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El Martín Fierro en Borges y Martínez
Estrada.
En: Revista Iberoamericana, v. 40, nº 87-88, abril-setiembre
1974, p. 287-302.
I
"Es imposible leer hoy el Martín Fierro como
fue leído en 1873. También es inútil. Porque
toda obra grande está hecha no sólo del texto que
fue escrito y publicado en tal o cual fecha sino de los textos superpuestos
por algunos lectores privilegiados: textos variados y tan válidos
como el original, si es que existe un "original". Por
eso, en este año del centenario, me ha parecido mejor volver
al poema de Hernández por el camino, tal vez laberíntico,
de dos lecturas famosas, hechas en este siglo, dos lecturas que
ya son (para nosotros, al menos) prácticamente inseparables
del texto del poema. Me refiero a la múltiple lectura de
Borges en varios ensayos, un librito de crítica y algunos
relatos, y a la enciclopédica lectura de Martínez
Estrada en los dos volúmenes de Muerte y transfiguración
de "Martín Fierro".
Inútil aclarar que el enfoque fragmentario de Borges y el
totalizador de Martínez Estrada poco tienen de común
en apariencia. En tanto que Borges elabora a lo largo de unos treinta
años, una visión crítica del poema (matizada
en el detalle pero esencialmente la misma), Martínez Estrada
despliega en un libro escrito continuadamente un análisis
exhaustivo no sólo de la obra sino de su contexto histórico,
social, político, económico, cultural, literario.
Pocas cosas quedan por escudriñar a Martínez Estrada;
muy pocas son objeto de la constante atención de Borges.
Y sin embargo, la diferencia de enfoque, la oposición de
proyectos, el contraste de las dimensiones (Borges concentra lo
principal en un librito de 77 páginas de cuerpo grande; Martínez
Estrada necesita de dos tomos de 393 y 520 páginas respectivamente);
todo lo que separa a uno del otro, no destruye una unidad básica
de la actividad crítica. Tanto Borges como Martínez
Estrada aportan a sus respectivas lecturas no sólo una visión
enriquecedora de la realidad argentina y una pasión nacional
(explícita en Martínez Estrada, disimulada por la
ironía en Borges) sino que aportan una imaginación
crítica, una capacidad de traspasar las capas de estuco acumuladas
sobre el texto por la crítica anodina para llegar a la interlínea,
para revelar la intertextualidad, para descubrir el palimpsesto.
Leer el Martín Fierro que sus lecturas re-escriben
es leer una obra infinitamente superior a la que piadosas lecturas
conmemorativas nos tienen acostumbrados.
Por eso, no es arbitrario reunir en esta doble lectura la ambición
de Martínez Estrada y el miniaturismo borgiano; la vasta
persecución de connotaciones que, en definitiva, define el
sistema hermenéutico de Martínez Estrada, y el fragmentarismo
de brillantes intuiciones y cortes tajantes en la textura del poema
que constituye el método de Borges. Ambas lecturas cubren
a su manera el texto, lo re-escriben, lo descodifican. En el caso
de Borges, esa descodificación se extiende hasta la parodia:
dos episodios del Martín Fierro habrán de servir
de base a dos de sus relatos. Pero la parodia (ya es sabe); es una
de las formas más eficaces de la crítica literaria,
como lo han demostrado Cervantes y Cabrera Infante, para no citar
sino a dos maestros.
Una última observación preliminar: elegir a Borges
y a Martínez Estrada no significa ignorar tantas otras lecturas
válidas del Martín Fierro, desde las que hace
el propio Hernández en algunos textos autocríticos,
hasta las de Pagés Larraya y Amaro Villanueva, pasando naturalmente
por las de Eduardo Gutiérrez (responsable del enfoque matrero
del gaucho), de Lugones (que funda el mito nacional del "gaucho"),
de Güiraldes (¿no es Don Segundo acaso el último
avatar, la sombra, de Martín Fierro), o las de Julio Mafud.
