Leopoldo Marechal. Adán Buenosayres.
Bs. Aires, Editorial Sudamericana, 1948. 739 págs.
"Al reseñar esta novela de Leopoldo Marechal, el
crítico Eduardo González Lanuza acercó esta
valiosa anécdota: Hace ya años -muchos más
de los que yo quisiera- me encontré cierta tarde con el
poeta Leopoldo Marechal, autor de versos admirables, en la redacción
del periódico donde él trabajaba, y en conversación
casi de rutina entre compañeros de oficios, le pregunté
cuál era la labor literaria que tenía entre manos.
Sacándose la pipa de la boca y con el tono más natural
del mundo, me respondió sin vacilar:
- Estoy escribiendo una novela genial.
Esta declaración de Marechal no sólo comunica su
propósito más íntimo -y también más
publicitado- sino que facilita un importante punto de vista para
enfocar su extensa obra. Porque ¿de qué otra manera
concebirla sino como un deliberado intento de genialidad narrativa?
¿Cómo conciliar de otro modo su deliberada suciedad
y el tono angélico de su tesis, el desmesurado volumen
de sus páginas y la constante reiteración de motivos
ya frecuentados por las obras maestras de la literatura occidental?
Sólo la intención de escribir una obra genial -o
también: sólo el propósito de imitar algunas
obras geniales- puede justificar la creación de este monstruo
de la novelística, de este exceso, que se llama Adán
Buenosayres. Creo que el examen de algunos de sus aspectos no
carecerá de todo interés.
I
El poeta y la ciudad
La muerte de Adán Buenosayres -joven poeta argentino florecido
en la primera posguerra- pretexta esta narración. Uno de
sus amigos, el transparente L. M., decide publicar su obra inédita
(dos libros en prosa) y concibe como prólogo a la misma
una semblanza del autor, que de alguna manera ilumine su creación
y la sitúe en su momento. En cinco libros traza L. M. dos
días de la existencia de Adán Buenosayres, y de
esa narración -tan reducida en el tiempo como dilatada
en las páginas de la obra- ha de surgir la verdadera efigie
del poeta malogrado, tel qu'en lui même en fin l'eternité
le change (para recordar otro lugar común literario).
El resto del libro está ocupado por la transcripción
de la obra que dejara el joven.
Cuarenta y ocho horas facilitan el acceso a la intimidad de Adán,
desde el momento (inicial) en que despierta en una cama de pensión
hasta el momento (final) en que se acuesta, por segunda vez, en
esa misma cama. Entre estos dos actos inevitables, Adán
vive pequeñas aventuras cotidianas, de las que el azar
y la memoria rescatan algunas: Adán presencia, curioso,
el despertar del barrio en la mañana; Adán conversa
con su vecino, el imbañable filósofo Samuel Tessler;
Adán asiste a una reunión en casa de una joven a
la que ama en enconado silencio; Adán recorre con algunos
amigos los afantasmados suburbios de la ciudad; Adán padece
un velorio o discute sobre la esencia de la poesía en la
italianizante glorieta Ciro; Adán espera su turno en un
burdel y regresa, ebrio y a altas horas de la mañana, a
su pensión. El día siguiente aparece menos atareado
(o por, lo menos, cabe en un solo capítulo): Adán
repasa su aventura cotidiana, da clase a los niños de escuela
y tiene un misterioso encuentro con un pordiosero. Con estas páginas
se completa el dibujo de su figura y de su circunstancia.
Adán Buenosayres no escapa al destino de todo joven poeta:
la incomprensión, el anonimato, la genialidad decretada
en vagas mesas de café, los inéditos cuadernos yaciendo
en algún cajón de la mesa. Algunos rasgos más
particulares permiten precisar su figura: Adán abomina
del placer carnal (aunque no pudo sustraerse cierta vez a la lubricidad
de una sirvienta); ama sin éxito, como el joven Alighieri,
a una muchacha desdeñosa y altiva; practica una fe ortodoxa
y una tenaz erudición tomista que no lo abandona ni en
los peores momentos de embriaguez. Es, en suma poeta, joven, católico,
tomista y enamorado.
Pese a los notorios esfuerzos del autor esta figura no logra
mayor nitidez; aparece, es cierto, diferenciada en sus rasgos
principales, pero sin que ello alcance a vitalizarla; a lo sumo,
le permite destacarse sobre el conjunto abigarrado y borroso de
comparsas.
