"Las últimas tres
obras de William Faulkner que han aparecido en castellano -Absalón,
Absalón (Bs. Aires, Emecé Editores, 1950), Intruso
en el polvo (Bs. Aires, Editorial Losada, 1951) y Gambito
de caballo (Bs. Aires, Emecé Editores, 1951) permiten
señalar inequívocamente las etapas de una metamorfosis
de su arte narrativo. El período de creación que
abarcan es de casi quince años, los últimos quince
años de una carrera narrativa que se inició en 1925
con Soldiers Pay. La transformación que su obra
acusa en este lapso parece suficientemente elocuente como para
hablar de metamorfosis".
UNA NOVELA COMPLEJA
Absalón, Absalón (1936) es quizá
la más compleja, la más demoníaca de las
novelas de Faulkner. Su tema central es el incesto; su historia
la de Thomas Sutpen y la familia (las familias) que él
funda. El libro cuenta su vida, la de sus hijos (legítimos,
naturales), la destrucción de la raza por sus mismos integrantes,
la decadencia y degeneración que dan origen a otra raza
en la que, paradójicamente, pone su esperanza uno de los
personajes.
La perspectiva es épica: las figuras de tamaño
sobrenatural. Pero el trazado no corresponde a Homero ni a Tolstoi.
Faulkner ha buscado en otro sitio sus maestros. Ha buscado por
el lado de Joseph Conrad, con su pluralidad de relatores, con
el suspenso de la intriga mantenido a costa de la exasperación
del lector; ha buscado por el lado de Henry James con su teoría
y práctica del punto de vista, aunque sin su arte sutil
y elusivo: ha buscado por el lado de William Collins, el primero
que comprendió que la sucesión de testigos (y relatores)
agregaba misterio y riqueza al melodrama.
Para contar la formación y ocaso de una familia en el
viejo Sur de la guerra de Secesión, Faulkner utiliza un
procedimiento indirecto. En vez de desarrollar lineal, cronológicamente
su saga -como Margaret Mitchell en la más abarrotada pero
no más melodramática Gone with the Wind (1936)-,
Faulkner ha dado la historia desde un episodio penúltimo.
El libro se abre con la figura de un testigo, la vieja Rosa Coldfield,
cuñada de Sutpen, que busca la ayuda del joven Quentin
Compson para resolver el misterio en que está envuelta
la casona de Sutpen desde que el viejo fuera asesinado en 1869.
El año es 1910. Rosa cuenta al joven, fragmentaria, desordenadamente,
la historia de Sutpen y sus hijos. La narración es (parece
ser) incoherente aunque un secreto rigor, un duro andamiaje, la
sostiene. El padre del joven aporta algunos recuerdos: hay una
vieja carta releída. Así -del capítulo I
al V- se va desarrollando la historia de Sutpen y su raza: la
súbita llegada de Sutpen a Jefferson, su boda con Ellen
Coldfield, la ruptura entre Henry Sutpen y su padre, la historia
misma de Rosa y el ofrecimiento de matrimonio, de cohabitación
que le hace el viejo Sutpen, su cuñado, viudo ya.
Pero falta algo siempre, se saben los hechos -que Henry abandona
a su padre (por ejemplo) o que Henry mata a Charles Bon, su mejor
amigo, y luego desaparece, que Sutpen es asesinado por Wash- pero
faltan los datos clave que le darán sentido. Falta lo que
importa: el por qué, la historia vista por dentro, no su
dura superficie especular.
La segunda parte de la novela (capítulos VI al IX) iluminará
interiormente la historia. Allí se demuestra que la aventura
de Rosa y el joven Quentin no ocurre en el presente. Un poco más
tarde, el mismo año 1910, Quentin se la está contando
a Shreve, un compañero de Universidad. En una noche helada,
entre ambos insomnes reconstruyen la historia íntima, el
verdadero dibujo de este tapiz de lujuria y crueldad, de incesto
sin consumar pero deseado. Ambos creaban, juntos (comenta
Faulkner), de cabos sueltos y fragmentos de viejas historias
y habladurías, gentes que quizás nunca existieron
en lugar alguno, sombras que no eran sombras de carne y hueso
que vivieron y murieron... Esas sombras que convocan (o inventan)
los van rodeando; ambos acaban por existir dentro de ellas, como
prisioneros de su propia creación.
