"El miércoles 6, hacia las siete de la tarde, el
escritor argentino Jorge Luis Borges dictó en una de las
aulas de la Facultad de Humanidades la conferencia sobre Flaubert
que había prometido, y hasta anunciado, no una semana antes
sino varios años antes. Porque en realidad, y para los
memoriosos la noticia no es nueva, esta conferencia de Borges
sobre Flaubert empezó a anunciarse en 1953. La demora,
incalculable entonces, se debió a Perón. Ya en 1953
el régimen había descubierto que era peligroso autorizar
a Borges a hablar sobre Flaubert. O tal vez el peligro estaba
en dejar hablar a Borges.
La prohibición -la mera sospecha de esta prohibición.
hubiera parecido imposible en 1925, año del primer libro
de Borges: esas Inquisiciones de tapas verdes que hoy tanto
lo avergüenzan y que persigue por las librerías de
viejo con el afán, tan inquisitorial, de dedicarlas al
fuego. Porque en 1925 Borges es un poeta ultraísta que
acaba de descubrir y decir en verso libre su pasión por
un Buenos Aires suburbano y de un solo piso, que acaba de contar
(en artículos elípticos, de barroca e hispanizante
prosa) su devoción por Quevedo y Villarroel, por James
Joyce y Cansinos Assens, por Norah Lange y el coronel Ascasubi.
Borges es en 1925 un joven recién llegado de las aventuras
europeas de la postguerra literaria y que, a la vera de sus lucubraciones
metafísicas, descubre morosamente su rico mundo interior.
Era criollista y amaba la época dura del desertor Martín
Fierro y de los unitarios (sus abuelos) que supieron hacerse matar
en la lucha contra Rosas: era devoto de von Sternberg y de sus
agrios films de Chicago, y añoraba esas horas pequeñas
de la madrugada en que los pistoleros ajustan sus últimas
triviales diferencias "entre las serpentinas muertas del
alba" (así escribía entonces). Era un joven
(había nacido en 1899) para quien la realidad argentina,
irisada todavía por los fulgores artificiales del centenario
de 1810, parecía demasiado fija y bucólica, demasiado
cotidiana y sin aventura.
Entre 1925 y 1945 la realidad argentina, y mundial, sufre tales
transformaciones que ya la figura de Borges deja de proyectarse
sobre el mismo fondo. Las transformaciones del mundo exterior
aceleran las de su mundo propio. Borges libera cada vez más
su incontenible poder creador. Tímido, desconfiado de sus
fuerzas, no se atreve a confiar directamente al papel los sueños
de sus noches y vigilias. El oblicuo camino del poema o de la
crítica recoge sus fantasías de narrador, hasta
que en 1935 se atreve al cuento y publica el volumen: Historia
universal de la infamia. Con él, esquivamente ya que
todavía la narración se finge resumen de hechos
reales o históricos, con ese librito comienza el nuevo
Borges: el cuentista. El poeta de Buenos Aires arrabalero, el
nostálgico evocador de Carriego y de un mundo sepultado
de compadritos de cuchillo, el metafísico que empieza a
balancear intelectualmente el problema del infierno y pregusta
(en alguna repetida esquina de arrabal) esa suspensión
del tiempo que se llama eternidad, ese Borges de 1925 a 1935 empieza
a ser moldeado por su propia maduración interior y por
el curso del mundo.
Empieza por abandonar casi completamente la poesía (o,
por lo menos, la de exaltación parroquial o bonaerense);
empieza por hundirse en su mundo de narraciones fantásticas,
cada vez más alucinadas y personales, cada vez más
desgarradoramente autobiográficas, cada vez más
alusivas de las violaciones cometidas sobre el hombre por el nacionalismo
(llámese Hitler o Perón) cada vez más explícitamente
opuestas a las delaciones y muertes por tortura, a la locura demagógica,
al previsible combate de un hombre solo contra la chusma organizada,
que desde el mundo europeo de Italia y Alemania empiezan a importar
aquí los hombres fuertes de América.
