(*) Virginia Wolf: Diario de una
escritora (A Writer's Diary). Traducción de
José M.Coco Ferraris. Buenos Aires, Editorial Sur, 1954.
323 pp. La edición inglesa ha sido publicada por la Hogarth
Press (London, 1953, 372 pp.) que ella misma fundara con su marido
en 1917. Hay un interesante comentario de este libro por Victoria
Ocampo: Virginia Woolf en su Diario (Buenos Aires, Editorial
Sur, 1954). De él se dio noticia ya en Marcha (Nº
727, julio 9, 1954).
El Diario de una escritora es sólo un fragmento
de la vasta obra que fue creando Virginia Woolf a lo largo de
sus días: una parte editable de los 26 volúmenes
(uno por cada año) que cubrió, con sus nerviosos
trazos, entre 1915 y 1941. La parte que se refiere a su actividad
de creadora y de crítica, la parte que la muestra emergiendo
de la faena (peor que parto, dice) de cada nuevo libro, agotada
y temblorosa, sin jugos como naranja exprimida, incapaz de soportar
la tortura de ser leída y juzgada y analizada; la parte
de ella que vivía en la creación y para la creación.
Por esos su marido y editor, el penetrante Leonard Woolf, advierte
que la imagen de la escritora que ofrece este libro singular,
es casi caricatura.
Ya el diario (como creación autobiográfica) suele
presentar un solo lado de la personalidad: el azaroso lado de
sombra. (No escribimos diarios cuando nos sentimos felices.) A
esa inevitable tendenciosidad del género hay que agregar
aquí todas las supresiones, todo lo que ha quedado inédito
para no herir la susceptibilidad de los vivos o la memoria de
algunos muertos, para no descubrir a ajenos lo que más
vale en dejar en silencio. (La relación con su padre es
uno de los temas más soterrados, más fascinantes.)
Sí: un fragmento del ser Virginia Wolf; un fragmento tendencioso
y especializado, incompleto (por definición). Pero qué
irresistible y qué revelador. Qué absorbente y dominante.
Y cómo a través de él, a través delo
que dice y lo que sugiere, de lo que obstinadamente calla e involuntariamente
revela, se pueden alcanzar otros fragmentos, otras visiones de
la provocativa,. De la discutible, de la patética, Virginia
Wolf. Aún a riesgo de errar, aún con la conciencia
de lo incompleto y de lo desconocido, cómo resistir a la
tentación de reconstruir (con la parte emergente a la vista)
el resto de esa personalidad sumergida, cómo evitar la
reordenación -tal vez demasiado personal y arbitraria-
tal de las notas (algunas notas) que tan vivas e intensas yacen
todavía entre las páginas de ese libro. Aún
sabiendo que es posible equivocarse y que la imagen ofrecida es
parcial. Es caricatura.
Primer círculo: la vanidad
Al releer su primer novela, The Voyage Out (1915),anota
Virginia Woolf en su Diario (febrero 4, 1915): En conjunto
me gusta considerablemente la mentalidad de la joven. Qué
galantemente toma partido -y a fe mía, qué don para
la pluma y la tinta. Sí, es de ella misma, de Virginia
Wolf, joven de 33 años, que está escribiendo. El
aplauso se trueca en autocomplacencia, en vanidad pueril, expuesta
sin rebozo. No es ésta la única nota en que Virginia
explaya el deleite que le provoca su propia obra. Hay muchas más.
No faltan, es claro, aquellas otras notas lúgubres en que
denuncia sus fracasos y se lamenta sin pausa de sus limitaciones.
Pero lo que la primera mirada superficial registra es la vanidad.
Cómo me interesó a mí misma, apunta otro
día. Ese interés por sí misma por su obra
literaria, por su puesto en la literatura inglesa contemporánea,
por el éxito de sus contemporáneos inmediatos, contamina
casi todas las horas de este Diario, asoma en cada vuelta
de página y (con uno u otro disfraz) está detrás
de muchas de sus mejores reflexiones.