Al cabo de esa apasionada investigación, Quentin y Shreve
descubren la llave maestra: el incesto o la voluntad de incesto
(tanto da) es la pasión que, como en Edipo Rey,
contamina todo. Charles Bon, que viene como compañero de
Henry a cortejar a su hermana Judith, es también hijo de
Sutpen, y aunque lo sabe no vacila en proponerle casamiento: Henry
lo sabe, y no puede dejar de aceptarlo y de querer a Charles de
una manera que es casi tan equívoca como el incesto mismo.
Esa atracción anormal que se establece entre ellos -Charles,
Henry y Judith-, con las implicaciones que Faulkner apunta pero
no desarrolla, es la base oscura, trágica, sobre la que
se alza el edificio de esta novela. Es la fatalidad que destruye
la hazaña sobrehumana del viejo Sutpen.
Esta complejidad narrativa podrá parecer a algunos mero
ejercicio retórico. ¿Por qué no decir todo
en orden y contar derechamente -como Margarer Mitchell- lo que
hay que contar? La respuesta es obvia: aquí no interesan
los hechos; interesa su significado. Lo que Faulkner quiere es
que el lector (su lector) se penetre bien de hechos y personajes,
absorba atmósfera y tiempo, antes de acceder al significado
cabal de la historia. Cuando lo alcance estará en condiciones
de asimilarlo. ¿Cómo concebir las oscuras implicaciones
del incesto, su atracción fatal, si antes no se ha vivido
la pasión equívoca de Henry por Charles Bon, si
no se ha compartido esa atmósfera de sangres -y razas-
mezcladas en frenético combate?.
Faulkner no quiere repetir únicamente a Balzac. Faulkner
quiere desarrollar sus viejos mitos en ese mundo demoníaco
que él mismo ha inventado (¿o excavado?) en su vieja
tierra del Sur. Malraux ha dicho que la obra de Faulkner introduce
la tragedia griega en la novela policial, lo que es sólo
superficialmente cierto, Faulkner (como Graham Greene) utiliza
las técnicas, las trampas, del narrador policial pero la
presa que busca no es el asesino sino el hombre fatalizado. El
Destino es la presa que codicia Faulkner y que, en esta novela
al menos, caza.
No es posible en una nota sumaria como ésta mostrar las
conexiones de esta novela con todo el ciclo faulkneriano. Pero
una cosa si hay que destacar: uno de los testigos, el joven Quentin
Compson, viene de otra gran novela: The Sound and the Fury
(1929). Allí asistimos a su suicidio, motivado por
el amor incestuoso hacia su hermana Caddy. Toda esta historia
de incestos que Quentin reconstruye en la helada noche de 1910
y que precede en pocas semanas a su suicidio cobra entonces otro
significado. Quentin deja de ser un curioso para convertirse en
un agonista de la horrible tragedia. Para él la catharsis
no se cumple sino con la expiación de su propio crimen:
el deseo.
TRANSICIÓN
Entre Absalón, Absalón e Intruso en el
polvo transcurrieron doce años. En el intervalo Faulkner
compuso cuatro libros: The Unvanquished (1938, no traducido
al castellano), The Wild Palms (Las palmeras salvajes,
1939; trad.: Bs. Aires, 1940), The Hamlet (Ed. Villorrio.
1940: trad.: Bs. Aires, 1947), y Go Down, Moses (1942,
sin traducir aún). Ninguno de los cuatro libros indicaba
una nueva ruta, aunque a través de ellos quizá hubiera
sido posible detectar algunos cambios. La técnica impecable,
alucinada, de Absalón, Absalón empezaba a
ablandarse, la tensión del relato aflojaba. Y esto no ocurría
sólo en el primero y el último de los libros (lo
que podría justificarse por tratarse de colecciones de
cuentos) sino que era visible en los otros dos: novelas, al menos
en su aspecto externo.
