I
"Uno de los últimos volúmenes de la Colección
de Clásicos Uruguayos recoge bajo el título
común de Narraciones tres textos de distinta época
de Manuel Bernárdez (*). Esta publicación viene
a poner nuevamente en tela de juicio la colección y su
pomposo título. El lector habitual, el common reader
en cuyo nombre hablaba Virginia Woolf, se resiste a reconocer
a Manuel Bernárdez la categoría de clásicos,
así sea de nuestra menguada literatura -del mismo modo
que le parece prematura tal calificación aplicada a la
obra de don Carlos Vaz Ferreira o de Alvaro Armando Vasseur, no
porque no lo merezcan sino por la estricta contemporaneidad de
la misma con sus lectores.
Manuel Bernárdez es un escritor de segundo orden, el típico
escritor de segundo orden: capaz de acertar en algunas cosas,
capaz de componer legibles páginas, pero incapaz de soportar
(aun en atenuada significación criolla) el peso de la palabra
clásico. Esto no significa que no parezca adecuada
una revisión de las Narraciones de Bernárdez.
Por el contrario, en cierto sentido ellas son muy ejemplares de
un momento de nuestra historia literaria y de un momento de nuestra
prosa. Pero es precisamente éste su valor meramente histórico
el que impide definitivamente su inclusión en una biblioteca
de clásicos literarios. Mejor hubiera sido llamar
a la mencionada colección -con humildad que es buen sentido-
Biblioteca de Autores Uruguayos. En una colección
semejante, Bernárdez (y otros) no parecerían intrusos.
La publicación de este volumen plantea al crítico
un problema aparte: ¿cuál es la verdadera ubicación
de la obra de Manuel Bernárdez? Ya se sabe que este escritor
nación (en España) en 1867. Esto lo hace estrictamente
coetáneo de Carlos Reyles y de Javier de Viana (ambos de
1863), de José Enrique Rodó (del 71). Como los dos
primeros, Bernárdez se acercó al mundo gauchesco
o campesino nuestro y trató de dibujarlo con precisión
y verdad. Su obra debe tenerse en cuenta en toda consideración
de la llamada literatura gauchesca. Esta ubicación elemental
cronológica no basta. Porque la obra de Bernárdez
se distingue no sólo por ser inferior a la de Reyles o
la de Viana, sino por poseer una cualidad distinta. Bernárdez
es antes un descriptor que un narrador. En la primera de estas
Narraciones, que se titula 25 días de campo,
se advierte nítidamente esta distinción necesaria.
II
Bernárdez tenía apenas veinte años cuando
firmó la dedicatoria de su obrita al Teniente General don
Máximo Tajes (en rigor: le faltaban unos días, ya
que había nacido en agosto y la dedicatoria es de julio
30). Aunque nacido en España había sido traído
de meses por su familia al Uruguay, radicándose en el pueblo
Arapey. Su carrera literaria se inicia por la vía del periodismo.
Su primera producción es precisamente esta crónica
de 25 días de campo pasados por el autor junto a
oficiales de la Escuela Militar. Con ella se sumaba Bernárdez
a un movimiento de vinculación entre el ciudadano y el
ejército con el que el presidente Tajes trataba de borrar
el amargo recuerdo que en los civiles despertaban todavía
las dictaduras de Latorre y de Santos. Aunque no como tema central
de su narración, la vida militar, la confraternidad entre
civiles y militares, y el nuevo espíritu del militarismo
tajista, asoman entre líneas. No se debe olvidar que esta
época era terrible y que sólo en este año
de 1887 empezaba a creerse posible en nuestro país, la
liquidación de las dictaduras militares.
En uno de sus artículos ha contado Rodó, estricto
coetáneo de Bernárdez: "He alcanzado, de
niño, los tiempos en que el paso de un batallón
por las calles públicas, alarde de una fuerza abominada,
repercutía en el corazón de los ciudadanos con vibración
angustiosa, de sordos enconos: tal como ha de repercutir el son
de las llaves del carcelero en el ánimo del presidiario,
o el chasquido del látigo del cómitre en los oídos
del galeote." (V. El ejército y el ciudadano,
in Almanaque ilustrado del Uruguay, Montevideo, 1910, pp.
