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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Una novela infernal"
En Marcha, Montevideo, Nº 466, 1949.
p. 14-15.

Leopoldo Marechal. Adán Buenosayres. Bs. Aires, Editorial Sudamericana, 1948. 739 págs.

"Al reseñar esta novela de Leopoldo Marechal, el crítico Eduardo González Lanuza acercó esta valiosa anécdota: Hace ya años -muchos más de los que yo quisiera- me encontré cierta tarde con el poeta Leopoldo Marechal, autor de versos admirables, en la redacción del periódico donde él trabajaba, y en conversación casi de rutina entre compañeros de oficios, le pregunté cuál era la labor literaria que tenía entre manos. Sacándose la pipa de la boca y con el tono más natural del mundo, me respondió sin vacilar:
- Estoy escribiendo una novela genial
.

Esta declaración de Marechal no sólo comunica su propósito más íntimo -y también más publicitado- sino que facilita un importante punto de vista para enfocar su extensa obra. Porque ¿de qué otra manera concebirla sino como un deliberado intento de genialidad narrativa? ¿Cómo conciliar de otro modo su deliberada suciedad y el tono angélico de su tesis, el desmesurado volumen de sus páginas y la constante reiteración de motivos ya frecuentados por las obras maestras de la literatura occidental? Sólo la intención de escribir una obra genial -o también: sólo el propósito de imitar algunas obras geniales- puede justificar la creación de este monstruo de la novelística, de este exceso, que se llama Adán Buenosayres. Creo que el examen de algunos de sus aspectos no carecerá de todo interés.

I

El poeta y la ciudad

La muerte de Adán Buenosayres -joven poeta argentino florecido en la primera posguerra- pretexta esta narración. Uno de sus amigos, el transparente L. M., decide publicar su obra inédita (dos libros en prosa) y concibe como prólogo a la misma una semblanza del autor, que de alguna manera ilumine su creación y la sitúe en su momento. En cinco libros traza L. M. dos días de la existencia de Adán Buenosayres, y de esa narración -tan reducida en el tiempo como dilatada en las páginas de la obra- ha de surgir la verdadera efigie del poeta malogrado, tel qu'en lui même en fin l'eternité le change (para recordar otro lugar común literario). El resto del libro está ocupado por la transcripción de la obra que dejara el joven.

Cuarenta y ocho horas facilitan el acceso a la intimidad de Adán, desde el momento (inicial) en que despierta en una cama de pensión hasta el momento (final) en que se acuesta, por segunda vez, en esa misma cama. Entre estos dos actos inevitables, Adán vive pequeñas aventuras cotidianas, de las que el azar y la memoria rescatan algunas: Adán presencia, curioso, el despertar del barrio en la mañana; Adán conversa con su vecino, el imbañable filósofo Samuel Tessler; Adán asiste a una reunión en casa de una joven a la que ama en enconado silencio; Adán recorre con algunos amigos los afantasmados suburbios de la ciudad; Adán padece un velorio o discute sobre la esencia de la poesía en la italianizante glorieta Ciro; Adán espera su turno en un burdel y regresa, ebrio y a altas horas de la mañana, a su pensión. El día siguiente aparece menos atareado (o por, lo menos, cabe en un solo capítulo): Adán repasa su aventura cotidiana, da clase a los niños de escuela y tiene un misterioso encuentro con un pordiosero. Con estas páginas se completa el dibujo de su figura y de su circunstancia.

Adán Buenosayres no escapa al destino de todo joven poeta: la incomprensión, el anonimato, la genialidad decretada en vagas mesas de café, los inéditos cuadernos yaciendo en algún cajón de la mesa. Algunos rasgos más particulares permiten precisar su figura: Adán abomina del placer carnal (aunque no pudo sustraerse cierta vez a la lubricidad de una sirvienta); ama sin éxito, como el joven Alighieri, a una muchacha desdeñosa y altiva; practica una fe ortodoxa y una tenaz erudición tomista que no lo abandona ni en los peores momentos de embriaguez. Es, en suma poeta, joven, católico, tomista y enamorado.

Pese a los notorios esfuerzos del autor esta figura no logra mayor nitidez; aparece, es cierto, diferenciada en sus rasgos principales, pero sin que ello alcance a vitalizarla; a lo sumo, le permite destacarse sobre el conjunto abigarrado y borroso de comparsas.

