Richard Hillary. El último
enemigo (The Last Enemy). Traducción de Susana
Beatriz Mendel de Delbue. Buenos Aires, Emecé Editores,
1952, 201 pp.
"La muerte no me quiso. Estas palabras de un poema
de Verlaine volvieron como epitafio posible a la mente de Richard
Hillary al relatar su aventura de un 3 de setiembre de 1941, un
día cualquiera en realidad. La guerra en el aire ya empezaba
a convertirse en rutina y cuando Hillary vio, bajo suyo y un poco
a la izquierda, un Messerschmitt se alegró porque había
estado rogando por uno. Sin duda, algún alemán había
estado rogando, quizás más patéticamente,
por un Spitfire porque ese mismo día Hillary supo lo que
era caer a través del espacio en un avión incendiado.
Y supo también lo que era estar en el mar con la cara y
las manos quemadas, y a qué sabía la sal sobre las
heridas, y qué era desear la muerte como único alivio.
Pero vivió para contarlo. No mucho: apenas lo suficiente
para dejar escrito su testimonio y el de una generación
perdida.
El título de su obra y el epígrafe de I Corintios
(XV, 26) son bastante explícitos sobre el tema último
de esta experiencia: Y el último enemigo que será
deshecho será la muerte, dice el apóstol. Hillary,
como tantos jóvenes pudientes en Inglaterra se educó
en Oxford y supo ser un acabado modelo de ese elegante y frívolo
ejemplar que sólo las dos grandes universidades saben producir.
Era buen mozo e inteligente: sabía de libros y era excelente
remero. Parecía destinado a una vida de placeres. La guerra
lo destinó a la muerte. Porque el verdadero y último
enemigo no era por cierto el alemán que se acercaba en
su avión, y con el que cabía ensarzarse en combate
singular (nueva versión de aquellos otros celebrados por
los cantores de gesta); era la muerte, a la que había que
reducir y aniquilar.
La empresa es, ya se ve, imposible. Pero por eso mismo valía
la pena intentarla. Durante mucho tiempo, Hillary no sabe la solución
y toda la primera parte de su libro (en la que juega papel tan
importante la figura del creyente Peter Pease) es la historia
del tránsito de un joven brillante a un luchador consciente.
Pero la segunda parte, después de haberse incendiado y
haber sobrevivido a las operaciones efectuadas para restituirle
un rostro y unas manos, muestra a Hillary cada vez más
cerca de la solución, su solución. Una última
experiencia lo decide: una noche en Londres bombardeado ayuda
a sacar a una mujer de entre los escombros. Era una mujer madura
y acaba de perder a su hijito. Cuando recobró la conciencia
y vio a los que la ayudaban, dijo: gracias y tomó en las
suyas las reconstruidas manos de Hillary. Entonces lo miró
y lo vio bien. Vio su cara hecha de nuevos retazos, los párpados
postizos, los labios pintados al mercuriocromo. Y dijo: Veo que
le dieron a usted también. Este episodio aventa toda arrogancia
en Hillary, toda idea de algún oscuro privilegio, de algún
destino trágico especial. La muerte (y la mutilación
y la desdicha) era de todos. Peter tenía razón (descubre):
Es imposible ocuparse sólo de uno mismo, sacar algo
de la vida y no dar nada en cambio si no es por casualidad, mirar
a la humanidad y deliberadamente pasar de largo. Esta convicción
cierra el libro, le da sentido.
Después de consignar su testimonio, Hillary consiguió
volver a volar y murió en su avión incendiado, derrotando
así a la muerte el 8 de enero de 1943.
Arthur Koestler ha contado en The Yogi and the Comissar
(y Victoria Ocampo lo ha repetido en una conferencia publicada
luego en Sur) mucho de lo que no pudo contar Hillary en su libro:
particularmente su decisión de volver al combate y la influencia
que el ejemplo desesperado de T. W. Lawrence (el de Arabia) tuvo
en su espíritu hambriento de heroísmo. Porque Hillary
tenía pasta de héroe y su testimonio es un libro
heroico. A diferencia de las antiguas historias (que convertían
la lucha en campo de laureles) ésta de Hillary no omite
nada de lo que puede hacer horrible la experiencia, pero extrae
de ese mismo horror, de la mutilación de la carne, una
enorme fuerza que trasciende las flaquezas de la carne. Si se
lo debe a Lawrence o a su solo espíritu apasionado, es
cosa que parece delicada resolver. Para Koestler, Hillary era
sobre todo un caso que le permitía ilustrar un enfoque
propio sobre la crisis de nuestro tiempo: para Victoria Ocampo,
el joven aviador era una figura más para aumentar su colección
de héroes personales, después de D. H. Lawrence,
después de T. E. Lawrence, después (quizá)
de Laurence Olivier.
Pero, ¿qué era en realidad Hillary? El libro que
pretexta esta nota no basta tal vez para resolver la pregunta.
De un punto de vista literario, es interesante, aunque de lectura
algo lánguida a ratos. Pero es por su valor literario que
habrá de ser juzgado. Detrás de sus palabras está
una experiencia humana única; la de una generación
que fue al combate sin entusiasmo por la causa pero con amor por
el esfuerzo individual y la obra bien terminada y que, de golpe,
descubrió que había valores en el hombre que superaba
esos mediocres términos; que había algo que era
el sentido de la vida y algo que era la derrota de la muerte.
Si la respuesta que encontró Hillary es típica o
no, si vale para alguien más que para este hermoso joven
egoísta, convertido por el fuego en un hombre, es cosa
que ha sido (también) bastante discutida. El lector de
hoy, y de esta tierra sudatlántica, podrá quizá
saltearse ambos problemas y leer el libro como lo que también
es: el relato de una horrible y fortalecedora experiencia."