UN ROMÁNTICO DEL 48
"Camino de su patria, de Santiago donde dirige la Gazeta
de Chile, de Isla Negra donde compone en las raras horas de
silencio sus nuevos poemas, estuvo algunos días en el Uruguay
Pablo Neruda. Venía de Europa, de la otra mitad de Europa
que separan las cortinas de hierro y las de nylon, pero que para
él está más cerca que las caves del
París existencialista o los reservados night clubs londinenses:
metas habituales del turista intelectual suramericano. Porque
Neruda es realmente un viajero de la otra mitad del mundo: la
enorme mitad que se extiende desde Berlín hasta Pekín
y desde Nueva Delhi hasta el círculo polar ártico,
la mitad en que no rige el Reader's Digest ni Hollywood
ni la Coca-Cola (con tapitas premiadas) sino una nueva
fe y un nuevo dogma.
Neruda estuvo treinta días en ese mundo que ya conoce
bastante por viajes anteriores y en el que sus libros se publican
en millonarias ediciones y en lenguas que él no puede leer,
un mundo en que su nombre (el seudónimo es checo y eso
hasta facilita las cosas) se empareja al de los grandes poetas
progresistas de todas las lenguas. Fue a Polonia como invitado
especial del orbe hispánico a las fiestas de celebración
del centenario de la muerte de Adam Mickiewickz. (El otro invitado
de habla española era Rafael Alberti, a quien insistían
en presentar como poeta argentino).
La reunión ya está armada en casa de Mántaras
cuando llega el cronista y antes de que tenga tiempo de sacudirse
las gotas de lluvia que anuncian el temporal que ocupa toda la
noche, el poeta con no disimulada alegría le pregunta si
conoce a Mickiewickz. La verdad es que el poeta polaco es, en
esta parte del Occidente, poco más que un nombre en los
diccionarios enciclopédicos o en esos veraces e increíbles
panoramas de la literatura (el de Van Tighem, por ejemplo). Sin
embargo, Mickiewickz es también uno de los poetas más
importantes de ese romanticismo que se coagula en torno del 48:
es un romántico del grupo social. No sólo un yoísta
sino que se enraiza en la tradición popular y que quiere
expresar en su obra (la más famosa: Pan Tadeusz o
Señor Tadeusz, 1834) esa alma del pueblo que hasta
entonces sólo ha encontrado su cauce en las leyendas y
en las canciones.
Y consecuentes con ese espíritu, que atraviesa un arrebato
religioso, Mickiewickz es también un revolucionario que
combatió el régimen zarista y fue confinado en el
interior de Rusia, que llevó más tarde su agitación
a Europa occidental, dictó cursos en el Collège
de France, desarrolló una doctrina paralela a la de
Lamennais y la de Edgar Quinet, luchó por la libertad de
Polonia en 1831 y en 1848 y murió súbitamente en
1855, olvidado de su obra literaria, como adalid de una revolución
que habría de dudar, y para algunos dura todavía,
algunas décadas.
Mientras afuera arrecia la lluvia y el cielo se puebla de las
nubeas más dramáticas del verano, Neruda cuenta
lo que aprendió en Varsovia y en Cracovia sobre Mickiewickz.
Sabe que hay una traducción en español, hecha el
siglo pasado, del poema máximo pero no ha podido verla.
Conoce al poeta sólo por extractos y por su luminosa carrera.
No ha visto, es evidente, el libro de Stanislas Szpotanski (Adam
Mickiewickz et le Romantisme) que publicó Les belles
lettres en Paris. Pero conoce a Mickiewickz por una relación
que es anterior a la literatura misma y se enraiza en el propio
pasado de Chile. Entre los polacos que tuvieron que emigrar después
del fracaso de la revolución de 1831 figuraba un tal Ignacio
Domeyko que luego de una estadía en Francia, en que conoció
y admiró a Mickiewickz (éste era sólo cuatro
años mayor), se trasladó a Chile donde desarrolla
una notable carrera científica que habría de culminar,
a la muerte de don Andrés Bello, en el rectorado de la
Universidad.
