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"Imagen estereoscópica de Carlitos Real"
En Jaque. Separata
13/07/1984. ps. 2-3
PRIMERA
Antes de conocerlo personalmente, ya lo llamaba Carlitos Real -porque
ese era el nombre que todos usábamos. Hoy (1984) este detalle
puede parecer insignificante pero no lo era hacia 1945, cuando la
vieja formalidad criolla todavía dominaba en ciertos círculos
y todos nos tratábamos de usted y por el apellido. (Creo
que no tuteé a Benedetti o a Martínez Moreno hasta
pasados años de convivencia casi diaria.)
Pero con Carlitos Real, todo era diferente. No sólo tuteaba
a todo el mundo y se hacía tutear por todos (incluso por
los estudiantes de Secundaria que entonces parecían vivir
en otro planeta remoto del nuestro), sino que su nombre postulaba
un imposible oxímoron: Carlitos era tan familiar que podía
caer en la chacota; era, por otra parte, el nombre habitual de Charlie
Chaplin entre nosotros; y el Real no sólo resultaba anacrónico
en el democrático Uruguay de entonces sino que contrastaba
violentamente con el nombre de pila. Sin embargo, la popularidad
de ese oxímoron se extendía hasta los que como yo,
sólo lo conocíamos de oídas.
Pero teníamos amigos comunes y gracias a ellos entré
un día en contacto con otra zona del inmenso territorio que
cubría el oxímoron. Yo estaba preparando uno de esos
delirantes concursos de oposición para una modesta cátedra
de literatura en Montevideo en que se complacía el sadismo
burocrático de Enseñanza Secundaria. Todo el mundo
entraba por la ventana entonces, no había estatuto del Profesor
ni Cristo que te valga, pero los que no éramos ni Blancos
ni Colorados sólo teníamos acceso a la Enseñanza
por la puerta estrecha y casi siempre cerrada del Concurso de Oposición.
Me había presentado (con Domingo Luis Bordoli, José
Pedro Díaz, Idea Vilariño y hasta Mario Benedetti)
para competir por una miseria de puesto en un liceo de la capital,
y enfrentando una lista de cincuenta y tantos autores que algún
enciclopedista había compilado, cuando descubrí que
me faltaban algunos libros decisivos. Anduve por casas de amigos
(en ese entonces la Biblioteca Nacional era un caos, las municipales
se ocupaban sólo de libros corrientes y había que
depender de las bibliotecas particulares) y terminé llegando
a la conclusión que sólo Carlitos Real podía
salvarme. Y así fue. Amigos comunes me consiguieron los libros,
los usé, y gracias a ellos gané un puestito al sol
en Secundaria.
Por los mismos amigos devolví los libros y Carlitos Real
siguió siendo un oxímoron, bibliográfico ahora,
por algún tiempo. Por esas fechas, y gracias a la generosidad
de Juan Carlos Sábat Pebet, entré de adscripto en
el Liceo Joaquín Suárez. Los adscriptos de entonces
(aclaro, por las dudas) eran poco más que porteros alfabetos
que debían cuidar a las fieras cuando faltaba un profesor
y, si eran realmente valientes, hasta podían intentar dar
la clase en lugar del faltante. También nos ocupábamos
de la disciplina general del turno en que trabajábamos. Yo
era entonces muy serio, muy callado, muy tímido. Pero me
tomé las funciones de adscripto al pie de la letra. Daba
clase de todo: francés, inglés, geografía,
historia, hasta dibujo, además de mi especialidad en literatura.
Esa versatilidad no me hizo popular con los estudiantes que preferían
tomarse el tiempo libre cuando faltaba un profesor a tener que aguantar
a un intruso. Por otra parte, como tenía a mi cargo durante
el turno de la mañana la disciplina general, mi popularidad
fue decreciendo hasta hacerse invisible a medida que aumentaban
las reprimendas, las faltas disciplinarias y las incómodas
conversaciones con padres y madres de los jóvenes vándalos.