Ningún creador puede tragar a un contemporáneo,
apunta rápidamente en abril 20, 1935, después de
recordar un juicio adverso de Lytton Strachey sobre su facultad
de análisis. Como para dar fe de esta afirmación
contundente deja caer en las páginas del Diario
sus objeciones a los más ilustres de sus colegas, desde
Catherine Mansfield (escribe mal, es superficial) hasta James
Joyce (el Ulises le parece un libro analfabeto, maleducado)
o Aldous Huxley (Pount Counterpoint es crudo, está
mal cocinado).Su franqueza (redacta notas personales que nadie
presumiblemente leerá) la lleva a reconocer que envidia
a Lytton Strachey o a T. S. Eliot: Cuando Desmond (McCarhty)
elogia East Coker, y me pongo celosa, paseo por los
bañados diciendo: Yo soy yo. Esta sensibilidad herida,
estos celos, esta capacidad de estar siempre especulando sobre
sí misma, sobre su fama, es mera vanidad, es claro. Pero
cómo duele y cómo enferma, cómo espolea.
Cada tanto, cuando está por publicarse un nuevo libro
o cuando vacila en momento de crear otro, inquiere sobre su lugar
en las letras contemporáneas. Es curioso seguir la huella
de esa valorización objetiva intentada por ella misma.
Al principio (marzo 6, 1921) parece conformarse con ser conocida;
poco después se fortalece advirtiendo que recibe bastante
consideración (febrero17, 1922). Pero esto no bastará.
Habrá que pasar por tres etapas, como cuando se siente
calificada como una "interesante" novelista (no
como "grande", todavía) o en que ya se
reconoce como "Famosa" y descubre que la fama
es vulgar y un estorbo (mayo 4, 1928), pero no deja de anotar
cada opinión favorable y de analizas las agonías
que desata una palabra de censura. Y habrá otras etapas
aún: cuando sienta que su poder creador declina y se vea
vieja y gastada y enferma, y sufra los ataques de una nueva generación
irrespetuosa, o las corteses, evasivos, silencios de sus mejores
amigos ante la nueva obra. Entonces creerá fracasar y elaborará,
para sobrevivir, una teoría que la muestra como una rebelde,
como fuera del juego literario, no compitiendo, consiguiendo así
excusa para no perder, para no ser postergada, para no tener que
asimilar el silencio ofensivo.
En ningún momento de su carrera literaria (cíclica,
porque cada salida la devuelve al punto de partida) es esta agonía
de la opinión ajena más evidente que cuando se prepara
a lanzar un nuevo libro. El sufrimiento es entonces intolerable.
No puede vivir sino pensando en las reseñas críticas;
aparta la vista cuando pasa por el cuarto en que se encuentran
los paquetes de los libros que serán enviados a los críticos.
Se aferra al Diario para fortalecerse: anota en él
sus propósitos de no atender a los juicios adversos, de
continuar su obra impávida. Pero no puede escribir una
sola línea y debe esperar como una condenada. O, como ella
misma dice en setiembre 22, 1931, como la liebre, a millas
de ventaja de los sabuesos, mis críticos. A millas
de ventaja, pero, en realidad, puesta por ella misma en sus fauces
y entregada sin defensas al sacrificio.
Una censura se hunde en la carne y la hace vacilar: un día
(diciembre 4, 1930) lee en el Times Literary Supplement una
palabra de leve mofa y decide alterar completamente The Waves,
su mayor intento novelesco y en el que trabajaba desde hace años;
unas palabras de elogio de Lytton Strachey (cuyo juicio temía
y no siempre se atrevía a pedir) la ponen fuera de sí
y se olvida de comprar café y recorre el puente de Hungerford,
agitada y vibrante. Ese miedo al juicio ajeno, a la exposición
pública de sus defectos (reales o imaginados por el crítico),
algo que ella llama ser expuesta como payaso, calaba tan hondo
que se convierte en enfermedad: crónica e inevitable, de
diagnóstico seguro y evolución previsible hasta
en el menor detalle. La edad no trae la sabiduría. Apenas
sí trae un elemento patético más al dejar
descubierto a la invalidez de esta espléndida escritor
ante la menor palabra de censura o elogio.
Una egoísta, demasiado interesada por sí misma,
enfermizamente preocupada de su reputación y de su fama,
celosa del éxito de sus contemporáneos (amigos o
desconocidos), neurótica y excesiva. Sí todo eso.