Neruda sabía de Mickiewickz, por tradición chilena,
que Domeyko solía citarlo, en polaco y ante un asombrado
y cortés auditorio, con el énfasis con que se recitan
las palabras que encierran ideales por los que se ha luchado.
Neruda sabía que Mickiewickz era un revolucionario, un
poeta que abandona la poesía por el combate y esto, sólo
esto, bastaba para crear en él la imagen total del héroe
romántico. Ahora que ha estado en su tierra y ha conocido
fragmentos de su obra, con ese asombro natural del que admite
que no sabe algo porque no se cansa de aprender que el mundo es
infinito, puede decir que hay que conocer a Mickiewickz y que
hay que difundirlo
CONTINÚA EL DESHIELO
Porque Neruda ha encontrado, junto a su misión de poeta,
tan tempranamente descubierta en Temuco y Santiago y junto a su
misión de político impuesta entre la sangre y las
bombas que destrozaban a España, Neruda ha encontrado ahora
(o hace pocos años) una tercera misión: la de conocer
el mundo. Y sobre todo, el mundo en torno del cual se levantan
cortinas en la guerra fría, Neruda ha salido de su América,
la del Canto general, y se ha volcado en la otra mitad
del mundo, la que aparece cantada en Las uvas y el viento.
Pero no sale sólo para cazar imágenes o atesorar
experiencias que encerrará luego en sus poemas. Sale también
para ver y conocer, para volver y contar. Porque en esta tercera
misión que ha descubierto y que practica con tanto entusiasmo,
contar es la palabra clave.
Neruda viene de Polonia y de Alemania Oriental, de Finlandia
y de la Unión Soviética. Ha estado unos treinta
días visitando países que ya conocía algo
o mucho, que no conocía nada, y de ellos trae sus cuentos.
Algunos (como el de Mickiewickz) son cuentos de la leyenda romántica
y de la realidad revolucionaria de Europa en el siglo XIX; otros
son cuentos de hoy, como el del amable ministro de Finlandia que
les da un café (es decir: les sirve un café) a su
paso por la pequeña nación y Neruda comenta: Estamos
tan acostumbrados a que nos echen de los países "neutrales":
Cuentos de Rusia, a la que fue para participar en la reunión
anual de los Premios Staliín en que se eligen los premios
nuevos (No puedo decírselo hasta el 25, pero si me llaman
por teléfono entonces, se los diré, dice como
alguien que sabe un secreto y arde por decirlo) de Rusia en que
estuvo con su amigo Ehrenburg que ha terminado una segunda parte
de El deshielo.
Como Enrique Amorim -cuyo testimonio MARCHA recogió
en marzo 18, 1955 (Nº 756)- Neruda ve en la actitud actual
de la Unión Soviética signos auspiciosos de un deshielo
de la vida intelectual. Cree que las cosas están cambiando,
que la crítica a las propias limitaciones del régimen
nunca ha sido tan severa y constructiva como ahora: cree que se
busca en arte fórmulas más modernas y a la vez más
humanas, rechazando (en arquitectura, por ejemplo) ese trasnochado
clasicismo ornamental que para muchos convertía los grandes
edificios públicos de Moscú en tortas de confitería;
cree que en el cine y en la novela se busca expresar ahora las
relaciones humanas en otra forma que la satirizada por los norteamericanos;
en vez de boy meets girls, el muchacho encuentra al tractor.
Cree que el deshielo continúa y que esto es señal
de que, ahora y por primera vez, los pueblos del mundo socialista
(como él lo llama) empieza a sentir que afloja la enorme
presión a que estuvieron sometidos por la necesidad de
defender su credo y de fortalecer un organismo amenazado por dentro
y por fuera.
