FRANÇOIS MAURIAC. El desierto
del amor (Le désert de l'amour). Traducción
de Ricardo de Benedetti. Buenos Aires. Ediciones Siglo Veinte,
1945. 190 páginas.
"No se puede leer El desierto del abor (1925) o El
desierto del amomor (1925) o no se la puede comentar, sin
antes examinar -aunque sea rápidamente- la conducta novelesca
de François Mauriac. El lector o el crítico que
prescindan de este saludable acto previo se exponen a una total
incomprensión, a un falso juicio.
El examen puede partir de una confusión de Gide, felizmente
conservada en su Journal. El 4 de junio de 1931 cita Gide
estas palabras, tan reveladoras, de Mauriac: "Aún
en estado de gracia, mis creaturas nacen de lo más agitado
de mí mismo; ellas se forman de lo que subsiste en mí
a pesar mío." Y agrega, satisfecho, Gide: ""¡Qué
confesión" Esto equivale a decir que, si fuera un
perfecto cristiano no tendría la materia para escribir
sus novelas. ¿No es eso precisamente lo que yo le decía?"
Las palabras de Mauriac y las de Gide indican los términos
del renovado e inagotable debate sobre la novelística de
Mauriac, -debate que intentó resolver Jean Prévost
en 1930 (De Mauriac à son oeuvre, en la NRF del
1/III/) y que aquí me limitaré a resumir.
La concepción católica del universo, su cerrado
sistema de valores, parece -a primer avista- incompatible con
el mundo que se refleja en las novelas de Mauriac: un mundo de
hombres torturados por las angustias del pecado (no del acto,
sino principalmente de la reflexión sobre el acto), de
hombres obsesionados por la líbido; un mundo que describen
vivamente estas palabras de Antonio Marichalar: "El arte
inquisitivo de Mauriac atiza la hoguera, y al soplo de un viento
bochornoso sentimos crujir y crepitar a esos seres desamparados
y exhaustos que nos ofrece en el quemadero, abrasados por el aire
y el sol, devastados por la llama, calcinados hasta la consumación."
(Consideración de Mauriac, en Revista de Occidente,
Nº 25, Julio de 1925).
Pero este primer y erróneo enfoque (en el que cayó
Gide pese a su proverbial agudeza) esta falsa oposición
entre el catolicismo ortodoxo y las creaciones novelescas de Mauriac
puede resolverse armónicamente si se advierte que este
escritor enfoca a sus creaturas desde un ángulo esencialmente
católico: desde el pecado abrasador y condenado. (No hay
en este enfoque ninguna novedad esencial: lo más que podría
descubrirse es cierta confusa influencia freudiana). Pero donde
Mauriac se desvía del catolicismo corriente es en la conducta
novelesca que adopta. En vez de escribir obras edificantes, en
vez de escamotear el examen del pecado, en vez de hacerlo secreto,
en vez de apartar al hombre de su contemplación, Mauriac
lo enfrenta violentamente con su máscara infame y desgarrado.
Y es esta conducta heterodoxa la que da desvirtuado, sin duda,
el enfoque justo de sus novelas, la que ha provocado el falaz,
el inevitable debate.
Teniendo en cuenta esta actitud, se comprende que quien lea El
desierto del amor creyendo que es una novela común
quedará totalmente defraudado. Mauriac se ha propuesto
aquí una nueva variación de su único tema.
Esa variación afecta la siguiente apariencia anecdótica.
Un hombre joven se encuentra por casualidad, con la mujer que
le despertará a la vida, a la sensualidad, al pecado. Recuerda
entonces, su experiencia de adolescente con esa mujer (una experiencia
frustrada, abominable, que lo marcó para siempre); el ansia
de desquite se actualiza. La mujer, por su parte, sufrió
una experiencia simultánea de asco, de inhibición,
la que derivó en sentido radicalmente opuesto, hacia la
anulación de la sensualidad, no hacia la exaltación.
Al encontrarse, mientras él depone su inútil venganza
e intenta salvar la pasión ella siente crecer su repugnancia.
Hay un tercer personaje: el padre del joven, su médico,
que estuvo enamorado de la misma mujer, sin atreverse nunca a
declarar ese amor, que fue consumido por la pasión hasta
superarla, hasta comprender -personalmente- que tal era su destino.
Esos son los elementos del conflicto: la anécdota y los
personajes.
Por rápido que se examine la obra una observación
surge, inevitable: la acción (el desarrollo de la trama)
carece de todo valor frente a la riqueza latente de los personajes.
Es más: Mauriac parece complacerse en acudir a las situaciones
más burdas o más torpes (por ejemplo, el encuentro
final de los tres protagonistas, apenas motivado); en provocar
las escenas más calamitosas o ridículas (por ejemplo,
las reflexiones del padre frente al cuerpo enfermo de la mujer
que ama). El autor parece despreciar la fuerza de sus personajes,
bastándole la seguridad de su intensa pasión, prescindiendo
de toda invención valedera en la fábula. En el artículo
citado, Marichalar ha observado coincidentemente: "Existe
evidente desproporción entre el vigor de los personajes,
henchidos de posibilidades, que aporta este escritor, y el escaso
juego a que dan lugar una vez lanzados en la peripecia de la acción".
El breve e incompleto examen aquí cumplido pretende apenas,
llamar de nuevo la atención sobre este escritor que, hacia
1925, pareció el inevitable sucesor de Proust en el favor
público."