"El 13 de octubre de 1878 apareció el primer número
de La Razón, periódico de propaganda liberal;
uno de sus fundadores y su primer director fue Daniel Muñoz
que habría de popularizar allí su seudónimo
de Sansón Carrasco. Tenía entonces Daniel
Muñoz menos de treinta años (había nacido
en marzo 10, 1849); en una década de intensa faena periodística
produjo una colección de artículos que cuentan entre
lo más vivo que ofrece nuestra literatura. Su carrera periodística
se interrumpió en 1888, fecha en que ingresa en la Administración
Pública como Secretario del Banco Nacional. Desde entonces
Daniel Muñoz es un ciudadano, no un escritor. La muerte
(en junio 10, 1930) restablece la valoración literaria
de su figura y subraya fuertemente la importancia de los primeros
cuarenta años.
Como tanto periodista, Daniel Muñoz no se ocupó
de recoger en volumen sus artículos. En vida suya se publicaron
dos volúmenes seleccionados y ordenados por mano ajena;
ambos ofrecían muestras de su labor de costumbrista y aunque
azarosos y hasta desordenados e incompletos, bastaron para rescatar
una imagen que (en su género, en su medida) no tenía
igual en las letras nacionales. A estos dos volúmenes (de
1884 y 1893) se han entregado póstumamente otros dos que
reiteran y amplían parcialmente el caudal de sus páginas
rescatadas dr la prensa decimonónica.
Sobre ellos, y no sobre la consulta directa de sus colaboraciones
periódicas, está edificada la imagen que la posteridad
de Daniel Muñoz levanta. Sus críticos (Roxlo, Zum
Felde, Fernández Saldaña, Pereira Rodríguez)
han apuntado con rara unanimidad y a veces en un solo par de adjetivos,
la calidad inusual del estilo de Daniel Muñoz. Ninguno
de ellos parece haberse detenido a considerar verdaderamente esa
calidad, de dónde nacía su singularidad. La reedición
de sus Artículos en la Biblioteca Artigas
puede ser el pretexto para intentar semejante examen y para apuntar
por escrito algunos de sus resultados.
La visión: primera instancia
Ya ha señalado José María Fernández
Saldaña (Diccionario Uruguayo de Biografías,
1945, p. 872) uno de los caracteres más notables de los
Artículos de Daniel Muñoz: su valor documental.
Significan, dice el erudito salteño, "un variado
y enorme caudal de noticias y pormenores sobre el pasado montevideano
y sus costumbres, vistas al través de un temperamento desaprensivo
y tolerante". En efecto, la primera actitud del evocador
(la apetencia del dato olvidado, el afán de rescatar el
momento sepultado ya por el tiempo) se da nítidamente en
este escritor. El mismo se revela en uno de los mejores retratos
de estos Artículos: el de Misericordia Campana.
"Debe este negro tener larga historia, dice, y
su memoria debería ser un depósito inagotable de
anécdotas e incidentes curiosos, pero, desgraciadamente
para mí, ha caído en mis manos cuando ya los años
le han tapiado los oídos y perturbado los recuerdos a tal
punto que es necesario valerse más de la mímica
que de la palabra para despertarle las ideas."
Esta apetencia se traduce en el vigor con que Daniel Muñoz
preserva, vivos y actuantes, los recuerdos; en la fuerza con que
reconstruye personas y lugares, objetos de un mundo que ya sólo
tiene espacio en la memoria. Cualquier artículo es depositario
de esas imágenes punzantes en que alienta todavía
una sociedad muerta o casi completamente olvidada. A veces se
trata sólo de una imagen, como al evocar al Corneta Sayago
y su recuerdo de la Matriz, "ubicada entonces en el solar
que hoy ocupa el Club Inglés, techada de paja, y dando
frente a un potrero en que pastaban vacas y caballos, que eso
y no otra cosa era por aquella fecha nuestra Plaza Constitución,
adornada hoy con fuentes y bancos de mármol" (agrega,
con evidente orgullo).
