"En un artículo publicado en estas mismas páginas
hace dos números (Propaganda, nacionalidad y cultura,
abril 22, 1955) comenta Real de Azúa con sagacidad la iniciativa
del Consejero Zavala Muniz sobre los agregados culturales y la
ilusión, que ella implica, sobre nuestras posibilidades
actuales como exportadores de cultura. En uno de sus capítulos,
y para reforzar su punto de vista de que la cultura verdadera
se exporta sola, recuerda Real de Azúa el caso de algunos
escritores de la generación del Novecientos: "Hacia
1900, hacia 1910, el Uruguay no necesitó de agregados culturales
para usufructuar en renombre de su vida intelectual, la difusión
hispánica y americana de un Rodó y un Reyles, la
posterior de Quiroga". Y en nota al nombre de Rodó,
agrega un dato interesante: "Es curioso anotar que del
examen de su correspondencia se desprende que a Rodó lo
ayudaron efectivamente algunos diplomáticos en la difusión
de su obra. Así lo hicieron Adolfo Sienra en Brasil y el
cónsul Arturo Prats en Inglaterra. Claro es que lo hicieron
como amigos y no como funcionarios."
La distinción que establece Real de Azúa (como
amigos no como funcionarios) es importante; lo que ella implica
merece comentarse y desarrollarse. Porque la actitud oficial frente
a Rodó es ejemplar de la actitud de un Estado político,
de política chica como el nuestro, frente a sus valores
literarios. La historia es conocida de muchos pero no vale la
pena repasarla ahora que de lo alto se piensa en explotar Cultura
ya que, en nuestra incipiente literatura, ella es inevitable sinónimo
del nombre de Rodó; ahora que se cumple un nuevo aniversario
de su muerte.
La revelación de Rodó como crítico literario
y pensador no se produjo en ningún diario o revista oficial.
Se produjo en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias
Sociales (1895-97) que él mismo fundara con algunos
amigos de su edad y cuyas cuentas siguió compartiendo con
ellos mucho después de que la Revista hubiera cesado su
publicación. Con sus artículos de crítica
de autores hispanoamericanos y españoles, con sus revisiones
del pasado literario rioplatense, con sus meditaciones generales
sobre el estado de la literatura y el pensamiento en los albores
del siglo, Rodó se labró un nombre de segura circulación
en todo el mundo de habla hispánica: no popular todavía
pero estimado entre los lectores más alertas y calificados.
Su estudio posterior sobre Rubén Darío (1899),
que el poeta incorporó como prólogo de la segunda
edición de Prosas Profanas (París, 1901),
y, sobre todo, Ariel (1900) que fue reproducido en fervorosas
ediciones no autorizadas y en muchas autorizadas en todas partes
de América y España, sirvieron para fijar el nombre
de Rodó (29 años en 1900) como el del primer crítico
literario del habla y uno de sus más perfectos ensayistas.
Su visión americanista se impuso y se hizo bandera. Todo
esto, demás está decirlo, sin que hubiera intervenido
la gestión oficial y, lo que es más importante,
sin que hubiera sido necesaria.
Pero hay más: está el reverso de la medalla. Rodó
no era sólo un habitante del mundo poético; era
también un político militante. Su acción
política, encuadrada dentro del marco del Partido Colorado,
y a la que él traía un sentido casi religioso de
la tradición histórica, fue absorbiendo parte importante
de su personalidad. Mientras estuvo cerca de la línea impuesta
por la dominante personalidad de Batlle no tuvo otros problemas
que los que nacían de su resistencia a la pequeña
acción política, a la erosión de comités
o reuniones de corto alcance. Pero cuando Batlle vino de Suiza
con el proyecto de implantar el Colegiado con otras reformas sociales
y políticas, Rodó se levantó contra esta
política. La combatió; llegó a ser el leader
de la oposición antibatllista dentro de la Cámara
de Diputados. Esto le costó la Diputación porque
Batlle no era enemigo pequeño. Le costó también
la sistemática postergación de su nombre y de su
obra literaria en toda actividad que tuviera sello oficial. (Le
costó, después de muerto, la diatriba de muchos
críticos literariso revisionistas y batllistas; pero ésta
es una historia que habría que estudiar más largamente.)
El más notorio episodio de la hostilidad gubernamental
frente a Rodó escritor ocurrió en 1912. Este año
Rodó debió integrar la delegación uruguaya
a las fiestas del Centenario de las Cortes de Cádiz pero
el Ejecutivo lo hizo sustituir por D. Eugenio Lagarmilla. No se
trata de hacer ahora el enojoso paralelo entre ambos. Se trata
de medir por ese hecho la lucidez de la gestión oficial
en materia de alta cultura exportable.