Habría que escribir un trabajo sobre estos y otros lectores
del poema: en ellos, como en Borges y Martínez Estrada, el
texto sigue re-escribiéndose.
2
El mismo Borges ha contado en qué curiosas circunstancias
leyó por primera vez el Martín Fierro: tuvo
que comprarlo a escondidas porque en su casa el libro estaba prohibido.
Su autor, por ser federal, era enemigo de los Borges y los Acevedo.
Para Doña Leonor, aquél era un libro sólo digno
de maleantes o gente ignorantes. Además, la imagen del gaucho
que presentaba era falsa. Por eso, Georgie debió leer el
libro clandestinamente, porque para su familia era un libro políticamente
pornográfico.
Al contar la reacción de Madre en su "Autobiographical
Essay" (en la edición norteamericana de The Aleph,
1970), Borges no se toma el trabajo de aclarar que ella estaba equivocada,
que Hernández había denunciado reiteradamente a Rosas
en sus escritos políticos. Pero ya en su librito sobre El
"Martín Fierro", de 1953, Borges había
reconocido que Hernández no era rosista; apoyado en una cita
de Pagés Larraya, afirma entonces: "era federal, pero
no rosista".
Esta rectificación de 1953 no pudo haber afectado la lectura
que hace Borges (o mejor dicho: Georgie) hacia la primera década
del siglo. Para los Borges y los Acevedo, Hernández era,
no podía no ser, rosista. El matiz se les escapaba como se
les escaparía a muchos contemporáneos. Las cosas se
complicaban aún más por el hecho de ser Hernández
pariente de los Pueyrredón que eran enemigos de Rosas. Esto
lo hacía más repudiable: era un tránsfuga de
la causa unitaria, de la causa de la "gente bien", como
lo sería (muchos años más tarde) el Che Guevara.
El libro, además era repudiable por su intención
política: era una defensa del gaucho, una reivindicación
de sus derechos civiles. El poema no sólo cuenta una aventura
y un destino; también propone una lectura de la historia
argentina, lectura diametralmente opuesta a la efectuada sobre el
cuerpo de la realidad por los Borges y los Acevedo. No hay que olvidar
que el abuelo paterno, el coronel Francisco Borges, fue precisamente
Comandante de Campaña y como tal habrá tenido que
lidiar más de una vez con gauchos (para él) rebeldes
y desertores, como Fierro. La abuela paterna, Fanny Haslam, que
descubrió a Georgie el mundo imaginario de las letras inglesas
antes que se le hubiese revelado el de las hispánicas, también
compartió con su marido la vida de campaña. El padre
de Borges fue engendrado en esa tierra de fronteras; allí
murió, en un combate de las guerras civiles, el abuelo. Era
en 1874, cuando Martín Fierro sólo había
cumplido un año.