Pero no sólo eso. Este es el primer círculo, el
más superficial, el más olvidable, de los que describe
este Diario terrible. Por eso, cuando se encuentra uno
en sus páginas frases engendradas por la amargura y la
soledad (nadie se ocupa de los demás; no puedo soportar
a mis semejantes), debe pensar que son el producto de una zona
del espíritu de Virginia Woolf: de esa zona superficial
y llagada de su ser, expuesta inevitablemente al contacto más
áspero y a la incomprensión. Pero la piel únicamente
del ser entero que yace más profundo.
Segundo círculo: la creación
Si este libro sólo fuera el registro de las torturas de
Virginia Woolf ante la opinión ajena tendría seguramente
un gran valor para el sicoanalista pero no interesaría
más que lateralmente al crítico. Pero es, por encima
de todo, un extraordinario testimonio sobre la creación
literaria: uno de los más extraordinarios que posea la
literatura occidental desde las cartas de Flaubert. Porque Virginia
Woolf huye sobre todo un creador, un ser que no podía no
crear, para quien crear era como una condena inevitable (hay que
oírla, ya envejecida, implorando a seres instalados dentro
de sí misma que no la obliguen a crear un libro tan agotador
como The Years). De ella pudo haber dicho Hegel lo que dijo de
los filósofos: El que está condenado por Dios
a ser un creador.
Porque era un creador, vivió siempre la desgarradora experiencia
de ser habitante simultáneo de dos mundos. O para repetir
sus palabras: el esfuerzo de vivir en dos esferas: la novela;
la vida; es una tensión. Y de ese esfuerzo, del tránsito
brusco o preparado, de un mundo a otro hay abundantes ejemplos
en este Diario. Hundida: en la creación de un mundo
novelesco absolutamente personal (no un facsímil de la
realidad, sino la realidad comprimida, esencializada, despojada
de lo adventicio y no significativo); espoleándose por
todos los medios posibles para llegar a esa excitación,
ese calculado frenesí, en que la realidad novelesca empieza
a tomar cuerpo y fluye, incontenible, transformada en palabras,
en imágenes, en ritmos: tiranizándose para ser verdadera
y no resbalar sobre la frase hecha, la anécdota contada,
la observación de segunda mano. Virginia Woolf emergía
súbitamente de ese mundo de la palabra para chocar contra
la realidad cotidiana. Cada acto (hundirse, emerger) es un combate
que deja huellas y que, en su frágil naturaleza, significa
dolores de cabeza, náuseas y, a veces, el peligroso orillar
en la locura.
Pocos escritores han podido declarar con tanto acierto, con tan
desnuda elocuencia, ese combate incesante. Lo que Rodó
en las huellas de Flaubert llamó la gesta de la forma,
pero mucho más todavía: no sólo el combate
moroso y bizantino con la palabra, sino la lucha cuerpo a cuerpo
con la realidad, con la visión interior, que acompaña
sin pausa al artista y que se superpone casi siempre a su visión
normal. En este Diario describe Virginia un paseo por los
alrededores de su casa de campo en Rodnell con su marido y concluye:Leonard
vio una gris ave heráldica; yo sólo vi mis pensamientos
(febrero 11, 1940).
Por eso cuando la guerra llega y está entregada a la composición
de su Roger Fry: A Biography puede escribir (setiembre
10, 1938): No siento que la crisis sea real -no tal real, al
menos, como Roger en 1916 en Gordon Square (su casa de soltera
en Londres), sobre la que he estado escribiendo. No. No
se trata del intelectual encerrado en su torre de marfil (como
habrá de verse luego) sino del artista encerrado inescapablemente
en la órbita de su visión, casi un místico
o un médium -como ella misma apunta en algún lado-,
para emerger de allí no con las manos vacías sino
con la cosecha de su obra: un nuevo mundo, una realidad interpolada
por el esfuerzo y su agonía en la realidad de todos.
