"Los ocho sentenciados" (Kind
Hearts and Coronets. Trocadero, lunes 13) son ocho miembros
de la familia D'Ascoyne a quien un pariente va eliminando para
heredar un ducado. El tema es siniestro, pero en la elaborada
versión que escribieron Robert Hamer y John Dighton, se
convierte en una deliciosa parodia de los novelones victorianos
de crimen. (La luz que agoniza o Gaslight de Patrick
Hamilton era un pastiche en serio del género). Aquí
nos encontramos con un joven hermoso y simpático que para
vengar el desprecio con que fue tratada su madre por una familia
intolerante (la pobre había con su maestro de música,
italiano para peor) y quizá también para alimentar
alguna ambición personal, no vacila en matar a seis parientes,
en causar indirectamente la muerte de un séptimo y en aprovechar
el accidente que liquida al octavo. El protagonista es un monstruo
moral, pero como la obra es parodia ese detalle no importa.
Lo que importa es que todo esté contado con la mayor elegancia
y con un estilo sofisticado que recuerda al teatro de Oscar Wilde.
Los sucesivos asesinatos son pretexto para la descripción
regocijada, y nostálgica, de un mundo para siempre irrecuperable:
el mundo en que la anciana Victoria era reina de Inglaterra y
emperatriz de la India; un mundo en que la paz era un hecho no
un slogan de guerra; un mundo en que los jóvenes
de buena familia tenían carreras y no empleos; un mundo
en que los señoritos aristocráticos llevaban a sus
conquistas a pasar un weekend en Maidenhead, inaccesibles
a los pobres y a la murmuración; un mundo en que las sufragistas
escapan en globo y los aristócratas practicaban el arte
secreto de la fotografía. Mientras desarrolla su rol de
crímenes, el film evoca en cada una de sus articulaciones,
en decorados y en gestos, en ropas y palabras de época,
cada una de las peculiaridades de ese mundo que estaba agonizando
y no lo sabía.
Pero la nostalgia no llega nunca a empañar el enfoque.
Por el contrario, el director (también Robert Hamer) ha
usado de la más refinada sofisticación para mostrar
los progresos de este canalla. La obra es parodia, no elegía.
Y así la risa estalla en los momentos más solemnes.
Contra lo que dice la razón (y Eisenstein) una mujer de
luto junto a una tumba no es un espectáculo patético:
es origen de una carcajada; y un hombre que vuela por los aires
al tocar con la punta de su cuchillo una lata de caviar que contenía,
también, una bomba, no es algo horrible: es otra carcajada;
y una figura que corre gritando Socorro, socorro, no es
un samaritano angustiado, es el propio asesino que borra así
su huella y desata la risa en el espectador.
La carrera de Louis D'Ascoyne Mazzini está contada por
el mismo en unas memorias autobiográficas escritas en hora
solemne. El film utiliza el racconto para darla. De aquí
que a la imagen se le sume casi siempre un comentario irónico
y justo que la duplica. El procedimiento es más literario
que cinematográfico, aunque en manos de Hamer y Dighton
rinde excelentes frutos. Permite, sobre todo, un perfecto juego
de simetrías y alusiones, de decir sin decir, de mostrar
sin mostrar, que constituye el principal encanto del film. Este
juego constituye el understatement (sobreentendido) inglés
y permite algunas escenas brillantes como la de la conversación
de Louis con la Sra. D'Ascoyne mientras el joven contempla a espaldas
de la dama el humo en que acaba de convertirse su esposo por efectos
de una bien calculada explosión.
A la eficacia de esta comedia contribuyen los intérpretes.
Dennis Price hace con la adecuada elegancia y la voz bien educada
el papel de impenitente asesino. Joan Greenwood, como su amante
casada, pone la sugestión de sus ojos y una voz felina
y sensual al servicio de un papel excelente. Valerie Robson hace
una dama timorata con frialdad impecable. Pero quien roba la película
es Alec Guinness. Los ocho D'Ascoyne son interpretados por él.
Para cada uno pone Guinness algo más que el arte de maquillarse
o disfrazarse hasta disimular sus verdaderas facciones. Su arte
es sobre todo psicológico. Un cambio total en la actitud,
en la mirada y en la voz, le permite ser el chocho reverendo y
el impetuoso y galante D'Ascoyne, el gastado banquero y la intrépida
Tía Ágata (varonil y sufragista, es claro), el grosero
duque que habla de su futura como si se tratara de una yegua prolífica
o el obstinado comandante que muere innecesariamente por no abandonar
su barco, el viejo general que siempre cuenta la misma campaña
sudafricana y el tímido fotógrafo que está
dominado por su esposa y bebe a escondidas. No todos los personajes
están igualmente desarrollados. Algunos son apenas una
viñeta y Louis los elimina antes que podamos verlos bien.
Pero cada uno de ellos está dado con toda convicción
por el actor. Y uno sólo de ellos bastaría (el vicario,
por ejemplo) para demostrar el enorme talento histriónico
de Alec Guinness.
Es posible que el film parezca a muchos demasiado inglés;
que aquellos que no puedan seguir todas las inflexiones de un
diálogo brillante e imaginativo, crean que hay exceso en
el elogio. Pero quizá haya que verlo más de una
vez para comprender que su factura liviana y absurda encubre una
concepción sólida y madura, un punto de vista adulto."