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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Una importante novela de Amorim"
En Marcha, Montevideo, Nº 812, 1956, p. 21

"ENRIQUE AMORIM: CORRAL ABIERTO. Buenos Aires, Editorial Losada, 1956, 203 pp.

EL NOVELISTA

"La literatura uruguaya no tiene hoy prácticamente novelistas. No los hay (todavía) en la generación de Mario Benedetti y Luis Castelli, Mario Arregui y Julio C. Da Rosa; no los hay (o casi) en la generación inmediata anterior, en la que sólo Juan Carlos Onetti podría desmentir el aserto, ya que los ocasionales intentos novelísticos de Espínola (Sombras sobre la tierra, 1933) y Juan José Morosoli (Muchachos, 1950) son la mejor prueba de que su verdadero talento está en la narración corta: el cuento. La única excepción valedera que puede invocarse en estos últimos treinta años de narrativa (muertos o desaparecidos de la creación Quiroga y Reyles y Viana), la única excepción que invocar junto a Onetti en un plano distinto y aun cronológicamente anterior, es Enrique Amorim. Pero durante algún tiempo, este narrador salteño (n. en 1900) pareció demasiado adscripto a la literatura argentina, o siquiera rioplatense, como para que hubiera que considerar su obras dentro del orbe estrictamente uruguayo.

Sus últimos libros, sin embargo, desde La victoria no viene sola (1952) hasta éste que acaba de publicar la Editorial Losada, muestran a Amorim, vuelto hacia el mundo de esta orilla del Plata, explorando su realidad actual, buscando decir en ficción perdurable qué vive y cómo vive el uruguayo de hoy. Por esta decidida orientación de su obra, es hoy Enrique Amorim no sólo nuestro único novelista de importancia, sino el único que parece realmente entregado a la realidad entera de nuestro tiempo. Ni Onetti (todavía demasiado hundido en su mundo imaginario de la otra margen del Plata), ni Salvador Eliseo Porta (localizado casi fantásticamente en una zona del Uruguay), ni Alfredo Gravina (esquemático y aun inmaduro para decir la entera realidad viva), ninguno ha sabido, o podido, colocarse frente a nuestra realidad con la amplitud de visión, con el espíritu alerta e inquisitivos, con que ha logrado hacerlo Amorim. Su obra (proseguida sin pausa desde hace más de tres décadas) sobresale en nuestras letras.

LOS TEMAS

Su última novela conjuga dos temas que la crónica policial y la investigación sociológica amateur ha fatigado en los últimos tiempos: la delincuencia infantil-juvenil (para usar la palabreja), los pueblos de ratas. En realidad, la novela urde un tenue hilo argumental para pasar de uno a otro mundo: la coincidencia de que el protagonista de la otra facilita las cosas. O dicho de otros modo: el autor ha inventado un personaje que criado en un pueblo de ratas (se llama Corral Abierto) escapa a la ciudad, se ve envuelto en un crimen de ribetes equívocos, es perseguido hasta que consigue probar su inocencia y regresar al pueblo natal. La historia no es excesivamente ingeniosa y el autor se ha inspirado para su primera parte (hasta el capítulo VIII inclusive) en los lineamientos externos de un crimen ocurrido hace algunos años en Montevideo, aunque deba reconocerse que la solución por él propuesta es sí nueva.

Pero no reside en la trama el interés de la novela. Sino en la circunstancia de ser un intento (en muchos aspectos logrado) de trasladar a la ficción el mundo que nos rodea. Ya se ha abusado bastante en nuestra literatura narrativa del mundo campesino de la infancia, generalmente abandonado por el autor y revivido con nostalgia desde la ciudad; se ha llegado a convertir la llamada literatura gauchesca o nativista en un poncif literario, tan geometrizado como las pastorales del neoclasicismo, tan previsible en su decorosa monotonía como las copiosas novelas rurales del siglo XIX europeo. Y entre tanto, el Uruguay sufre desde fines del siglo pasado un proceso de industrialización y de crecimiento, completamente ajeno y hasta hostil a ese mundo bucólico de los recuerdos infantiles, que es deshecho y sustituido por otro, agresivamente sórdido, sin raíces, chabacano. En ese mundo vivimos, en ese mundo circulamos. Ese mundo (salvo en El pozo de Onetti) no ha ingresado a nuestras letras. Los intentos de José P. Bellán por dar en Doñarramona y en Realidad algunas de las faces del Montevideo de la primera década del siglo, no han tenido casi continuadores hasta que Mario Benedetti empezó a recoger en sus Montevideanos algunos perfiles perdurables.

EN EL MISMO INFIERNO

Es cierto que Gravina se ha asomado a algunos temas de hoy, particularmente en Macadam (1948); es cierto que Asdrúbal Jiménez en Bocas del Quebracho (1951) ha tratado de explorar una parte de la faena de los arrozales. Pero el enfoque predominantemente social de ambos y la escasa felicidad literaria de sus intentos, deja desamparado el mismo mundo que descubren. Ese mundo aparece ahora encerrado en esta novela de Amorim: es un mundo doloroso y sin maquillaje, es un mundo de miseria de la que todos somos responsables y que nadie quiere aceptar como propia. En un pasaje del libro el protagonista afirma: No estamos en el Uruguay, y ante la mirada de asombro de su interlocutor agrega, o cree agregar: Estamos en el mismo infierno. En efecto, este mundo que nos es tan familiar, este mundo de la calle 18 de Julio y de los continuados y de los cafés; este mundo de los veraneos en Punta del Este y de las grandes estancias perezosamente echadas sobre el lomo de las colinas; este mundo del Presupuesto que no sale y de la recomendación que importa tanto, en también el mundo en que adolescentes nacidos en los pueblos de ratas huyen de sus cuevas y se vuelcan sobre una sociedad urbana que los explota o los pervierte, un mundo en que los más débiles sólo tienen la corrupción o la miseria como salida, un mundo que se codea con nosotros y que sólo sentimos cuando nos hace víctimas de un robo o de un crimen.