Otras veces, a la evocación del pasado se incorpora la
memoria directa del cronista, nacida la imagen dentro de su propia
historia personal y teñida de su emoción y de su
nostalgia, como cuando evoca a una morena vieja, célebre
por sus pasteles y empanadas. "Yo la recuerdo todavía,
a Tía Catalina, con su canasto de caña tejida, equilibrado
en la cabeza sobre un rodete de trapo, contoneándose por
esas calles, con su rebozo a media espalda, y la mano apoyada
en la cadera, recorriendo las casas de sus marchantes. Y recuerdo,
también, cuando ponía en el suelo su canasto, y
ella en cuclillas, quitaba primero la blanca toalla que lo cubría,
y en seguida iba levantando una tras otra las frazadas dobladas
que servían de abrigo a los pasteles, arreglados allá
en el fondo en una doble camada, humeantes todavía como
si acabasen de salir del horno. Más de una vez, yo muchacho
y goloso, quise meter la mano en el canasto para tomar alguna
hojaldre suelta, almibarada con el azúcar revenida por
el calor de la masa, y más de una vez, también,
Tía Catalina castigó mi golosina pegándome
en la mano, indignada de la profanación de su canasto,
consagrado como urna sagrada de la pastelería, donde sólo
ella podía resolver sin desarreglar el orden de la estiba,
en lo cual estribaba el secreto de conservarse la mercadería
caliente".
Pero el modelo indiscutido de este tipo de artículo en
que domina la visión del pasado (reconstruida por los datos
de la tradición oral y animada por el fuego de la memoria
personal) es el titulado Los carnavales y del que hace
bastante caudal Roxlo en las páginas de su acrítica
y desordenada Historia crítica de la Literatura Uruguaya
(tomo II, 1914, pp. 194/98). Se mezclan y funden allí
la visión del pasado con la del presente, sirviendo una
de contrapunto a la otra y rectificando aquélla con su
cálida evocación la imagen de este presente, de
su presente.
La visión: segunda instancia
Un historiador o un memorialista, sí. Pero no sólo
eso y ni siquiera eso como carácter dominante. Porque Daniel
Muñoz tenía los ojos (sobre todo, los ojos) demasiado
abiertos sobre el espectáculo de su tiempo para fijar una
mirada miope sobre la realidad, una mirada que sólo distinguiera
el mundo del pasado. El mismo lo dijo en uno de sus artículos,
precisamente en el que acaba de invocarse, Los carnavales.
Al abrir su evocación de su tiempo ya abolido hace unos
quince años, apunta la vanidad de los que lucen erudición
extemporánea y fácil, de los que (escribe) "se
dan ínfulas de ser sabedores de cosas de otros siglos,
sin darse cuenta, las más de las veces, de lo que acontece
en el que viven, como que va mucho de copiar lo que otros dijeron
a hacer por sí las observaciones y comentarios a que se
presta lo que nos rodea".
De aquí que no haya nada de arqueología en su evocación
y restauración ocasional del pasado y que, si por un lado
su arte linda con el de un delicioso primitivo como fue don Isidoro
de María por otro tiene sus más evidentes vinculaciones
(como ha señalado ya la crítica) con los cronistas
de lo coetáneo, con los historiadores del presente, con
los costumbristas que tanto abundan en las letras hispánicas.
En sus Artículos se echa una mirada a la realidad
del tiempo -una década entre 1878 y 1888, pero concretada
principalmente en los años 1882 y 1893-; se hunde la penetrante
vista en el espectáculo vivo y cambiante de una sociedad
que empezaba a organizarse a partir del caos de las guerras de
independencia y de la ardua defensa del suelo nacional y que pasaba
por la crisis de los movimientos cuarteleros y las dictaduras
militares de la segunda mitad del siglo. Aunque Daniel Muñoz
tuvo militancia política (hasta el punto de poder sostenerse
que su actividad literaria es sólo fecundo paréntesis
de esa actividad dominante), al entregarse a la composición
de sus artículos de costumbres la visión política
cede el paso a la social. Quedan, es cierto, como bien ha puntualizado
y examinado Pereira Rodríguez, suficientes alusiones como
para traslucir en las entrelíneas el clima político
tenso. Pero es lo social, en todas sus ricas y desiguales manifestaciones,
lo que captan los ávidos ojos de este observador.