En ese contexto familiar, es comprensible que Georgie tuviera prohibida
la lectura del Martín Fierro y que, por eso mismo,
lo comprara a escondidas y lo leyera clandestinamente. Hoy parece
casi inconcebible que los viejos criollos argentinos hayan tenido
una actitud tan negativa frente al gaucho. Pero hay que recordar
que antes de 1916 (fecha de El payador, de Lugones) el gaucho
no es el símbolo de la nacionalidad argentina; es, más
bien, el símbolo de la barbarie que la nueva orgullosa nación
quiso no sólo erradicar sino obliterar por el olvido. En
su librito sobre el poema, trazará Borges un cuadro histórico
que permite situar mejor su perspectiva de clase frente al poema:
Con la acción de Ayacucho, librada por los
ejércitos de Sucre en 1824, se consumó la Independencia
de América; medio siglo después, en campos de la provincia
de Buenos Aires, la Conquista no había tocado aún
a su fin. Al mando de Carriel, de Pincén o de Namuncuré,
los indios invadían las estancias de los cristianos y robaban
la hacienda; más allá de Junín y de Azul, una
línea de fortines marcaba la precaria frontera y trataba
de contener esas depredaciones. El ejército cumplía
entonces una función penal; la tropa se componía,
en gran parte, de malhechores y de gauchos arbitrariamente arreados
por las partidas policiales. Esta conscripción ilegal, como
la ha llamado Lugones, no tenía un término fijo; Hernández
escribió el Martín Fierro para denunciar ese
régimen. Se propuso evidenciar que esas levas eran la ruina
de la gente de campaña. (MF, 30)
Aunque la reticencia británica de Borges le impide decirlo
es evidente que al dictar esas frases a su colaboradora, Margarita
Guerrero, él no pudo no pensar que su abuelo, el coronel
Francisco Borges, habría tenido que recibir en su calidad
de Comandante de Campaña a muchos gauchos como Fierro y que
el poema, escrito para defender a un elemento mal integrado socialmente,
o francamente asocial, era un ataque a esa misma clase que había
oprimido y destruido al gaucho. Desde este punto de vista, Hernández
no sólo había traicionado a los suyos al ser federal;
los había vuelto a traicionar al escribir el poema. Era un
doble tránsfuga para los Borges y los Acevedo.
El texto de Borges arriba citado contiene una paradoja no explícita.
Porque las hazañas de la Independencia de América
fueron cumplidas por los mismos gauchos que luego serían
confundidos con malhechores en las levas efectuadas medio siglo
más tarde de Junín. Aunque tal vez no sea correcto
decir que eran los mismos gauchos. Entre el gaucho de la Independencia
y el sometido a la leva en la frontera hay no sólo la distancia
de medio siglo: hay toda una transformación social y política.
El gaucho ya no es el dueño de la pampa, el jinete invencible:
es un paisano sometido a una autoridad arbitraria, enfrentado a
un enemigo mucho más diestro (el indio), emasculado por el
Estado de su virilidad. Pero esa paradoja está sólo
implícita en el texto de Borges y era, seguramente, invisible
para su abuelo.
El coronel Borges no sería excepción en su clase:
para la gente pudiente de entonces, el gaucho representaba la ralea,
la barbarie, las masas armadas que tanto podían servir para
una causa justa (la Independencia) como para ponerse al servicio
de estancieros bárbaros y ambiciosos (como Rosas y los demás
caudillos); masa que al desintegrarse en unidades, perdía
toda grandeza. Esta es la visión oficial de la historia argentina
de entonces, la que aparece reflejada en otra obra que Georgie sí
encontró en la biblioteca de Padre. Es el Facundo,
de Sarmiento, cuyo subtítulo, "Civilización y
barbarie" recoge la dicotomía sobre la que se edifica
la Argentina, la oficial. En este libro, y no en el Martín
Fierro, encontrará Georgie la visión histórica
que lo confirma en su clase y su cultura. En la misma biblioteca
paterna están la Historia Argentina, de Vicente Fidel
López, y las heroicas biografías de San Martín
y Belgrano, por el general Bartolomé Mitre.
Pero lo que me importa subrayar ahora es que a pesar de la prohibición
familiar, Georgie adquiere el libro a escondidas y lo lee. Esa lectura
habrá de tener inesperadas consecuencias.
3
Las primeras huellas del Martín Fierro pueden reconocerse
en los ensayos críticos que Borges publica en volumen a partir
de 1925. Aunque el que recoge (en Inquisiciones, de ese año)
no está dedicado al poema sino a Ascasubi, ya puede situarse
en esa fecha la preocupación explícita por el tema
gauchesco. Al artículo sobre Ascasubi, sigue otro sobre Estanislao
del Campo (El tamaño de mi esperanza, 1926) en que
recuerda que el autor "fue amigo de mis mayores". Sólo
en 1931, aborda directamente el Martín Fierro, en
un trabajo que recoge en Discusión (1932). El largo
rodeo es explicable: lentamente decide Borges acercarse en público
al libro prohibido. Ascasubi (unitario, anti-rosista) es de los
"nuestros", como lo es del Campo, amigo de sus mayores.