NO HABRÁ GUERRA DE TROYA
Alemania es la parte sombría del viaje. Porque Alemania
está dividida en dos y precisamente en el corazón
y lo que se siente es la lucha sin pausa entre las dos mitades
por integrarse pero sin renunciar a sus credos respectivos. También
se siente, sobre la lucha de las dos mitades, el esfuerzo de quienes
presionan desde fuera. Ya no se sabe qué pensar de la Alemania
occidental en la que (Neruda dixit) hay una carrera de
competencia por mostrar que se vive mejor y que se paga mejor
que en la oriental (lo que es cierto) y en la que renace el hitlerismo.
Con esa voz pausada que es hipnótica y que algunos de
sus enemigos ha comparado con el tan-tam de la selva, con
esa voz que hace hueco con la lluvia y la tormenta que crece fuera,
Neruda cuenta la historia de dos muchachos, hermano y hermana
que durante el régimen de Hitler se lanzaron a la lucha
clandestina bajo el emblema de La rosa blanca (como Martí).
No eran judíos ni comunistas. Lo único que sabían
era que en Alemania había campos de concentración
y que se asesinaba a las gentes en cámaras de gases. Tenían
dieciocho y diecisiete años e imprimían en una pequeña
máquina sus folletos para repartirlos en la Universidad,
hasta que un día, deseosos de que su lucha tuviera mayor
eco, repartieron ellos mismos los panfletos en una gran concentración
universitaria.
Un cuento de hadas, de nuestro tiempo. Su historia ha sido reconstruida
por un novelista alemán, amigo de Neruda, extraída
de los archivos mismos -tan minuciosos y germánicos- de
la Gestapo. Pero la historia tiene un final que no es de cuentos
de hadas. El novelista quiere escribirla, quiere demostrar que
no es necesario ser comunista o judío para protestar contra
ciertos actos que rebajan la condición humana, y va a Alemania
occidental a buscar a los padres de los muchachos, a pedir documentos
complementarios, tal vez fotografías del tiempo en que
no habían sido todavía decapitados por los nazis.
Lo reciben pero cuando comprenden qué es lo que quiere,
se excusan, le cierran la puerta, se niegan. No quieren comprometerse.
No saben ahora, concluye Neruda, si los nazis no habrán
de volver al poder, si ya no han vuelto.
El cuento tiene ribetes de Kafka, aunque Neruda no lo diga. Para
él es símbolo de la Alemania occidental aunque tal
vez lo sea de toda Alemania, esa Alemania que él recorrió,
entristecido, con Anna Seghers, la novelista que tan bien contó
en La séptima cruz la destrucción del hombre
en los campos de concentración. La Alemania tiene el corazón
partido, cree Neruda. Pero cree también que se está
gestando una nueva Alemania y que esa nueva Alemania no quiere
ser el campo de batalla de la nueva guerra.
A pesar de algunos últimos telegramas, Neruda no cree
que haya guerra por algunos años. La bomba de hidrógeno,
compartida por tirios y troyanos, puede ser una amenaza pero es
también una garantía. No hay que jugar con fuego,
parece decir. Y de su viaje trae este viajero, en su tercera misión,
la esperanza de un mundo de paz.
LOS PAJAROS DE ATLANTIDA
Dos de los cuatros días de su escala montevideana los
ha pasado en Atlántida oyendo sus pájaros que le
parecen mucho más urgentes y trabajadores que los de Montevideo.
Son, dice, pájaros que vienen a cantar como el cobrador
de impuestos o el de a luz: cantan rápido y no esperan
porque tienen muchos otros sitios que visitar. No son como los
gordos pájaros de Montevideo, que no tienen prisa alguna
y se quedan las horas muertas en una nota.
En Atlántida, el poeta se anima a entrar al agua y nadar
sus siete metros reglamentarios. En Isla Negra, con todo el Pacífico
a su alcance, ni se anima a mojarse los pies. El agua es de hielo
y los siete metros se convertirían en martirio. Pero Atlántida
es otra cosa y Neruda se inicia lentamente en el agua. Atlántida
es, también, el escenario de uno de sus mejores poemas,
la Oda a la tormenta, en que entre los pinos y las arenas
ruge la tempestad y amenaza y acaba rompiéndose en lluvia
que prepara las cosechas y trae sueño.
