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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Doble lectura de Herman Melville"
En Marcha, Montevideo, nº 284, 01/06/1945
p. 15.

 

Herman MELVILLE: MOBY DICK (La ballena blanca). - Traducción de Guillermo Guerrero Estrella, Hugo E. Ricart y Alejandro Rosa. Editorial Emecé, Bs. Aires, 1944, 694 páginas.

Pocos libros han merecido lecturas tan diversas y antagónicas como La ballena blanca, la obra fundamental de Herman Melville. Pocos libros han merecido, también, apreciaciones tan dispares hechas por la crítica más equilibrada y responsable de todo el mundo.

Cuando fue publicada en 1851, fue leída como una mera novela de aventuras bastante fastidiosa en sus extensas divagaciones sobre cetología. Bien pronto una adaptación que alivianaba al libro de todo el material informativo se hizo popular y, aunque su autor continuó siendo ignorado, la obra pobló las imaginaciones juveniles con audaces balleneros e infatigables persecuciones. Toda la obra de Melville era olvidada pero se seguía leyendo la condensación de Moby Dick. Felizmente hubo quienes remontaron hacia las fuentes originales y aceptaron el libro en su abrumadora plenitud. Ellos leyeron no sólo la versión íntegra de La ballena blanca, sino las otras obras de Melville -toda su densa producción.

Se llamaban T. E. Lawrence, Waldo Frank, Lewis, Mumford; su temprana devoción facilitó la lectura de Melville en su forma original y la acercó al gran público y a la crítica oficial.

Como una masa ascendente la fama de Melville llegó a cubrir toda la novelística norteamericana de su siglo, amenazando aún la sólida construcción de Hawthorne. Pero ya el impulso inicial declinaba y la crítica imparcial (pero implacable) se apoderaba de Moby Dick para analizarla con detenimiento. La traducción editada por Emecé incorpora definitivamente esta obra al idioma español y actualiza el problema de su lectura. El tiempo ha ido creando sucesivas lecturas de esta novela, y ese proceso no ha terminado. Por lo tanto, importa fijar (así sea transitoriamente) una lectura de La ballena blanca que es posible hacer hoy, cerca de su centenario.

Dicha lectura dice así:

Para una apreciación superficial Melville intenta contar (mal escondido en el relato de ISMAEL) una cacería de ballenas efectuada por el "PEQUOD"; dicha cacería plural se transforma gradualmente en la caza de un solo ejemplar, la monstruosa MOBY DICK, debido al alucinado deseo de venganza del capitán AHAB. La obsesión que traspasa a AHAB se contagia a toda la tripulación y aunque Melville ofrece un decoroso pretexto para tal contaminación (la codicia del premio ofrecido por el capitán al que descubra a la ballena) el lector comprende que el sutil veneno que arrastra al capitán, enloquece irremediablemente a la heterogénea tripulación. La sinrazón del propósito de AHAB -vengar la pérdida de su pierna- se vuelve más patética al ser acompañado en la delirante persecución por todos sus hombres.