En ese contexto tan académico conocí al fin a Carlitos
Real. Es posible que lo haya encontrado antes en algún lado,
o que lo haya visto pasar, rápido, elegante, seguro, con
ese perfil de águila y la ropa mejor cortada que se usaba
en Secundaria (todavía existían sastres que hacían
trajes a medida), por los claustros del Vásquez Acevedo donde
funcionaba entonces Preparatorios. Pero la imagen que me ha quedado
grabada para siempre es la de Carlitos Real en el Liceo Joaquín
Suárez de Avenida Brasil, entrando con su aire de caballero
inglés de la época victoriana en el caos demótico
en que yo (modestamente) hacía de agente de tránsito.
Sé que nos hicimos amigos a pesar de que entonces la diferencia
de edad (cinco años) parecía inmensa. Yo tenía
veinticuatro contra sus veintinueve; él era abogado y profesor
veterano, en tanto que yo era mero adscripto y profesor novelísimo.
Pero nos unían su cordialidad y mi agresiva timidez, la compartida
pasión por los libros y el culto desinteresado de la inteligencia.
Sin embargo, yo estaba seguro de que Carlitos Real sabía
tanto más que yo, que en nuestro intercambio yo iba a ser
siempre deudor. Además, nuestros estilos eran tan distintos.
Carlitos Real era un ejemplar perfecto del patriciado montevideano.
Su elegancia, su inteligencia, su tono correspondían al apellido
completamente: Carlos Real de Azúa. (Años después,
en Chile, 1954, habría de leer los dramas de un tal Gabriel
Real de Azúa contemporáneo de Andrés Bello,
para una investigación que estaba haciendo, y había
de entender lo que significaba tener un antepasado dramaturgo en
pleno siglo XIX.) Yo, en cambio, descendía de modestos escritores
de provincia, gente que había sido amiga de buenos escritores,
y que tenía una gran devoción por la literatura pero
que en Montevideo, la Atenas del Plata, siempre circulaba con cautela.
Carlitos era clase alta en cada sílaba de su nombre; yo me
sentía, y me siento, clase media de provincia. Pero para
él esas distinciones no existían. Su generosidad,
su capacidad de tratar a cada uno como una persona (en el sentido
filosófico de la palabra), hacían saltar las barreras.
Pronto empezamos a complotar literariamente. Pero esto ya es parte
de la imagen siguiente. Para completar ésta solo me falta
una anécdota.
Como profesor, Carlitos manejaba a las mil maravillas el estilo
caótico de su mejor prosa. Los alumnos lo adoraban por ser
tan campechano y porque los dejaba hablar a gritos en clase, interrumpirlo,
y tutearlo. Creo que su caos era fecundo. Yo, en cambio, no sólo
era tímido sino que había sido educado en el Liceo
Francés, era apasionado de los diagramas y en cada clase
llenaba el pizarrón de llaves y flechas. Mis alumnos no tenían
respiro. Los 45 minutos eran 45 minutos. Aunque no evitaba el diálogo
y hasta lo fomentaba, odiaba la chacota de clase y no dejaba que
los alumnos se distrajeran charlando. Mi reputación como
policía de tránsito no me hacía más
popular. De modo que mis clases y las de Carlitos eran como la medalla
y su reverso. Esto se me hizo patente un día en que, en mi
función de adscripto, entré en una clase de Carlitos
para hacer un anuncio general. Antes de abrir la puerta se oía
un tumulto digno de las asambleas revolucionarias de Francia, 1789;
tumulto dominado por su voz alta y alegre que imponía cierta
orientación al ruido. Apenas entré, se produjo un
silencio total. Pedí permiso para dar mi información,
la di y me retiré, cuando volví a cerrar la puerta
1789 pareció estallar con toda su alegre furia. Más
tarde, durante el recreo, Carlitos me dijo que cuando yo entré,
entró un iceberg que heló la clase. Nos reímos
pero me quedé pensando.