Nada es suficientemente vulgar o insignificante para que Daniel
Muñoz lo soslaye. La basura de la capital o una fábrica
de porcinos son temas de sendos artículos, tan legítimamente,
como las gracias de Aquiles Lambertini (actor de cinco años)
o la poesía cadavérica y tumbal de otro prodigio,
Rafael A. Fragueiro. Con toda comodidad, Daniel Muñoz se
traslada de una gran evocación costumbrista (a modo de
fresco colorido que levanta con minucia de flamenco) a un retrato
en movimiento de algún ser humilde pero denso de vida vivida.
Junto a La feria, En el Mercado, una Caravana de bohemios,
Una quemazón, escribirá Daniel Muñozel
retrato del original maestro español Juan Manuel Bonifaz
(que dictaba en verso sus lecciones de gramática con desdoro
de ambas disciplinas) o presentará en breves y eficaces
imágrnes, a figuras ya divulgadas por la fama como el poeta
Zorrilla o el Martillero Piria.
En sus páginas puede pasarse del tumulto provocado por
los canillitas en el patio de El Nacional (el nombre de
canillitas es posterior y ocurrencia de Florencio Sánchez)
a la lenta evocación de Montevideo en un día de
lluvia ("Las cocineras vuelven del mercado tapando bajo
el rebozo la canasta de las provisiones. Y cubriéndose
de la lluvia con sus paraguas viejos, desvencijadas las varillas
y agrietado el género, recogiéndose la pollera al
atravesar la calle, con la pierna estirada en busca de las piedras
salientes para evitar el agua")
En sus páginas están los accidentes de un viaje
a Minas (laboriosa faena entonces) y la vivida evocación
del día, mayo 18, 1879, en que se reunieron los próceres
literarios en La Florida para premiar a quien con más inspiración
(según dice la fraseología de la época) cantase
la epopeya de la independencia. Entonces Daniel Muñoz,
dibuja a Angel Floro Costa, que consagró el acto, "con
aquel célebre discurso, que hizo servir como escaparate
para exhibir todo lo que sabía que sabía, remontándose
hasta la edad de piedra y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo
le cayó al alcance, todo para anunciar que ha puesto un
huevo, como decía la rana de los cacareos de la gallina".
Y evoca también al vencedor moral, Zorrilla de San Martín,
que se inició allí su famosa carrera de poeta y
recitador. "El rostro y el ademán (escribe
Daniel Muñoz) traducían aquel desaliento que
postraba al patriotismo inerme e impotente. Apagado el brillo
de la mirada, la frente velada con las sombras de la tristeza,
desmayada la voz, la acción desfallecida, parecía
el poeta la encarnación del pueblo abatido por el infortunio".
De esta depresión del tono y la voz, saldría el
poeta del trance de histrión al llegar el albor (luego
la aurora y el nimbo de luz de la colina) que anuncia en su poema
de epopeya libertadora.
No hay tema pequeño ni demasiado importante para este
observador del mundo real. Los grandes nombres de su época
y los desconocidos, los temas triviales y aquellos en que ardían
no sólo el fuego político sino el confesional, se
agitan en sus páginas y vino por la fuerza comunicativa
de su palabra, por el vigor de que fueron encerrados en las páginas
efímeras de un diario de la novena década del siglo
diecinueve.
La visión: tercera instancia
Más de setenta años separan estas imágenes
de Daniel Muñoz del lector de hoy. Lo que el periodista
captó con la inmediatez y frescura de una instantánea
es hoy historia, tiempo fijado irrevocablemente y muerto, o vivo
sólo en páginas que llegan del pasado. De modo que
lo que era cotidiano y familiar en el momento en que Daniel Muñoz
lo veía y lo fijaba en el papel, es ahora reliquia. Su
visión coetánea, tan viva y actual, tan aliviada
de arqueología, tiene para sus lectores de hoy un sabor
que él no pudo gustar en el momento de la creación:
el sabor documental. De este modo se cierra el ciclo de su visión,
se vuelve al origen y Daniel Muñoz se confunde con los
cronistas del pasado.