Pero nadie crea que, al narrar esta historia impar, Melville procede unilateralmente. Por el contrario, la obra se halla atravesada por las interpretaciones más opuestas y suscita (o mejor, provoca) ardientemente esas interpretaciones. Al iniciarse la obra se ignora por completo la magnitud de la empresa a realizarse. ISMAEL, el relator, se engancha como marinero en el "PEQUOD" y eso es, aparentemente, todo. Pero en espaciadas y súbitas revelaciones se va conociendo el objeto insano del viaje: la verdadera caza escondida detrás de la aparente. Melville intenta pretextar razonablemente la locura de AHAB, ya que hay indicios de crueldad demoníaca en la forma en que MOBY DICK le segó la pierna, sin matarlo. Pero esa misma explicación lógica sólo consigue hacer destacar más la visión monomaníaca de AHAB. Luego, en sucesivos episodios Melville cuenta la fascinación ejercida por el capitán sobre sus hombres, las resistencias ofrecidas y la total sumisión final -aún la de aquellos que, como STARBUCK, violentan su convicción y se entregan condenados a la caza. La tensión aumenta inaguantablemente, pero el objeto de la desesperada persecución no se hace visible y se demora, lo que aprovecha Melville para ensanchar el cuadro en extensión y en profundidad, para abrumar al lector con su arbitraria erudición, con sus múltiples y (a veces) tediosas digresiones. Pero esa caótica composición tiene su objeto ya que es necesario que el libro se dilate inmoderadamente; es necesario que el lector sea arrastrado (sin lúcida oposición) en ese furioso torbellino; es necesario que se agote en las repeticiones y vacilaciones de sus nutridas páginas, que adivine su salvación estética en algunos momentos memorables y que se hunda, desesperado, en los detalles de una caprichosa nomenclatura de las ballenas. Todo eso es necesario para que al llegar ante la verdadera presencia de MOBY DICK, al iniciarse la postergada caza, el lector esté tan alucinado, tan desesperado como los tripulantes del "PEQUOD". En ese momento, el placer que provoca la lectura de los tres capítulos finales no es susceptible de descripción y el lector, burlado y fascinado, se hunde irremediablemente con AHAB, con la tripulación, con el "PEQUOD" al cerrarse la aventura. La tensión insostenible se ha quebrado. El epílogo no encuentra ya al mismo lector y es leído normalmente. Creo que esa es la lectura ideal de La ballena blanca; sospecho que esa es la lectura que Melville solicitaba -la exacta y simétrica actitud del ferviente colaborador. En 1851, Melville escribía desde PITTSFIELD a su amigo HAWTHORNE: "¿Quiere que le envíe una aleta de la ballena a modo de sabrosa muestra?. La cola no está lista aún, aunque sería razonable esperar que el fuego infernal en que se está asando todo el libro la hubiera ya puesto a punto". Ese metafórico fuego aludido estaba encendido brutalmente en Melville e ilumina todavía al lector.

Pero la crítica no dice las cosas así, ya que pretende ser una actividad rigurosa; la crítica analiza desapasionadamente la estructura del libro y su intención; prescinde (al menos en teoría) de toda comunicación simpática; la crítica se atiene a los resultados. Al enjuiciar MOBY DICK señala ante todo que la intención de Melville aparece problemática. La sospecha de que toda la obra encierra una alegoría parece verse confirmada por la innecesaria vehemencia de su autor al negarlo. Un extenso párrafo declara que "es tan ignorante la mayoría de los habitantes de la tierra firme en los asombros más elementales y palpables del mundo que... es fácil que se llegue a considerar a MOBY DICK como infundio o, aún peor y más detestable, como a una odiosa e intolerable alegoría". La alegoría, insinuada en esos equívocos términos es formulable así: la ballena es el símbolo del magnífico poder demoníaco contra el que lucha, infatigable y no escarmentado, el hombre. Pero -y véase aquí la ambigüedad del problema- también es formulable así: la ballena es la expresión de la magnífica fuerza de la naturaleza elemental contra la que se estrella el hombre en afán demoníaco de poder. Las dos fuerzas fundamentales son, en ambas proposiciones, la ballena y el hombre. Por lo tanto, cualquiera se sentiría tentado a formularlas en una expresión más visible y conocida: el antagonismo entre el poder material y el espiritual. Pero Melville ha desautorizado tal simplificación al introducir el elemento demoníaco, susceptible de manifestarse, a la vez, en el hombre y en el monstruo.