El mundo que circunda a Adán se presenta caótico y cosmopolita. El poeta asiste desde su despertar a la babel de lenguas y apetitos, a las contrarias intenciones de los hombres, a la sordidez universal. Pero él prosigue su destino, anónimo o señalado por la multitud, paladeando sus versos o lucubrando su estética, inundando el corazón de amor a los semejantes. (Nada de esto se justifica en la obra; nada de esto se vive. El autor se limita a decretarlo.) Las amistades de Adán, sus colegas, no constituyen un grupo homogéneo, aunque se caracterizan por ejercer el mismo ingenio sucio y por afectar un verbal desprecio hacia toda vulgaridad (incluso la propia). Adán circula entre ellos incontaminado y ajeno, y cuando los enfrenta realmente es para adoctrinarlos (como en el libro IV, cap. I) sobre la esencia de la poesía, sin que su prédica pueda afectarlos sin que se logre comunicación alguna. En realidad, no se mueven en el mismo plano; se yuxtaponen sin tocarse.

Y, sin embargo, este mundo fragmentario y caótico tiene para Marechal tanto atractivo como el mismo protagonista. Por eso dedica gran parte de la obra a la pintura minuciosa del ambiente, al lamentable relevamiento de su folklore, al puntual inventario de su chatura y de su indecencia. Desfilan por sus páginas todas las clases, todos los oficios, los distintos niveles mentales, la común procacidad. La enumeración que emprende Marechal nunca es indiferente; la anécdota siempre contiene intención, ya que el autor, no quiere recoger indistintamente todo eco, toda voz de la ciudad. Busca, en verdad, que todo eco, que toda voz, queden expresados. Busca la esencia de la ciudad, su entraña y su ritmo. Y tras todo ese pintoresco desfile, tras la inagotable y agotadora teoría de imágenes, el lector puede percibir un único anhelo, una única ambición: cifrar en un signo ese cosmos.

No lo consigue. Con la misma facilidad con que se le borraba la imagen del protagonista, la verdadera y definitiva faz de la ciudad se le desvanece, sustituido sin ventaja el auténtico rostro por millares de inconexas instantáneas, efigies aparenciales y transitorias.

II

Un doblaje literario

Ya se ha indicado que el autor pretendió que su obra fuera no sólo la expresión de una existencia individual única, sino que constituye cifra y paradigma de un destino poético y de un cosmos. Tal propósito resulta evidente desde el mismo título. Adán Buenosayres no es un nombre fabricado por el azar o el sueño. Es (como lo señalara González Lanuza) la cabal expresión de lo Universal, la Certidumbre, la Unidad, lo Absoluto, -en una palabra: todo lo que el nombre Adán sintetiza-, opuesto a lo Particular, la Apariencia, la Diversidad, lo Relativo, que encierra el apellido Buenosayres. Y la aventura que corre el protagonista por las pobladas calles de la ciudad es también símbolo de la aventura del Hombre en el Mundo. Por eso cada episodio se proyecta en una doble pantalla: en una refleja el hecho individual y anecdótico; en la otra se perfila su contenido esencial Y por eso, también, la novela lleva dentro de sí misma su alegoría, y cuando el lector recorre junto a Adán Buenosayres los círculos infernales de Cacodelphia, descubre que esta ciudad subterránea es mera trasposición onírica (o literaria) de la ciudad real.

Para llevar a cabo dignamente esa empresa de aliento sólo era posible (ha pensado Marechal) recurrir a las proporciones de la Epopeya. Adán Buenosayres debía concebirse como una Odisea, o una Eneida, o una Divina Commedia. Lo que traducido a términos contemporáneos significa: un Ulises. (Esto no quiere decir que Marechal haya descuidado los precedentes clásicos. En realidad, los tuvo tan en cuenta que toda su obra trasunta una cultura humanística y en sus páginas cohabitan episodios recortados en Homero junto a pasajes de sólida doctrina aristotélica. Aunque también puede advertirse pasajes inspirados por las letras universales de todos los tiempos; tal libro depende, también, de Los Sueños de Quevedo; tal aparición fantasmal o alcohólica surge de las páginas de Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla).