La perspectiva es paradójica y, esencialmente falsa, pero
cómo evitarla. Cómo impedir que sus páginas
sean leídas con el ímpetu nostálgico (apócrifo
y superpuesto por el lector) de quien contempla un mundo enterrado,
un mundo en que Pocitos, tan horizontalizada hoy, ofrecía
intactos sus médanos blancos que "brillaban como
si sus arenas estuviesen sembradas de pequeños prismas
de cristal"; un mundo en que los viajeros a Minas matan
el hastío especulando sobre las posibilidades de encontrar
o no matreros en el camino y el autor apunta, con gesto de implícita
disculpa, que "cansado del viaje y rendido del madrugón
del día anterior me apretó el sueño y SOLO
a las ocho de la mañana dí señales de vida...";
un mundo en que "el caserío de la Aguada"
se encontraba en los alrededores de Montevideo, en que apenas
salidos de la Estación Central "van raleando las
casas, y el tren recorre un largo trayecto franjeado a ambos lados
por las sementeras de las huertas que median de Montevideo a la
Unión".
Pero no sólo un mundo estático, fijado en sus estampas
de ciudad y campos, en sus ropas y gestos, en sus imágenes
de color y sonido; sino un mundo vivo y animado por los hombres
que lo pueblan y que Daniel Muñoz detalla en línea
y carácter. Valga el ejemplo de un jugador típico
de los carnavales hacia 1870: "el orillero de sombrero
gacho, poncho, pañuelo de golilla y en la mano otro, atado
por las cuatro puntas, dentro del cual llevaba su provisión
de hasta dos docenas de huevos, bastantes para divertirse los
tres días. A buen seguro que mi hombre lanzase un huevo
a la ventura. Apuntaba como quien va a tirar al blanco, revoleaba
el brazo dos o tres veces y si consideraba dudoso el golpe, volvía
a guardar su huevo para no malgastarlo". O este otro
ejemplo, que supera lo descriptivo para ingresar en el mundo de
la narración: el rancho que emerge de la niebla en Una
acampada, con la sugestiva imagen de la muchacha de menos
de veinte años.
Un mundo vivo también, por las entrelíneas de pasión
política y religiosa que lo animan. No abundan en estos
Artículos las referencias políticas (aunque
las que hay son bien concretas y están enderezadas, casi
siempre, contra un funesto Fiscal del Crimen de la época).
Pero las alusiones a la polémica religiosa que dividía
la sociedad montevideana de entonces son tan notorias y están
colocadas por Daniel Muñoz con mano tan deliberada que
no es posible pasarlas por alto. Ellas traducen una actitud anticlerical,
polémica y satírica, que no sólo ejemplifica
el clima del momento (que tan cuidadosamente ha estudiado Arturo
Ardao) sino que también ilumina las raíces del pensamiento
de Daniel Muñoz. Pero este es otro tema.
Un mundo recuperado en su visión del pasado y del presente,
en su placer de la observación y en su apunte satírico,
en sus entrelíneas políticas y en su ardor anticlerical:
eso es lo que ofrecen para el lector de hoy estos Artículos
de Daniel Muñoz. Pero también ofrecen algo más.
Los niveles del estilo: primero
En su citada Historia Crítica (II, pp. 187/88)
dice Roxlo: "El estilo, sin embargo, es lo que más
vale en aquellos artículos, cuya casticidad, cuyo sabor
arcaico, cuyos ricos matices, cuyos variados tonos, cuyas sabrosas
burlas y cuya elegancia sin amaneramientos no han encontrado aún
verba que los iguale o que los supere". Y a continuación
dedica diez páginas de su copiosa obra a la transcripción
de pasajes, -purple patches se diría en inglés-
en que el arte descriptivo de Daniel Muñoz parece más
evidente (al menos para el gusto no muy seguro de Roxlo). Más
breve y escaso es aún Zum Felde en su Proceso Intelectual
del Uruguay (1930, 1941). En la página 147 de la segunda
y reiterada versión apunta: "cultivó especialmente
la crónica literaria, género intermedio entre el
periodismo y la literatura, distinguiéndose sus cuadros
de impresiones y sus artículos de costumbres, -que firmaba
con el pseudónimo de Sansón Carrasco-, por la fina
sátira y la galanura de la prosa".
