ROGER PEYREFITTE: Las embajadas (Les ambassades). 
                Traducción de Jorge Borda. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 
                1952, 311 páginas.
              Jorge de Sarre parte para Atenas a incorporarse a la Embajada 
                Francesa como segundo secretario. Es joven y buen mozo; es conde; 
                no tiene mayores lazos que lo aten a la patria. Por otra parte, 
                estamos en 1937 y parece agradable abandonar una Francia conmovida 
                por el Frente Popular y la No Intervención en España, 
                aturdida por una Exposición Internacional; amenazada por 
                el creciente poder de Adolf Hitler. En Atenas, pronto descubre 
                el protagonista que la labor de un segundo secretario de Embajada 
                no es abrumadora; que se reduce, casi siempre, a ser un espectador. 
                Espectador de la avaricia y de las ambiciones nobiliarias del 
                Embajador (se complace en inventar que es descendiente de un bastardo 
                de Lorenzo de Médicis); de las intrigas políticas 
                del agregado militar (sabe más que el Embajador, redacta 
                copiosos informes, tiene una red de espías con los que 
                se encuentra en lugares frecuentados por homosexuales); de los 
                escrúpulos lingüísticos del primer secretario 
                (usa el Littré como libro de cabecera). También 
                es espectador de intrigas en la sociedad: la lucha entre realistas 
                y venizelistas, las rivalidades de Embajadas, las pequeñas 
                conspiraciones de los franceses para no ser postergados en las 
                fiestas y recepciones. Como espíritu sensible (y algo poeta, 
                aunque no lo diga) Jorge de Sarre es también espectador 
                del más extraordinario paisaje humano que nos legó 
                la Historia: Atenas misma. 
              Pero también es actor. Y aquí el libro muestra 
                su faz complementaria. Pronto Jorge de Sarre alquila un apartamento 
                al que lleva a la hija del Embajador. Con ella (y el aditamento 
                ocasional de un ciego que recita versos de Kavafis o de otro amante 
                de la joven) practica el protagonista formas barrocas pero conocidas 
                de la sensualidad. También se une -aunque solo espiritualmente- 
                a un miembro de la Embajada alemana: un hermoso muchacho melancólico, 
                cuya pureza priva a Jorge de Sarre la repetición de experiencias 
                que el autor ha contado en una novela anterior. (Les amitiés 
                particulières, 1945). Pero como otros agregados no 
                son tan escrupulosos, el protagonista tiene oportunidad de iniciarse, 
                así sea como espectador, en el tráfico que se realiza 
                en ciertos establecimientos de baño, en boscosas regiones 
                ilustres y en edificios adecuadamente amueblados. Ese amor, que 
                antes no osaba decir su nombre y ahora lo pinta con mayúsculas 
                luminosas, es objeto de muchas páginas. Las variaciones 
                sobre la sexualidad culminan en una escena orgiástica en 
                que, mientras Jorge de Sarre atiende a su amante habitual, el 
                hermano de ésta baila desnudo con la hija del embajador 
                de México (vestida sólo con el gran cordón 
                de Fénix). 
              La ambición política, la intriga y la corrupción 
                del poder no es, pues, el único tema de esta novela. A 
                su lado, y a través de las experiencias del protagonista, 
                se muestra la corrupción sexual de una clase y un ambiente 
                privilegiados. No debe extrañar a nadie que este libro 
                (tan fuertemente sazonado) haya sido recibido en Francia con escándalo. 
                Hasta ahora, había parecido legítimo que Sartre 
                mostrara (como ha dicho con gracia Paulhan) que también 
                los filósofos van al burdel; pero que se ataque a la Carrera, 
                eso pareció intolerable. Y sin embargo, los que leyeron, 
                y aun releyeron, los pasajes fuertes de esta novela, no pueden 
                desconocer que nada nuevo dice Peyrefitte. O por lo menos nada 
                que sea auténticamente nuevo desde que Proust publicó 
                Sodome et Gomorrhe (1922); desde que Maurice Sachs dio 
                a conocer, en Le Sabbat (1943), los recuerdos de una tempestuosa 
                juventud; desde que Curzio Malaparte voceó en La pelle 
                (1949) los secretos de Polichinela de ciertos exquisitos. Peyrefitte 
                no innova; a lo sumo mezcla con audacia e impudicia a los personajes 
                de su ficción los nombres de diplomáticos verdaderos, 
                lo que parece dar al libro una cierta aura de verdad. 
              Pero esta verdad no alcanza, por cierto, a contaminar a su novela 
                de valores estéticos. Está bien escrita, pero en 
                un plano de mera habilidad expositiva que consiste en contar sin 
                tropiezos y echando mano a cualquier clisé (narrativo, 
                verbal, emocional). Ninguno de los personajes, ninguna de las 
                situaciones, alcanzan verdadera vida. Nada de lo que se muestra, 
                nada de lo que se dice es memorable de manera profunda. Los hechos 
                son casi siempre desagradables y hasta horribles; los personajes 
                agotan la infamia. Pero no hay verdadera emoción. Todo 
                sucede en la epidermis; todo es sofisticado, como un chisme que 
                no nos toca, como un cuento picante que empieza por abolir la 
                realidad. 
              Su novela perece ficción (es decir: mentira) no porque 
                no sea cierta o posible la corrupción que muestra sino 
                porque para hacerla estéticamente real es necesario que 
                exista como novela, como creación. Y eso es lo que Peyrefitte 
                no consigue. Eso que Marcel Proust expresó, de manera tan 
                desgarradura, objetivando su propia corrupción.
              E.R.M.