Este artículo fue redactado especialmente
para la edición extraordinaria del TIMES LITERARY SUPPLEMENT,
de Londres, dedicada a THE MIND OF 1951 (Agosto 24, 1951). Escrito
para un público inglés y publicado en ese idioma,
su naturaleza debió ser, naturalmente, más informativa
que crítica. La versión española que ahora
damos a conocer es algo más extensa que la impresa bajo
el título original de IN LATIN AMERICA.
Quizá
no haya exageración en afirmar que en su siglo y medio
de existencia independiente el principal problema que ha enfrentado
el escritor hispanoamericano haya sido el de justificar, en el
plano de la creación, esa independencia sin renunciar a
la tradición cultural de occidente a la que pertenece como
heredero. Esas dos palabras -independencia, tradición-
figuran implícita o explícitamente en toda programática
literaria, en todo esfuerzo consciente, en toda creación
voluntaria. En 1823, el venezolano Andrés Bello (y desde
Londres precisamente) alzó su Alocución a la poesía
como manifiesto de independencia literaria de los pueblos recién
liberados de España. Pero, por su estilo y su dicción,
Bello continuaba entroncado en el neoclasicismo hispánico,
rama del poderoso árbol grecolatino, y toda su carrera
posterior (como defensor de la unidad del idioma español
y gramático insigne) ilumina claramente qué clase
de independencia reclamaba para el poeta hispanoamericano: la
del creador. En 1888, el nicaragüense Rubén Darío
en sus cuentos y poemas de Azul ... adhirió con fervor
e ingenio al simbolismo y parnasianismo finisecular, a lo que
entonces solía llamarse sin mayor precisión decadentismo.
Pero en la obra de Darío había algo más que
el eco versallesco de Fêtes galantes o que el doblaje de
los estremecimientos de la prosa de Catulle Mendés, y su
poesía fue la primera de envergadura universal que produjo
el vasto subcontinente. En 1941, el argentino Jorge Luis Borges
con El jardín de senderos que se bifurcan -ocho relatos
fantásticos, de raíz anglosajona- atacó los
fundamentos del realismo narrativo hispanoamericano, al tiempo
que pareció proponer una tradición puramente exótica.
Pero para el lector atento, debajo de aquellas ficciones que invocaban
parcialmente a Henry James y a Kafka, latía el pulso del
Río de la Plata, con su cosmopolitismo de aluvión;
aquellas ficciones eran máscaras o cifras de una realidad
cotidiana que angustiaba al creador con su mediocridad y su falta
de heroísmo, obligándolo a trascenderla en prosa
no indigna de un admirador de Quevedo y de Unamuno.
He mencionado tres momentos de la vida literaria hispanoamericana
en que hace crisis el doble problema de independencia y tradición.
América hispánica (como Roma en el siglo I a. C.)
ingresa demasiado joven a un mundo, literariamente, demasiado
maduro. De un solo golpe, y sin opción, hereda a través
de los colonizadores españoles o portugueses una tradición
ibérica asentada en la grecolatina occidental. Esa herencia
abrumadora -que los hijos y nietos de conquistadores e inmigrantes
aportan en la sangre- contrasta cruelmente con la naturaleza,
casi intacta, que encierra al hombre en América. De esa
lucha por imponer tradiciones exóticas al medio (aunque
naturales al hombre) va surgiendo la realidad de América
hispánica.
La crisis de independencia se refleja también en la creación
literaria desde otro punto de vista. Separada de la península
ibérica, América hispánica pretende determinar
libremente su orientación, sin esperar la voz de orden
que solían dar Madrid o Barcelona. Por eso, con Bello y
Echeverría alcanza, independientemente de España,
el Romanticismo; por eso, con Martí y con Darío
precede a la metrópoli en la asimilación y elaboración
del Modernismo; por eso, con Borges y el grupo de la revista Sur,
vuelve a anticiparla ahora con el descubrimiento del vasto universo
literario anglosajón. Una polémica de 1927 ilumina
anchamente esta no extinguida rivalidad. En La Gaceta Literaria
(que se publicaba entonces en Madrid bajo la dirección
de Giménez Caballero) apareció un artículo
que intentaba demostrar que el meridiano de la literatura en lengua
española pasaba por Madrid. Tan ingenua manifestación
de nacionalismo literario despertó el rechazo o la sátira
en América. Desde Martín Fierro (revista del grupo
ultraísta argentino) se negó tal jefatura. No se
trataba de una escisión sino de una reyerta de campanarios,
pero suficientemente reveladora de dos actitudes encontradas.