El estilo de Daniel Muñoz merece una consideración
más detenida. Ante todo, porque es uno de los estilos más
viables y elegantes de su época en nuestras letras. Tiene
la fluidez característica del gran escritor nato; tiene
la funcionalidad esencial que reclama el lector, todo lector.
No es un estilo de galeote (para aludir a la imagen divulgada
desde Flaubert) y más de un dómine de su tiempo,
y del nuestro, lo habría calificado de gacetillero, reservando
para sí sin duda las bostezadas delicias de un estilo castigado.
Sobre esas dos notas (fluidez, funcionalidad) descansa la eficacia
de Daniel Muñoz como estilista. Es directo sin grosería,
conciso sin desmedro de la nitidez, elocuente en un plano no meramente
retórico, con una elocuencia que se enraiza algunas veces
en la observación poética. Su estilo general tiene
además una tercera nota: la ironía que se ejerce
(como toda buena y sana ironía) no sólo sobre otros
sino sobre sí mismo.
Esta última nota, tan ausente de casi todo lo que escribió
otro estilista nacional, José Enrique Rodó, da a
los textos de Daniel Muñoz una frescura que todavía
alcanza al lector de hoy. Leerlo, a pesar de la diferencia de
ritmo, a pesar de sus giros castizos (de eficacia tan disminuida
ahora), a pesar de la distancia que impone su visión decimonónica.
Leerlo no es saltar hacia el pasado. Es sumergirse en lo intemporal
literario.
Pero no todo su estilo ha sido respetado por el tiempo. Hay en
él un primer nivel fácil, demasiado fácil,
en que abunda el retruécano no siempre ingenioso (como
cuando apunta que un negro tenía las canas verdes y luego
habla de sus verdes años), en que se insiste en
juegos galantes en desmedro del verdadero chiste (señala
cierta vez que fue despertado de un sueño profundo en que
se hallaba en "los brazos de ... no te tapes los ojos,
lectora, que no hay que ruborizarse, pues has de saber que esto
de los brazos es puramente una metáfora mitológica.
Era Morfeo, quien me tenía tan estrechamente abrazado"),
en que se suele incurrir en la alusión cursi o en el desarrollo
blandamente sentimental (véase la descripción de
la llegada del actor Carmona hasta el lecho en que yace su hijo
muerto, en la mejor tradición del Ridi, Pagliaccio),
en que se naufraga, a veces, en un estilo poético a priori,
deliberadamente elevado y pomposo (una vez habla de "las
galanuras del paisaje que lo rodea, siempre primaveral bajo este
cielo benigno que sólo se nubla por regar con fertilizantes
lluvias por los campos, volviendo a sonreír inmediatamente
el sol que fecunda los prolíferos senos de la madre común,
engarzado en el eterno esmalte azul"; y otra vez apunta:
"Ya no hay alboradas de nácar ni tardes de ópalo.
Las flores viven con la corola inclinada, llorando las perlas
líquidas que antes bebían en sus cálices
los rayos juguetones del sol naciente").
Estas defecciones del estilo, estas sensiblerías, son
el precio que hay que pagar a la posteridad, lo que Rodó
llamaba con frase rotunda el pontazgo del tiempo. En Daniel
Muñoz constituyen una parte apenas de su estilo: el primer
nivel del mismo.
Los niveles del estilo: segundo
En un plano más profundo es posible encontrar por debajo
del estilo funcional ydirecto o despejándose de falsas
galas oratorias o pseudo poesía prosaica, el segundo nivel
-el verdaderamente creador- el estilo de Daniel Muñoz .
La excelencia de ese estilo radica fundamentalmente en la misma
característica que ya se ha comentado en este trabajo:
en la naturaleza de la visión del escritor. Esa avidez
por contemplar el mundo real y por penetrar sus significados,
esa pasión por registrar sus matices (una forma, un color,
un objeto, un ser humano, un paisaje) y por decir su esencia,
son el fundamento del nivel creador de su estilo. Con una agudeza
que deriva de Larra y anticipa (en raros momentos) a Ramón
Gómez de la Serna, Daniel Muñoz vuelca sus ojos
sobre el mundo. Y ve.
