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"Sobre la poesía de Idea"
En Marcha, Montevideo, nº 458, 10/12/1948
p. 14
I
"En la hora encendida del mediodía el poeta contempla
la playa y el mar, contempla los cuerpos sobre las vastas arenas
pálidas, y en esa hora de luz -transparentes los aires,
transparentes las voces, el silencio- sus ojos no perciben la
vida: registran también la muerte.
A orillas del amor, del mar, de la
mañana,
en la arena caliente, temblante de blancura,
cada uno es un fruto madurando su muerte.
Así se inaugura el primer cuaderno de Idea: La Suplicante
(Cinco poemas, Montevideo, 1945). Así, con esta mirada que
descarna los seres y hace aflorar su definitivo esqueleto. Idea
declara una de las constantes de su poesía: la presencia
de la muerte. En la segunda parte de este mismo poema inaugural
confirmará:
Cuerpos tendidos, cuerpos
infinitos, concretos, olvidados del frío
que los irá inundando, colmando poco a poco.
Cuerpos dorados, brazos, anudada tibieza
olvidando la sombra ahora estremecida,
detenida, expectante, pronta para emerger
que escuda la piel ciega.
Pero la muerte, que es médula de todo ser en esta poesía,
nos se da como pálida y entristecida presencia; no es la
muerte que habita un mundo gris y sin matices, un aire enclaustrado
y opaco. Es la muerte floreciendo en plena vida, la muerte enlazada
al más agudo éxtasis, la muerte encendida ardiendo
en el poderoso instante del deseo consumado.
Esta sazón de fruta que tú
me diste, esta
llamarada de luna, durable miel inmóvil,
te sitúa y te cerca,
amigo de la noche, sagrada camarada
de las horas de amor y de silencio...
Sin luz, apenas, sin aliento,
sueño
ese incienso divino que me quemas,
sueño ascendiendo abismos con vértigos de sombra,
náufrago en la caricia, alta marea muda.
Ya velado tu rostro entre líneas de niebla
los ojos se te ahogan en climas de delicia
y rueda por la noche tu pensamiento inerte,
entonces el deseo sube como una luna,
como una pura, rara, melancólica,
clara,
luna definitiva, peldaño de la muerte.
(Cerrado cabalmente el ciclo, en un poema inédito de 1948,
Poema con esperanza, ensalzará de lo consumado, esa
fusión definitiva de muerte y deseo).
Esta última, estrecha unión del deseo y la muerte
no es ocasional en el poeta. Cuando Idea quiere cantar al amor en
la culminación de su goce, ya sabe que su rosa es
flor de ceniza, y advierte, estremecida:
El amor... ah, qué rosa,
qué rosa verdadera!
Ah, qué rosa total, voluptuosa,
profunda,
de tallo ensimismado y raíces de angustia,
desde tierras terribles, intensas, de silencio,
pero rosa serena.
Tenla, sostenla, siéntela, y antes que se derrumbe
embriágate en su olor,
clávate en su olor,
clávate en las espaldas del amor, esa flor,
esa rosa, ilusión,
idea de la rosa,
de la rosa perfecta.
Y esta figura de la muerte, esta gravitación incesante de
la muerte, impone al ardimiento erótico, al deseo inagotable,
una aterradora presencia espiritual, un memento mori. No
contamina el placer pero lo estremece en su frenesí que se
sabe fugaz, trasciende en pura llama el insaciable apetito y de
este sensualismo barroco-romántico convocado por el poeta,
emerge una angustia casi mística. El poeta conoce la impotencia
de la materia -de su materia- por alcanzar el tránsito y
la dice con henchida elocuencia:
Es entonces, en la alta pasión, cuando
el que besa
sabe ah! demasiado, sin tregua, y que ahora
el mundo le deviene un milagro lejano,
que le abren los labios aún hondos estíos,
que su conciencia abdica,
que está por fin él mismo olvidado en el beso
y un viento apasionado le desnuda las sienes,
es entonces, al beso, que descienden los párpados,
y se estremece el aire con un dejo de vida,
y se estremece aún
lo que no es aire, el haz ardiente del cabello,
el terciopelo ahora de la voz, y, a veces
la ilusión ya poblada de muertes en suspenso.
Con el primer poema del segundo cuaderno: Cielo cielo (Cinco
poemas, Montevideo, 1947), se produce la que ha sido llamada instancia
objetiva de esta poesía. Aquí aparece la muerte,
en presencia total, y el canto del poeta indica claramente la entrega,
la posesión del hombre por la muerte. No ya la muerte presente
en el deseo consumado en la Muerte:
Ella la ella ella la corvada
la de hoz de mies dispuesta a tanto
a las plantas volcada de los hombres
que se dan se le daban se le siguen
se dejarían dar si nadie acude
que noche ahonda y cubre y une en lejos
estar tocados por la misma ésta.
En ese amargo reconocimiento de la imperfección del mundo,
Idea puede acumular en un solo verso la luz cereza y el estiércol.
Pero puede, también, refugiarse en la aspereza del cielo,
y cantar, con limpio patetismo:
Ah si encono si entonces
ya no quiero
ya no puede se pasa nunca alcanza
una ola se vaga la marea
se desconcierta así
y el sol no existe aquí más que en palabras.
Pero en cambio en el cielo
caben muchas pero muchas. A veces
se molestan se muerden
en los labios.