178/80). Como Rodó, Bernárdez podría haber
apuntado semejantes reflexiones. Pero (como Rodó también)
Bernárdez alcanzó a ver el cambio producido por
la política de Tajes en la actitud de los militares y en
la confianza de los civiles. Ese cambio es lo que subyace el relato
de esta expedición militar de reconocimiento que da pretexto
a los 25 días de campo.
Emergen todavía, aquí y allá, algunos rastros
de ese encono, de esa humillación mal sufrida, de esa angustia
a que también alude Rodó. Así, por ejemplo,
en el capítulo IV (A Pan de Azúcar por los Cerros
de Ubeda) narra Bernárdez el encuentro del batallón
en que él viaja con una gaucho. Dice: "El jinete
de que hablé, nos encuentra a su paso y nos mira con cierto
temeroso respeto. A haberlo previsto, hubiera evitado tal vez
el encuentro. ¡Tiene tantos motivos para temer a las bayonetas!
Detiene su caballo, se saca el sombrero y hace varios saludos
a medida que vamos pasando. Al ver que nadie le dice nada, se
me acerca con cierto recelo y me pregunta tímidamente:
-Patroncito, quiere desirme qué gente es ésta? -¿Y
qué anda hasiendo?... perdone la curiosidá. -Ánda
reconociendo el país. -¡Ah! güeno... usté
dispense; yo creiba que andaban riuniendo. -No compañero:
nosotros no reunimos y ahora no reúne nadie; no tenga miedo.
-Es que andamos más resabiaos, patrón.... A mí
ya me han arriao tres veses, y como andan diciendo que anda por
haber barullo, tenemos que parar la oreja. -Pues no tengan miedo:
estén tranquilos no más, que no los han de arrear...
Ya no se arrea."
El encuentro y el diálogo son suficientemente ilustrativos
de ese momento que la pluma del cronista (más que del escritor)
capta al vivo. Es una hora importante de nuestra vida como nación
y queda fijada, históricamente, en estas páginas
de Manuel Bernárdez. El mismo capítulo abunda en
el tema. Véase, por ejemplo, la página inicial:
"Llegamos a Solís Grande y dormimos allí;
siempre comiendo "de gorra", gracias a la esplendidez
de los vecinos, que han tomado a su cargo el de hartarnos de asado
con cuero. Esta vez fué el pagano un señor de Lao,
paisano bueno y franco a más no poder. Consuela, de veras,
el afecto que demurstran los habitantes de la campaña por
estos futuros organizadores del Ejército Nacional. Parece
que con clarividencia insólita, dado lo escaso de sus luces,
presienten en ellos las probables garantías de sus vidas,
intereses y propiedades. Quizás aleccionados dolorosamente
por la experiencia, comprenden que sólo de la educación
pueden esperar el desarraigo de los desmanes, imposiciones y desafueros
de que tan a menudo han sido víctimas, sin que su indignación,
manifestada ante las brutalidades del abuso, haya dado más
resultado que la consumación odiosa de la vía de
hecho y la desgracia del infeliz paisano, obligado de entonces
más, a vagar errante y perseguido de muerte como una fiera..."
Estas palabras de Bernárdez sintetizan adecuadamente las
dos actitudes frente al Ejército Nacional: la del pasado
inmediato que lo veía como arma terrible y despreciable
de una dictadura, la entonces reciente que esperaba de él
la garantía de los derechos individuales. Esa es la transición
que registra su obra. No debe extrañar pues que aparezca
dedicada al hombre que hizo posible la transformación del
Ejército caudillesco en Ejército verdaderamente
nacional y que en ella resuene como una nota nueva todavía
la denuncia de los desmanes del Ejército; tampoco debe
extrañar que Manuel Bernárdez se convierta, casi
de inmediato, en redactor de El Ejército uruguayo (1888).
