En los últimos años se han multiplicado - quizá
con algún exceso - las historias, tratados o resúmenes
del método de las generaciones literarias. Hasta el lector
de español, generalmente a trasmano de todo lo que signifique
novedad en crítica literaria, ha podido disfrutar de una
relativa abundancia de textos más o menos críticos.
A los ya reseñados en un artículo sobre la generación
uruguaya del 900, quisiera agregar hoy otros dos trabajos (de
Henri Peyre, de S. Serrano Poncela) que aportan reflexiones al
comentado asunto.
I
UN ANÁLISIS FRANCÉS
El libro de Henri Peyre, Les générations littéraires
(París, 1948), se halla dividido pedagógicamente
en cuatro partes. I. Crítica: el autor intenta demostrar
que los conceptos generalmente empleados en historia literaria
(períodos, movimientos, escuelas, cenáculos, siglos)
no sirven, y que hay que usar el concepto de generaciones, más
dócil al desorden, a la movilidad incesante del mundo real
(No es difícil reconocer la influencia de Bergson.) II.
Histórico: traza sumariamente, y con acopio de antecedentes
franceses, la génesis del concepto. III. Cronológico:
proyecta con bastante detalle una serie de generaciones en la
historia literaria de Europa occidental, a partir de 1490; dicha
serie se completa con la comparación con otras series de
los Estados Unidos y de Rusia. IV. Práctica: examina
el valor práctico del concepto y efectúa un balance
de sus ventajas e inconvenientes
No caeré en la tentación de alabar el claro método
dialéctico (francés) de Henry Peyre. Trataré,
en cambio, de precisar - quizá con mayor afán pedagógico
que el mismo autor - el objeto de su examen. Para ello es necesario
tener en cuenta la situación actual de la historia literaria
en Francia. Muchas afirmaciones de Peyre correrían el riesgo
de parecer exageradas si se las separa de ese contexto. ("Il
enfonce des portes ouvertes", podría decirse en
francés coloquial.) En efecto, la historia literaria francesa
(con alguna honrosa excepción: Thibaudet, Pommier, Jasinski)
se ha caracterizado por su apego a agradables sistematizaciones
por siglos y escuelas o movimientos. (Los programas de literatura
en nuestra enseñanza media reflejan la misma metodología.)
Esta circunstancia justifica que el autor dedique 44 páginas
de su libro - y mucho énfasis - a los inconvenientes, limitaciones
y falacias de esa metodología. Si se tiene presente esta
circunstancia local francesa no resulta tan chocante su alusión
a "des idées parfois explosives" en la
Nora preliminar. No es la mera (o criolla) vanidad la que impulsa
a Peyre al uso de tal calificativo. Por el contrario su exposición
- como la de todo honesto erudito - abunda complacida, juiciosamente,
en la enumeración de antecedentes y precursores - de credenciales,
diría - de sus ideas y puntos de vista.
El único propósito de Henri Peyre, puede sospecharse,
no consiste en convencer a sus sistemáticos compatriotas
de la necesidad de renovar los métodos de la historia literaria,
utilizando un concepto que los devuelva a la realidad. Peyre pretende,
también, demostrar que ese concepto no es sino la expresión
intelectual de un hecho. De aquí el interés que
fuera de Francia tiene su libro, su interés permanente.
Quizá pueda afirmarse que su mayor contribución
en este sentido es la de trazar, por vez primera, la serie de
generaciones en la historia de la literatura francesa. Pero la
parte más importante de su argumentación reside
en la convicción de que es posible extender sus series
generacionales a otras literaturas europeas.
Para el estudioso de la literatura contemporánea, la
creciente sincronización que advierte Peyre en las últimas
generaciones, encierra más de una valiosa observación.
"Hemos tomado como centro a Francia (reitera el autor),
pero sin forzar en nada la verdad de las fechas, hemos mostrado
que, en muchos casos, los polos de esas generaciones sucesivas
en Francia habían constituido también en Inglaterra
o en Alemania, hasta en Rusia o en los Estados Unidos, las cumbres
de una curva paralela. Esto es verdad sobre todo a partir de 1750
o 1800, y más aún de 1850 o 1900, cuando las grandes
literaturas de los países occidentales multiplican el intercambio
y evolucionan en un clima análogo. La literatura comparada
y quizá un día la literatura general, debiera sacar
provecho de la clasificación en generaciones. (...). Cada
vez más, los maestros o los instructores de una misma generación
en Europa, en cinco o seis países, son los mismos grandes
nombres bruscamente aclamados por juventudes que se trasmiten
su entusiasmo por encima de las fronteras nacionales y lingüísticas:
Rilke, Kafka, St. John Perse, Eluard, García Lorca, Hart
Crane, Boris Pasternak".
