ALFONSO REYES: Ancorajes (México,
Tezontle, 1951. 132 pp.); Trazos de historia literaria
(Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina, 1951. 147 pp.); Medallones
(Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina, 1951. 143 pp.); Homero
en Cuernavaca (México, Tezontle, 1952. 47 pp.)
Periódicamente las prensas de América hispánica
producen nuevos libros de Alfonso Reyes. Esa asombrosa fecundidad
del ensayista mejicano -más asombrosa en nuestra América-
no es un carácter adjetivo de su personalidad creadora.
Reyes es un gran trabajador. Reyes fue un escritor precoz y ahora,
doblado ya el codo de los sesenta, sigue tan inquieto, tan curioso,
tan activo, como siempre.
No todo es nuevo en esa producción que periódicamente
lanza Reyes a la prensa. Mucho es fruto de viejas pero no olvidadas
siembras. Detrás de ese afán de recoger hasta las
migajas de su labor de crítico y erudito puede palparse
una preocupación esencial que develan estas palabras de
uno de sus ensayos de 1946: La muerte reclama cada día
más lugar en nuestro pensamiento y empezamos a sentirnos
como aquella espiga de Heine, olvidada por el segador en mitad
del campo. Por eso, antes de que el segador recupere esa espiga
olvidada (su propia vida), Reyes se apresura a apretar en volúmenes
su cosecha de horas. Repasa y reúne toda su obra, hasta
la menor página, y hace bien. Porque ninguna página
suya es indiferente. Todas están tocadas por la magia de
su prosa, por su elaborada erudición, por su crítica
luminosa.
Dos de los volúmenes que pretextan esta nota -Trazos
de historia literaria, Medallones- recogen ensayos
que, después de su publicación en revistas literarias
o periódicos especializados, integraron los Capítulos
de Literatura Española (México, 1939 y 1945).
Al parcelar ahora Reyes estos dos volúmenes y dispersar
sus trabajos en libritos de orientación más popular
se pierde cierta organicidad bibliográfica pero se obtiene
el beneficio (nada despreciable) de una mayor difusión.
Algunos de estos ensayos (como los dedicados a Juan Ruiz de Alarcón
el mexicano o los dos sobre Góngora, o el que explora sabiamente
un tema de La vida es sueño) merecen ser conocidos
por todos los estudiosos de las letras hispánicas. Era
muy lamentable que por estar agotados los volúmenes originales
y ser difícil su reimpresión total quedaran éstos
y otros estudios fuera de circulación.
Pero no todos los ensayos de estos tomitos fueron
entresacados de los Capítulos. Si bien Trazos
de historia literaria no contiene ningún trabajo que
no figurara ya en la segunda serie de los Capítulos,
Medallones incorpora cuatro nuevos, a saber: Antonio
de Nebrija; Sor Juana Inés de la Cruz; Solís,
el historiador de México; Los autos sacramentales
en España y América. Estos ensayos (más
la reedición de tres artículos sobre Alarcón)
componen un volumen cuya unidad temática está dada
por la visión simultánea de España y América
en las letras del Renacimiento y el Barroco.
Ancorajes, en cambio, recoge páginas más
heterogéneas: junto a unas de rasgo e intención
casi líricos (aunque en prosa) ofrece Reyes algunos de
estos breves tratados o de esas notas llenas de brío intelectual,
de finas percepciones, que dicen sus lucubraciones de lector impenitente
y poligloto, sus vigilias de erudito, sus intuiciones de creador.
Dos de esos ensayos merecen señalarse: en Fragmentos
de arte poética se advierte bajo el coloquio amistoso
(el casi monólogo interior) 1a preocupación constante
por definir una actitud muy personal. Hablando de Goethe y Leonardo
(genios del fragmentarismo), dice (o se dice) Reyes: Ellos
se salvaron por la calidad, por la excelencia. Mil veces, una
astilla de su taller vale más que toda una estatua cincelada
por otros. A ti sólo pueden salvarte la paciencia y la
diligencia, el esfuerzo de cada instante para articular las piezas
rotas. Y, sobre todo, un gran ideal de armonía contemplado
con arrobamiento y servido con voluntad constante. De este ejercicio,
tu alma puede salir un día arquitecturada. Entonces cada
palabra madurará a su tiempo, caerá sola en su sitio
único. Los estratos de tu obra irán encimándose
como una torre necesaria.
Quijote en mano es, por su parte, una buena muestra del
arte inagotable de la lectura comentada. Reyes vuelve a repasar
el gran libro y vuelve a descubrir sus bienes: aquí una
frase para meditar, allá un giro estilístico que
quizá no contabilizó Hatzfeld, más allá
una metáfora, o una alusión que parece de hoy, o
(¿y quién puede resistirse al juego?) toda una interpretación
de la obra a la luz de una teoría que hace de Sancho su
eje y que Reyes plantea seductoramente para refutar con pena.
Esta relectura (parcial, fragmentaria) no deja por ello de servir
menos a la obra, de enriquecerla con sus luces.
De distinta índole es Homero en Cuernavaca. Reyes
lo califica de recreo en varias voces, prosaico, burlesco y
sentimental -ocio o entretenimiento al margen de la Ilíada-.
Los treinta sonetos que lo integran fueron compuestos a medida
que se renovaba el contacto con el poema, que abordaba Reyes su
traducción, que meditaba sobre los trabajos de la crítica.
Son de muy vario modo. Algunos glosan noblemente un personaje;
otros (burlescos y hasta caricaturescos) prolongan alguna reflexión
poco solemne que ha suscitado el mismo poema o visten de imaginería
y hasta vocabulario homérico una situación coetánea
de este otro poeta. Sobre ellos alienta también otra inspiración
clásica: la del más leve Horacio y la de los Horacios
de lengua hispánica que Menéndez Pelayo documentó
tan exhaustivamente y al que habría que sumar este mexicano.
En todos los versos está esa vivacidad intelectual, esa
intacta lucidez, que caracterizan tan bien a Alfonso Reyes.