"Estas páginas
integran un estudio más extenso y en preparación
sobre La novela contemporánea. Al publicarlas ahora
no parece superfluo advertir que la índole misma de panorama
o síntesis crítica no permite dilatarse en el análisis,
que los títulos o autores invocados valen (casi siempre)
por su carácter ejemplar, que muchos de los autores aquí
examinados (verbigracia: Horacio Quiroga, Miguel Ángel
Asturias, Juan Carlos Onetti, José Lins do Rego, Jorge
Luis Borges) han sido ocasión de estudios más extensos,
que no todas las omisiones son siempre deliberadas. Una primera
redacción de este trabajo data de 1950 y fue entonces leída
en una audición radial que organiza el Consejo de Enseñanza
Secundaria. Se publica ahora por vez primera y considerablemente
ampliada.
I
Una falsa oposición
Los estudios de la narrativa hispanoamericana han tendido a establecer
una falsa oposición entre la narración de corte
regionalista -que concede primacía al vasto escenario geográfico,
que explota el color local y es costumbrista, que moviliza los
principales problemas (morales, sociales, políticos, étnicos)
de cada zona americana y la narración universal o cosmopolita
(como la llamarían los modernistas) -es decir, la que transcurre
en Quito o en Sao Paulo pero que igual hubiera podido ocurrir
en Orán o en Copenhague; es decir, la que prescinde, o
posterga, la geografía, que diluye o ignora lo típico,
que aspira a plantear cuestiones de vigencia universal humana.
Algunos críticos de América han tendido a enfrentar
ambos tipos de narrativa. Han creído descubrir una dicotomía
típicamente americana: el regionalismo o el arraigo, el
cosmopolitismo o la evasión, han procedido así con
el propósito -no siempre confesado no siempre lúcido-
de exaltar el regionalismo. Y sin embargo es una falsa dicotomía,
una manera de soslayar el verdadero problema. La única
actitud posible es reconocer que el artista americano no puede
estar obligado a confinarse en lo local, en lo típico.
Si lo hace, si prefiere hacerlo así, que sea por la propia
tendencia de su visión del mundo o por la naturaleza íntima
de su arte; porque se siente capaz de expresar en términos
fuertes y originales, el paisaje natural y humano en que aparece
inscrito. Pero no debe haber (no puede haber) fórmulas
ni consignas que fuercen su libertad creadora.
En realidad, el problema de la narrativa hispanoamericana debe
ser considerado desde un ángulo más estrictamente
literario. Y en vez de inventar esa falsa oposición entre
regionalismo y universalismo, corresponde examinar las formas
particulares que asumen en América hispánica las
dos grandes tendencias que actualmente ocupan el terreno de la
narración: la realista y la fantástica. Aquí
se plantea una verdadera disyuntiva como se verá.
II
Realismo regionalista
Si se aceptan como igualmente legítimas para el artista
hispanoamericano la fórmula regionalista y la fórmula
universal, puede señalarse que es dentro del realismo regionalista
donde se han producido las obras de más vasta proyección
americana (y aún extranjera), aquellas que están
en la memoria de todos y que suelen ser invocadas como paradigmas
narrativos. Desde Los de abajo (1916) del mexicano Mariano
Azuela hasta El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano
Ciro Alegría, desde La vorágine (1924) del
colombiano José Eustaquio Rivera hasta Las lanzas coloradas
(1931) del venezolano Arturo Uslar Pietri, pasando por algunos
clásicos como Los desterrados (1926) del uruguayo
Horacio Quiroga, El águila y la serpiente (1928)
del mexicano Martín Luis Guzmán, Doña
Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos,
Sombras sobre la tierra (1933) del uruguayo Francisco Espínola
o Pedra Bonita (1938) del brasileño José
Lins do Rego.
No es casual que la producción realista sea tan numerosa
y calificada. No es casual porque el hombre americano vive directamente
vinculado a la tierra y al paisaje, porque América ofrece
las fáciles tentaciones de su enorme y variada naturaleza,
de su abundante pintoresquismo, a todo el que se acerque a expresarla
con curiosidad o con amor. Es claro que esto no significa que
el narrador hispanoamericano desemboque siempre en paisajista.
O dicho de otro modo: el paisaje que el narrador hispanoamericano
muestra es un paisaje con hombres, un paisaje en el que el hombre
también cuenta. Pocos siguieron el primer planteo elemental
de Horacio Quiroga, ese drama de dos desiguales antagonistas:
la naturaleza omnipotente, omnipresente, y el hombre desgarrado
o aniquilado por ella. El mismo Quiroga supo enfocar también
el problema a escala humana; ahí están Los desterrados
para certificar su visión penetrante y esencial.