El interés de este trabajo no se reduce, sin embargo,
al aspecto práctico. Peyre contribuye, también,
a la teoría, a la metodología. Es claro que está
ausente de su obra la sistematización (o mecanización)
de otros expositores como Petersen, o la actitud predominantemente
filosófica de un Julián Marías. Por eso mismo,
le lector debe buscar a lo largo de las páginas las distintas
indicaciones de una teoría generacional. El concepto general
aparece expresado en el capítulo VI. Allí se señalan
los elementos constitutivos: A) "Hay una cuestión
casi regular de grupos humanos, con una renovación ininterrumpida
pero particularmente sensible a ciertos intervalos: treinta años
en una familia, diez o quince años en un grupo social más
extenso y más móvil"; B) "Los hombres
nacidos y crecidos aproximadamente juntos comparten un cierto
número de aspiraciones, de sueños, de ideas y de
sentimientos. Esto es sin duda sensible sobre todo al punto de
partida de los que se llamará una generación nueva
y cuando esos hombres tienen entre dieciocho y treinta años;
y esto es más verdadero negativamente (en lo que un grupo
combate y rechaza al entrar a la arena) que positivamente (en
las realizaciones que cumplirá luego, cuando cada uno se
halla encontrado a sí mismo)"; C) "...
la diferencia de edad, de ideal, de actitud de espíritu
y de sensibilidad entre una generación declinante y la
generación que asciende en una fuente de conflictos que
han señalado cada época..."; D) "las
diversas generaciones... han recibido dones desiguales según
los países y según los tiempos". Estos
elementos serán familiares a todos los lectores de Ortega.
En efecto, el filósofo español ya había señalado
un ritmo de tres etapas principales (gestación, gestión,
retirada), de quince años cada una, para las generaciones
históricas. También había señalado
los cambios en la sensibilidad que cada generación presupone,
así como la importancia de las llamadas experiencias generacionales.
Su expositor, Julián Marías, no ha dejado de apuntar
esa diferencia de dones entre varias generaciones en un mismo
país o entre coetáneos de distintos países.
Tampoco parecerán nuevas estas reflexiones al lector de
Petersen o de Laín Entralgo. Pero esto (ya se sabe) no
importa Henri Peyre.
La parte teórica del libro no concluye ahí. Pero
para relevar las restantes, imprescindibles, articulaciones hay
que rastrear cuidadosamente toda la obra. Podrá verse entonces
la importancia fundamental que Peyre concede a la cronología,
vale decir: a la fecha de nacimiento de cada escritor. O su reconocimiento
de ciertas peculiaridades de la polémica entre las generaciones
(también comentada por Ortega); o las inconciliables divergencias
que, a veces, se revelan dentro de una misma generación
["Une géneration n'est jamais une", subraya
Peyre]; o la existencia de generaciones privilegiadas, rasgo ya
anticipado por el historiados latino Velleius Paterculus.
Debe asistirse, asimismo, en la resistencia de Henri Peyre hacia
toda sistematización ideológica. Su punto de partida
es empírico y a la experiencia se apegará durante
toda su exposición. De ahí la honestidad con que
denuncia y elucida cada excepción a sus conclusiones, ya
se trate (como en el caso de Ronsard y de Goethe o de André
Gide) de figuras que superan su generación y se incorporan
legítimamente a la siguiente, o - por el contrario - el
de aquéllas (como Taine o Rimbaud) que maduran rápidamente
y se integran a la generación anterior. Es aquí
que, en varias oportunidades, no vacila en denunciar el margen
de arbitrariedad que éste método (como todo método)
arrastra, y transcriba y resuma las conocidas objeciones de Albert
Thibaudet. "Pero en esta debilidad - argumenta con razón
Peyre - consiste precisamente el valor de este concepto, pues
él nos advierte que la vida como la naturaleza no hace
saltos y que nuestras divisiones no son jamás otra cosa
que cortes aproximadamente hechos en la blanda continuidad de
la generación viva".
De esta misma resistencia a la sistematización emerge
el claro balance de su obra, después de haber repasado
las ventajas y los inconvenientes prácticos de la aplicación
del método de las generaciones. Y si las ventajas (ubicar
mejor al genio en el ambiente en que surge; trazar el cuadro de
la inspiración colectiva; sustituir por la convivencia
y la atmósfera de cada generación el viejo concepto
de la influencia libresca; facilitar la vinculación con
las artes coetáneas, con los otros sectores de la generación;
comprender con mayor precisión las alternativas en la valorización
de una obra por la larga posteridad; ajustarse al propio sentir
de los escritores que naturalmente se agrupan en generaciones);
si las ventajas, digo, superan largamente a los inconvenientes
es porque el método, en efecto, posee un gran valor práctico.
Algún reparo menor podría hacerse a este trabajo.
