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"La epopeya de Stalingrado"
En Marcha, Montevideo, nº 343, 16/08/1946
p. 23
KONSTANTIN SIMONOV: DÍAS Y NOCHES. Traducción
de Preslit - Moscú. Montevideo, Editorial Pueblos Unidos,
1946, 381 páginas.
"Esta última guerra, pesa a su trágica variedad,
no ha producido grandes novelas. Muchos autores han fatigado el
tema bélico, en cualquiera de sus ricas variantes (batallas,
resistencia, espionaje, campos de concentración), sin poder
superar los esquemas convencionales, la inmadurez artística
del tema. La guerra ha producido (es claro) una copiosa literatura
proselitista, despojada, casi siempre, de todo escrúpulo,
de todo decoro literario. Mencionar nombres sería exceder
los límites y las intenciones de esta reseña. Más
valioso parece examinar Días y noches
de Konstantin Simonov y extraer de ese examen algunas observaciones
utilizables.
Ante todo se debe advertir que Días
y noches confirma, en parte, la desalentadora observación
inicial. Pero (en parte, también) preserva algunos valores
puramente humanos o literarios, cuya depreciación es frecuente
en casi toda la producción bélica.
Es un difundido, un premeditado, un melancólico error creer
que las obras no intelectuales o anti-intelectuales son -por esa
sola razón- humanas. Una breve meditación permitirá
comprender la ingenuidad de esa premisa. Aún olvidando que
los valores intelectuales son parte de los valores humanos (una
parte fundamental), cabe advertir que casi toda la literatura de
propaganda bélica esgrime ejemplares extrahumanos, fantásticos.
Los habitantes de esas novelas responden a dos únicas motivaciones,
exclusivas y simplistas: el llamado de la patria (los buenos), el
llamado de la traición (los malos). Toda otra actitud está
abolida. Pero eso no es todo. En cuanto a su realidad novelesca,
a su verdad literaria, los personajes resultan impalpables e indiferenciables.
Son tan uniformes en sus palabras, tan convencionales en sus sentimientos,
como en la inevitable adhesión a su bandera. Su feroz inhumanidad
(que el abrumado lector debe aceptar como humanidad ejemplar) provoca
la confusión -apenas si los nombres y los opuestos bandos
los distinguen- y el seguro tedio. Para perfeccionar este cuadro
poco estimulante, los autores de estos libros narran sus historias
en la forma más rudimentaria e inmadura posible, logrando
como término de sus desvelos, otra vez, la confusión
-la acción aparece siempre enredada en agotadoras explicaciones-
y el seguro tedio.
Por apartarse de estos temidos moldes Días
y noches sobresale entre las producciones del género.
Simonov aparece atento a la verdad humana de su historia, al mismo
tiempo que obediente a su mensaje. La misma forma a que pertenece
esta obra -la novela épica- facilitaría el esquematismo
en el enfoque, las situaciones grandilocuentes. Pero el autor ha
desechado esa dudosa estilización y ha preferido centrar
su epopeya en el protagonista. Este es el turbado espejo en que
se refleja la colosal lucha: no es un hombre simbólico, despojado
de carnalidad, sino un ser humano, individual, vivo, que sufre a
su manera, en su limitada dimensión, el enorme esfuerzo de
la batalla. Esta actitud del novelista, este enfoque, tiene su más
ilustre antecedente en un capítulo de
La Chartreuse de Parme (1839). Allí Fabrice asiste
casualmente, casi ignorante de todo, a Waterloo. Su desazón,
su enorme incomprensión, ilustran magníficamente la
intención que persigue Stendhal: presentar una batalla no
como un acartonado cuadro histórico sino como la experiencia
confusa y violenta de un espectador individual. En Simonov se reproducen
algunas condiciones pero hay, también, alguna diferencia
de enfoque ya que el protagonista, Sabúrov, es algo más
que un espectador azorado: es una pieza en el enorme engranaje de
la defensa, una pieza parcialmente consciente del suceso en que
participa. Pero, pese a esto último, la impar experiencia
vivida trasciende de tal modo a Sabúrov que su intensa visión,
parcial y limitada, sólo por el entusiasmo puede crecer y
abarcar toda la magnitud del acontecimiento: la batalla por Stalingrado.
Este tema -cuya nobleza intrínseca parece innecesario destacar-
ha sido tratado por Simonov con extrema simplicidad y con ejemplar
decoro. Simonov ha desechado (como no supiera hacer Wanda Wasilevska
en Arco Iris) la fácil tentación
de la oratoria y del melodrama. En algunos momentos, su comprensión
auténtica del hombre consigue episodios tan valiosos como
el del juicio del desertor (capítulo XII). En otros momentos,
en cambio, su vigilancia se distrae e incurre en trivialidades como,
p. ej., la escena del teniente herido (cap. XIII).
También se equivoca Simonov al cumplir puntualmente con
la convencionalidad insoportable de este género. El primer
convencionalismo en que incurre -el más ingenuo- es la simplificación
psicológica que consiste en presentar a todos los rusos como
íntimamente esforzados y heroicos; o sea, una variante del
tipo de idealización practicado, desde la Ilíada,
por la literatura bélica. El otro cenvencionalismo es el
del amor romántico. El delicado idilio de Sabúrov
y Ania, con todos sus agravantes de amor a primera vista, sacrificios
recíprocos, etc., corresponde a la nueva orientación
de la literatura soviética, que ha reaccionado uniformemente
contra el realismo de la primera hora.
La excelente calidad de esta novela se halla empañada por
una versión mediocre, que abunda en defectos sintácticos
(p. ej., en la página 38 se habla de unos hombres que "vencidos
por la mortal fatiga, se quedaron dormidos o hacían
intentos para dormir") y en expresiones inusuales (p.
ej., dice, en la pág. 55, "planos de los aviones"
por "alas"). Estas incorreciones pudieron evitarse con
un cuidadoso repaso de la traducción por parte de los editores."
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