En algún lado ha declarado Borges que a partir de 1933,
cuando Hitler incendia Europa bajo la insignia del nazismo, él
se convirtió en enemigo declarado del nacionalismo. La
guerra europea lo lanza a una curiosa militancia política.
Borges escribe acerados artículos denunciando las falacias
de los germanófilos argentinos (que se proclaman nacionalistas
pero veneran una doctrina que los elimina prácticamente
por no ser arios); escribe denunciando las falacias de los antisemitas
(no advierte diferencia esencial entre un judío y un no
judío, aunque puede advertir las diferencias circunstanciales
entre dos personas); escribe denunciando las falacias de los filosemitas
(que se oponen a la doctrina nazi de una raza superior para proclamar
la doctrina semita de una raza superior); escribe denunciando
el nacionalismo peronista que le parece opera bajo el signo de
la estupidez organizada.
Esta actitud le valió ser destituido del cargo de oficial
segundo en una biblioteca municipal (en realidad no lo echaron:
lo transfirieron simplemente a otra dependencia con el cargo de
inspector de aves); le valió no ser distinguido en concursos
oficiales de literatura; le valió ser molestado en sus
conferencias (debía declarar por anticipado el contenido
de las mismas, debía soportar la presencia de un policía
de uniforme, debía dictarlas en el interior de la república
ya que nunca se lograba la habilitación de los locales
porteños); le valió la escolta de un detective durante
sus paseos por las calles de Buenos Aires.
Borges luchó. Su invalidez física (padece desde
la adolescencia de una afección a la vista que se ha ido
agravando en estos últimos años hasta el punto de
impedirle leer o escribir directamente) le prohibía toda
acción, pero Borges escribió su lucha. Sin hacer
literatura panfletaria, dijo su verdad. En uno de sus cuentos
más personales (el mejor para él) imagina a un hijo
de extranjero (aunque de madre argentina) que llega a una pulpería,
es provocado por unos compadritos y sale a pelear, sabiendo que
el cuchillo que le ha arrojado un viejo gaucho mitológico
para su defensa, no servirá sino de excusa para los que
van a matarlo. No es excesivo considerar que este cuento realista
(cuyos párrafos iniciales son de índole tan delicadamente
autobiográfica) encierra una pesadilla frecuente del escritor.
(El lector encontrará este cuento, que fue publicado por
vez primera y única en La Nación de Buenos
Aires de febrero 8, 1953, reproducido en estas páginas).
En otro cuento, La espera también de La Nación
aunque recogido luego en El Aleph (segunda edición,
1952) Borges especula con un hombre que duerme y sueña
cíclicamente que unos matones (¿por qué no
la misma policía?) entran a matarlo. Como su personaje,
Borges esperó durante años, insomne o en alucinadas
pesadillas, que vinieran a buscarlo.
Y hay textos más explícitos, textos que revelan
no las angustias del hombre y del escritor, sino su reacción,
su combate. En declaraciones hechas en una cena de camaradería
que le ofrecieron los escritores argentinos al ser destituido
bibliotecario (están publicadas en La Nación
y también en Sur, Nº 142, agosto de 1946),
Borges denuncia públicamente la estupidez del régimen,
la deliberada idiotización del individuo que se practica
como sistema. Lo hace con palabras que repite ahora en un artículo
del número de Sur dedicado a la Reconstrucción
nacional (Nº 231, noviembre-diciembre 1955). Como pocos
de los colaboradores de este número de la liberación,
Borges puede estar seguro de que ya había dicho en voz
alta y con su firma al pie, lo que ahora escribe.