Por más importante que el relevamiento de las discrepancias
parece señalar su aporte equilibrado y (en el buen sentido
de la palabra) modesto a una mejor interpretación del método
de las generaciones en la historia literaria.
II
UN LECTOR DE ORTEGA
De muy distinta naturaleza y pretensiones es el ensayo de S.
Serrano Poncela: Las generaciones y sus constantes existenciales.
(En Realidad, Nº 16, Buenos Aires, julio-agosto 194..). Ante
todo, porque se concentra en el aspecto teórico del tema,
aunque incurre rápidamente en el inevitable, en el ajeno,
repaso de teorizadores. También porque no vacila en reiterar
los excesos de vocabulario de un lector de Ortega, de Heidegger
y de las más jeroglíficas páginas de L'être
et le néant. Su aporte original consiste en un intento
de determinar las constantes generacionales. A juicio del ensayista
español son las siguientes: A) Filosófica:
"o formas de referir su pensamiento (de la generación)
a una filosofía determinada, más o menos reconocida
por los componentes generacionales (...) Entendámonos:
no se hace preciso, para que esta constante filosófica
se produzca, la presencia de un sistema articulado, sino más
bien de una coincidencia en las grandes actitudes vitales y de
una respuesta análoga a las preguntas vírgenes que
cada individuo, una vez que sale de la anodinidad, se efectúa
problematizándose..."; B) Sociológica:
"Toda generación es un conjunto humano situado,
a la vez que en determinado ámbito espacial-histórico,
en un ámbito psicológico cuya dúplice conceptualización
tiene lugar a través de los vocablos nación y patria";
C) Histórica: "Concebidas la nación
y la patria como un existir, es evidente que éste sólo
puede ser el resultado de un continuo hacerse referido a los hombres
y sus correlaciones siguiendo el fluir del tiempo. Esto es la
histórico. Toda generación, por tal motivo, tiene
que ambientar forzosamente su catalejo hacia un puesto de observación
desde el cual referirse al pasado"; D) Psicológica:
"Pero la generación, además de poseer su
propio mundo de vivencias filosóficas, su propio existir
y su fisonomía histórica es parte a su vez de un
perímetro más ancho por donde circulan otras generaciones
contemporáneas y sólo en cierta medida coetáneas.
Este perímetro es de carácter internacional y afecta
a las relaciones de vida con otros pueblos desde el punto de vida
principalmente psicológico"; E) Lingüístico-literaria:
"Cada generación tiene su propio lenguaje".
Al enfrentar el tema desde el ángulo existencialista,
Serrano Poncela le da una apariencia de novedad, aunque en rigor
sus constantes ya habían sido mejor expresadas y en un
lenguaje más trasparente y preciso por Julián Marías.
El mismo Julius Petersen las anticipaba, aunque con escasa sutileza.
Adviértase, por ejemplo, la coincidencia absoluta de la
última (E) de Serrano Poncela con la séptima del
alemán: lenguaje generacional. En lo que se refiere
a las otras, su constante básica ya había sido considerada
por Petersen al referirse a los elementos educativos (Nº
3), a la comunidad personal (Nº 4) y a las experiencias
de la generación (Nº 5). Y la crítica que
Marías dedicaba a Petersen sigue siendo válida,
por lo tanto, para algunas de las conclusiones de Serrano Poncela.
III
PERSPECTIVA HISPANO-AMERICANA
He dejado para el final el comentario que nos toca más
de cerca. Ningún hispanoamericano habrá dejado de
advertir que Henri Peyre omite completamente toda consideración
de nuestra literatura. Lo que no quiere decir que omita a todos
los autores de esta América española. Basta recorrer
rápidamente el índice para reconocer al Inca Garcilaso,
a Juan Ruiz de Alarcón, a Sor Juana Inés de la Cruz,
a Gertrudis Gómez de Avellaneda, a Rubén Darío,
a Jorge Carrera Andrade, a Pablo Neruda. Pero aunque Peyre en
general no ignora sus nacionalidades respectivas estos autores
aparecen en el texto enraizados en las generaciones españolas
coetáneas. Si esto puede parecer legitimo en algunos casos
(Garcilaso, Alarcón, Sor Juana, la Avellaneda); si puede
discutirse con algún éxito en el de Darío;
es indudable que carece de fundamento al tratarse de Carrera Andrade
o de Neruda. Y no se trata sólo de una reivindicación
patriótica o hemisferial. Se trata, en primer lugar, de
que a partir de la Independencia la literatura de la América
hispánica posee - pese a su clara filiación española
- una fisonomía propia. Se trata, en fin, y en un sentido
mucho más importante, de que esa actitud de Peyre ayuda
a plantear el tema de las series generacionales desde el ángulo
hispanoamericano.
