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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Ubicación histórica de Manuel Bernárdez"
En Marcha, Montevideo, Nº 775, 1955, p. 20-21

I

"Uno de los últimos volúmenes de la Colección de Clásicos Uruguayos recoge bajo el título común de Narraciones tres textos de distinta época de Manuel Bernárdez (*). Esta publicación viene a poner nuevamente en tela de juicio la colección y su pomposo título. El lector habitual, el common reader en cuyo nombre hablaba Virginia Woolf, se resiste a reconocer a Manuel Bernárdez la categoría de clásicos, así sea de nuestra menguada literatura -del mismo modo que le parece prematura tal calificación aplicada a la obra de don Carlos Vaz Ferreira o de Alvaro Armando Vasseur, no porque no lo merezcan sino por la estricta contemporaneidad de la misma con sus lectores.
Manuel Bernárdez es un escritor de segundo orden, el típico escritor de segundo orden: capaz de acertar en algunas cosas, capaz de componer legibles páginas, pero incapaz de soportar (aun en atenuada significación criolla) el peso de la palabra clásico. Esto no significa que no parezca adecuada una revisión de las Narraciones de Bernárdez. Por el contrario, en cierto sentido ellas son muy ejemplares de un momento de nuestra historia literaria y de un momento de nuestra prosa. Pero es precisamente éste su valor meramente histórico el que impide definitivamente su inclusión en una biblioteca de clásicos literarios. Mejor hubiera sido llamar a la mencionada colección -con humildad que es buen sentido- Biblioteca de Autores Uruguayos. En una colección semejante, Bernárdez (y otros) no parecerían intrusos.
La publicación de este volumen plantea al crítico un problema aparte: ¿cuál es la verdadera ubicación de la obra de Manuel Bernárdez? Ya se sabe que este escritor nación (en España) en 1867. Esto lo hace estrictamente coetáneo de Carlos Reyles y de Javier de Viana (ambos de 1863), de José Enrique Rodó (del 71). Como los dos primeros, Bernárdez se acercó al mundo gauchesco o campesino nuestro y trató de dibujarlo con precisión y verdad. Su obra debe tenerse en cuenta en toda consideración de la llamada literatura gauchesca. Esta ubicación elemental cronológica no basta. Porque la obra de Bernárdez se distingue no sólo por ser inferior a la de Reyles o la de Viana, sino por poseer una cualidad distinta. Bernárdez es antes un descriptor que un narrador. En la primera de estas Narraciones, que se titula 25 días de campo, se advierte nítidamente esta distinción necesaria.