III
No es éste el único valor histórico
del libro. También quedan fijadas en sus páginas
las imágenes de un mundo gauchesco que estaba siendo transformado
no sólo por la acción del tiempo sino, muy particularmente,
por la acción de la literatura. Manuel Bernárdez
se acerca al mundo gauchesco con voluntad de pintarlo directamente
sin las acostumbradas simplificaciones o estilizaciones (mentira,
en fin) de los epígonos de la gran literatura gauchesca
o de apresurados viajeros. en una nota al capítulo I (Recuerdo
de ayer)explana el autor su intención documental. Dice
allí: "Para que no se me atribuya la prtensión
de constituirme en héroe de mi libro, diré que intercalo
este episodio como haré, si viene al caso, con algunas
escenas campestres, movido sólo por el deseo de pintar
con natural color, cosas y costumbres que conozco a fondo, y como
indirecta réplica a peregrinas descripciones que por ahí
andan con talante y reputación de verídicas. Me
carga un poco el aplomo de ciertos viajeros, que no pintan lo
que ven como lo ven sino como pretenden verlo, y acreditan por
cosa natural y propia de un país, lo que suele se un hecho
aislado, sobre juzgarlo todo con magna suficiencia, como si los
usos y costumbres de un pueblo o de una raza pudieran abarcarse
en una mirada. Los que dijeron verdad, con ella quedan a cubierto
de otras palabras. Hablo de ciertos "turistas" verdadera
calamidad para los pueblos que visitan persuadidos de la sagrada
misión de criticarlos en sus impresiones o cuadros de viaje,
y que ven siempre las cosas al revés, y a quienes, como
quien dice, los (...) se les antojan huéspedes.
Precisamente, la actitud Bernárdez es lo más
opuesto que pueda pedirse a la de los abominables turistas. El
natural color (de que habla) es obtenido por una descripción
minuciosa en que cada detalle destaca con relieve propio y demurstra
que si fueron 25 los días de campo que pretextan el trabajo,
esos 25 días estaban precedidos de incontables otros de
observación, de registro pausado y paladeado de las menores
circunstancias de nuestro campo hacia fines de siglo. De aquí
que valía tan especialmente para Bernárdez la calificación
de descriptor que se apuntó al comienzo de este artículo.
Por la claridad y nitidez de su visión, (...) el placer
que revelan sus composiciones descriptivas, se destaca naturalmente
Bernárdez. A lo largo de su narración hay algunos
pasajes que merecen la pena ser relevados. Apenas inicia el realato
vemos al propio Bernárdez tratando de montar a caballo,
bajo las miradas graciosas de los paisanos, y desnudando la natural
expectación de éstos con la habilidad con que consigue
dominar al animal. ("-No se turba el puebazo -dice uno
de los paisanos a media voz, codeando a su vecino.")
Y a medida que pasan los 25 días nuevas oportunidades se
presentan de mostrar el mundo gauchesco y describirlo en sus particularidades
más atractivas.
Algunas de esas descripciones son de primer orden y levantan notablemente
el nivel general de esta prosa. Sin ánimo exhaustivo pueden
indicarse algunas: la aparición, casi sub-humana de Pajarito
en el capítulo VI (De aquí a la Mina);
el descenso mismo a la Mina Oriental, en el capítulo así
titulado; la lucha del toro bravo con el jinete y su caballo en
el rodeo (capítulo X: El hombre de los campos);
la ceremonia de postrar al toro que Bernárdez describe
con ímpetu y exactitud (el mismo capítulo); los
carpinchos en el río y el recuerdo (que evoca) de una vez
que fue de niño con un mulato a enalazar carpinchos al
sauzal (capítulo XVII: Asperezas, literatura y otros);
el sacrificio de una res preñada (en el capítulo
XVIII, titulado inefablemente Intermezzi); el pichón
de águila que caza el teniente Sayavedra y que encierran
en un cajón con listones (XIX: ... y acaba la narración).
Cada uno de esos pasajes descriptivos documenta algo más
que la familiaridad de su autor con los temas de nuestro campo.
Demuestra una verdadera capacidad de organizar, en descripciones
vívidas y fuertes, el material acumulado por la experiencia
a lo largo de los años infantiles y de una adolescencia
de la que apenas acababa de salir su autor; una capacidad doble
de ver bien y describir con justeza que la madurez no empañaría.
IV
Infortunadamente este narrador de escasos veinte años
no se conforma con describir, con registrar lo que ve o lo que
recuerda haber visto. También quiere meditar, extraer profundas
reflexiones de los espectáculos contemplados, ordenar en
prosa pretendidamente poética o filosófica sus lucubraciones.