Pero ya en 1931, Borges siente tal vez que ha cumplido con la piedad
filial y puede leer en público el Martín
Fierro. El tabú ha sido desafiado, la vieja prohibición
ha perdido su efecto.
Esa primera lectura será el origen de una serie de lecturas
posteriores (algunas con muy pequeñas variantes) que Borges
efectuará en el curso de dos décadas: hay una conferencia
en Montevideo (1945), recogida en panfleto en 1950, Aspectos
de la literatura gauchesca; hay el librito compilado con la
colaboración de Margarita Guerrero, en 1953; hay el prólogo,
redactado en colaboración con Adolfo Bioy Casares, a una
antología en dos volúmenes de las obras centrales
de la Poesía gauchesca (1955). En ese contexto, la
imagen del Martín Fierro en la obra crítica
de Borges termina por fijarse en algunos puntos centrales. Su lectura
descodifica ciertos elementos, y casi siempre los mismos. Por razones
de síntesis se examina aquí sólo el texto más
largo.
Conviene advertir, en primer lugar, que el librito fue escrito
de encargo para una colección "Esquemas" y que
por eso contiene mucho material informativo, imprescindible por
el carácter pedagógico de la colección pero
poco habitual en los trabajos de Borges. Lo más importante
no es esa información, que es posible encontrar (mejor, más
abundante) en otras obras, sino los toques borgianos de su texto.
Ya en el prólogo se advierte:
Hace cuarenta o cincuenta años, los muchachos
leían el Martín Fierro como ahora leen a Van
Dine o a Emilio Salgari; a veces clandestina y siempre furtiva,
esa lectura era un placer y no el cumplimiento de una labor cultural.
(MF, 7).
Inútil observar que el "ahora" de Borges es anacrónico:
en 1953, los muchachos no leían a Van Dine y a Salgari,
sino a William Irish y a Ellery Queen. Lo que importa es que al
definir la lectura de Martín Fierro ("clandestina",
"furtiva", placentera), Borges está definiendo
su primera lectura, la de Georgie.
El librito mismo articula en seis capítulos el estudio del
poema: (1) La poesía gauchesca que examina la obra precursora
de Hidalgo, Ascasubi, del Campo, y el "olvidado" Lussich,
y es un resumen de trabajos anteriores; (2) Jose Hernández,
que da la biografía del poeta y cita opiniones de su restante
obra literaria; (3) El gaucho Martín Fierro y (4) La vuelta
de Martín Fierro, que estudian las dos partes del poema;
(5) Martín Fierro y los críticos, que examina
las opiniones más famosas; (6) Juicio general, en que resume
su punto de vista y adelanta algunos enfoques válidos. Una
Bibliografía selecta completa el librito.