II

Bernárdez tenía apenas veinte años cuando firmó la dedicatoria de su obrita al Teniente General don Máximo Tajes (en rigor: le faltaban unos días, ya que había nacido en agosto y la dedicatoria es de julio 30). Aunque nacido en España había sido traído de meses por su familia al Uruguay, radicándose en el pueblo Arapey. Su carrera literaria se inicia por la vía del periodismo. Su primera producción es precisamente esta crónica de 25 días de campo pasados por el autor junto a oficiales de la Escuela Militar. Con ella se sumaba Bernárdez a un movimiento de vinculación entre el ciudadano y el ejército con el que el presidente Tajes trataba de borrar el amargo recuerdo que en los civiles despertaban todavía las dictaduras de Latorre y de Santos. Aunque no como tema central de su narración, la vida militar, la confraternidad entre civiles y militares, y el nuevo espíritu del militarismo tajista, asoman entre líneas. No se debe olvidar que esta época era terrible y que sólo en este año de 1887 empezaba a creerse posible en nuestro país, la liquidación de las dictaduras militares.
En uno de sus artículos ha contado Rodó, estricto coetáneo de Bernárdez: "He alcanzado, de niño, los tiempos en que el paso de un batallón por las calles públicas, alarde de una fuerza abominada, repercutía en el corazón de los ciudadanos con vibración angustiosa, de sordos enconos: tal como ha de repercutir el son de las llaves del carcelero en el ánimo del presidiario, o el chasquido del látigo del cómitre en los oídos del galeote." (V. El ejército y el ciudadano, in Almanaque ilustrado del Uruguay, Montevideo, 1910, pp. 178/80). Como Rodó, Bernárdez podría haber apuntado semejantes reflexiones. Pero (como Rodó también) Bernárdez alcanzó a ver el cambio producido por la política de Tajes en la actitud de los militares y en la confianza de los civiles. Ese cambio es lo que subyace el relato de esta expedición militar de reconocimiento que da pretexto a los 25 días de campo.
Emergen todavía, aquí y allá, algunos rastros de ese encono, de esa humillación mal sufrida, de esa angustia a que también alude Rodó. Así, por ejemplo, en el capítulo IV (A Pan de Azúcar por los Cerros de Ubeda) narra Bernárdez el encuentro del batallón en que él viaja con una gaucho. Dice: "El jinete de que hablé, nos encuentra a su paso y nos mira con cierto temeroso respeto. A haberlo previsto, hubiera evitado tal vez el encuentro. ¡Tiene tantos motivos para temer a las bayonetas! Detiene su caballo, se saca el sombrero y hace varios saludos a medida que vamos pasando. Al ver que nadie le dice nada, se me acerca con cierto recelo y me pregunta tímidamente: -Patroncito, quiere desirme qué gente es ésta? -¿Y qué anda hasiendo?... perdone la curiosidá. -Ánda reconociendo el país. -¡Ah! güeno... usté dispense; yo creiba que andaban riuniendo. -No compañero: nosotros no reunimos y ahora no reúne nadie; no tenga miedo. -Es que andamos más resabiaos, patrón.... A mí ya me han arriao tres veses, y como andan diciendo que anda por haber barullo, tenemos que parar la oreja. -Pues no tengan miedo: estén tranquilos no más, que no los han de arrear... Ya no se arrea."
El encuentro y el diálogo son suficientemente ilustrativos de ese momento que la pluma del cronista (más que del escritor) capta al vivo. Es una hora importante de nuestra vida como nación y queda fijada, históricamente, en estas páginas de Manuel Bernárdez. El mismo capítulo abunda en el tema. Véase, por ejemplo, la página inicial: "Llegamos a Solís Grande y dormimos allí; siempre comiendo "de gorra", gracias a la esplendidez de los vecinos, que han tomado a su cargo el de hartarnos de asado con cuero. Esta vez fué el pagano un señor de Lao, paisano bueno y franco a más no poder. Consuela, de veras, el afecto que demurstran los habitantes de la campaña por estos futuros organizadores del Ejército Nacional. Parece que con clarividencia insólita, dado lo escaso de sus luces, presienten en ellos las probables garantías de sus vidas, intereses y propiedades. Quizás aleccionados dolorosamente por la experiencia, comprenden que sólo de la educación pueden esperar el desarraigo de los desmanes, imposiciones y desafueros de que tan a menudo han sido víctimas, sin que su indignación, manifestada ante las brutalidades del abuso, haya dado más resultado que la consumación odiosa de la vía de hecho y la desgracia del infeliz paisano, obligado de entonces más, a vagar errante y perseguido de muerte como una fiera..."
Estas palabras de Bernárdez sintetizan adecuadamente las dos actitudes frente al Ejército Nacional: la del pasado inmediato que lo veía como arma terrible y despreciable de una dictadura, la entonces reciente que esperaba de él la garantía de los derechos individuales. Esa es la transición que registra su obra. No debe extrañar pues que aparezca dedicada al hombre que hizo posible la transformación del Ejército caudillesco en Ejército verdaderamente nacional y que en ella resuene como una nota nueva todavía la denuncia de los desmanes del Ejército; tampoco debe extrañar que Manuel Bernárdez se convierta, casi de inmediato, en redactor de El Ejército uruguayo (1888).