Ve "las coles, con sus hojas inmensas y crespas, aljofaradas
todavía con las gotas de rocío de la noche; los
alcauciles mostrando sus hojas moradas y puntiagudas; los rábanos
dispuestos en manojos que parecen un ramo de capullo de rosas;
las zanahorias con sus raíces anaranjadas; cortados en
tajadas que muestran los zapallos con su cáscara oscura
y llena de verrugas, concentran la pulpa amarillentas (...) las
cebollas con su cabeza blanca coronada con una cabellera de raíces;
las lechugas frescas, rescatando el cogollo, con su alegre color
verdeclaro que contrasta con el plomizo de las hojas carnosas
de las coliflores. (Repetidas veces pinta esta naturaleza
muerta de coliflores y cebollas. En otro texto opone "las
hojas crespas de color verdeceniza de las coliflores"
a las "carnosas y lacias de las cebollas"; en
otro aún, las coliflores, con su color "oscuro
y aplomado" son enfrentadas al "verde vivo y
chillón de las lechugas").
También ve este ojo otras cosas. Ve "la sarta
de pescados colgados por la boca, con los ojos lechosos y apagados,
y las aletas plegadas contra el vientre", que lleva la
compradora de la mano al retirarse apresurada del Mercado. Ve
el desgaste del sol sobre la mercadería expuesta en el
Mercado ("las anchoas se derriten manchando el mármol
con los sudores oleosos de su carne"; ve la cola de un
caballo que vuelve ya del baño, "puntiaguda como
un pincel que va goteando"; ve correr en tropel a los
cerdos y los describe "con un galopito clavado, como si
estuvieran maneados, abanicándose con sus grandes orejas
que se movían al compás del galope".
Su visión se enriquece de seres y momentos. Una vez es
Dalmiro Costa, pianista precoz, que Daniel Muñoz evoca
en un tono entre sentimental e irónico en un excelente
artículo; allí lo fija para siempre, ejecutando
una música sencilla y tierna y "conjuntamente con
la música, parece que muere Dalmiro, los ojos en blanco,
el rostro pálido, agitando todo el cuerpo con un temblor
nervioso, y entreabiertos los labios como próximos a exhalar
el último aliento". Otra vez es apenas la visión
de un instante encerrada en una frase de seis palabras: el mismo
Dalmiro Costa, ya marcado por los años, "entrecano,
entrecalvo, entre mozo y viejo", con el que se encuentra
en lo de Mousqués.
En una última prueba de su poder de observación
llega Daniel Muñoz a la metáfora que arroja (generoso
e impremeditado en sus hallazgos) en las páginas vivas
de sus Artículos. Aquí apunta la salida de
los profesores de la orquesta, "llevando los unos los
féretros negros de los violines, y los otros las trompas
y fagotes cuidadosamente abrigados dentro de fundas de género";
más allá, advierte que en el depósito de
pianos y harmonios descuella "un inmenso glyptodon de
concha de carey negro, un Steinway de cola, mostrando la ancha
dentadura del teclado". Otra vez es la aurora lo que
el ojo ve: "Las estrellas se borran del cielo como lavadas
por la gran esponja amarilla oculta todavía tras el horizonte".
O el sol abrasador que "desciende como un globo rojo,
desprovisto de todos sus rayos, como si los hubiese dejado clavados
en la tierra. Parece una almohadilla sin alfileres".
Entre 1882 y 1883 Daniel Muñoz escribió los Artículos
que lo incorporan definitivamente a nuestra literatura y leaseguran
en ella un lugar destacado. En sus páginas la prosa periodística
alcanza categoría literaria indiscutible. Una visión
penetrante y original da fundamentos a esa prosa y la sostiene
hoy, a más de setenta años de distancia, con un
vigor y una comunicabilidad que no alcanzaron prosistas y poetas
coetáneos de más noble ambición y menor potencia
creadora. Así enfocado, el caso de Daniel Muñoz
adquiere proporciones ejemplares."