Porque se trata precisamente de eso: otra realidad. Quienes se
enfrentan a las novelas de Virginia Woolf y protestan porque no
pueden reconocer en ellas la realidad cotidiana que un Arnold
Bennett o un Theodor Dreiser o un Blasco Ibáñez
les ofrece están especulando no con la realidad que a todos
nos envuelve sino con una forma (la naturalista) de ofrecer literariamente
la realidad. Y Virginia Woolf pertenece precisamente a ese gran
impulso de renovación de la novela contemporánea
que intenta apresar otras zonas de la realidad que las caben,
en su inventario de sastrería o en los contratos de arrendamiento.
En uno de sus libros de ensayos, en el provocativo A Room
of One's Own (1929), se ha preguntado Virginia Wolf: ¿Qué
es la realidad? Y ha contestado: Parecería ser algo
muy errático, muy poco de fiar -que podría encontrarse
ora en un camino polvoriento, ora en un pedazo de diario en una
calle, ora en un narciso al sol. Ilumina un grupo reunido en su
cuarto o marca algún dicho casual. Lo abruma a uno cuando
camina de vuelta a casa bajo las estrellas y convierte el mundo
del silencio en algo más real que el de la palabra -y también
está allí en un ómnibus detenido en el fragor
de Piccadilly. A veces, asimismo, parece morar en formas demasiado
alejadas de nosotros para que podamos discernir qué naturaleza
tienen. Pero cualquier tema que toque, lo fijan y hacen permanente.
Eso es lo que permanece cuando la corteza del día ha sido
arrojada sobre el seto: eso es lo que queda del pasado y de nuestros
amores y nuestros odios.
En realidad, que el escritor penetra mejor que nadie (según
apunta ella misma a continuación) es la realidad esencial
de la visión del poeta: la realidad de las cosas despojadas
de sus accidentes y liberadas del tiempo. A la exploración
de esa realidad que subyace lo interno dedicó todo su arte
y toda su sensibilidad y toda su visión Virginia Wolf.
Por eso (salvo en algunos intentos primerizos poco exitosos) rehusó
reconstruir la realidad a partir de lo puramente anecdótico;
por eso de despojó de argumentos y de intrigas y en sus
mejores novelas se limitó a contrastar dos destinos que
se cruzan un mismo día (Mrs.Dalloway, 1925), o un
momento del tiempo visto desde tres perspectivas distintas y complementarias
(To the Lightouse, 1927), a los monólogos de seis
personajes que viven y evolucionan inmersos en una realidad temporal
cuyo fluir incesante encuentra su mejor símbolo en el oleaje
(The Waves, 1931).
Casi sin personajes ni anécdotas, sin progresión
dramática, ni peripecia, Virginia Woolf creó un
orbe personal y coherente, una realidad que no por estar esencializada
es menos real que la de los novelistas de la topografía
y las artes aplicadas, de las enumeraciones y los diálogos
fonográficos, de las estadísticas y la ficha antropométrica.
Esa realidad es el producto de una visión, agudísima,
desintegradora y penetrante, de la realidad cotidiana, -como ha
demostrado magistralmente Erich Auerbach en el último capítulo
de su Mimesis (México, Fondo de Cultura Económica,
1950).
Que para llegar a esa creación, partió Virginia
Woolf de experiencias personales únicas es lo que documenta
ahora este Diario. Porque se trata de algo distinto a una
resistencia a la vulgaridad de la novela naturalista (como parecían
creer algunos enemigos) o a una irremediable tendencia poética
que ella misma descubría y analizaba en su naturaleza.
Se trata de una mirada que ve en la realidad cotidiana algo más
que lo que ella ofrece al hombre corriente: una mirada que penetra
como en trance místico la realidad: algo que veo ante
mí (escribe en setiembre 10, 1928): algo abstracto;
pero que reside en los downs o en el cielo; ante lo cual nada
existe; en lo cual descansaré y continuaré existiendo.
Realidad lo llamo. Y me imagino a veces que es la cosa más
necesaria para mí: lo que busco. Pero ¿quién
sabe? ¿apenas se toma la pluma y se escribe? Qué
difícil es no ir convirtiendo en realidad esto o aquello,
en tanto que es una sola cosa. Ahora bien: tal vez es éste
mi don: esto tal vez lo que me distingue de otra gente: creo que
es raro tener un sentido tan agudo de algo semejante -pero de
nuevo ¿quién sabe? Me gustaría expresarlo.
