"Si no existiera, firmemente arraigada en esta tierra oriental,
la superstición de la cultura francesa -como esencia y
única forma de la cultura- sería innecesario reseñar
la conferencia dictada por André Maurois, el martes 26
del corriente, en el teatro 18 de Julio. O mejor: sería
necesario trasladar la nota a una hipotética sección
Sociales. Porque el académico visitante, envalentonado
por las brillantes plumas que ilustraban al escaso auditorio,
por las pieles que lo cotizaban, por las joyas que lo iluminaban,
depuso toda pretensión literaria y enfocó su tema
(Climats de l'amour) con un incesante y cursi comadreo,
en el que ocasionalmente se creía escuchar alguna mención
a Rabelais, algún imperfecto resumen de Proust. (Maurois
clasificó a este último como especialista del amour-maladie.
Agregó que en Proust se sufren y se gozan los dolores del
amor; olvidó decir que para este novelista el amor no es
una pasión compartida; que, además, desemboca o
degenera en los celos).
No se crea, sin embargo, que Maurois defraudó a nadie.
Las espectadoras que lo aplaudieron entusiastas al terminar el
acto estaban cumpliendo algo más que un deber social: estaban
agradecidas por haber examinado y resuelto tan fácilmente,
con tanta limpieza, en tan poco tiempo (gracias a la sabia diligencia
de Maurois), un problema complejo como el del amor. Durante una
hora se asomaron a sus abismos: vieron a Helena incendiando Troya
o a Penélope abrazando a Ulises; vieron al cruzado confiando
su dama a un servicial y hermoso paje y a Phillippe d'Orléans
cantando un amor antiguo; vieron a la Andromaque de Racine
desarrollar su fatal progresión aritmética de amores
enlazados y no correspondidos, vieron (o recordaron haber visto)
a Mme. de La Vallière rendirse a los fuegos del ávido
Luis XIV; vieron desvanecerse a las ingeniosas heroínas
de Jane Austen o a Stendhal definir la cristalización
del amor; vieron, en fin, a Cora y a Frank matar a Nick Papadakis
y a Roger Vailland reeditar, en 1945, la lección enseñada
por Laclos desde 1782. (Maurois, arrastrado por su imaginación
afirmó -entre otras cosas- que The Postman Always Rings
Twice repetía la tragedia de Agamenón. En realidad,
no basta que la mujer y el amante (Clitemnestra y Egisto, Cora
y Frank) maten al marido (Agamenón o Nick); para que haya
tragedia es necesario que el crimen venga de lejos, que la sangre
y la culpa caigan sobre los herederos. (La semejanza menos discutible
entre ambos crímenes es, quizá, la nacionalidad
de ambas víctimas).
Tampoco defraudó Maurois a los espectadores asociales
o implumes. Es cierto que no dijo nada nuevo sobre el amor -y
más: se jactó de no decir-; es cierto que el generoso
idealismo que inspiró sus palabras no llegó hasta
las realidades económicas y el auditorio debió pagar
por escucharlo. Pero su voz aflautada y untuosa; su dicción
tan patriotera que le obligó a pronunciar agudamente hasta
el inglés (idioma que no ignora), inventando: Mourning
Becomes Electrá, Dickéns; alguna anécdota
oportuna, como aquélla de Julián Huxley, donde una
señora pregunta en el Zoo de Londres a un guardián
puritano, si el hipopótamo es macho o hembra y escucha
esta respuesta: Eso sólo podrá interesar a otro
hipopótamo; -todo esto distrajo y alivió algo
la hora de charla. Y el lector de su Histoire d'Angleterre,
de su Byron, de sus Aspects de la biographie, de
sus Magiciens et logiciens, sabía ya, antes de la
conferencia, que no tenía derecho a pedir (a esperar) más."