SEGUNDA
La amistad con Carlitos se consolidó por comunes intereses
literarios. Yo había empezado a colaborar en la sección
literaria de Marcha ya en 1943 y, a partir de 1945, me hice
cargo de la misma. (Con algún pequeño intervalo, la
dirigí hasta fines de 1957; y colaboré en ella hasta
1960). Una de las primeras personas que busqué como colaborador
fue precisamente Carlitos. Ya he contado en otra parte (Literatura
uruguaya del medio siglo, pp. 393-405, Montevideo, Alfa, 1966)
la importancia de la obra literaria y crítica de Carlitos
Real y, sobre todo, de sus colaboraciones en Marcha. Ahora
sólo quiero evocar esta otra imagen: no el profesor que estimula
la indisciplina creadora de sus alumnos y que comparte con ellos
un estilo deportivo y vitalista de manifestarse, sino la imagen
de Carlitos escritor. Aunque escribía todos los días
(no sólo ese diario minucioso que tal vez sea su obra más
importante y que espero que no sea censurado por motivos personales),
Carlitos no era un escritor fácil. Su pensamiento era tan
complejo y sutil, tenía tantos pisos, que la linealidad de
la escritura le resultaba un obstáculo. Si se hubiera inventado
un sistema estereoscópico, en que cada frase tuviera tres
dimensiones y pudiera situarse en varios planos a la vez y dar vuelta
sobre sí misma en volumen, Carlitos (tal vez) hubiera podido
escribir lo que quería. Pero condenado a la sucesión
y a una sintaxis castradora, sus textos aparecían encerrados
en chalecos de fuerza. Carlitos usaba y abusaba de los paréntesis
(curvos, rectos, lineales), ponía frases incidentales dentro
de frases incidentales, citas dentro de citas, y notas al pie de
las notas al pie, y aún así, no conseguía decir
todo lo que tenía que decir en las tres dimensiones de su
pensamiento exigente. Si existiera una escritura holográfica,
Carlitos se habría salvado. Pero en esos años (hablo
de la mitad de los cuarenta), él estaba condenado a seguir
una línea tortuosa y repetitiva, asfixiante, que incomodaba
a sus lectores y lo incomodaba a él.
Como director de la página, no sólo era mi tarea
seleccionar las colaboraciones. También hacía el trabajo
de revisión que en inglés se llama editing.
Con excepción de Manuel Claps (que ya es otra historia),
sólo Carlitos me ha dado tanto trabajo, sobre todo en los
años cuarenta y cincuenta. La pesadilla empezaba con la concepción
misma del artículo. En algunas de las infinitas conversaciones
que teníamos, yo le proponía o él me sugería
un tema. Después que nos poníamos de acuerdo, empezaba
la agonía. Carlitos siempre prometía una notita, un
articulito, nada en fin. Pero cuando llegaba a casa, traía
por lo menos unas veinte páginas de formato oficio, escritas
avaramente de margen a margen, a un solo espacio, sin pausa después
del punto, sin posibilidad de interlineado alguno, sin aire en fin.
Era inútil pedirle que entendiera que ese texto debía
ser transcripto al plomo por linotipistas que no lo leían
(en el sentido de entender lo que tenían bajo sus ojos) sino
que lo transcribían mecánicamente signo por signo.
Un original tan tupido era una invitación a saltearse líneas,
a comerse párrafos enteros, al caos y a la locura. Pero eso
no era todo. Después que yo cortaba y recortaba párrafos
y a veces hasta pasaba a máquina los originales, Carlitos
volvía a revisarlos para agregar algunos detalles. El nuevo
original, aparentemente en limpio, volvía a cubrirse de tachaduras
y enmiendas que hubieran hecho morir de envidia al Proust de Le
temps retrouvé si no estuviera ya muerto hacía
décadas. Llegado el momento de poner punto final a las correcciones,
le arrancaba el texto a Carlitos para llevarlo a la imprenta y parlamentar
con linotipistas, tipógrafos y el paciente jefe de taller.