El problema puede ser enunciado así: ¿Es legítimo
aplicar a la literatura hispanoamericana el método de las
generaciones? En el libro de Peyre hay un pasaje muy sugestivo
respecto al peligro de extender conceptos válidos en una
literatura a otra: "El más grave peligro que ofrece
la división de una literatura en períodos reside
en la tentación que asaltará a los historiadores
de otras literaturas de extender a las suyas esas categorías
que pueden haber sido válidas en Alemania o en Francia,
en los dos países más ávidos de sistematización
en estas materias o aquellos en donde el trabajo la crítica
es más consciente". Es claro que el lector hispanoamericano
no necesitaba ir a buscar en un ensayista francés una advertencia
tan juiciosa. Ya en l848 la había formulado Andrés
Bello: "Quisiéramos sobre todo precaverla (a la
juventud chilena) de una servilidad excesiva a la civilizada Europa.
(...) Nosotros somos ahora arrastrados más allá
de lo justo por la influencia de Europa, a quien, al mismo tiempo
que nos aprovechamos de sus luces, debiéramos imitar en
la independencia del pensamiento (...) Es preciso además
no dar demasiado valor a nomenclaturas filosóficas; generalizaciones
que dicen poco o nada por si mismas al que no ha contemplado la
naturaleza viviente en las pinturas de la historia y, si se puede,
en los historiadores primitivos y originales". Pero (es
posible argumentar) no se trata de aplicar ahora generalizaciones
extrañas o extranjeras; no se trata de copiar una división
en períodos. Se trata de reconocer una realidad histórica
(como quería Bello, como quiere Peyre) que opera tanto
en Europa como en América. El peligro no reside, pues,
en la parte práctica - porque las generaciones relevadas
no pueden inventarse, están ahí, existiendo siempre
en el seno de la historia - sino en las lucubraciones teóricas,
o en la mecánica identificación de los problemas
de una generación europea con la coetánea de la
América hispánica. De una comparación entre
las series generacionales que indica Peyre y las que podrían
trazarse en la historia literaria de nuestro hemisferio, surgiría,
sin duda, una relativa lentitud, un retraso, en la marcha general
de la literatura. Esto debe darse por descontado. Pero consideraciones
de esta naturaleza llevan demasiado lejos. Baste señalar
por el momento la posibilidad de tal serie.
Siempre será necesario lamentar que Pedro Henríquez
Ureña no haya tenido tiempo de acometerla. En su luminosa
síntesis, Las corrientes literarias en la América
hispánica, usa don Pedro repetidamente el vocablo generación
y, a veces, indica concretamente la existencia de alguna generación
relevante. Pero la ausencia de una serie complete es tanto más
1amentable cuanto que su enorme competencia, su erudición
y probidad, lo ponían a cubierto de toda improvisación,
de todas precipitación. Mientras no se realice tal empresa
sólo será posible emprender el estudio parcial de
alguna generación suficientemente visible.
Quizá la ventaja más inmediata de la aplicación
del método de las generaciones a la historia literaria
de la América hispánica sería la de evaporar
todas las falaces categorías (neoclásicas, románticos,
parnasianos, etc., etc.) que abruman y entorpecen los manuales.
Ya Jorge Luis Borges denunció la haraganería, el
anacronismo, que suponen juzgar al Martín Fierro
como un poema épico, sin advertir su condición de
novela. Un caso más grave por la distracción con
que ha sido considerado, por el absoluto desenfoque que implica,
es el de Andrés Bello, invariablemente rotulado de neoclásico.
Los textos rutinarios (los críticos rutinarios) continúan
desentendiendo su posición particularísima de poeta
de transición: neoclásico en su retórica
y en algunos modelos, pero casi romántico en la aproximación
a la naturaleza americana, en su exaltación erudita de
la Edad Media española y del teatro del siglo de oro, en
su admiración por Lord Byron y por Víctor Hugo (a
quienes tradujo repetidamente), en el eclecticismo de su crítica
frente al manoseado asunto de las reglas dramáticas o de
la mitología pagana en escritores católicos, en
su personal predilección por la música de Bellini
y Donizetti, etc., etc. Esta confusión largamente perpetuada
proviene (ya se sabe) de la llamada polémica del Romanticismo
que enfrentó a Bello y Sarmiento. Si se hubiera contemplado
esa polémica como lo que realmente es - polémica
de dos generaciones y no sólo de escuelas literarias -
no habría cundido la simplificación que ve en Bello
el adalid de la escuela neoclásica; no habrían permanecido
tanto tiempo inauditas estas palabras de Miguel Luis Amunátegui:
"El primero que profesó en Chile las teorías
de la escuela literaria moderna, o sea de la escuela romántica,
pero sin sus exageraciones, fue don Andrés Bello".
Dentro de una historia literaria que contemple la serie generacional
podrían obviarse tales simplificaciones. La realidad podría
examinarse viva.
Emir Rodríguez Monegal