Pero en general, el narrador regionalista puso el acento también
en lo social y en lo político. Orientó la novela
o el cuento hacia la crónica del pasado inmediato; revolución
mejicana como en La sombra del caudillo (1929) de Martín
Luis Guzmán o alzamiento pueblerino como en Todos iban
desorientados (1951) del venezolano Antonio Arraiz; buscó
expresar un conflicto moral o religioso como en El cristo de
espaldas (1951) del colombiano Eduardo Caballero Calderón;
o derivó a la denuncia de un abuso de una injusticia social,
como la explotación de los yerbatales en El río
oscuro (1943) del argentino Alfredo Varela o la esclavitud
del indio en Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides
Arguedas. Es decir: el novelista hispanoamericano ya superó
la etapa de inventario o registro del mundo. Quiso que su obra
fuera testimonio de su tiempo y de su mundo; fue (es) regionalista
pero no a la manera de un Thomas Hardy o de un Iván Turguenev.
Lo es a la manera de los novelistas de la revolución rusa
o de los norteamericanos que trazaron el proceso del capitalismo.
Esta intención testimonial o documental, esa voluntad
de participar con la ficción en el vasto mundo real, explica
el enorme lastre extraliterario que arrastran muchas de sus ficciones.
Pocas veces consigue escapar el narrador a las tentaciones de
lo sociológico o político; pocas veces consigue
alzar su creación al plano puramente literario. De aquí
tanta obra que, pese a cierta repercusión interesada o
novelera, no alcanza la categoría de creación. Piénsese
en la crudeza elemental, en la violencia de alegato, que tienen
un Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza o un Cacau
(1933) del brasileño Jorge Amado. Estas obras podrán
tener algún valor (si lo tienen) para el historiador político,
para el sociólogo, pero su torpe o nula elaboración
literaria las coloca al margen de toda consideración crítica.
La tendencia estilística de este realismo regionalista
ha sido bien sintetizada por Mario Benedetti en un estudio sobre
Los temas del novelista hispanoamericano. Según
él: "... el novelista no se preocupa exageradamente
del estilo. Prefiere que su obra consolide por su importancia
humana antes que por su refinada urdimbre literaria. Tiene demasiado
que decir del personaje, del ambiente, de la reacción que
prepara, de los hechos en sí, como para abdicar su ritmo
ágil, desordenado, imprevisto, o detenerse a depurarlo".
(Cf. Número, Año 2, Nº 10-11, Montevideo,
setiembre-diciembre 1950). Es claro que, a veces, esa misma prisa,
esa despreocupación, esconden una incapacidad creadora,
una impotencia para narrar cabalmente.
III
Superación del realismo
No todos aceptaron, sin embargo, esta vía del realismo
regionalista. Muchos intentaron superar ambos términos.
Quizá la más famosa de esas empresas sea la del
argentino Ricardo Güiraldes en Don Segundo sombra (1926).
Si a primera vista puede incorporarse esta novela al movimiento
arriba apuntado, cuando se la considera con más espacio
se advierte su inequívoca raíz elegíaca,
su profundo diseño lírico. Güiraldes (mejor
reconocerlo de una vez) no era un gran narrador. Tuvo en grado
mayor la condición de paisajista o de poeta lírico
o de estudioso de emociones elusivas. Careció de ese don
de contar, de esa capacidad mágica del alzar la anécdota
y el personaje de un solo golpe creador. Su gran y famosa novela
casi no existe como tal. No hay suceso, no hay personajes. O apenas
sí hay uno: el relator reducido a la sensibilidad que repasa
y evoca, que comenta, exagera y revive. Don Segundo -ese hombre
que ha provocado tantas sospechosas efusiones críticas-
no existe. Es decir, existe en su lugar un paisano borroso que
el autor empuja a lo largo de la obra en un abuso de autoridad
creadora, un personaje que es inferior a la expectativa que crea,
que jamás justifica su aureola, que defrauda siempre. No
se revela al lector; vaga como una imagen, como un nombre vacío.
Güiraldes es impotente para hacerlo vivir y actuar.
Y, sin embargo, el libro vive. Vive porque detrás de la
apócrifa estructura narrativa, hay una auténtica
nostalgia, una evocación sentida, una experiencia humana
que el artista sabe preservar en toda su calidez. La gran virtud
(la gran hazaña) de Güiraldes consistió en
convertir sus limitaciones de narrador en virtudes; en usarlas
como fundamentos de una creación estilística que
permitió saltar los límites del realismo regionalista
e intentar una evasión duradera en busca de un tiempo perdido.