En una carta a Hugo D. Barbagelata (que éste publicó
en su Epistolario de Rodó, 1921), pero que se conoce
por un borrador que ha sido exhumado del Archivo Rodó,
propiedad de la Biblioteca Nacional) se franquea el escritor,
aunque con pudor y hasta elegante reticencia, sobre la injusta
postergación: "Respecto de mi viaje a Europa, bien
quisiera realizarlo.... pero no entra eso en el número
de las posibilidades actuales. Ya sabe Vd. que de este gobierno
no puedo esperar atenciones, ni yo las aceptaría, siendo
radicalmente adversario de él y combatiéndole, como
lo combato, por la prensa. Si yo fuera argentino o chileno habría
ido a Europa veinte veces, porque en esas vecindades se cotiza
un poco más alto la representación de ciertos nombres.
Acuérdes Vd. de lo que pasó cuando las cortes de
Cádiz. Estas son pequeñeces de nuestro terruño,
de las que no debemos hablar más que entre nosotros mismos."
(El borrador aparece fechado en febrero 11, 1914).
Rodó no necesitaba del favor oficial para ser difundido
en todo el mundo de habla hispánica o para ser traducido
a las principales lenguas cultas; Rodó no necesitaba del
favor oficial para que (el mismo año que era postergado
en la delegación a las Cortes de Cádiz) la Academia
Española lo designara correspondiente extranjero; Rodó
no necesitaba del favor oficial para ir a Europa. Pero cuando
se anunció en Montevideo que partiría para el Viejo
Mundo como corresponsal de la revista argentina Caras y Caretas
a muchos la vergüenza de ver al primer escritor uruguayo,
al mayor prosista español del momento, aceptando una corresponsalía
extranjera, le hizo subir sangre a la cara. Trataron de reparar
el empecinado encono oficial y propusieron para él una
Cátedra de Conferencias (como la que tres años antes
se había dado a Vaz Ferreira)- como señuelo para
que se quedara y como compensación de tanto desdén
calculado y tanta mezquina hostilidad. Rodó no aceptó
que se prosiguieran las gestiones. En carta que publicó
El Plata (julio 6, 1916) agradece y aclara: "... cualquiera
sea la suerte reservada al proyecto, mi candidatura para ejercer
la nueva cátedra debe considerarse absolutamente eliminada,
pues, aún suponiendo que existiera la posibilidad de esa
designación, quedaría sin efecto por más
irrevocable voluntad de no aceptarla." El rechazo tiene
un evidente sentido aleccionador. Rodó no está dispuesto
a aceptar limosnas. Prefiere seguir siendo un periodista al margen
del favor oficial que otros mendigan con esmero.
La pregunta es inevitable: qué cultura nacional piensa
exportar el Consejero Zavala Muniz con sus agregados culturales
remodelados. La cultura de Rodó, sin duda; la cultura de
Rodó que ya está exportada y de cuyas obras existen
actualmennte más ediciones extranjeras que nacionales;
de Rodó que no necesitó de agregados culturales
y tuvo que luchar en cambio contra los escollos que le puso el
gobierno en el camino. La cultura de Rodó y la de su grupo
generacional, que tampoco necesitó de prebendas. Esa cultura
es la que ahora hay que exportar. O tal vez se trate de exportar
una cultura menos solicitada y más reciente, como parece
indicarlo el viaje de la Comedia Nacional a Santiago de Chile
con conferencia de Hylio Caporale Scelta y lectura de La Cruz
de los Caminos, de un conocido dramaturgo uruguayo, en su
programa. O de la cultura auspicida con entusiasmo indeclinable
por la AUDE y algunas amazonas venerables (como escribía
Real de Azúa), por todos los que han seguido probando fehacintemente
con sus epístolas que el Casalismo lejos de estar muerto
está más vigoroso y piafante que nunca.
Una cultura oficalista de 1955 que se saltee a quienes no pasan
por la amansadora ministerial y no dedican páginas a los
próceres políticos de nuestra literatura; una literatura
que difunda ente lectores europeos, fatigados ya de Sarte o de
Eliot, de Faulkner o de Pratolini, de Toynbee o de Zubiri; entre
lectores americanos de Reyes, Borges y Neruda, las obras maestras
de nuestros audistas. Porque no cabe esperar otra cosa. La gestión
ministerial del actual Consejero Zavala Muniz lo anticipa. Le
dicen, con rara elocuencia, estas sus palabras de un discurso
cultural de octubre 25, 1952: "El Estado no debe entrar
a calificar la obra de arte. No lo debe hacer por dos razones
fundamentales: porque el Estado, mientras seamos lo que somos,
por fortuna, es también un Estado político, con
conciencia política." O dicho en buen romance:
el Estado no discriminará valores estéticos pero
discriminará valores políticos."