Una posible alegoría puede parecer excesiva; Melville introdujo dos, opuestas y excluyentes. Pero, uno puede preguntarse si realmente las introdujo como resultado final o si ambas intentan indicar el camino hacia una más perdurable interpretación en la que aparezcan dibujando la verdadera y única faz del mundo. Es aventurado afirmarlo. Lo cierto es que las perspectivas se multiplican ya que el libro está compuesto en varios planos contradictorios y reflejos; lo cierto es que las ilusiones (los mecanismos de las ilusiones) pertenecen al autor y pueden ser estudiadas, pero la imagen provocada pertenece a cada lector y escapa a todo análisis. Melville se dió entero en MOBY DICK y eso significaba aumentar las ilusiones y las perspectivas con todos los complejos procesos y experiencias del individuo que las creaba. El demonismo empapaba al libro y al autor; parece, por eso mismo, un poco ingenuo pretender trazar sus exactos y definitivos límites. Parece más realizable atenerse al examen de los procedimientos utilizados para la construcción minuciosa de ese caos. Ante todo se puede afirmar que Melville utilizó casi todos los recursos que la literatura ha frecuentado desde Homero. Ya se ha hecho mención de la alegoría. El inventario razonado de los demás ocuparía muchas páginas. Es preferible, entonces, acogerse a una sencilla y haragana enumeración: los principales procedimientos aludidos son: el relato autobiográfico, que Melville olvida y recupera alternativamente con reprobable inconsciencia; la descripción fantástica, que luego obtiene una rigurosa explicación (p. ej., las sombras vagamente humanas que se deslizaban hacia el "PEQUOD" en la brumosa mañana de la partida); la digresión múltiple, que afecta tres formas fundamentales: primero, el episodio (p. ej., el magnífico discurso del sacerdote sobre JONAS); segundo, la intromisión de narraciones independientes (p. ej., la feliz historia del "TOWN-HO"); tercero, la impertinente disgresión erudita (p. ej., todo lo referente a la caza de la ballena y a la historia natural de la misma); el diálogo y el monólogo teatrales, que permiten encerrar en frases rotundas (como en Esquilo, como en Shakespeare) el pensamiento de los personajes; el irregular y brillante estilo que frecuenta formas de BROWNE, DE QUINCEY, CARLYLE junto a otras (menos ilustres pero más adecuadas) del lenguaje coloquial; etc., etc. Todos estos recursos, utilizados liberalmente, provocan y mantienen la inusitada dimensión de la obra (inusitada ya que en setenta páginas se podría haber expuesto cumplidamente la anécdota que en este libro ocupa casi setecientas). Pero todo se explica al comprender que Melville no intentó contar una aventura; intentó hacer evidente la implícita grandeza del tema, ya sea en su proyección meramente humana, ya sea en sus dimensiones alegóricas. Es para crear esa grandeza que el libro se dilata obsesionadamente. Es con el sólo fin de provocar una densa sensación abrumadora que la enorme masa se desarrolla con su caótica precisión. Melville era capaz de eliminar lo superfluo y estilizar todo sin perder profundidad y el magnífico cuento Benito Cereno lo prueba claramente. Pero en MOBY DICK se trataba de alcanzar una ambición desmesurada: la comunicación de una experiencia monstruosa. Melville creyó que esa comunicación sólo era posible no omitiendo nada. No quiso ver que su procedimiento tiene una debilidad fundamental, ya que exige la colaboración activa del lector (los analíticos, los reticentes, siempre se retraerán). Pero no es esa la única debilidad. Hay otra más importante para el crítico: la falta de un sostenido criterio estético. Esa tremenda hoguera en que se asó la obra no tenía (parece innecesario decirlo) rigor artístico y el material impuro se unió estrechamente a la materia fina, quedando ligados para siempre. El crítico puede aislar cada instante memorable (como lo hace tan finamente Mr. LEWISOHN), pero el libro, considerado como entidad, se desintegra.

Cerca ya del centenario de MOBY DICK esta parece ser la última palabra: hay dos lecturas posibles de la obra, ambas intensas y comprensivas, ambas enriquecedoras. Esas lecturas no se excluyen sino que se complementan. Esta nota trató de señalarlo.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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