Lo demás (los asombros de la crítica ante la gran
creación de Don Segundo, ante la potencia narrativa de
Güiraldes) es propaganda, es el deseo convertido en hecho.
Otros fueron más lejos que Güiraldes en su intento
de trascender el realismo regionalista. Es curioso que haya sido
un español quien marcó la ruta: Don Ramón
María del Valle Inclán (como le gustaba llamarse)
con su Tirano Banderas (1926, el mismo año de Los
desterrados y de Don Segundo). En manos de Valle Inclán,
el realismo sufre una deformación caricaturesca, de estirpe
barroca, que desquicia no solamente el lenguaje y altera el trazo
de la narración (el estilo, en fin) sino que impone una
especial cosmovisión e instaura un mundo de garabato. No
hay ánimo documental ni propósito denunciatorio
en esta obra; la vida de un dictador de una republiqueta hispanoamericana
es únicamente el pretexto para una composición personal,
un ejercicio de digitación.
Veinte años después de Tirano Banderas publicó
el guatemalteco Miguel Asturias El Señor Presidente,
redactado (según declara el autor) entre 1922 y 1932, pero
publicado por vez primera recién en 1946. Con mayor rigor
documental y -quizá- menor inventiva de detalle, prolongaba
Asturias esta visión caricaturesca y amarga del novelista
gallego. Pero, por su propósito crítico, por su
voluntad de denuncia o sátira, Asturias apuntaba mucho
más lejos, y debajo de su ornamentada estructura era posible
advertir la pasión que comprometía su palabra. Asturias
no ha continuado esta línea. Después del ambiguo
intermedio de Hombres de maíz, 1949, ha vuelto al
realismo regionalista con una trilogía de carácter
político-social de la que ha publicado hasta ahora sólo
el primer volumen, Viento fuerte, 1950.
Una forma más compleja de la superación de algunas
limitaciones regionalistas ha sido intentada por Mario de Andrade,
poeta modernista brasileño, en su Macunaíma (1928).
En esta peculiar novela reelabora Andrade con gracia incesante
elementos folklóricos que provienen de todas las zonas
de su vasto y caótico país. El experimento es único.
No ha tenido y quizá no pueda tener continuación
por señalar una posición extrema, una hazaña
que sólo la cultura y la sensibilidad de Mario de Andrade
hizo posible.
En cualquiera de los intentos apuntados -Güiraldes, Asturias,
Andrade- la intención: última es estética.
Su reacción parece indicar un desacuerdo profundo con las
limitaciones del realismo regionalista. Pero esta reacción
no necesita expresarse de manera tan radical. Los mismos narradores
realistas han sabido trascender la transcripción mecánica
o estadística de la realidad, han sabido convertir la crónica
en testimonio, dar su versión, íntima o apasionada,
del mundo americano. En este sentido, nada más pertinente
que lo que apuntaba no hace mucho Enrique Anderson Imbert en un
ensayo Sobre la novela en América: En las novelas
de Rivera, Güiraldes, Gallegos, selvas, pampas, ríos
viven, se agitan, quieren y actúan gracias al mismo arte
impresionista y expresionista con que otros escritores se proyectan
dentro de cosas que no son necesariamente paisajes. Desde el punto
de vista de una fenomenología de lo estético el
proceso de la fantasía ha sido el mismo en una metáfora
de Rivera sobre la selva que en una metáfora de Torres
Bodet sobre las sillas. (Cf. Número, Año
1 Nº 3, Montevideo, julio-agosto 1949).
IV
Realismo cosmopolita
El realismo no se confinó en las formas regionales. También
sirvió para dar una visión cosmopolita de esta América.
Mientras que el regionalismo se apoyaba en el campo o en la aldea,
la visión novelesca universal tendía a instalarse
en la gran ciudad especialmente en una formación cosmopolita
como Buenos Aires. Podrían citarse muchos nombres en lo
que va del siglo -y quizá sea injusto empezar por el de
Roberto Arlt- pero ya que es forzoso escoger autores hoy significativos
(o ejemplares) indicaré dos: el argentino Eduardo Mallea,
el uruguayo Juan Carlos Onetti.
Mallea intentó expresar, desde La ciudad junto al río
inmóvil (1936) hasta Los enemigos del alma (1945)
a través del destino individual pero representativo de
algunos personajes escogidos, el alma ciudadana, el individuo
configurado por la gran ciudad. Ese destino parecía ser
la soledad, la incapacidad de comunicarse, la falta de orientación
de una sociedad nueva, la ausencia de tradición o de raíces.