El mundo que circunda a Adán se presenta caótico
y cosmopolita. El poeta asiste desde su despertar a la babel de
lenguas y apetitos, a las contrarias intenciones de los hombres,
a la sordidez universal. Pero él prosigue su destino, anónimo
o señalado por la multitud, paladeando sus versos o lucubrando
su estética, inundando el corazón de amor a los
semejantes. (Nada de esto se justifica en la obra; nada de esto
se vive. El autor se limita a decretarlo.) Las amistades de Adán,
sus colegas, no constituyen un grupo homogéneo, aunque
se caracterizan por ejercer el mismo ingenio sucio y por afectar
un verbal desprecio hacia toda vulgaridad (incluso la propia).
Adán circula entre ellos incontaminado y ajeno, y cuando
los enfrenta realmente es para adoctrinarlos (como en el libro
IV, cap. I) sobre la esencia de la poesía, sin que su prédica
pueda afectarlos sin que se logre comunicación alguna.
En realidad, no se mueven en el mismo plano; se yuxtaponen sin
tocarse.
Y, sin embargo, este mundo fragmentario y caótico tiene
para Marechal tanto atractivo como el mismo protagonista. Por
eso dedica gran parte de la obra a la pintura minuciosa del ambiente,
al lamentable relevamiento de su folklore, al puntual inventario
de su chatura y de su indecencia. Desfilan por sus páginas
todas las clases, todos los oficios, los distintos niveles mentales,
la común procacidad. La enumeración que emprende
Marechal nunca es indiferente; la anécdota siempre contiene
intención, ya que el autor, no quiere recoger indistintamente
todo eco, toda voz de la ciudad. Busca, en verdad, que todo eco,
que toda voz, queden expresados. Busca la esencia de la ciudad,
su entraña y su ritmo. Y tras todo ese pintoresco desfile,
tras la inagotable y agotadora teoría de imágenes,
el lector puede percibir un único anhelo, una única
ambición: cifrar en un signo ese cosmos.
No lo consigue. Con la misma facilidad con que se le borraba
la imagen del protagonista, la verdadera y definitiva faz de la
ciudad se le desvanece, sustituido sin ventaja el auténtico
rostro por millares de inconexas instantáneas, efigies
aparenciales y transitorias.
II
Un doblaje literario
Ya se ha indicado que el autor pretendió que su obra fuera
no sólo la expresión de una existencia individual
única, sino que constituye cifra y paradigma de un destino
poético y de un cosmos. Tal propósito resulta evidente
desde el mismo título. Adán Buenosayres no es un
nombre fabricado por el azar o el sueño. Es (como lo señalara
González Lanuza) la cabal expresión de lo Universal,
la Certidumbre, la Unidad, lo Absoluto, -en una palabra: todo
lo que el nombre Adán sintetiza-, opuesto a lo Particular,
la Apariencia, la Diversidad, lo Relativo, que encierra el apellido
Buenosayres. Y la aventura que corre el protagonista por las pobladas
calles de la ciudad es también símbolo de la aventura
del Hombre en el Mundo. Por eso cada episodio se proyecta en una
doble pantalla: en una refleja el hecho individual y anecdótico;
en la otra se perfila su contenido esencial Y por eso, también,
la novela lleva dentro de sí misma su alegoría,
y cuando el lector recorre junto a Adán Buenosayres los
círculos infernales de Cacodelphia, descubre que esta ciudad
subterránea es mera trasposición onírica
(o literaria) de la ciudad real.
Para llevar a cabo dignamente esa empresa de aliento sólo
era posible (ha pensado Marechal) recurrir a las proporciones
de la Epopeya. Adán Buenosayres debía concebirse
como una Odisea, o una Eneida, o una Divina Commedia.
Lo que traducido a términos contemporáneos significa:
un Ulises. (Esto no quiere decir que Marechal haya descuidado
los precedentes clásicos. En realidad, los tuvo tan en
cuenta que toda su obra trasunta una cultura humanística
y en sus páginas cohabitan episodios recortados en Homero
junto a pasajes de sólida doctrina aristotélica.
Aunque también puede advertirse pasajes inspirados por
las letras universales de todos los tiempos; tal libro depende,
también, de Los Sueños de Quevedo; tal aparición
fantasmal o alcohólica surge de las páginas de Una
excursión a los indios ranqueles de Mansilla).