Indicaba, sin lugar a dudas, que América continuaba decidida
a orientar su propio camino. A tal propósito correspondió,
años más tarde, la fundación en Buenos Aires
de la revista Sur (1931). Su programa cabía en estas líneas
de su directora, Victoria Ocampo: "... una revista para los
jóvenes escritores argentinos; una revista para hacer conocer
a los escritores extranjeros; ... una revista que se preocupe,
ante todo y sobre todo, de calidad". En los veinte años
que ha continuado publicándose, Sur ha cumplido diversamente
con su triple misión. Quizá su aporte más
claro sea el de difusión de la literatura europea contemporánea
(principalmente inglesa); pero no debe olvidarse el generoso apoyo
a un grupo importante de narradores y poetas argentinos.
La guerra civil española, al escindir a España
en dos grupos, contribuyó de rebote a que, con el aporte
de intelectuales españoles emigrados, se fortaleciera la
vida cultural en América hispánica. Se fundaron
nuevas y poderosas editoriales en Méjico y en Buenos Aires;
se crearon revistas, de acción más o menos perdurable.
La más importante (los Cuadernos Americanos de México)
fue inaugurada en 1942 por un grupo en que fraternizaban emigrados
y escritores americanos; su acción se ha ido extendiendo
hasta convertirse actualmente en el órgano más representativo
de la cultura hispanoamericana. Después de la guerra, el
gobierno del general Franco ha pretendido ganar el terreno perdido.
Esgrimiendo la doctrina de la Hispanidad ha intentado orientar
la marcha de la cultura en lengua española. Su empresa
no ha encontrado mayor eco en América. Al haber perdido
contacto con el occidente, España ha vuelto a perder a
América. Por encima de esa política cultural dirigida
(que tiene su órgano más activo en los Cuadernos
Hispanoamericanos de Madrid) se ha podido mantener, sin embargo,
la tradición poética. No es ajena a este esfuerzo
la figura y la proyección de Juan Ramón Jiménez
(refugiado en los Estados Unidos, pero en permanente contacto
con los poetas españoles de todas latitudes) ni el hechizo
que algunas voces, como la de Antonio Machado o la de Unamuno,
conservan en todas partes de América. Sobre el muro de
alambre de púa que aísla a España los nuevos
poetas no han roto la línea de la tradición, auque
sigan también a voces hispanoamericanas que, como la de
Gabriela Mistral y Pablo Neruda en Chile, César Vallejo
en Perú, Jorge Carrera Andrade en Ecuador, Octavio Paz
en Méjico, Nicolás Guillén en Cuba, han alcanzado
la mayoría de edad.
No pasa lo mismo con la prosa narrativa. El aporte de la novelística
anglosajona (sobre todo en la cuarta década del siglo)
ha modificado profundamente la orientación. Con Joyce y
Graham Greene, con Sherwood Anderson y Faulkner (sin olvidar,
es claro, al precursor Henry James) los narradores hispanoamericanos
han enriquecido su técnica y su temática. Y esto
es visible no solo en el grupo que rodea a Borges y prefiere la
literatura fantástica (los argentinos José Bianco,
Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Juan Rodolfo Wilcock, la
chilena María Luisa Bombal); es visible también
-y quizá con más fuerza- en los narradores realistas;
en la obra entera de un Eduardo Mallea, argentino desvelado por
encontrar una cifra que exprese el nuevo mundo (Historia de una
pasión argentina, como ensayo; La ciudad junto al río
inmóvil o La bahía del silencio, como narrativa);
en el libro caótico y desagradable de Leopoldo Marechal:
Adán Buenosayres (1948); en la obra más nueva y
vigorosa del uruguayo Juan Carlos Onetti, que ha conseguido expresar
(en Tierra de nadie, 1941, y en La vida breve, 1950) la indiferencia
moral, el sinsentido y la angustia que se derivan de una contemplación
apasionada de la gran ciudad rioplatense. Últimamente,
al argentino Ernesto Sábato ha vinculado sutilmente la
locura de su protagonista de El túnel (1948) con la que
oprime al hombre contemporáneo: la violencia y desorientación
de todos. Nada equivalente a este puñado de narradores
ha producido la España de posguerra. Algún nombre
aislado (Cela o Carmen Laforet o Suárez Carreño)
no basta para modificar, con su obra agria aún, este aserto.
Esta ruptura y rivalidad no ocurre entre la literatura portuguesa
y la brasileña. La invasión de Portugal por Napoleón,
el traslado del reino al Brasil, la transformación de la
colonia en Imperio, facilitaron una evolución gradual y
una primacía de Brasil sobre Portugal, que justifica su
desarrollo paralelo y sin conflicto.