Amorim no quiere convertir su novela en un alegato (como quisieron Gravina y Jiménez); quiere convertirla en un documento. De aquí que se ahorre los discursos y prefiere hablar desde el hilo mismo de la peripecia narrativa, de aquí que hunda su mirada en el protagonista (ese Horacio Costa que pronto llaman Costita) y lo dé no sólo en su papel de fiera acosada sino como un ser humano entero, lleno de esos recuerdos pecaminosos e inocentes de la infancia, dado sin reservas en una conversación nocturna con una buena muchacha o entregado a la borrachera espléndida del prostíbulo. Amorim hace vivir primero a su personaje, en cada uno de los incidentes que lo van formando, antes de pedirle que se revele y adquiera conciencia social. No parte de un esquema y le impone pensamiento y palabras. Sino que parte de un hombre, o tal vez un muchacho.

Después llegan, sí, los pensamientos y la palabra. Toda la segunda parte de la novela (disuelta la intriga policial poco memorable, desaparecidos algunos personajes de melodrama como la vieja Gemma y su secreto, o el mismo pesquisa Rezendez) empieza a preparar al protagonista para la prueba del regreso a Corral Abierto, para la vuelta a los orígenes. Entonces sí se necesitan las palabras. Porque Amorim no es un mero expositor pintoresco de la miseria de un pueblo de ratas; Amorim quiere crear una conciencia en el lector. La delectación morbosa en las llagas no le interesa. Le interesa sí la cruda exposición de las mismas para provocar una reacción.

Pero cómo canalizar esa inmensa ola de dolor y sufrimiento y derrota que circula por el pueblo, cómo organizar esas fuerzas de los sin fuerza. Eludiendo el más visible escollo de los novelistas sociales, Amorim no decreta que sus pobres se conviertan en locuaces delegados de comités, familiarizados con las consignas aprendidas en libros o panfletos. Los hace apoyarse en su dolor, en las mismas lacras, en el sufrimiento individual de cada uno, y cuando prepara la rebelión de los apestados (así debió llamarse la novela), cuando los hace salir de sus ranchos para lucir ante todos el dolor que es de todos, es una enorme fantasmagoría, una verdadera danza de la muerte de este siglo, lo que expone. No teorías, ni fáciles denuncias, ni (más fáciles aún) fórmulas. Sino ese dolor infernal que se derrama sobre un mundo, este mundo, nuestra tibia arcadia como dijo con ironía sino que también tiene los ojos abiertos.

SIN SUFICIENTE DISTANCIA

La materia que maneja Amorim es demasiado explosiva y está demasiado cerca de nosotros para que el novelista y el lector (el crítico) tengan frente a ella la necesaria distancia. Y si debe aplaudirse su audacia de hundir sus manos en la mugre que nos envuelve, y si debe aplaudirse su capacidad de encontrar en los seres más destituidos esa emoción pura y sin engaño que los hace vivir realmente, también señalarse lo que constituye el defecto capital de esa obra: la ordenación casual y a veces improvisada de los materiales Amorim no ha jerarquizado suficientemente cada uno de los elementos que integran su historia. La verdad con que está mostrado el protagonista (desde sus recuerdos infantiles, tan bien interpolados, hasta sus experiencias eróticas de la mocedad), la hábil e intensa solución del dolor que cubre al pueblo de ratas, la ajustada concepción de algunos episodios (como el del médico que recoge a Costita en su lujoso automóvil, como el de la pelea con el muchacho campesino por un lugar en la carretera) que permite proyectar sobre las distintas capas sociales un conflicto que generalmente se plantea en una sola; todos estos elementos de la obra, que muestran al creador y al novelista maduro, no disimulan, sin embargo, que hay otras cosas (especialmente en la primera parte) que no han llegado al mismo nivel de elaboración.

La intriga policial, en primer término, es excesivamente casual y acaba por estar desvinculada por completo de la personalidad profunda del protagonista. Hubiera sido preferible no incluirla o, de incluirla, mostrar mejor las relaciones entre Costita y la víctima. Además, hay toda una zona del persona (una zona fundamental, que hubiera permitido conocer su resistencia o entregamiento al vicio) que queda en penumbra. También la escritura se resiente a veces de cierta facilidad, de un abuso de coloquialismos, como si el ímpetu con que Amorim escribe lo encegueciera para el necesario rigor verbal.

Pero estos defectos de la novela, por importantes que puedan parecer, no consiguen disminuir su eficacia como documento de una realidad que si ya es familiar por la crónica, tan empenachada, del periódico o por los sesudos discursos de los bien pensantes, es absolutamente inédito en nuestra narrativa. Que Amorim haya sabido descubrirlo en su peripecia y en su emoción que haya sabido mostrar las raíces del mal y la necesidad de exponerlo, de sacarlo crudamente a luz, debe considerarse como un acierto que ningún reparo formal podrá oscurece

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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