Marcha se hacía los jueves en la Imprenta 33, que
era una reliquia de los tiempos merovingios. Pero la fidelidad de
Quijano y los suyos hacía posible la colaboración
amistosa de todos los obreros. El texto de Carlitos era compuesto
y salían las pruebas de galera. Yo rogaba a mi Ángel
de la Guarda que Carlitos estuviese demasiado ocupado para venir
a corregir personalmente las pruebas a la imprenta. Pero mi Ángel
debía haberse tomado vacaciones permanentes. A cierta hora
de la mañana, Carlitos siempre llegaba, elegante y alegre,
pidiendo las pruebas. Se metía en un rincón y emergía
horas después con un texto completamente reescrito. ¿Cómo
explicarle que a esa altura ya era imposible reescribir, agregar
líneas o párrafos enteros; es decir: volver de nuevo
al punto cero? Impermeable a las realidades de la imprenta, Carlitos
sólo pensaba en su texto. Con ayuda de todos, e incluso de
Quijano que creía que estábamos locos (él era
un profesional completo y sabía escribir a la medida exacta),
terminábamos por arrancar las pruebas a Carlitos, lo persuadíamos
que estaba bien así, y con la concesión de algunos
cambios, lo resignábamos a que dejase publicar el artículo
que él consideraba (honestamente) mutilado. Durante años,
esa fue mi lucha y esa mi agonía. Pero así conseguí
que Carlitos publicase algunos de los mejores trabajos que salieron
en Marcha entonces. Y conseguí (creo) que se entusiasmase
a seguir publicando.
Cuando me quejaba con amigos comunes del trabajo que me daba Carlitos,
me trataban de loco y de empecinado. ¿Por qué insistir?
¿Por qué no dejarlo que siguiese escribiendo, infinitamente,
repetitivamente, sólo para la posteridad? Pero yo creía
en Carlitos, y quería que Marcha se beneficiase de
su talento, de su humor, de su enciclopedismo. Entonces yo sabía
que ya Billy Wilder había descubierto la mejor respuesta
a esos que me criticaban por insistir en tenerlo de estrella. Una
vez que los productores de Hollywood criticaron a Wilder por su
insistencia en hacer películas con Marilyn Monroe, él
les dijo: "Sí, yo sé que ella no es de confiar,
que llega al estudio sin saber el diálogo, que nunca está
satisfecha con ninguna toma y exige que se hagan todas de nuevo,
que desaparece del mapa por días, etc., etc. Sé también
que si le doy el papel a mi tía Gertrude, ella va a llegar
puntualmente, va a saber el texto de memoria, y no me va a fallar
una sola vez. Pero si pongo a mi tía Gertrude en una película,
nadie va a ser tan loco de pagar por verla". Yo me arriesgaba
a poner a Carlitos porque sabía que, como Marilyn, todos
iban a pagar por leerlo.
TERCERA
Sería interminable evocar todas las imágenes que
tienen que ver con una colaboración activa que duró
hasta mi viaje a Londres, a fines de 1957. No sólo en Marcha,
sino también en Número, que fundé en
1949 con Idea Vilariño y Manuel Claps, y al que se incorporaron
Mario Benedetti y Sarandi Cabrera casi desde el comienzo. La presencia
de Carlitos Real en Número no es muy visible, aunque
publicó uno de sus primeros ensayos capitales, Ambiente
espiritual del 900, en el volumen triple dedicado a analizar
la Generación del 900 (1950). Pero su presencia constante
en nuestras reuniones, la posibilidad de discutir con él
temas y autores, fue un elemento decisivo para la empresa de orientar
aquella revista literaria (de crítica y poesía) a
un nivel más especializado que el que Marcha permitía.