Un golpe de lucidez, una mirada clara y penetrante, cortan a ratos
ese caudaloso río poético, esa incesante vena rítmica,
e Idea descubre la tarea sin grandeza amarga obra del poeta
en esta tierra. Lucha por vencer sus propios límites, por
escapar al Tiempo y a la Muerte:
Cómo entrar a ese tiempo sosegado
tocarle el corazón decirle amado
sustituye tu nombre busca el oro
tocarle la mirada desatarle
horas sin prisa y días desmedidos.
El poeta lucha por fundirse, por aniquilar la nada que lo acecha,
por afirmar su incontenible impulso, su angustiado deseo, su disgusto
del mundo.
De luz intensa por volver
aún y tú y antes que el día
y que la noche y que
y sin milagro alguno
sin otra vez
campana blanda
aire macizo y dulce lleno de llanto
no se encuentran sencuentran
sin miradas
lleno de llanto todo aire macizo
boca de piel de ah de vida hastiada
renegada de cuanto no le es boca
llena de hastió y de dolor y de
vida de sobra
dada tirada así llena de llanto
de música o lo mismo
de materia de aire pesado y dulce
de canto temor pánico
de hastío si
de espanto si de miedo triste.
Y aunque este Cuaderno se cierre con una nota desolada quizá
no sea lícito concluir que toda la poesía de Idea
concluye en esta nota. El poema inédito que publican estas
mismas páginas consigue dar junto a la voz desolada y nostálgica,
junto a la dura afirmación del ensueño y la sucia
realidad, una voz más grave y profunda que subraya el deseo,
que atestigua la vida y la indomable voluntad.
II
Esta intensa experiencia poética, esta encendida sensualidad,
arraigada profundamente en la muerte, espiritualizada en éxtasis,
se ofrece en la más firme, en la más segura estructura
rítmica que un poeta puede ambicionar. Desde sus primeras
líneas los poemas de Idea hechizan con el ritmo que los revela.
Quizá su mundo no sea accesible a la primera lectura, a la
primera audición. Quizá parezca más hermético
de lo que en realidad es. Pero cada poema, cada línea del
poema, ofrece, por encima de su sentido e inmediatamente comunicable,
su pura voz melódica; cada poema de Idea canta con ritmo
imperecedero resistiendo al olvido, preservado en la memoria de
cada lector. En La suplicante, la voz plena y el uso frecuente
de imágenes o voces prestigiosas, produce un efecto de embriaguez
irresistible que oculta superficialmente la maestría del
ritmo, permitiendo captar efectos más fáciles:
Concédeme esos cielos, esos mundos dormidos,
el peso del silencio, ese arco, ese abandono
enciéndeme las manos,
ahóndame la vida
con la dádiva dulce que te pido...
La palabra transparente y dulce, el ritmo creciente y avasallador,
y una romántica (o barroca) intensidad sentimental, se apoderan
fácilmente del lector, del oyente, haciéndole deponer
toda resistencia, encerrándolo en la fina malla de su encantamiento.
Pero Idea no quiso reducirse a esas fáciles victorias y
aunque pueda demostrar incesantemente su pericia.
El amor... ah, qué rosa!
Tenla, sosténla, súbele aguas dulces y puras,
vela la milagrosa ascensión del perfume
y esa niebla de fuego que se le doble en pétalos.
El amor... ah, qué rosa,
qué rosa verdadera!
-busca sin pausa una estructura rítmica más ceñida
y audaz, que trasmita más pura, más directamente,
su compleja intención, que logre su efecto sin apelar a ecos
conocidos y dóciles.
Y así depura su dicción de toda imagen laboriosa;
así acaba por prescindir de toda adjetivación morosa
y sustantiva. Y concibe versos tan desnudos, tan tensos en su dureza,
como éstos:
Cada uno lo sabe más se vuelve
veicalla suave se da vuelta si ve o no
el cielo se hace el blanco cielo cielo
y vuelcan todos rastros de memoria
hongos quedándose en el aire atentos
y en tanto nadie nadie nadie nadie
dice esta noche que nos toca a todos.
(En estos versos el acento se apoya en las mismas vocales -a, e,
y o- para grabar indeleblemente su ritmo).
Es claro que ya el último poema de La suplicante
(El olvido) anunciaba esa metamorfosis, ese trascender también
el ritmo, que evidencian todos los poemas del segundo cuaderno:
Cuando una boca suave boca dormida besa
como muriendo, entonces,
a veces, cuando llega más allá de los labios
y los párpados caen colmados de deseo
tan silenciosamente como consiente el aire,
la piel con su sedosa tibieza pide noches
y la boca besada
en su inefable goce pide noches, también.
Y ya en Cielo cielo, la orquestación finísima
no requiere el acorde completo, ni la superficie simétrica;
sino que arroja en estremecido ritmo -henchido de pasión
el ritmo también-, el canto, la voz, la palabra, el poema
entero:
Hombre tu boca
canta
bebes estrellas hombre
te devoras la noche
mientras cantas
desdeñado del cielo de dios de la sonrisa
bebes tu boca
canta
Estos dos Cuadernos revelan a un auténtico poeta:
fuerte y personal, maduro en su juventud, intenso y firme. Un poeta
de raíz, capaz de organizar severas estructuras pero capaz,
además, de ofrecer, en total desnudez, su ardiente voz. Quizá
sea prematuro afirmar más. Este poeta puede superarse; su
caudal rítmico no está totalmente explorado, ni siquiera
es lícito pretender fijar sus límites o avaluar su
densidad. Puede afirmarse, en cambio, que ningún poeta joven
de esta orilla ofrece una realidad tan plena, un mundo tan en sazón,
un destino tan seguro."
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