Para subrayar más la universalidad de su espíritu,
así como para dar en su plenitud la medida de su ambición,
Leopoldo Marechal diagramó su novela según el modelo
-tantas veces ilustre- del Ulises joyceano. Y así
como aquel ciudadano dublinés trasladó a su fábula,
con ejemplar discreción, los símbolos y motivos
que encontrara en la Odisea, este porteño pretendió
trasladar símbolos y motivos del Ulises a su Adán
Buenosayres. Esto resulta más notorio si se advierte que
Marechal no se conformó con trasponer a un registro personal
las incitaciones que su antecedente inmediato le ofreciera, creando
(como Joyce con Homero) un cosmos propio. El autor quiso repetir
las formas más visibles de la gran novela, y pretendió
imitar lo inimitable; sus ilimitados recursos técnicos,
la audacia de sus enfoques, su madurez. Marechal no advirtió
que lo que parecía estridencia en Ulises no era
un mero juego narrativo, sino que obedecía al intento -desesperado
y profundo- de cercar la realidad desde todos sus ángulos
para agotar su significado y su escandalosa riqueza. Y Marechal
repitió sin ningún sentido los riesgosos enfoques
e hizo sonar a hueco lo que era, en Joyce, forma plena de contenido.
Una diferencia de calidad humana y literaria, una inferior condición
para el manejo de tan complejos materiales, convirtieron la copia
o transcripción en desdichada parodia. Cualquiera que se
moleste en cotejar, por ejemplo, el episodio del burdel en Ulises
(monstruosa Walpurgisnacht, de ejecución deslumbrante)
con la sórdida y pedestre versión que ofrece Marechal
percibirá en seguida la parodia. (En Joyce esta escena
no es la culminación del libro; allí confluyen todos
los temas, y gracias al delirio alcohólico, los personajes
desnudan el alma y proyectan o transfieren objetivamente sus alucinaciones,
sus frustrados deseos, sus angustias. En Marechal el episodio
sirve sólo para satirizar a unos pobres idiotas o para
subrayar, en el peor estilo de los novelistas españoles
del naturalismo, la condición carnal del hombre).
También puede cotejarse, en un plano menor, la chispeante
entrevista de Stephen Dedalus con Buck Mulligan en el primer capítulo
de Ulises con la chabacana interpretación del mismo
tema a cargo de los desvanecidos Adán Buenosayres y Samuel
Tessler. (En Joyce, este primer diálogo, complejo por el
entrecruzamiento de temas que el lector aún no distingue,
permite revelar, simultáneamente, el superficial cinismo
y la radical angustia y frustración de Stephen, obsesionado
a lo largo de toda la obra -de toda su vida- por la muerte de
la madre; en Marechal el diálogo sirve para plantear el
insustancial problema amoroso del poeta.) Hay otras coincidencias.
Destaco algunas, sin entrar en detalles.
En el primer capítulo, Adán se interroga con el
mismo sistema de preguntas y respuestas que patentara Leopold
Bloom en el penúltimo capítulo del Ulises.
En el libro II, capítulo I, Marechal describe escenas callejeras
utilizando el mismo recurso narrativo de simultaneidad en el tiempo
que Joyce perfeccionara en el capítulo X de su novela.
En el capítulo II del libro V, Adán da clase a sus
discípulos en un episodio cuyas raíces están
en el capítulo II del Ulises. En todos los casos,
Marechal reproduce la técnica o la situación, jamás
el espíritu.
III
El caos propio
Pero si el poeta argentino no tuvo escrúpulos de originalidad
en cuanto a la forma de su novela y saqueó impunemente
a Joyce, tuvo, en cambio, gran cuidado de no reproducir el mismo
universo de aquella obra. Joyce había querido ofrecer un
cuadro total del mundo dublinés tal como lo recuperaba
la memoria paciente del exilio, y había logrado superar
el realismo epidérmico con la visión profunda y
estructural de ese cosmos, y con la ejecución magistral
de todas las piezas de su rompecabezas. Marechal quiere proponer
un enfoque múltiple de Buenos Aires, en el que domina una
cosmovisión (la católica ortodoxa) y en la que se
liquida -lo más suciamente posible- toda otra actitud vital.