El intento no era nuevo. Ya en nuestro siglo los novelistas norteamericanos
(un John Dos Passos por ejemplo) lo habían abordado memorablemente.
Pero era importante que se emprendiera desde esta particular perspectiva
porteña o rioplatense. Toda la obra de Mallea ha perfeccionado
(o dilatado) esa empresa; se ha proyectado sobre toda la nación
o se ha prolongado sobre el curso de varias generaciones y ha
buscado expresar el alma de esa Argentina invisible que él,
tan publicitadamente, reverencia. No el vestuario, no los accidentes
del terreno, no las peculiaridades del color local, sino esa pasión
que historia desde un famoso libro (1937). Su intento pertenece,
aclaro, más al orden del ensayo que al de la narrativa;
su obra carece de felicidad creadora. Recuerda las ficciones más
discursivas de un Aldous Huxley, de un Albert Camus, y en general,
queda muy por debajo de esos ejemplos europeos. Vale quizá
más como actitud que como realización.
También Juan Carlos Onetti ha expresado el alma numerosa
de la ciudad; también ha sabido leer a Dos Passos y -al
mismo tiempo que lo hacía Sartre en Francia- buscar en
Louis-Ferdinand Céline un estímulo literario para
su enfoque amargo y a ratos cínico de la gran ciudad. Con
pasión narrativa más profunda, quizá, que
la de Eduardo Mallea y con duro acento, ha pintado -en El pozo
(1939), en Tierra de nadie (1941), en Para esta
noche (1943), en La vida breve (1950)- al hombre desorientado,
al indiferente moral, que puebla ambas márgenes del Plata.
Con su obra intensa y renovada ha señalado un camino; aunque
también ha marcado una manera que no es posible imitar,
que no conviene imitar.
Más reciente que ambos, Ernesto Sábato en El
túnel (1948) ha querido mostrar no el alma de la ciudad
o un destino ejemplar, sino la posición de un hombre acorralado
frente al mundo hoy. Y ha prescindido totalmente de los fáciles
recursos del color local, preocupándose, en cambio, de
dar con absoluta sinceridad la tragedia de un hombre encerrado
en la soledad como en un túnel. Su obra se vincula -y no
por mera transcripción- con la de un Franz Kafka en Alemania,
un Graham Greene en Inglaterra, un Sartre o Camus en Francia.
Es decir, con la de quienes han pretendido comunicar en una dimensión
más profunda que la del realismo, la angustia del hombre
contemporáneo. Si Sábato no alcanza la patética
fuerza de sus modelos y su arte refinado o brutal, consigue documentar
en cambio una actitud que es también posible en nuestro
medio.
Otro novelista argentino ha intentado apresar en una obra de
monstruosas proporciones el alma multiforme de la gran ciudad.
Me refiero a Adán Buenosayres (1948) de Leopoldo
Marechal. Pero su reconocida servidumbre con respecto a otro ilustre
esfuerzo (el Ulysses, 1922, de James Joyce), su estructura
paródica y vulgar, su condición de impertinente
y deforme burla literaria, impiden que sea considerada de otra
manera que como una extensa extravagancia. Otro intento fallido
(aunque por más nobles motivos) es la Eurídice
(1947) de José Lins do Rego. En esta novela abandonó
Rego el regionalismo que le había inspirado tan valiosas
obras y centró su intriga en un Río de Janeiro lateral
y todavía contaminado de regionalismo (el protagonista
es un estudiante del interior que vive en una pensión de
la rua Catete en la época de la dictadura de Vargas). Desorientándose
en el terreno del psicoanálisis, Rego no consiguió
expresar ni el alma torturada del protagonista ni ese mundo cosmopolita
y caótico de la gran ciudad brasileña.
V
Literatura fantástica
Las novelas de Mallea, de Onetti y de Sábato trascienden
el mero realismo por ahondar -en lo moral, en lo social, en lo
psicológico- los problemas del hombre y del ciudadano.
Pero no rompen con el realismo. Hay, sin embargo, toda una corriente
en la narrativa hispanoamericana contemporánea que se aparta
abiertamente de él. El nombre más destacado de este
brote de literatura fantástica es el del argentino Jorge
Luis Borges.