Las palmeras salvajes oponía dos relatos alternos
(Palmeras salvajes, El Viejo) que contaban dos historias
ocurridas en dos tiempos distintos y que estaban planteadas desde
dos ángulos (la pasión del amor, el hombre frente
a la naturaleza en acción) pero que acaban por coincidir
en la fatalidad que destruía todo. Cada historia estaba
escrita con la mejor intensidad de Faulkner, pero de la oposición
no surgía nada que pudiera equivaler a la estructura compleja
y rica de Absalón, Absalón. El objetivo parecía
cerrarse para recoger mejor el episodio único, singular.
El villorrio era una falsa novela. Quiero decir: una novela
formada por cuentos con personajes comunes, pero sin el hilo de
la intriga, sin el desarrollo necesario para justificar el calificativo
de novela. La historia del clan de los Snopes, advenedizos que
acaban por imponerse en Jefferson, era objeto de un tratamiento
fragmentario que si bien creaba algunos personajes y un ambiente
no conseguía alzarse enteriza. Algunos episodios (Spotted
Horses, por ejemplo) eran dignos del mejor Faulkner.
No parece necesario insistir sobre la naturaleza fragmentaria
de las dos colecciones de cuentos. A través de ellos Faulkner
dibujaba aspectos secundarios de su gran saga de Yoknapatawpha,
ese distrito sureño que él ha inventado y del que
es único propietario. En Go Down, Moses ya aparecía
Lucas Beauchamp, protagonista de Intruso en el polvo.
UNA NOVELA POLICIAL
Pero hay que llegar a Intruso en el polvo (Intruder
in the Dust, 1948) para abarcar la naturaleza de la metamorfosis
que se estaba gestando en Faulkner. Un hecho externo -pero que,
como se verá, tuvo repercusiones en el novelista- había
venido a interrumpir o modificar su carrera. Me refiero a la segunda
guerra mundial y a la agitación ideológica que suscitó
en los Estados Unidos.
Intruso en el polvo es una novela policial distinguida.
Lucas Beauchamp, negro altivo silencioso, es acusado del asesinato
de un blanco. En las horas que preceden (o dilatan) su linchamiento,
un abogado (Gavin Stevens), un muchacho (Charlie Mallison, Jr.),
una vieja (Miss Eunice Habersham) y un negrito (Aleck Sander)
luchan tenazmente para probar su inocencia. Y lo consiguen aunque
deban andar desenterrando cadáveres en la alta noche.
La historia tiene, además una implicación social
-sobre la que se ha extendido lúcidamente Edmund Wilson
en crónica publicada en estas mismas páginas a mediados
de 1950-. Puede sintetizarse así: el problema racial del
Sur debe ser solucionado por los mismos sureños; cualquier
intervención extranjera (y en este sentido el Norte es
extranjero) sólo pueden agravar las cosas; el blanco del
Sur necesita entender al negro. Por otra parte la tesis se completa
con la convicción, firmemente arraigada, de que el negro
perdurará en el Sur, de que tiene las condiciones para
resistir, para sobrevivir. Y también, es claro, para vivir.
Pero Intruso en el polvo es sólo una novela policial
doblada de un alegato contra la intolerancia racial. Faulkner
ha querido hacer algo más. La ha escrito (aparentemente)
en la misma técnica de sus grandes novelas, de Absalón,
Absalón, por ejemplo. La historia va siendo comunicada
al lector gradualmente: la intriga se hace compleja a fuerza de
elipsis y sobreentendidos; abundan los paréntesis y los
paréntesis dentro de paréntesis; el muchacho (que
hace las veces de testigo) es designado como él mismo sólo
una vez en toda la novela se le nombra íntegramente. Y
sin embargo, pese a tanto arte (o artificio) no se trata de Absalón,
Absalón.