Pero no logra ninguna de las dos cosas, ya que su visión
es plana, sólo percibe lo pintoresco y jamás logra
integrar una estructura. Y en cuanto a las inmundicias con que
cubre casi todas las páginas de su novela, sólo
repiten, con pueril fruición, las más fatigadas
interjecciones del idioma, esas que decoran las letrinas del orbe
hispánico (Amado Alonso enseña que para el pueblo
español las palabras son meras interjecciones.) Para destacar
mejor la casi inmaculada pureza de su protagonista, la potencia
de su verso y la fuerza de su inspiración, rebaja Marechal,
sistemáticamente, a todos los seres con los que convive
Adán. Y aunque lo hace contemporáneo del movimiento
Martinfierrista -aquel que capitaneara Ricardo Güiraldes-
no es para inscribirlo en un momento noble y vigoroso de las letras
argentinas, sino para macular su memoria, para atacar en la figura
de uno de sus principales representantes (Jorge Luis Borges),
a todo el grupo. De nada valen entonces, frente a sus ataques,
estas hipócritas palabras de la dedicatoria: A mis camaradas
"Martinfierristas", vivos y muertos, cada uno de los
cuales bien pudo ser un héroe de esta limpia y entusiasmada
historia.
Pero no sólo los intelectuales cumplen esta función
de contraste. La ortodoxia del protagonista parece destacarse
mejor al ser proyectada por el autor contra la figura, sucia y
obscena, del judío. Y aunque el antisemitismo que se desprende
de esta novela no es de la estirpe histérica de Adolf Hitler,
no parece por ello menos venenoso.
IV
Infierno criollo
No sólo Leopoldo Marechal se preocupó de fijar
la figura y la circunstancia de Adán Buenosayres. El mismo
poeta lo había intentado en sus dos obras inéditas.
En El cuaderno de tapas azules había querido expresar,
junto a imágenes de inconexa evocación infantil,
el tamaño y la naturaleza de su amor imposible; y había
intentado reproducir (en términos locales) aquella pasión
impar que viviera Dante y que está para siempre preservada
en La vita nuova. Pero Adán carecía de genio
poético y la pintura de su pasión muere en las palabras.
El Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia es en cambio,
mucho más revelador. Ha reseñado allí el
joven poeta una incursión por el infierno, inspirada sin
duda en precedentes literarios tan conocidos como La Divina
Comedia o los Sueños de Quevedo. Todos los personajes
y todos los sucesos que poblaron las primeras 470 páginas
de la novela, reaparecen, ahora bajo la vestidura simbólica,
despojados de los atributos accesorios con que arriba enmascaraban
su verdadera faz, reducidos a un único perfil. (En la ciudad
visible fueron egoístas o concupiscentes o venales; aquí
en Cacodelphia, son metáforas de Egoísmo,
de la Concupiscencia, de la Venalidad.) Guiado por el astrólogo
Schultze, apócrifo creador de este vasto caos subterráneo,
Adán recorre sus círculos o cámaras y asiste
con ejemplar constancia -casi diría: complacido al espectáculo
de un mundo en total descomposición. Sin embargo, la impresión
que en el lector puede provocar el espectáculo es de rechazo
y asco. Un asco visceral; no profundo y metafísico como
la náusea de los existencialistas, sino el asco que suscita
lo bajo, lo sucio,. Lo miserable.
Este infierno criollo, soñado o delirado por Adán,
carece de salida. No se equilibra (como en Dante) con otros dos
mundos; Purgatorio y Paraíso. No se salva (como en Quevedo)
por el mayor genio verbal, por la inteligencia más creadora
de la literatura española. Reducido a sí mismo,
caricatura de un grosero mundo visible, sólo puede ofrecer,
con impávida monotonía, sus llagas, sus inmundicias,
la renovada exposición de su miseria moral.
El análisis de este Viaje no favorece al escritor
Buenosayres. Basta advertir que redactó estas 250 páginas
de odio, para reconocer que no era (como quiere Marechal) un alma
angélica, un poeta seráfico. Era un mediocre, un
reprimido, un orgullo satánico. (¿Qué auténtico
creyente puede atreverse a crear un infierno tan sórdido
y asqueante para albergar a sus contemporáneos?) Falso
católico, falso poeta, falso hombre, Adán Buenosayres
acaba por desnudarse totalmente, no en la versión de su
amigo Leopoldo Marechal, sino en las lamentables, odiosas, páginas
de este Viaje.
Una última palabra. El lector puede creer que Adán
Buenosayres no existió, que es sólo metáfora
de Leopoldo Marechal y que toda la novela es autobiografía
poética. Lo dicho más arriba queda igualmente en
pie. Habría que efectuar apenas una transferencia del personaje
al autor."