III

No es éste el único valor histórico del libro. También quedan fijadas en sus páginas las imágenes de un mundo gauchesco que estaba siendo transformado no sólo por la acción del tiempo sino, muy particularmente, por la acción de la literatura. Manuel Bernárdez se acerca al mundo gauchesco con voluntad de pintarlo directamente sin las acostumbradas simplificaciones o estilizaciones (mentira, en fin) de los epígonos de la gran literatura gauchesca o de apresurados viajeros. en una nota al capítulo I (Recuerdo de ayer)explana el autor su intención documental. Dice allí: "Para que no se me atribuya la prtensión de constituirme en héroe de mi libro, diré que intercalo este episodio como haré, si viene al caso, con algunas escenas campestres, movido sólo por el deseo de pintar con natural color, cosas y costumbres que conozco a fondo, y como indirecta réplica a peregrinas descripciones que por ahí andan con talante y reputación de verídicas. Me carga un poco el aplomo de ciertos viajeros, que no pintan lo que ven como lo ven sino como pretenden verlo, y acreditan por cosa natural y propia de un país, lo que suele se un hecho aislado, sobre juzgarlo todo con magna suficiencia, como si los usos y costumbres de un pueblo o de una raza pudieran abarcarse en una mirada. Los que dijeron verdad, con ella quedan a cubierto de otras palabras. Hablo de ciertos "turistas" verdadera calamidad para los pueblos que visitan persuadidos de la sagrada misión de criticarlos en sus impresiones o cuadros de viaje, y que ven siempre las cosas al revés, y a quienes, como quien dice, los (...) se les antojan huéspedes.
Precisamente, la actitud Bernárdez es lo más opuesto que pueda pedirse a la de los abominables turistas. El natural color (de que habla) es obtenido por una descripción minuciosa en que cada detalle destaca con relieve propio y demurstra que si fueron 25 los días de campo que pretextan el trabajo, esos 25 días estaban precedidos de incontables otros de observación, de registro pausado y paladeado de las menores circunstancias de nuestro campo hacia fines de siglo. De aquí que valía tan especialmente para Bernárdez la calificación de descriptor que se apuntó al comienzo de este artículo. Por la claridad y nitidez de su visión, (...) el placer que revelan sus composiciones descriptivas, se destaca naturalmente Bernárdez. A lo largo de su narración hay algunos pasajes que merecen la pena ser relevados. Apenas inicia el realato vemos al propio Bernárdez tratando de montar a caballo, bajo las miradas graciosas de los paisanos, y desnudando la natural expectación de éstos con la habilidad con que consigue dominar al animal. ("-No se turba el puebazo -dice uno de los paisanos a media voz, codeando a su vecino.") Y a medida que pasan los 25 días nuevas oportunidades se presentan de mostrar el mundo gauchesco y describirlo en sus particularidades más atractivas.
Algunas de esas descripciones son de primer orden y levantan notablemente el nivel general de esta prosa. Sin ánimo exhaustivo pueden indicarse algunas: la aparición, casi sub-humana de Pajarito en el capítulo VI (De aquí a la Mina); el descenso mismo a la Mina Oriental, en el capítulo así titulado; la lucha del toro bravo con el jinete y su caballo en el rodeo (capítulo X: El hombre de los campos); la ceremonia de postrar al toro que Bernárdez describe con ímpetu y exactitud (el mismo capítulo); los carpinchos en el río y el recuerdo (que evoca) de una vez que fue de niño con un mulato a enalazar carpinchos al sauzal (capítulo XVII: Asperezas, literatura y otros); el sacrificio de una res preñada (en el capítulo XVIII, titulado inefablemente Intermezzi); el pichón de águila que caza el teniente Sayavedra y que encierran en un cajón con listones (XIX: ... y acaba la narración).
Cada uno de esos pasajes descriptivos documenta algo más que la familiaridad de su autor con los temas de nuestro campo. Demuestra una verdadera capacidad de organizar, en descripciones vívidas y fuertes, el material acumulado por la experiencia a lo largo de los años infantiles y de una adolescencia de la que apenas acababa de salir su autor; una capacidad doble de ver bien y describir con justeza que la madurez no empañaría.