Atlántida es también el lugar en que el viajero
(y el poeta) descansa, se repone en una escala entre aquella mitad
del mundo que deja a sus espaldas y ésta que lo espera
en Santiago con amigos y compañeros, con responsabilidades
y ceremonias, con el peso de dirigir una nueva publicación
literaria, la Gaceta de Chile. Porque Neruda sabe que apenas
ponga el pie en Santiago, apenas asome a la puerta del avión,
lo asaltará el cuarto número de la Gaceta que
hay que componer. Y esto significa, adiós a los cuentos
y a los cantos, a la reunión en torno de la mesa con alguna
copa entre las manos y algunos amigos que preguntan y escuchan.
Significa hundirse en el problema de las colaboraciones y las
pruebas, del diagrama y de las tintas, hundirse en esta mitad
americana del mundo en que tanto hay que hacer y decir.
UN MOVIMIENTO GENERAL
Hace tres números que existe la Gaceta de Chile.
A Montevideo ha llegado, aparentemente, uno sólo que circula
como si fuera un códice medieval de mano a mano y con estricta
promesa de devolución. Con más visión que
muchos de sus correligionarios en otras partes del mundo, Neruda
ha querido que su Gaceta sea algo más que una prolongación
de los cursos que se dictan en el comité de barrio. Ha
querido que sea realmente una publicación literaria en
que se refleja el mundo literario que importa. No dejará
por ello de tener matiz político. Porque para Neruda el
mundo literario que existe no es por cierto el de Life o
el de Reader's Digest, ni siquiera el de Sur. Pero
no exigirá a sus colaboradores la cédula partidaria
ni pedirá a sus lectores que abdiquen la inteligencia antes
de abrir sus páginas.
El número uno, por ejemplo, destaca entre sus materiales
de primer orden unos capítulo de las memorias de Joaquín
Edwars Bello, colaborador de La Nación de Santiago
(diario gubernista y conservador político). Edwards es
descendiente de don Andrés y uno de los más sabrosos
prosistas chilenos. También subraya la Gaceta las
páginas inéditas de una nueva novela de Manuel Rojas,
el gran autor de Hijo de ladrón. Rojas que ha sido
tachado de anarquista por haber colaborado en un número
de Babel dedicado a Trotsky, es un independiente que no
tiene empacho en no cortejar a Neruda y en no parecer adicto a
la causa. Pero es un gran escritor, como Edwards Bello.
Colaborador del número dos, cuenta Neruda, es González
Vera que ha publicado en 1950 un libro de memorias, Cuando
era muchacho, que se interrumpen precisamente en las vísperas
del chile actual. La colaboración suya a la Gaceta
es sobre las primeras lecturas de Gorki en Santiago y el efecto
que produjo en los jóvenes. González Vera es un
gran admirador de Neruda (tiene una de las colecciones más
completas de ediciones suyas en todos los idiomas) pero es, como
su gran amigo Rojas, como Edwards, un espíritu independiente
de todo partido o credo. Al buscar y conseguir su colaboración
demuestra Neruda que lo que las Gacetas progresistas deben
hacer es no encerrarse en el círculo de sus ya bastante
adoctrinados correligionarios sino salir al ancho mundo que necesita
conocerlos y que ellos necesitan conocer.
Por eso Neruda habla de Mickiewicz y habla también de
Laxness (Premio Nobel 1955), al que habría que traducir
y difundir; y de tantos escritores y poetas de ambos lados de
las dobles cortinas que deben ser publicados y estudiados con
espíritu de verdadera misión cultural. No hay que
dejar, dice Neruda, sólo a Victoria Ocampo y a la gente
como ella, la misión de difundir la cultura y de introducir
en estas tierras lo que no conocemos todavía y vale. Hay
que hacerlo ahora. Porque hay que reconocer que es importante
la misión cumplida por Victoria (aunque haya traído
también a Drieu la Rochelle y al coronel Lawrence); y esa
misión no puede quedar sólo en sus manos.