Por esos años (hablo ahora de los cincuenta) mi situación
en Secundaria había mejorado algo. Pude abandonar las delicias
de la adscripción y concentrarme en mis cursos del Vásquez
Acevedo. Más tarde, gané por concurso la cátedra
de literatura inglesa y norteamericana en el Instituto de Profesores,
y allí volví a ser colega de Carlitos Real que enseñaba
estética y crítica literaria. Como su conocimiento
del inglés escrito era notable (no lo hablaba bien, en cambio)
solíamos invitarlo a nuestra sección para que nos
ayudase a seleccionar candidatos. El otro profesor era Ralph Cowling,
inglés prototípico que escondía un humor muy
estimulante detrás de la máscara de la impavidez.
Recuerdo un día que habíamos citado a Carlitos para
un examen a las ocho, y Carlitos no aparecía. Al fin, llegó
a las ocho y media, siempre nervioso y apurado, con docenas de excusas
superpuestas, y una sonrisa que era difícil de resistir.
Pero Cowling se atrincheró en su ética victoriana
y comentó, tajantemente: "How undignified to be late!"
(Qué poco digno llegar tarde). La Reina Victoria habría
aprobado la frase. Carlitos, en cambio, se puso hecho una hiena.
Argüía que la puntualidad no es una de las virtudes
teologales. Pero Cowling se envolvió en el manto del silencio,
y ahí quedó la cosa.
La verdad es que Carlitos era fabulosamente impuntual. Padecía
la angustia (común en nuestros pagos) de no llegar a tiempo.
Llevaba consigo largas listas de las cosas que tenía que
hacer cada día, y hasta las consultaba metódicamente,
pero un diablo en él le hacía llegar siempre tarde.
A eso de las cinco de la tarde ya llevaba un retraso de hora y media;
de noche, la impuntualidad se multiplicaba. Recuerdo una reunión
amistosa que había sido marcada para las seis y a la que
Carlitos llegó siete horas más tarde, extrañado
de que todo estuviera silencioso. El mayordomo (había mayordomos
entonces) se asomó a la puerta de calle en robe de chambre
para informarle que la reunión había terminado a las
once y que los señores ya estaban durmiendo. Carlitos me
contaba esta aventura (yo había sido puntual, es claro) y
quejándose de la falta de imaginación de esa gente
que se va a dormir a las once de la noche. El era un noctámbulo,
y de noche le gustaba vagabundear por todo Montevideo. No era extraño
salir con él de una fiesta, y verlo irse solo por ahí,
como si temiera volver a su departamento de soltero. Como yo tengo
el trauma contrario, y soy patológicamente puntual, me he
pasado horas y horas tratando de descubrir la manera de compensar
por las impuntualidades de Carlitos. Era inútil citarlo con
dos horas de anticipación a la hora verdadera, porque él
era demasiado inteligente como para no darse cuenta, y (además)
era tan impuntual que igual llegaría tarde. En los años
sesenta, cuando yo vivía solo en una apartamento de la calle
18 de Julio (que había sido de Benedetti), solía invitarlo
de tanto en tanto a almorzar conmigo. Pero era inútil, cuando
él llegaba, yo ya estaba furioso y muerto de hambre, o roncaba
después de haber tenido que almorzar solo. Se nos ocurrió
que la mejor solución era que yo fuese a almorzar a su casa.
Fijamos un día que nos convenía a los dos, y semana
tras semana, yo me aparecía implacablemente a la hora señalada.