Entonces la más invasora vulgaridad se apodera de su estilo;
entonces todo el arte preciso y exacto del descriptor se convierte
en lugar común, en trivialidad. Bernárdez descriptor
cede el paso a Bernárdez gacetillero pomposo, seudo intelectual,
seudo sentidor.
Un solo ejemplo bastará. En el capítulo XV (La
gruta "Colón") describe Bernárdez
el inquietante descenso al seno de una gruta. "El vientre,
esto es, la gruta, aparece por fin, tenebrosa y recóndita.
Diez luces nos preceden y aunque algo pálidas, consiguen,
tras breve lucha, lanzar en derrota las tinieblas. Un millón
de murciélagos, únicos y naturales habitadores de
aquel antro, nos recibe armando infernal algarabía. En
la semi-oscuridad que deja en el fondo de la gruta la aglomeración
de sombra, columbramos una prominencia informe, y como inspirados
por igual idea, nos dirigimos a ella. Trepamos y nos hundimos.
El montículo es guano de los murciélagos, resbaladizo
y hediondo. No importa: una voz varonil resuena en la honda entraña
y la siguen todas, entonando en majestuoso acorde valientes estrofas
del Himno Nacional."
Hasta aquí la narración. No es notable (e incluso
abusa de la adjetivación mecánica: tenebrosa
y recóndita, voz varonil, valientes estrofas) pero
está por lo menos realizada con cierta inmediatez que la
hace tolerable. Pero Bernárdez no se conforma con ser un
puntual relator: quiere ahorrar al lector el trabajo de desentrañar
el significado "sublime" de la escena y continúa:
"¡Aquello fué magnífico! ¡Hollando
fango, descubierta la cabeza, bajo cincuenta metros de granito,
se alzaba virilmente el viejo antro, haciendo estremecer las piedras
y palpitar los corazones!... Hoffmann hubiera hallado en esa visión
un sublime asunto para sus fantásticas leyendas. Por un
momento soñé encontrarme en una de aquellas ventas
misteriosas que, desde el vientre del abismo, lanzaban gritos
de justicia y separación que hacían estremecer los
tronos y temblar los tiranos."
Esta apoteosis de la cursilería no es, infelizmente, única.
Casi no hay capítulo de la narración en que Bernárdez
no ahueque la voz para comunicar alguna patentada vulgaridad o
para reflexionar en voz alta sobre sí mismo (tema no excesivamente
interesante) o para decorar con algunos gastados recursos oratorios
una descripción que podía prescindir de ellos. En
este sentido es ejemplar el capítulo que sirve de introducción
y se titula De cómo y por qué. No faltan
allí la flotante clámide de gasa, ni los caballos
que se rezagan para coger de paso algún bocado de hierba,
ni potrillos que ordeñan la ubre hidrópica de leche
ni el viejo sol, con su cara encarnada de abuelo venturoso.
No falta, en fin, el joven narrador Bernárdez que se presenta
a sí mismo como un Mísero, devorado por el ansia
de apagar la sed de gloria en la corriente del genio y que
es, apenas, uno de los poeres estilistas de la lengua.
V
Este es el Bernárdez que ha envejecido lamentablemente,
el que domina con su vulgaridad veinteañera las páginas
de una narración que merece ser leída, sin embargo,
por su valor histórico, y por la autenticidad de muchas
de sus descripciones. El Manuel Bernárdez que de ningún
modo debió integrar una Colección de Clásicos
Uruguayos aunque pueda integrar, sí y muy dignamente,
una colección de Autores Uruguayos. Este el Manuel
Bernárdez que reclama una adecuada ubicación crítica
y del que casi nada dice el escaso prólogo de Morosoli
(justo, en cambio, en su apreciación de los otros dos relatos).
Este Manuel Bernárdez del que conversé una tarde
con Dionisio Trillo Pays: a quien dedico esa nota en camaradería
de puntos de vista aunque (tal vez) no de expresiones."
(*) MANUEL P. BERNÁRDEZ: NARRACIONES . Montevideo,
Colección de Clásicos Uruguayos (Biblioteca
Artigas, volumen 17), 1955, 165 pp. Prólogo de Juan
José Morosoli. Preparación de texto a cargo de Angel
Rama. Contiene, además de 25 días de campo,
dos relatos: El velorio vacuno y El desquite (su
mejor cuento).