Para subrayar más la universalidad de su espíritu, así como para dar en su plenitud la medida de su ambición, Leopoldo Marechal diagramó su novela según el modelo -tantas veces ilustre- del Ulises joyceano. Y así como aquel ciudadano dublinés trasladó a su fábula, con ejemplar discreción, los símbolos y motivos que encontrara en la Odisea, este porteño pretendió trasladar símbolos y motivos del Ulises a su Adán Buenosayres. Esto resulta más notorio si se advierte que Marechal no se conformó con trasponer a un registro personal las incitaciones que su antecedente inmediato le ofreciera, creando (como Joyce con Homero) un cosmos propio. El autor quiso repetir las formas más visibles de la gran novela, y pretendió imitar lo inimitable; sus ilimitados recursos técnicos, la audacia de sus enfoques, su madurez. Marechal no advirtió que lo que parecía estridencia en Ulises no era un mero juego narrativo, sino que obedecía al intento -desesperado y profundo- de cercar la realidad desde todos sus ángulos para agotar su significado y su escandalosa riqueza. Y Marechal repitió sin ningún sentido los riesgosos enfoques e hizo sonar a hueco lo que era, en Joyce, forma plena de contenido. Una diferencia de calidad humana y literaria, una inferior condición para el manejo de tan complejos materiales, convirtieron la copia o transcripción en desdichada parodia. Cualquiera que se moleste en cotejar, por ejemplo, el episodio del burdel en Ulises (monstruosa Walpurgisnacht, de ejecución deslumbrante) con la sórdida y pedestre versión que ofrece Marechal percibirá en seguida la parodia. (En Joyce esta escena no es la culminación del libro; allí confluyen todos los temas, y gracias al delirio alcohólico, los personajes desnudan el alma y proyectan o transfieren objetivamente sus alucinaciones, sus frustrados deseos, sus angustias. En Marechal el episodio sirve sólo para satirizar a unos pobres idiotas o para subrayar, en el peor estilo de los novelistas españoles del naturalismo, la condición carnal del hombre).

También puede cotejarse, en un plano menor, la chispeante entrevista de Stephen Dedalus con Buck Mulligan en el primer capítulo de Ulises con la chabacana interpretación del mismo tema a cargo de los desvanecidos Adán Buenosayres y Samuel Tessler. (En Joyce, este primer diálogo, complejo por el entrecruzamiento de temas que el lector aún no distingue, permite revelar, simultáneamente, el superficial cinismo y la radical angustia y frustración de Stephen, obsesionado a lo largo de toda la obra -de toda su vida- por la muerte de la madre; en Marechal el diálogo sirve para plantear el insustancial problema amoroso del poeta.) Hay otras coincidencias. Destaco algunas, sin entrar en detalles.

En el primer capítulo, Adán se interroga con el mismo sistema de preguntas y respuestas que patentara Leopold Bloom en el penúltimo capítulo del Ulises. En el libro II, capítulo I, Marechal describe escenas callejeras utilizando el mismo recurso narrativo de simultaneidad en el tiempo que Joyce perfeccionara en el capítulo X de su novela. En el capítulo II del libro V, Adán da clase a sus discípulos en un episodio cuyas raíces están en el capítulo II del Ulises. En todos los casos, Marechal reproduce la técnica o la situación, jamás el espíritu.

III

El caos propio

Pero si el poeta argentino no tuvo escrúpulos de originalidad en cuanto a la forma de su novela y saqueó impunemente a Joyce, tuvo, en cambio, gran cuidado de no reproducir el mismo universo de aquella obra. Joyce había querido ofrecer un cuadro total del mundo dublinés tal como lo recuperaba la memoria paciente del exilio, y había logrado superar el realismo epidérmico con la visión profunda y estructural de ese cosmos, y con la ejecución magistral de todas las piezas de su rompecabezas. Marechal quiere proponer un enfoque múltiple de Buenos Aires, en el que domina una cosmovisión (la católica ortodoxa) y en la que se liquida -lo más suciamente posible- toda otra actitud vital. Pero no logra ninguna de las dos cosas, ya que su visión es plana, sólo percibe lo pintoresco y jamás logra integrar una estructura. Y en cuanto a las inmundicias con que cubre casi todas las páginas de su novela, sólo repiten, con pueril fruición, las más fatigadas interjecciones del idioma, esas que decoran las letrinas del orbe hispánico (Amado Alonso enseña que para el pueblo español las palabras son meras interjecciones.) Para destacar mejor la casi inmaculada pureza de su protagonista, la potencia de su verso y la fuerza de su inspiración, rebaja Marechal, sistemáticamente, a todos los seres con los que convive Adán. Y aunque lo hace contemporáneo del movimiento Martinfierrista -aquel que capitaneara Ricardo Güiraldes- no es para inscribirlo en un momento noble y vigoroso de las letras argentinas, sino para macular su memoria, para atacar en la figura de uno de sus principales representantes (Jorge Luis Borges), a todo el grupo. De nada valen entonces, frente a sus ataques, estas hipócritas palabras de la dedicatoria: A mis camaradas "Martinfierristas", vivos y muertos, cada uno de los cuales bien pudo ser un héroe de esta limpia y entusiasmada historia.