Es esa visión -tan única y personal, tan verdadera
(como las montañas de Persia que ve al atravesar Russell
Square un día de 1926), tan difícil de resumir en
sus argumentos- lo que yace debajo de sus novelas: es su realidad
poética y visionaria. Porque la mujer que escribe estas
notas es una visionaria: una visionaria que ha conseguido traspasar
sus visiones del mundo real al mundo poético de sus novelas,
hasta que lo visionario (explica en julio 19,1937) se convirtió
en parte de la vida ficticia, no de la real. Pero esa visión
no carece de forma: es una visión trasmutada en arte y
para el arte es sobre todo la ordenación de la realidad.
La creación ordena al mundo y le da significado (descubre
alborozada un día de 1934). Y su misma preocupación
por la forma garantiza la responsabilidad estética de su
visión, la sienta en un mundo en que el tiempo fluyente,
rescatado de la destrucción por la eternidad de la creación.
Como en Marcel Proust (al que leía con admiración
y sin envidia), rescata en sus novelas el mundo de las garras
del tiempo; pero a diferencia de él, no va a buscar en
el pasado los instantes maravillosos de eternidad, sino que hunde
su mirada visionaria en el instante y lo ve, rico de pasado y
de futuro, inmóvil y a la vez fluyente, con todo el peso
de lo eterno en su instante de fugacidad.
Tercer círculo: la muerte
Hay un tercer círculo dentro de éste: el de la
vida o, si se quiere, el de la muerte. A medida que crecen los
libros y se anota trémulamente las oscilaciones de la fama,
a medida que los volúmenes se acumulan y se visitan países
y se anotan conversaciones y se comentar libros, un proceso se
cumple inexorable: la Vida. O el crecimiento de la muerte en cada
uno (que es lo mismo). Tenía una sensibilidad exacerbada
para registrar las etapas de ese crecimiento. Cada 25 de enero
(días antes, días después), su Diario
inserta alguna alusión al cumpleaños; pero no
un mero registro de tiempo que pasa sino una anotación
de lo que trae y quita cada año: el tiempo pesando sobre
la cabeza de Virginia, el tiempo manifestado en la cara que no
quiere asomarse al espejo y que rehusa con fastidio ser fotografiada,
el tiempo dicho en la cada vez menor resistencia al dolor de cabeza
o en los ojos que duelen y necesitan de lentes para leer o en
la irritabilidad que produce el mundo cotidiano. Ese tiempo que
devora al mundo todo, devora cada día este libro de Virginia
Wolf. Hoy es un amigo que muere y ella anota, sin comentarios,
que era dos o tres años menor; mañana es la obra
de un joven novelista que lee obligada y que por su sola presencia
decreta la inanidad de muchos de sus experimentos anteriores;
otro día es el reconocimiento de que se acerca la edad
crítica o de que sea ha perdido un diente o de que es más
difícil vencer la tentación del sueño.
No hay barato patetismo en estas anotaciones, ni hay una queja
universal o plañidera. Hay algo más grave: hay auténtico
dolor, soledad y sufrimiento sin remedio. Porque esta mujer que
fue tan hermosa siempre, que pasó de la severa tutela de
un padre rico y culto a la de un esposo solícito, que fue
siempre feliz en su matrimonio, que conoció pronto el mayor
éxito como crítico y como novelista; esta mujer
que pareció siempre rodeada de cariños y de cuidados
(tal vez demasiado rodeada), cuya conversación era vibrante
y cuyo contacto se buscaba con avaricia, esta mujer fue siempre
desdichada. No porque no pudiera sentir la felicidad o entregarse,
en horas de expansión, a la risa (como han testimoniado
tantos amigos), al más cálido contacto humano. Sino
porque su sensibilidad, esa misma cualidad que la hacía
tan magnífica como creadora, la dejaba completamente desamparada
ante el mundo.
No pudo tener hijos. En el Diario es una nota constante,
aunque discreta, esa soledad esencial. Una vez habla de los ojos
(los anchos y tristes ojos lacustres) de una mujer sin
hijos; otra vez, de su hermana Vanessa y de cómo se completa
y prolonga en sus hijos. Y aunque alguna vez se diga orgullosa
que su creación vale bien por los hijos de otros o se felicite
de no estar estorbada de hijos, el tema (se ve) ha dejado huella
honda en ella. La creación es, en este sentido, como un
sucedáneo.