Europa puede darse el lujo de no conocer más que lo europeo,
pero nosotros (piensa y dice Neruda) debemos volvernos a Europa
y al Asia, a todas partes, para buscar y conocer y asimilar. Cree
auspiciosa esta fundación de Gacetas de nuestro
tiempo: la del Fondo de Cultura Económica (que por
cierto no tiene nada de comunista), la Gaceta de Cultura de
Montevideo y la suya de Chile. Cree bueno que las revistas vuelvan
a los títulos de antes, que dicen las cosas por su nombre
y no se esmeren en conseguir sonidos raros o simbólicos
(o esdrújulos apunta uno), de una sola palabra sonora.
Cree bueno que no se insista en épater como aquella
revista que dirigía Herrera Peter en España y que
según parece se llamaba: Es imposible que los sacerdotes
de España no contraigan matrimonio, número 1.
Su Gaceta se ocupa de jóvenes poetas y de jóvenes
narradores chilenos. Neruda ve en éstos una preocupación
por trascender los módulos del craso realismo y por dar
un arte que esté atento a lo social pero no descuide la
eficacia literaria.
Para el año próximo la Gaceta prepara un
número de homenaje a Andrés Bello en ocasión
del centenario del Código Civil chileno en cuya
redacción trabajó unos quince años. La iniciativa
muestra otra de las líneas por las que una publicación
progresista puede hacer cultura: la revisión del pasado
no con criterio estrecho sino con el punto de vista amplio del
que sabe que hay en todo algo que puede salvarse y algo que debe
hundirse. Con el auténtico punto de vista marxista del
que juzga a los escritores juzgando primero su condición
y circunstancia y no el del panfletario que sólo quiere
insultar o aturdir. Por eso Bello tendrá su homenaje progresista
porque aunque su Código debió soportar la
presión de los gobiernos conservadores de Chile y hoy puede
estar ampliamente superado en muchos aspectos, es obra de construcción
y de orden, obra de futuro.
EL OTRO CHILENO
Cuando se piensa en un chileno, se piensa en una persona como
González Vera, un hombre de exquisita atención,
sobrio en su cordialidad, buen amigo, de chiste oportuno y levemente
irónico. No se piensa en el trópico ni en la exuberancia.
Sin embargo, Chile ha producido en este siglo algunos ejemplares
del trópico y de la exuberancia, figuras de tal megalomanía
que los ejemplares locales, que todos conocen y parece excusado
deletrear, quedan reducidos a la categoría de meros aficionados,
sin derecho a participar en la competencia. Hace unos meses, publicó
en Santiago uno de éstos desbordados un libro que lleva
el sello de Ediciones Multitud y se titula Neruda y
Yo. El autor firma Pablo de Rokha y no es por cierto la primera
vez que practica el brulote. Hace treinta años,
dice Neruda con resignación, que escribe contra mí.
Y no es el único. En las conferencias que celebraron sus
cincuenta años, se refirió Neruda a una familia
que se dedica a la producción de libros, de folletos, de
revistas, en contra suya. El cabeza de esa familia es Pablo de
Rokha, poeta oceánico y cósmico, poeta de los orígenes
del caos, que acusa a Neruda de todo en las páginas ilegibles
de su libro; desde afirmar que Neruda le robó el Pablo
de su seudónimo hasta sostener que estaba vendido a Perón,
todo, absolutamente todo, se le ocurre decir de Neruda y dice
Pablo de Rokha.