Pero no sólo los intelectuales cumplen esta función de contraste. La ortodoxia del protagonista parece destacarse mejor al ser proyectada por el autor contra la figura, sucia y obscena, del judío. Y aunque el antisemitismo que se desprende de esta novela no es de la estirpe histérica de Adolf Hitler, no parece por ello menos venenoso.

IV

Infierno criollo

No sólo Leopoldo Marechal se preocupó de fijar la figura y la circunstancia de Adán Buenosayres. El mismo poeta lo había intentado en sus dos obras inéditas. En El cuaderno de tapas azules había querido expresar, junto a imágenes de inconexa evocación infantil, el tamaño y la naturaleza de su amor imposible; y había intentado reproducir (en términos locales) aquella pasión impar que viviera Dante y que está para siempre preservada en La vita nuova. Pero Adán carecía de genio poético y la pintura de su pasión muere en las palabras. El Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia es en cambio, mucho más revelador. Ha reseñado allí el joven poeta una incursión por el infierno, inspirada sin duda en precedentes literarios tan conocidos como La Divina Comedia o los Sueños de Quevedo. Todos los personajes y todos los sucesos que poblaron las primeras 470 páginas de la novela, reaparecen, ahora bajo la vestidura simbólica, despojados de los atributos accesorios con que arriba enmascaraban su verdadera faz, reducidos a un único perfil. (En la ciudad visible fueron egoístas o concupiscentes o venales; aquí en Cacodelphia, son metáforas de Egoísmo, de la Concupiscencia, de la Venalidad.) Guiado por el astrólogo Schultze, apócrifo creador de este vasto caos subterráneo, Adán recorre sus círculos o cámaras y asiste con ejemplar constancia -casi diría: complacido al espectáculo de un mundo en total descomposición. Sin embargo, la impresión que en el lector puede provocar el espectáculo es de rechazo y asco. Un asco visceral; no profundo y metafísico como la náusea de los existencialistas, sino el asco que suscita lo bajo, lo sucio,. Lo miserable.

Este infierno criollo, soñado o delirado por Adán, carece de salida. No se equilibra (como en Dante) con otros dos mundos; Purgatorio y Paraíso. No se salva (como en Quevedo) por el mayor genio verbal, por la inteligencia más creadora de la literatura española. Reducido a sí mismo, caricatura de un grosero mundo visible, sólo puede ofrecer, con impávida monotonía, sus llagas, sus inmundicias, la renovada exposición de su miseria moral.

El análisis de este Viaje no favorece al escritor Buenosayres. Basta advertir que redactó estas 250 páginas de odio, para reconocer que no era (como quiere Marechal) un alma angélica, un poeta seráfico. Era un mediocre, un reprimido, un orgullo satánico. (¿Qué auténtico creyente puede atreverse a crear un infierno tan sórdido y asqueante para albergar a sus contemporáneos?) Falso católico, falso poeta, falso hombre, Adán Buenosayres acaba por desnudarse totalmente, no en la versión de su amigo Leopoldo Marechal, sino en las lamentables, odiosas, páginas de este Viaje.

Una última palabra. El lector puede creer que Adán Buenosayres no existió, que es sólo metáfora de Leopoldo Marechal y que toda la novela es autobiografía poética. Lo dicho más arriba queda igualmente en pie. Habría que efectuar apenas una transferencia del personaje al autor."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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