II
¿Qué
busca el escritor hispanoamericano al arrojarse audazmente dentro
de mundos culturales ajenos (Francia a fines de siglo, Inglaterra
en este medio siglo)? Aparentemente, la mera tradición
ibérica no alcanza para expresar las realidades múltiples
y contradictorias que ofrece el nuevo mundo. Pero, ¿acaso
basta una sola de las tradiciones europeas? Por eso debe entenderse
mejor esto de las influencias. Debe entenderse que cuando Darío
escoge el equívoco cosmopolitismo de París está
haciendo algo más que pagar su tributo a la moda del día;
está expresando una vocación constante del creador
hispanoamericano: la totalidad, el universalismo. Debe entenderse
(asimismo) que cuando Borges reacciona contra el naturalismo hispánico
y su visión realista y superficial del mundo, aparece acuciado
por idéntica necesidad: ensanchar el mundo literario de
lengua española, incorporar una nueva provincia. Detrás
de la rápida aceptación de lo que viene de fuera
está no solo el afán adolescente de imitar y estar
al día, sino una auténtica, una insaciable necesidad
de poseerlo todo. Como verdaderos herederos, los creadores hispanoamericanos
necesitan revisar el mundo cultural, hacer su inventario, abarcarlo
con sus manos. Después de Darío -y quizá
más completamente que él- el chileno Pablo Neruda
ha repetido la empresa. En 1933, su primera RESIDENCIA EN LA TIERRA
expresó esta visión angustiada e inconexa (que ha
sido comparada a la de THE WASTE LAND) de un habitante del mundo
que había recorrido literalmente Oriente y Occidente. La
guerra civil española, en la que combatió Neruda
con su poesía, provocó ESPAÑA EN EL CORAZÓN
(1937), ampliada luego en TERCERA RESIDENCIA (1947). Vuelto al
continente americano Neruda ha alternado las corveas de su militancia
comunista (CANTO DE AMOR A STALINGRADO, loas a Stalin y otros
jerarcas soviéticos) con la composición de la más
vasta y ambiciosa empresa poética americana, empresa que
lo entronca al Bello de las SILVAS AMERICANAS, al Darío
de CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA, al Chocano DE ALMA AMÉRICA
y ORO DE INDIAS. Me refiero al CANTO GENERAL (1950). La América
que allí exalta Neruda es toda la América hispánica
y la voz del poeta se alza sobre cordilleras y valles, sobre villorrios
y metrópolis, sobre el hombre blanco y el indio, para cantar
épicamente un nuevo mundo. Es cierto que, como lo ha señalado
bien H. A. Murena, el credo político del poeta le hace
interpolar materiales extrapoéticos: ensalza una revolución
social que la indefinición de las clases hispanoamericanas
vuelve prematura; postula un indigenismo que en muchas zonas de
América (el Río de la Plata, por ejemplo) carece
de sentido; ataca a los Estados Unidos con violencia que responde
a rivalidad política y no a una límpida conciencia
de lo americano. Todo esto no altera, felizmente, la pureza de
muchas partes del CANTO, ni alcanza a invalidar una empresa poética
que no tiene paralelo quizá en ninguna literatura contemporánea.
No todos los escritores hispanoamericanos han participado de
esta ambición totalizadora. Algunos han pretendido abarcar
únicamente el espacio de su mundo circundante, de su experiencia
humana directa, ganando en profundidad o nitidez lo que puedan
perder en universalidad. De esta manera han contribuido -como
poetas, como narradores- al mejor relevamiento del cosmos americano.
Algunos de ellos -Gabriela Mistral (Premio Nobel 1945) entre los
poetas, José Eustasio Rivera o Ricardo Güiraldes,
entre los novelistas- han pasado las fronteras del idioma y alcanzado
alguna notoriedad occidental. Pero su variedad y número
es infinita. A los escritores ya mencionados en otras partes de
este trabajo, puede sumarse ahora el de los principales narradores
regionalistas. La labor precursora del uruguayo Horacio Quiroga
al incorporar a la literatura el territorio casi salvaje de Misiones,
ha encontrado eco en el colombiano Rivera (LA VORÁGINE,
1924), en el venezolano Rómulo Gallegos (DOÑA BÁRBARA,
1929), en el argentino Güiraldes (DON SEGUNDO SOMBRA, 1926),
en el uruguayo Francisco Espínola (SOMBRAS SOBRE LA TIERRA,
1933). Bajo distinta inspiración, otros han convertido
la novela regional en documento político y social; ejemplo
los mexicanos Mariano Azuela (LOS DE ABAJO, 1916) y Martín
Luis Guzmán (EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE, 1928); el
guatemalteco Miguel Ángel Asturias (EL SEÑOR PRESIDENTE,
1946); los ecuatorianos José de la Cuadra y Jorge Icaza;
el boliviano Alcides Arguedas (RAZA DE BRONCE, 1919); el peruano
Ciro Alegría (EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO, 1941).
Quizá ningún país hispanoamericano pueda
ofrecer un equivalente, en calidad y número de su narrativa,
al del Brasil. Con cuidado y amor, sus novelistas han inventado
los vastos y misteriosos mundos que integran la unidad brasileña.
