Alejo Carpentier: Los pasos perdidos. México,
EDIAPSA, 1953. 336 pp.
"El relator de esta novela es (como su autor) un musicólogo
hispanoamericano que se dedica a investigaciones sobre música
primitiva y que tiene una teoría sobre el origen de la
música. La expone en página 27: "Inconforme
con las ideas generalmente sustentadas acerca del origen de la
música, yo había empezado a elaborar una ingeniosa
teoría que explicaba el nacimiento de la expresión
rítmica primordial por el afán de remedar el paso
de los animales o el canto de las aves. Si teníamos en
cuenta que las primeras representaciones de renos y de bisontes,
pintados en las paredes de las cavernas, se debían a un
mágico ardid de caza -el hacerse dueño de la presa
por la previa posesión de su imagen-, no andaba muy desacertado
en mi creencia de que los ritmos elementales fueran los de trote,
el galope, el salto, el gorjeo y el trino, buscados por la mano
sobre un cuerpo resonante, o por aliento, en la oquedad de los
juncos".
Antes de que el relato tenga oportunidad de comprobar la falsedad
de su teoría (en medio de la selva ecuatoriana, asistiendo
a los exorcismos de un hechicero sobre el cadáver de un
cazador muerto por la mordedura de un crótalo); antes de
que puede elaborar una nueva teoría apoyada en su propia
experiencia directa de la música primitiva, el relator
llevará al lector al descubrimiento de un mundo más
accesible y conocido: el mundo sentimental de l'homme moyen
sensuel de una gran ciudad de hoy. Porque este musicólogo
es también un enamorado. Esposo de una actriz norteamericana
que el éxito eterniza en la repetición del mismo
papel noche tras noche en un escenario de falsa columnata sureña,
el relator se consuela de la escasez o previsible regularidad
del abrazo conyugal con una muchacha francesa, Mouche,
seudo-astróloga y seudo-intelectual que ha adquirido rápidamente
en Saint-German des Près algunos hábitos de lenguaje
y de otra clase. Tragado por la gran ciudad (New York, aunque
no se insiste en la identificación), reducido a una unidad
dentro de la masa indiferente, poco más que la satisfacción
del sexo le queda al relator. Eso y el rumiar algún proyecto
(teoría sobre el origen de la música, imposible
versión musical del Prometheus Unbound de Shelley).
Ese vegetar se verá interrumpido por el ofrecimiento de
una Universidad de remontar un río en busca de algunos
primitivos instrumentos indígenas en un inaccesible lugar
de América hispánica (que tampoco se identifica
totalmente pero que es de la zona ecuatorial). Para el relator
la oferta no es demasiado tentadora; para Mouche es la oportunidad
de unas vacaciones pagas ya que (sugiere) hay que estafar a la
Universidad, divertirse y volver con las manos vacías.
Pero el Destino quiere otra cosa: el Destino quiere que el relator
vuelva sobre sus pasos, desande el camino trazado en la extranjera
selva de asfalto y recupere la ruta de los orígenes. Al
llegar a la capital hispanoamericana, los recibe una revolución
que con sus esplendores de sangre y escasez de agua corriente,
corta el ritmo de la vida cotidiana civilizada; esa revolución
indica la primera etapa en el viaje regresivo al pasado. Más
tarde, al internarse en pueblos y poblachos, al abandonar la tracción
mecánica por la animal o por la canoa sobre los portentosos
ríos, el relator va cumpliendo su periplo hacia los orígenes.
Para él es como volver a nacer (o a ser); para Mouche,
flor absolutamente sintética, es la desintegración,
el no ser, el regreso a una nada de la que hablaba sin conocerla.
Pronto encuentra el relator a Rosario, mujer indígena y
elemental con la que cumplirá las últimas etapas
del viaje, despejado providencialmente de Mouche.