La sociedad vigilada y protegida en que vive, entregada a su
creación, levantándose en las primeras horas del
día (envuelta en su salto de cama y sin arreglarse) a proseguir
la obra comenzada, a volcarse como fanática en ese otro
mundo visionario de su ficción, esa soledad está
hecha de algo más que de la ausencia de hijos: está
hecha de la constante amenaza de la locura. Aunque el Diario
no sea tal vez demasiado explícito, algunas alusiones
sobrenadan. Una vez (octubre 6, 1934) recuerda qué cerca
estuvo del suicidio en 1913 y menciona otra nueva instancia, después
de componer To the Lighthouse en 1927, de la que no hay
rastros en el Diario publicado. Toda la inteligencia y
la sensibilidad y el apetito creador de Virginia Woolf lucharon
contra esa enfermedad, contra esa locura que se instalaba subrepticiamente
en su ser. En 1936 (entre abril y junio) hay una nueva crisis
de la que emerge con la seguridad de no haber estado nunca tan
cerca del precipicio. Véase la fecha: en junio de 1936;
es decir, poco más de un mes antes de que el estallido
de la guerra civil española pusiera al descubierto la endeblez
absoluta del mundo sobre el que había construido Virginia
Woolf su universo de ficción y de vida: el mundo de Bloomsbury,
culto y liberal y agnóstico, que había heredado
de su padre Sir Leslie Stephen y que ella y su grupo habían
pulido y perfeccionado como una rara flor de arte.
Poco después, el Diario, este Diario incompleto
de una escritora, empezaría a llenarse de notas sobre el
fascismo y sobre Hitler, sobre los patéticos refugiados
de Bilbao que atraviesan el barrio, sobre el chantaje de Munich,
sobre Danzig bombardeado, sobre la guerra inevitablemente declarada.
Virginia Woolf lucha entonces con dos libros: la biografía
de su amigo, el crítico de arte Roger Fry, y una novela
breve, Between the Acts, en que experimentaba una vez más
con el Tiempo y con la transcripción poética de
la Realidad. Salía del mundo ficticio parta entrar en las
agonías del mundo real o escapaba de los bombardeos de
Londres y del incendio de sus posesiones para sumergirse en el
universo, ya clausurado, que contemplaron los ojos de Fry o que
convocaban los movimientos de sus creaturas en la novela.
La tensión de crear y la tensión de vivir eran demasiado.
Virginia había concertado con Leonard que si los alemanes
invadían Inglaterra, se suicidarían juntos: cuando
algún avión nazi aparecía en el cielo se
acerca a Leonard, así (anota) podrían eliminar dos
pájaros de un tiro. Pero esos expedientes no hacían
sino agudizar más la tortura, prolongarla sin alivio. Sentía
(en los momentos en que podáis sentir con más pureza)
que la vida ya no tenía futuro, que se encontraba con la
cara contra un muro. Terminó todavía el libro sobre
Fry; y terminó la novela (al menos en una primera cuidadosa
redacción)y unía, eligió para su paseo habitual
en el campo la rivera del ríos Ouse. No volvió:
en las orillas del río encontraron el bastón que
siempre la acompañaba en sus paseos y en la casados notas:
una para Vanesa y otra para Leonard. La de éste decía:
Estoy segura de que me estoy volviendo loca de nuevo. Siento
que no podremos volver a pasar otra de esas experiencias.
Y se no se recobrará otra vez.
En su Diario había escrito, cuatro días
antes, la última anotación. Allí señalaba
su propósito de no practicar la introspección y
recordaba la frase de Henry James: observa perpetuamente: se proponía
algunas tareas (leer libros de Historia en el Museum, elegir una
figura dominante en cada época y escribir en torno suyo
y acerca suyo): decía, se decía: la ocupación
es esencial. Pero en el mismo texto, u como si también
tuviera el mismo sentido estimulante y optimista, había
escrito: Me hundiré con todas las banderas desplegadas.
Y eso fue lo que supo hacer".
E.R.M.