IV

Infortunadamente este narrador de escasos veinte años no se conforma con describir, con registrar lo que ve o lo que recuerda haber visto. También quiere meditar, extraer profundas reflexiones de los espectáculos contemplados, ordenar en prosa pretendidamente poética o filosófica sus lucubraciones. Entonces la más invasora vulgaridad se apodera de su estilo; entonces todo el arte preciso y exacto del descriptor se convierte en lugar común, en trivialidad. Bernárdez descriptor cede el paso a Bernárdez gacetillero pomposo, seudo intelectual, seudo sentidor.
Un solo ejemplo bastará. En el capítulo XV (La gruta "Colón") describe Bernárdez el inquietante descenso al seno de una gruta. "El vientre, esto es, la gruta, aparece por fin, tenebrosa y recóndita. Diez luces nos preceden y aunque algo pálidas, consiguen, tras breve lucha, lanzar en derrota las tinieblas. Un millón de murciélagos, únicos y naturales habitadores de aquel antro, nos recibe armando infernal algarabía. En la semi-oscuridad que deja en el fondo de la gruta la aglomeración de sombra, columbramos una prominencia informe, y como inspirados por igual idea, nos dirigimos a ella. Trepamos y nos hundimos. El montículo es guano de los murciélagos, resbaladizo y hediondo. No importa: una voz varonil resuena en la honda entraña y la siguen todas, entonando en majestuoso acorde valientes estrofas del Himno Nacional."
Hasta aquí la narración. No es notable (e incluso abusa de la adjetivación mecánica: tenebrosa y recóndita, voz varonil, valientes estrofas) pero está por lo menos realizada con cierta inmediatez que la hace tolerable. Pero Bernárdez no se conforma con ser un puntual relator: quiere ahorrar al lector el trabajo de desentrañar el significado "sublime" de la escena y continúa: "¡Aquello fué magnífico! ¡Hollando fango, descubierta la cabeza, bajo cincuenta metros de granito, se alzaba virilmente el viejo antro, haciendo estremecer las piedras y palpitar los corazones!... Hoffmann hubiera hallado en esa visión un sublime asunto para sus fantásticas leyendas. Por un momento soñé encontrarme en una de aquellas ventas misteriosas que, desde el vientre del abismo, lanzaban gritos de justicia y separación que hacían estremecer los tronos y temblar los tiranos."
Esta apoteosis de la cursilería no es, infelizmente, única. Casi no hay capítulo de la narración en que Bernárdez no ahueque la voz para comunicar alguna patentada vulgaridad o para reflexionar en voz alta sobre sí mismo (tema no excesivamente interesante) o para decorar con algunos gastados recursos oratorios una descripción que podía prescindir de ellos. En este sentido es ejemplar el capítulo que sirve de introducción y se titula De cómo y por qué. No faltan allí la flotante clámide de gasa, ni los caballos que se rezagan para coger de paso algún bocado de hierba, ni potrillos que ordeñan la ubre hidrópica de leche ni el viejo sol, con su cara encarnada de abuelo venturoso. No falta, en fin, el joven narrador Bernárdez que se presenta a sí mismo como un Mísero, devorado por el ansia de apagar la sed de gloria en la corriente del genio y que es, apenas, uno de los poeres estilistas de la lengua.

V

Este es el Bernárdez que ha envejecido lamentablemente, el que domina con su vulgaridad veinteañera las páginas de una narración que merece ser leída, sin embargo, por su valor histórico, y por la autenticidad de muchas de sus descripciones. El Manuel Bernárdez que de ningún modo debió integrar una Colección de Clásicos Uruguayos aunque pueda integrar, sí y muy dignamente, una colección de Autores Uruguayos. Este el Manuel Bernárdez que reclama una adecuada ubicación crítica y del que casi nada dice el escaso prólogo de Morosoli (justo, en cambio, en su apreciación de los otros dos relatos). Este Manuel Bernárdez del que conversé una tarde con Dionisio Trillo Pays: a quien dedico esa nota en camaradería de puntos de vista aunque (tal vez) no de expresiones."

(*) MANUEL P. BERNÁRDEZ: NARRACIONES . Montevideo, Colección de Clásicos Uruguayos (Biblioteca Artigas, volumen 17), 1955, 165 pp. Prólogo de Juan José Morosoli. Preparación de texto a cargo de Angel Rama. Contiene, además de 25 días de campo, dos relatos: El velorio vacuno y El desquite (su mejor cuento).

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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