Porque en realidad lo que importa en Intruso en el polvo son
los hechos y quienes los cometieron. No hay una significación
trascendente que deba desprenderse de la cerrada trama. El misterio
es un nombre: el del verdadero asesino, y nada más. El
lector no conoce mejor, ni peor, a Lucas Beauchamp cuando sabe
que es inocente. El Sur sigue tan impenetrable o tan nítido
como antes. El ocultamiento de los hechos obedece a la natural
motivación de una novela policial: guardar el secreto,
atizar el suspenso. Detrás de la técnica compleja
(y porqué no decirlo: complicada) hay sólo eso;
técnica, como una máquina de escribir que siguiera
martillando sin cinta.
UNOS CUENTITOS POLICIALES
Gambito de caballo (Knight's Horses, 1949) confirma
y agrava esta conclusión. Lo policial aparece aquí
descarnado, la posible sustancia trágica se esfuma o resulta
caricaturizada.
Seis historietas policiales componen la obra. Hay un detective
aficionado: el mismo Gavin Stevens de Intruso en el polvo,
cuyo saber enciclopédico podrá compararse al de
otros colegas más vulgarizados (Philo Vance por ejemplo);
hay un ayudante que es el mismo muchacho de la anterior novela.
El mecanismo de la investigación es rutinario y se extiende
desde la breve narración titulada Humo hasta el
externo y exasperado ejercicio contrapuntístico que titula
el volumen.
Como bien ha señalado Mario Benedetti en Número
(Año III, Nº 13-14) sólo dos cuentos -Una
mano sobre las aguas, Mañana- capturan algo del antiguo
arte narrativo de Faulkner: la atmósfera tensa, los tipos
fatalizados, la acción significativa. Pero el efecto general
es deprimente. A la trivialidad del suceso se suma la pomposidad
de la técnica y la vaciedad de las fórmulas retóricas.
El suceso mismo deriva hacia el sentimentalismo y la cursilería
patriótica. Gavin Stevens se casa con un amor de juventud
(marchitos ambos por el tiempo): Charlie va a defender peleando
the american way of life con un entusiasmo que no parece
del Faulkner que escribió Soldier's Pay y algunas
narraciones de These Thirteen. Parece que la guerra y la
necesidad de preservar las instituciones que representan a los
Estados Unidos, ha hecho salir a este sureño del Sur y
lo ha lanzado, un poco aturdido todavía, a un escenario
internacional que no domina.
En vez de atenerse a los problemas humanos eternos, Faulkner
parece haber querido comunicar ahora un mensaje actual. Salir
de sus mitos y fábulas, abandonar ese pasado reconstruido
con tanta fuerza de imaginación, y ofrecer soluciones para
un presente convulsionado por guerras y prejuicios raciales, por
revoluciones económicas profundas. La verdad es que Faulkner
carece de esa visión periodística que ha permitido
a creadores literariamente muy interiores (un Steinbeck, un Caldwell
por ejemplo) concebir crónicas aceptables y hasta excelentes
de la realidad contemporánea, Faulkner necesita la perspectiva
del tiempo, la obra de los años, la lejanía poética.
El resultado de su esfuerzo por ponerse al día tal vez
haya sido beneficioso para el hombre. Pero no cabe la menor duda
que del punto de vista narrativo solo ha servido para deteriorar
su arte.
Gambito de caballo deja al desnudo esa metamorfosis ya
señalada. La técnica de revelación gradual
de un conflicto, de suspenso y súbita iluminación,
de rastreo en las fuentes (de la raza, de la pasión, de
la locura), sólo es ahora pretexto para un artificio narrativo,
para dilatar una solución obvia para entorpecer el curso
de la intriga. Todo es superficie y no valía la pena complicarse
tanto.
CASO
Un examen tan sumario no puede pretender mayores conclusiones.
Basta haber señalado esa metamorfosis; basta haber indicado
su naturaleza, haber apuntado una de sus posibles raíces.
Predecir desde aquí -y a la luz de este sumario examen-
la orientación futura de Faulkner parece impertinente.
Quizá Faulkner sea uno de esos casos de rápida maduración,
de veloz desarrollo, de pronta decadencia, que parecen frecuentes
en loe creadores de ambas Américas y que ya preocupan a
Rodó. Quizá esta metamorfosis no esté cumplida
y haya de salir de aquí un Faulkner más universal
pero no menos denso. Quizá."
Emir Rodríguez Monegal