En una conferencia sobre el tema revindicó Borges para
la literatura fantástica los prestigios de la tradición
y de la venerable antigüedad. (En efecto, y según
él mismo indicó, los primeros relatos del hombre
son fantásticos; el realismo es una invención del
siglo XIX). Los cuentos de Borges -ensayados equívocamente
en Historia universal de la infamia, 1935, madurados ya
en El jardín de senderos que se bifurcan, 1942,
en Ficciones, 1944, en El aleph, 1949, en La
muerte y la brújula, 1951- describen un universo imaginado
e interpolado en la realidad por una sociedad secreta de eruditos,
(Tlön, Uqbar, Orbis Tertius), una biblioteca total
cuyos infinitos anaqueles contienen todos los libros posibles
y aun algunos imposibles (La biblioteca de Babel), una
lotería universal que acaba por regir al mundo, que sustituye
con ventajas a la divinidad (La lotería de Babilonia),
una raza de inmortales que llega a reducirse voluntariamente a
la animalidad (El inmortal), un punto de la tierra desde
el que pueden contemplarse simultáneamente todos los otros
puntos (El aleph). ¿A qué seguir? Sus asombrosas
ficciones no toleran una reducción tan radical. Más
importante parece indicar que todas estas fábulas no son,
en última instancia, más que metáforas de
la realidad, y que el universo o los sorprendentes casos que inventa
Jorge Luis Borges proceden de la misma fuente en que se nutren
los realistas. Su arte consiste en trasponer en clave fantástica
o alucinatoria, aunque sin deponer el rigor y la lucidez, su experiencia
de un mundo rioplatense con su cosmopolitismo de aluvión.
Sus ficciones son máscaras o cifra de una realidad cotidiana
que angustiaba al creador con su falta de heroísmo, con
su mediocridad, obligándolo a trascenderla en prosa no
indigna de un admirador de Quevedo y de Unamuno.
En esta actitud es donde Borges se aparta quizá más
radicalmente del grupo de escritores que lo rodea (el de la revista
Sur) y que para muchos críticos, con error o exceso,
son meros discípulos. La chilena María Luisa Bombal
(que había publicado La última niebla en
1933, antes que cualquier ficción de Borges), los argentinos
Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y José Blanco -para
citar sólo a cuatro- están más cerca de Henry
James o de Julien Green en su manejo del tema fantástico
que el mismo Borges. Les falta esa tensión ajedrecística,
ese no depuesto rigor intelectual, esa capacidad de juego metafísico,
esa elaboración fría de lo poético, que están
permanentemente presentes en Borges, y les sobra la inclinación
de la niebla y dela voluntaria ambigüedad. No es que rechacen
la influencia de Borges (y uno de ellos es algo más que
un discípulo, es su colaborador en apócrifas historias),
sino que, temperamentalmente, estéticamente, reaccionan
de otra manera. Cualquiera que lea sus mejores producciones -La
amortajada (1938) de María Luisa Bombal, La invención
de Morel (1940) de Adolfo Bioy Casares, Sombras suele vestir
(1944) de José Blanco, El impostor (1948) relato
de Silvina Ocampo- pronto advertirá el sesgo personal,
el enfoque nuevo o renovado.
No faltan, es claro, en este grupo de narradores las indicaciones
regionales. Aunque Borges pueble sus relatos de nombres escandinavos
y orientales, asoma bajo la elaborada y (casi siempre) apócrifa
erudición, el enfoque rioplatense: la insaciable avidez
cultural, la nostalgia de un tiempo de violencia y crimen (id
est: de un tiempo en que ocurría algo), el color y el paisaje
porteño y aún uruguayo que tantos días repetidos
de observación y experiencia han preservado en la retina
de este creador memorioso. En Blanco, en María Luisa Bombal,
en Silvina Ocampo, no suele manifestarse ese deliberado exotismo
borgiano. Ellos se instalan en lo nacional (paisaje, nombres,
circunstancias locales) pero de inmediato lo superan al introducir
un dato de la fantasía, interpolar un fantasma, una sobreviviente.
De cualquier punto de vista que se les considere, expresan simultáneamente
la nostalgia de lo viejo (hay toda una sociedad oligárquica
que ellos documentan y que cada día se borra más)
y la presencia avasallante de lo nuevo, la insaciable curiosidad
que los hace moverse entre realidades que son símbolos,
entre objetos que significan algo más en una dimensión
mágica, con figuras que consiguen evadirse del tiempo y
del espacio.
VI
Conclusión
No es posible resolver aquí el pleito subyacente instaurado
entre realismo y literatura fantástica. Quizá lo
único que corresponda hacer por ahora sea felicitarse de
que sean posibles tantas formas narrativas; de que actualmente
el creador hispanoamericano pueda escoger en tan vastos campos;
de que no falten ni el brío ni la ambición ni -siquiera-
el antagonismo. Todo parece ser buena señal."