las raíces
del mal: el desprecio del hombre y el abuso del poder. Sin necesidad
de pararse sobre una tribuna y repetir las consabidas fórmulas,
Otero Silva consigue una novela en que el triste destino del hombre
americano de pueblo, su segura liquidación por el industrialismo
y la prepotencia militar, encuentran la más cabal expresión
literaria. Con Casas muertas, Otero Silva (que nació
en 1908 y es de la generación de su compatriota Uslar Pietri,
del cubano Alejo Carpentier, del colombiano Caballero Calderón,
del paraguayo Casaccia, del argentino Eduardo Mallea y de nuestro
Enrique Amorim), con esta novela de nostalgia y tácita
denuncia, Otero Silva ingresa al rol de escritores de América
que cuentan"