El libro y sus similares, forman parte de la aureola que nimba
al poeta. No cabe sospechar que él la fomenta pero sí
puede creerse que no le quita el sueño y que hasta en cierto
sentido, como negativo de esa gloria que luce de ambos lados de
las cortinas, la tolera con cierta sonrisa displicente. La fama
de Neruda se ha hecho siempre entre el escándalo, recuerda
él mismo. Cuando no era Pablo de Rokha era Alberto Guillén,
un peruano, o Vicente Huidobro, un chileno, los que escribían
contra él, o es Mafud Massis, yerno de Pablo de Rokha,
y también poeta energuménico, el que saca una revista
Polémica (así se llama) para denostar en
todos los números al poeta y enterrarlo con honores. (Al
número siguiente hay que olvidarse del entierro previo
para poder volverlo a enterrar).
Neruda recuerda algunas anécdotas de Huidobro, sobre todo
su afán de convencer a todos que él era el inventor
del creacionismo y no ese francés de Reverdy. La discusión
sólo interesaba a Huidobro pero de tal modo que había
llegado a escribir a un amigo dictándole una carta en que
éste aseguraría recordar la ocasión en que
Huidobro le mostró, en pruebas de imprenta, sus primeros
poemas creacionistas en el verano de ... El amigo no accedió
a copiar dócilmente la apócrifa declaración
y en cambio, con toda dulzura, exhibía de tanto en tanto
la carta reveladora de Huidobro.
Estos chilenos, piensa Neruda, no son como González Vera.
Ni siquiera son como él, podría agregarse. Porque
ante ataques sistemáticos ha optado Neruda en su madurez
por contestar con algún verso (la Oda a la crítica,
por ejemplo), con las alusiones de su conversación, pero
se ha cuidado bien de oponérseles en combate singular e
impreso. Si dicen que ha plagiado a Tagore en un poema, de su
juventud, que lo digan. El lo acepta. Acepta el plagio que sólo
puede dañar a los tontos, a los que creen que la literatura
la inventa un Huidobro cualquiera. El sabe que Tagore escribió
una cosa y él otra; aunque él haya partido de Tagore
llega a Neruda. Y esto es lo que cuenta. Y si se parte de Tagore
y no se llega a ningún lado, entonces no hay poeta ni poesía
ni nada de que hablar. La originalidad, comenta, es una invención
de ahora. Y se ríe complacido cuando alguien recuerda que
Dante (Inferno, I) fundaba en la imitación de Virgilio
su mayor timbre de gloria:
Tu se'lo mio maestro e il mio autore:
tu se', solo, colui da cui io tolsi
lo bello stillo che m'ha fatto onore.
Por eso, frente a estos chilenos (que se dan, ay, en otras partes)
Neruda se encoge de hombros, cuenta alguna anécdota, y
sigue su poesía. Al fin y al cabo es lo que vale. Ni el
ataque ni la respuesta, sino la obra hecha al margen de la polémica
y enriquecida de lo mejor de cada uno y de los mejor que ofrece
el mundo conocido y vivido por el poeta, de ambos lados de la
cortina. Lo que vale es el nuevo volumen de Odas elementales
que ya tiene Losada en prensa (pero no con la horrible fotografía
de cumpleaños, pregunta uno) y los otros volúmenes,
los que se están escribiendo ahora en los intervalos de
esta misión del poeta en el mundo, y entre la corrección
de pruebas de galera y la determinación de qué poemas
y qué poetas ingresarán a La Rosa de la Poesía
que publica cada número de la Gaceta de Chile.
Pero de los nuevos volúmenes futuros nada quiere decir
ahora Neruda. Cuando era joven, dice, podía hablar
de la obra futura y sentirme contento como si ya la hubiera hecho
y aunque después no la hicieran ahora es distinto: tengo
otro compromiso y si hablo de ella tengo que hacerla. Hablar de
ella ahora, agrega, es como darle mal de ojo. Mejor es hacerla
y publicarla y hablar después.
O dejar que otros hablen. Entre tanto, el poeta, el viajero,
habla de la otra mitad del mundo y de esta mitad, mientras afuera
sigue la lluvia que apenas se siente en la cálida atmósfera
del rancho de Mántaras."