Los cuatro últimos capítulos lo justifican. Allí
Borges repasa sintéticamente el poema y acumula felices observaciones
de detalle sobre:
(a) La ficción autobiográfica en que se basa el poema
y que postula una "extensa payada" llena de "quejas
y bravatas del todo ajenas a la mesura tradicional de los payadores"
(p. 31);
(b) La ausencia de lo épico en el poema ya que "Hernández
quería ejecutar lo que hoy llamaríamos un trabajo
antimilitarista y esto lo forzó a escamotear o mitigar lo
heroico, para que los rigores padecidos por el protagonista no se
contaminaran de gloria" (p. 35);
(c) La presencia de un elemento "sobrenatural" en el
poema: "En el Martín Fierro como en el Quijote,
ese elemento mágico está dado por la relación
del autor con la obra" (p. 45);
(d) El error de extrapolar los consejos del viejo Vizcacha fuera
del contexto que da la historia del personaje: "son parte del
retrato y no deberían ser otra cosa" (p. 57);
(e) La mise en abîme de una payada (la general de
Martín Fierro) que incluye otra (la del protagonista con
el negro), efecto que Borges vincula a operaciones similares de
Hamlet y Las mil y una noches (p. 61);
(f) La circunstancia de que el final del libro sugiere episodios
fuera del mismo: "Podemos imaginar una pelea más allá
del poema, en la que el moreno venga la muerte de su hermano",
dice Borges apuntando hacia un cuento que él escribirá
(p. 65);
(g) El error de leer el Martín Fierro como epopeya:
"Esa imaginaria necesidad de que Martín Fierro
fuera épico, pretendió así comprimir (siquiera
de un modo simbólico), la historia secular de la patria con
sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas
de Chacabuco y de ltuzaingó, en el caso individual de un
cuchillero de mil ochocientos setenta" (p. 70);
(h) La mayor cercanía de Martín Fierro al
género novelesco: "La epopeya fue una preforma de la
novela. Así, descontado el accidente del verso, cabría
definir al Martín Fierro como una novela. Esta definición
es la única que puede trasmitir puntualmente el orden de
placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha,
que fue ¿quién no lo sabe? la del siglo novelístico
por excelencia: el de Dickens, el de Dostoievski, el de Flaubert"
(p. 74);
(i) La ambigüedad final del protagonista, calificado por unos
de hombre justo, por otros, de "siciliano vengativo" (la
frase es de Macedonio Fernández); Borges acepta la ambigüedad
como condición de la naturaleza novelesca de la obra: "La
épica requiere la perfección en los caracteres; la
novela vive de su imperfección y complejidad" (pp. 74-75);
(j) La identificación del lector con el protagonista que
constituye uno de los méritos del libro: "Si no condenamos
a Martín Fierro, es porque sabemos que los actos suelen calumniar
a los hombres. Alguien puede robar y no ser ladrón, matar
y no ser asesino. El pobre Martín Fierro no está en
las confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta
y bravata que entorpecen la crónica de sus desdichas. Está
en la entonación y en la respiración de los versos;
en la inocencia que rememora modestas y perdidas felicidades y en
el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir. Así,
me parece, lo sentimos instintivamente los argentinos. Las vicisitudes
de Fierro nos importan menos que la persona que las vivió"
(pp. 75-76).
La lectura de Borges es sutil. Rectifica muchos lugares comunes
de la crítica anterior, como las que lo consideran un poema
épico (ver b, g y h, sobre todo), o presentan
el carácter del protagonista como si fuera monolítico
(ver i y j, en particular). Pero a esas necesarias
rectificaciones, agrega Borges otras perspectivas, muy suyas. Una
es el reconocimiento de una "perspectiva abismal", técnica
que él utiliza en sus cuentos y que en Martín Fierro
le permite advertir la payada dentro de la payada; (ver e
pero también a y c); lo que que da a su lectura
el elemento "sobrenatural" y "mágico"
tan ausente de otras interpretaciones realistas, y aun pedestres.
Otra perspectiva apunta a la vida de la obra fuera de la obra: la
posibilidad (esbozada en f) de prolongar imaginariamente
los episodios de Hernández. Esa posibilidad no fue descuidada
por Borges, el narrador.
4
Su lectura del Martín Fierro, como la del Quijote
por "Pierre Menard", es idiosincrática. En ningún
lado se ve mejor que en los dos cuentos que Borges dedica a "expandir"
la acción del poema. Ya en la elección de los episodios
se advierte esa manera lateral y hasta oblicua de leer que es característica
suya: en el cuerpo abundante del poema Borges sólo elige
la historia de Cruz y el enfrentamiento final de Fierro con el payador
negro. (Hay otro eco del poema en un tercer cuento, del que hablo
luego.) El más famoso desde este punto de vista estrictamente
borgiano es "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)".