De Jorge Amado a Graciliano Ramos, de Rachel de Queiroz a Erico
Verissimo, la novela ha levantado un espejo crítico para
reflejar la variedad ética y social, histórica y
geográfica del Brasil. Quizá nadie haya ofrecido
una visión más objetiva y dramática que el
bahiano José Lins do Rego en su CICLO DE LA CAÑA
DE AZÚCAR o en sus dos obras maestras: PEDRA BONITA (1938)
y FOGO MORTO (1943). Por otra parte, solo el paulista Mário
de Andrade ha intentado hasta la fecha una novela que trascienda
ese particularismo y explote todo el riquísimo folklore,
para ofrecer en un único haz la suma del Brasil. Ese intento
se llama MACUNAIMA (1928).
También
ofrece la literatura hispanoamericana empresas abortadas. Las
más famosas han sido acometidas por argentinos. Ricardo
Rojas (distinguido historiador literario) ha pretendido recrear
en lenguaje casi arqueológico un borroso texto del teatro
incaico: el OLLANTAY (1939). Algunas décadas antes, Enrique
Larreta había reiterado en su novela LA GLORIA DE DON RAMIRO
(1908) las formas, no el espíritu, de la España
de Felipe II. Esos esfuerzos de reproducción de tradiciones
ya clausuradas estaban condenados de antemano. Ya en un discurso
de 1900 (ARIEL, del uruguayo José Enrique Rodó)
se indicaba una orientación más fecunda: la incorporación
directa a la tradición occidental viva, la de raíz
grecolatina. En aquel momento, la cultura francesa parecía
monopolizar esa orientación, y a ella pagó tributo
Rodó. Pero ese medio siglo ha demostrado a los hispanoamericanos
la fecundidad de la asimilación de influencias complementarias.
El problema ha sido planteado en nuestros días por el mexicano
Alfonso Reyes en términos más amplios y precisos:
América hispánica debe aceptar con plena conciencia
su papel de heredera. Debe, asimismo, plantar con firmeza sus
pies en el suelo no conquistado plenamente y ofrecer desde allí
una visión americana. Vale decir: una visión en
que los particularismos y los nacionalismos europeos se fundan
en un armonioso conjunto; una visión que revise, otra vez
y desde sus fundamentos, la cultura de occidente; una visión
que no se limite a importar sino que aclimate y elabore, recree
en fin, el aporte trasatlántico con lo que América
-el mundo americano- ofrece.
La figura de Alfonso Reyes no es la única, afortunadamente.
Junto a él e independientemente, cabe recordar la obra
del dominicano Pedro Henríquez Ureña (SEIS ENSAYOS
EN BUSCA DE NUESTRA EXPRESIÓN, 1926; LAS CORRIENTES LITERARIAS
DE LA AMÉRICA HISPÁNICA, 1945); la indagación
realizada por el argentino Ezequiel Martínez Estrada en
las raíces del hombre americano que habita la pampa o la
ciudad cosmopolita (RADIOGRAFÍA DE LA PAMPA, 1933; LA CABEZA
DE GOLIAT, 1935; MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN DE MARTÍN
FIERRO, 1948); los aportes geniales del brasileño Gilberto
Freyre a la sociología hispanoamericana, con sus estudios
sobre la miscegenación de razas y sobre la sociedad esclavista
de la colonia (CASA GRANDE & SENZALA, 1933; SOBRADOS &
MUCAMBOS, 1936; NORDESTE, 1937). Muchos otros nombres (Mariano
Picón Salas, Daniel Cossio Villegas, Germán Arciniegas,
Luis Alberto Sánchez, Alberto Zum Felde) podrían
agregarse a esta enumeración de los que han contribuido
a fijar, con aportes de calidad diversa, un mejor conocimiento
del mundo hispanoamericano.
Sobre estas líneas -independencia y tradición,
regionalismo y fantasía, asimilación e invención-
se va formando la literatura hispanoamericana de hoy. Esos son
sus fundamentos y sus figuras rectoras. Hablar de ellos es hablar
de lo que se está realizando, lo que ellos mismos realizan
o lo que sus discípulos y contradictores realizan.
En todas las revistas literarias de América hispánica
-desde el viejo REPERTORIO AMERICANO de Costa Rica hasta el más
reciente MITO de Montevideo- se entrecruzan estos temas y se barajan
estos nombres. En pro o en contra de Pablo Neruda, en pro o en
contra de Jorge Luis Borges, en pro o en contra de Gilberto Freyre,
en pro o en contra de Martínez Estrada, se va forjando
una nueva literatura cuyos rasgos más característicos
son la lúcida inquisición de la realidad y el constante
ejercicio de la crítica, unidos a una joven confianza que
permite no temer las influencias, asimilarse lo foráneo,
y continuar lidiando la batalla (de siglo y medio) por la independencia
y la tradición.
E. R. M.
Londres, julio 28 de 1951