Esos textos y otros que publicó Sur, como el poema
Página para recordar al Coronel Suárez, vencedor
en Junín (Nº 226, enero-febrero 1954) o que vieron
la luz primera en MARCHA, (como el poema en prosa que se titula
El puñal (junio 25, 1954) y que La Nación
no se había atrevido a publicar, esos y otros textos
demuestran hasta qué punto Borges mantuvo junto a su carrera
literaria (que los distraídos presentan como una confortable
evasión de la realidad) una carrera de oposición
doctrinaria al peronismo. Es claro que lo hizo en el único
plano en que él puede actuar: en el plano de la creación
y en el plano del ensayo. Pero lo hizo. No recibió sin
embargo las palmas del martirio. Perón, con un sentido
cabal de la escasa importancia de los intelectuales en el mundo
moderno, se limitó a entorpecerlo, a humillarlo con sus
burocráticas restricciones. No lo convirtió en símbolo
de la resistencia intelectual, como no convirtió a nadie
que no fuera de suficiente peso político.
La revolución fue para Borges la liberación. Borges,
cuya timidez le impide hasta la expansión afectuosa en
la intimidad, se descubrió ese día en la calle,
ciego y ronco, empapado de sudor, muchas horas después
de haber salido de su casa, en una esquina cantando la liberación;
Borges, tan incapaz de comprender a los verdugos y de aportar
a la fuerza, asistió con júbilo a la destrucción
de la Alianza en que Perón había congregado a los
pistoleros del régimen; Borges, que ha eludido siempre
las reuniones en que desconocidos quieren hacerle hablar de su
especialidad, acepta conferencias de prensa (como la que se realizó
en Montevideo el lunes 4 a las once de la mañana) para
decir a todos lo que cree y espera de la situación argentina.
Algunos periodistas perspicaces advirtieron que estaban ante
un nuevo Borges, un Borges no sólo recuperado para sus
admiradores montevideanos, sino recuperado para la realidad de
todos. Sin deponer su intensidad ( y qué bien se vio esto
en las conferencias sobre Cervantes y sobre Lugones y sobre Ariosto),
sin abdicar de la inteligencia y del rigor, Borges dio su juicio
mesurado sobre la revolución argentina, liberal, lejos
por igual del nacionalismo católico como del nacionalismo
comunista. Borges enfocó la realidad argentina como un
hombre sin partido: un hombre que comprender la difícil
situación que crea a este gobierno de fuerza la hostilidad
de los peronistas depuestos y la hostilidad de las fuerzas que
sufrieron bajo Perón o lucharon en la revolución
y ahora quieren su tajada. Borges se situó por encima de
la lucha de posiciones para decir la verdad. Como a Barea en el
conflicto español, y a pesar de las diferencias humanas
y literarias que los separan, a Borges le importa más la
Argentina que las posiciones políticas que pueda obtener
cada partido. Y esta actitud, por lúcida y noble que sea,
no es (ya se sabe) popular.
La dictadura peronista y la revolución no han terminado
de operar sobre Borges. Un día (cuenta) cuando ya estaba
seguro de que no escribiría otros poemas, cuando anteponía
a cada edición de sus versos más melancólicas
y ajenas confesiones de escasez lírica. Borges se descubrió
(dice) escribiendo poemas -y un cuento-. sobre la revolución.
No los ha publicado todavía, y nada dice sobre ellos. Tal
vez (puede conjeturarse) no sean estos textos aún desconocidos
la mejor expresión de la huella dejada en Borges por los
años de dictadura. Tal vez no sea en estas transcripciones
directas de la realidad sino en las místicas pesadillas
de sus cuentos en donde Borges puede liberar perdurablemente las
experiencias de estos once años de humillación y
miedo, de persecución, de lenta inescapable tortura. Tal
vez sea en unas líneas de un cuento como El Sur o
en alguna frase de una conferencia, hablando de Salammbó
por ejemplo, en donde se encuentra fijado para siempre Borges.
Pero es bueno -y puede ser ejemplar- que Borges, el evadido, el
artífice, el europeizante que inventan sus malos o imaginarios
lectores, no pueda escribir ahora sino literatura comprometida.
Eso ilustra mejor su auténtica radicación humana.
Aunque tal vez no agregue nada a su arte."