Esos almuerzos eran para mí lo mejor de la semana porque
tenerlo a Carlitos para mí solo durante dos horas era una
fiesta. Todo marchó bien por un tiempo. Carlitos llegaba
justo cuando yo estaba llegando, o apenas unos minutos después
que la inefable Olivia (su secretaria, como él la llamaba)
pero en realidad ama de casa, cocinera y factotum, me hacía
pasar a uno de los escritorios abarrotados de libros y papeles en
que se había convertido el cómodo departamento de
los padres a la muerte de éstos. Pero un día, Carlitos
no pudo más. Cuando llegué, Olivia me recibió
con la información de que el niño Carlitos (literal)
llegaría tarde y que yo podía ir almorzando solo si
estaba apurado. Me negué a hacerlo aunque me pareció
sublime el hallazgo.
Hay muchas otras imágenes de estos tiempos. Fiestas a las
que íbamos, partidos de basket-ball que compartíamos,
vacaciones en Punta del Este, almuerzos en el Golf club: todo un
mundo que yo apenas conocía y que era el mundo de Carlitos,
más urbano y elegante que el que me había tocado en
el reparto, pero que él me ofrecía con la sencillez
y elegancia del que sabe dar. Lo notable en él (y en esto
se parecía al Profesor Higgins, de Pygmalion, aunque
sin la insolencia británica) es que trata a todo el mundo
igual, con el mismo respeto, el mismo afecto, la misma mirada crítica.
A él le debo la amistad con gente como Einar Barfod, increíble
noruego-uruguayo cuyo nombre parecía salido de un cuento
de Borges y que era, naturalmente, especialista en ciencia-ficción.
O la frecuentación de Rodolfo Fonseca que parecía
una versión más católica de Carlitos Real (éste
era católico también, pero no era proselitista como
Rodó), y al que conseguí atraer a Marcha. Pero
lo que sobre todo le debía yo a Carlitos era la experiencia
de un Uruguay más antiguo pero todavía vivo y que
no había perdido del todo algunas viejas virtudes a pesar
de la aceleración del consumerismo criollo. Y le debo, es
claro, haber conocido a Magdalena Gerona.
CUARTA
Cuando me fui del Uruguay en 1968, después de varios viajes
que eran siempre de regreso, ya no veía tanto a Carlitos
Real. La política internacional nos había separado
un poco. Creo que él confiaba más que yo en la viabilidad
del modelo cubano en nuestra América. Fuese como fuese, no
lo perdí de vista y cuando volvía al Uruguay, en viajes
relámpago, Carlitos era, con Lisa e Isaac Behar, de los pocos
amigos que seguía visitando entrañablemente. No es
extraño que cuando al fin se decidió a venir a los
Estados Unidos, aceptando una invitación de la Universidad
de Columbia, me pusiese en campaña para traerlo a Yale. Aceptó
encantado y para concretar detalles fui a verlo a Nueva York. Nos
paseamos de día por las calles pintorescas que bordean a
la Universidad y que son tan sórdidas y peligrosas de noche.
Le hice mil recomendaciones, sabiendo como sabía lo que le
gustaba andar vagando solo de noche, le dije que en New York eso
no se podía hacer. Me prometió ser prudente, pero
no sé por qué nunca asocié la prudencia con
él. Durante un tiempo, tuve imágenes de Carlitos asaltado
y muerto en alguna callejuela. No le pasó nada. Era prudente
pero me tuvo en vilo.
Cuando le tocó venir a Yale, a dar una conferencia que fue
como todo lo de él, brillante y proliferante, le había
reservado una suite en uno de los mejores colegios (falsamente medievales,
esas suites son nuestro orgullo). Pero Carlitos se negó a
quedarse solo en la suite y se vino a mi pequeño apartamento
a pasar la noche en una cama estrecha en un escritorio abarrotado
de libros. Para mí fue una fiesta. Maniático como
él era del silencio, de sus horas de lectura y de sueño,
temí que no estuviera cómodo. Pero durmió como
un bendito y se levantó de mañana, lleno de entusiasmo
y de proyectos. Llevaba siempre consigo una farmacopea de bolsillo,
porque era adicto a toda clase de píldoras. Todos creíamos
que eso era parte de sus manías. Y para no contradecirlo,
le conté que yo también tomaba vitaminas. Se rió
porque lo que él tomaba eran cosas más serias que
vitaminas.