A medida que se desarrolla la aventura, e ingresan personajes
tan curiosos como el Adelantado o el griego Yannes o Fray Pedro,
y se descubren formas cada vez más primitivas de vida,
el relator va adquiriendo conciencia de que su viaje en el espacio,
su desplazamiento desde el centro de la civilización mecánica
hasta un pueblo perdido en la selva, es en realidad un viaje en
el tiempo: un regreso a la América precolombina, a la América
que fue conquistada y colonizada por los épicos buscadores
de El Dorado. Otra cosa descubrirá pronto (y con dolor
que da a la aventura un trasfondo dramático); que ya es
tarde para él, que el regreso a los orígenes no
borra las huellas dejadas por la civilización. Porque instalado
con Rosario en la primitiva comunidad, se ve obligado a regresar
al mundo civilizado: para buscar papel y tinta con que componer
un Treno sobre la invocación de los muertos en la
Odisea y que el viaje ha liberado por fin dentro de sí.
Cuando regresa, la civilización lo prende con sus halagos
y con leyes y compromisos: con Mouche y con Ruth que no están
dispuestas a soltar la presa y quieren compartir su fama, si no
sus sentimientos. Por eso, cuando retorna por segunda vez al pasado
ya es tarde. La moraleja, expresada en las últimas páginas
del relato, es: "Los mundos nuevos tienen que ser vividos,
antes que explicados. Quienes aquí viven no lo hacen por
convicción intelectual; creen, simplemente, que la vida
llevadera es ésta y no la otra. Prefieren este presente
al presente de los hacedores de Apocalipsis. El que se esfuerza
por comprender demasiado, el que sufre las zozobras de una conversión,
el que puede abrigar una idea de renuncia al abrazar las costumbres
de quienes forjan sus destinos sobre este légamo primero,
en lucha trabada con las montañas y los árboles,
es hombre vulnerable por cuanto ciertas potencias del mundo que
ha dejado a sus espaldas siguen actuando sobre él".
Entonces el relator explica y se explica: "He tratado
de enderezar un destino torcido por mi propia debilidad y de mí
ha rotado un canto -ahora trunco- qe me devolvió al viejo
camino, con el cuerpo lleno de cenizas, incapaz de ser otra vez
el que fui". Y más abajo, al reconocer que ese
mundo original primitivo le está vedado para siempre, escribe:
"Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque
la única raza que está impedida de desligarse de
las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo
tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios
tangibles, sino que se anticipan al canto y forma de otros que
vendrán después, creando nuevos testimonio tangibles
en plena conciencia de lo hecho hasta hoy".
Aunque no faltan teorías en el libro -y no sólo
teorías sobre el origen de la música (p. 242) sino
teorías sobre la anacrónica tradición americana
(64/65), sobre la fusión de las grandes razas del mundo
en América (103) o sobre la simbiosis de culturas en nuestro
continente (146)-, aunque todo el libro tiene un inequívoco
aire de alegoría y, también, de novela cifrada y
tal vez autobiográfica, el lector no prevenido, el lector
que sólo busque en una novela lo novelesco, no saldrá
insatisfecho de estos Pasos perdidos y encontrados. Porque
algo que ha llegado a dominar con elegante perfección Alejo
Carpentier (nacido en Cuba, 1904) es el arte del relato fascinante.
Por encima de las teorías, por encima de cierta ostentosa
erudición enciclopédica que lo aflige, por encima
de un estilo ocasionalmente preciosista y siempre castigado, Carpentier
sabe levantar una estructura narrativa de sostenido vigor. El
conflicto humano, la aventura misma, el marco ambiental, están
vivos y despiertan una apetencia inmediata en el lector. En este
sentido, su progreso sobre un anterior intento novelesco (El
reino de este mundo, México, 1949) es evidente. No
porque no hubiera en aquel libro un interés constante,
sino porque la evocación de la historia infamante y colorida
de Haití era sólo pretexto para un relato lineal,
construido con cuidados y amaneramientos que en cierto sentido
recordaban a los ejercicios de estilo borgianos en la Historia
universal de la infamia (1935) -aunque éstos de Carpentier
no trabajan en el lenguaje con la misma profundidad y creación
que los del escritor argentino.
Pero si el lenguaje es importante en Los pasos perdidos,
si se advierte el sabor estilístico y la creación
verbal como preocupación constante del autor, también
se advierte la subordinación del detalle barroco a la estructura
narrativa: el deleite puesto en contar, en recrear (por sucesivas
inmersiones y desde las antípodas culturales) un mundo
primitivo e intacto, un mundo que el mismo Carpentier asegura
haber visitado en una Nota que cierra el volumen; un mundo,
en fin, que este libro ha incorporado a las letras de América
con sobrio gusto."