La noche anterior habíamos cenado en un restaurante chino,
Shangai Village, que quedaba al lado de casa. (Quedaba, ay, para
mis males cerró.) Aunque Carlitos era aficionado a la comida
china no aceptaba comer sin pan. Firmemente, le expliqué
que el arroz era el pan chino. Tuvo que aceptar. Pero, al día
siguiente, cuando lo acompañé a New York para seguir
charlando, y fuimos a cenar con Mauricio y Mecha Müller a un
restaurante chino cerca de la casa de ellos, Carlitos se sintió
protegido por la benevolencia amistosa de los Müller y exigió
pan. Fue inútil que esgrimiera mi metáfora del arroz.
Dijo que no comería si no había pan. Los mozos se
pusieron nerviosos, vino el maitre, Mauricio salió a la calle
a comprar pan en algún lado. Al fin, la mesa quedó
cubierta de pan y Carlitos se pudo dar el gusto inédito de
comer comida china con pan occidental.
De alguna manera, los exilados que éramos Mauricio, Mecha
y yo tuvimos que ceder ante el uruguayo irredento que era Carlitos
en cualquier lugar del planeta en que estuviera. Lo hicimos entre
carcajadas porque con Carlitos no se podía.
La última vez que lo vi fue en Gainsville, Florida, en uno
de esos tumultuosos Congresos que organiza el Instituto de Literatura
Iberoamericana, bajo la infatigable dirección de Alfredo
Roggiano. Carlitos había sido invitado especialmente para
hablar en una mesa sobre el Modernismo que estaba organizando Ángel
Rama. Decir que su participación fue la mejor de la mesa
y del Congreso, es decir lo obvio. Lamentablemente, la mecánica
de esas reuniones no permite intervenciones largas (todos quieren
lucirse en la feria de vanidades), así que el trabajo de
Carlitos sólo fue leído en parte, y no hubo tiempo
para discutirlo. Fue publicado, más tarde, en la revista
Escritura de Caracas, pero con tan mala suerte que todo el
final resultó empastelado, con frases enteras fuera de lugar
y sin continuidad posible. Hasta el final, los colegas de aquellos
linotipistas y tipógrafos que había torturado Carlitos
en la Imprenta 33, habrían de perseguirlo con éxito.
En el clima de jolgorio de Gainsville, con el aire caliente de la
Florida, piscinas al rayo del sol, playas no muy lejanas, y tantos
profesores jóvenes de ambos sexos (a veces simultáneamente),
era difícil concentrarse en el lejano Modernismo. Conseguí,
sin embargo, charlar más de una vez con Carlitos Real. Lo
encontré espléndido: más sereno, más
lúcido que nunca, más lleno de proyectos. En esa hora
en que hasta los cubanos habían entendido que era suicida
prohibir a los intelectuales de izquierda viajar a los Estados Unidos
(al contrario, había que invadirlos y saturarlos, llevar
la lucha a este terreno), Carlitos no se sentía culpable
de encontrar aquí un clima estimulante para su trabajo. Un
poco tarde, parecía decidido a trabajar más en contacto
con estas universidades independientes donde sus libros y sus artículos
eran realmente leídos. Me despedí de él con
la seguridad de que nos seguiríamos viendo mucho en el futuro
inmediato.
Yo no sabía, y él no me dijo, que estaba seriamente
enfermo y que todas aquellas pastillas no eran fantasías
sino necesidades. Cuando me llegó la noticia de su muerte
atroz, pensé que lo había dejado irse de Gainsville
como si fuéramos inmortales, y que esa distracción
me iba a costar cara. Ahora que lo escribo me parece más
injusto que nunca".
New Haven, 21 de junio de 1984
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