Fue escrito en 1944 y está recogido en El Aleph (1949)
. A primera vista, el cuento no tiene nada que ver con el personaje
del poema. Sólo en las últimas líneas, Borges
identifica a su Cruz con el de Hernández. La "biografía"
es un minucioso ejercicio de reconstrucción que cubre todo
el texto de Hernández pero para poner los énfasis
en otro lado, y despistar así al lector. Uno de los recursos
que utiliza es la precisión de nombres, lugares y fechas,
a empezar con ese Tadeo Isidoro que desplaza la atención
del apellido e impide reconocer al personaje. (Hernández
sólo lo llama Cruz.) Para distraer más a su lector,
Borges utiliza detalles históricos que vienen de su historia
familiar: el general Suárez del comienzo del cuento es su
bisabuelo materno; el rancho donde trabaja Cruz, pertenece a otro
pariente materno, Francisco Xavier Acevedo; el Laprida que lucha
contra los indios es también pariente suyo. De esa manera,
Borges saca al personaje de Hernández de su contexto novelesco,
sin fechas, sin precisiones, sin nombres históricos reconocibles,
y lo sitúa en otro contexto biográfico imaginario
pero exacto. Sólo al final, cuando los destinos de Fierro
y Cruz se juntan, Borges deja de inventar variantes y se limita
a resumir a Hernández. Pero en ese momento ya no importa:
el lector está a punto de saber quién es Cruz y de
dónde viene: de un texto literario y no de la mera realidad.
La técnica de Borges es la del relato policial, pero es también
la de la parodia.
En unos comentarios a la traducción norteamericana del cuento,
Borges ha contado por qué se sintió atraído
por ese episodio del poema: el hecho de que el sargento Cruz abandone
su puesto en la partida policial y se ponga de parte de un matrero,
le resultó siempre incomprensible. Escribió el cuento
para explicarse ese destino. En el cuento, Cruz deja de ser el personaje
algo indeciso y débil que presenta Hernández (Martínez
Estrada lo calificará aún más duramente) para
convertirse en uno de esos prototipos borgianos: un ser cuyo destino
consiste en un sólo instante verdadero y que vive sólo
para esa iluminación. Borges, como era de prever, convierte
a Cruz en materia propia.
El otro cuento que deriva del poema es "El fin", que
ya estaba anunciado en la página 65 del librito sobre El
"Martín Fierro" (ver f), y que fue escrito
también en 1953. (Está en la segunda edición
de Ficciones, 1956). Como en la biografía de Cruz,
sólo en las últimas líneas se sabe que uno
de los personajes deriva del poema de Hernández. Es un cuento
breve y enfocado desde la perspectiva de un pulpero, Recabarren,
que está inmovilizado en un catre por una hemiplejía.
Desde allí asiste al desafío de dos hombres y al duelo
en que uno (el negro) mata al otro. Es un ajuste de cuentas. Insertado
en el contexto del poema, este duelo cierra la payada con que concluye
narrativamente la Vuelta. Pero lo cierra a la manera de Borges.
Precisamente una manera que Hernández se había negado
a sí mismo. La Vuelta debe terminar con una reconciliación
(como la del Quijote con la realidad); esa reconciliación
significa que el gaucho Martín Fierro, que el gaucho a secas,
acepta el nuevo lugar que le ha destinado la sociedad, acepta la
ley y el orden. Insertar el duelo aquí (como hace Borges)
es desmentir el poema.
Pero en el contexto de su propia obra, "El fin" dice
otra cosa: el duelo es repetición ritual del duelo de Martín
Fierro con el hermano del negro, siete años antes. Hay mínimos
detalles que los unen: después de matar a Fierro, el negro
limpia el cuchillo en el pasto, como había hecho el protagonista
después de matar a su hermano. Pero en la repetición
ritual se ha deslizado un elemento indiscutiblemente borgiano que
las últimas líneas del cuento ilustran:
Limpió el facón ensangrentado en el
pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás.
Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho: era
el otro: no tenía destino sobre la tierra y había
matado a un hombre. (F., 1956, p. 189)
Había cumplido su destino: ya no era nadie. ¿Cuantas
veces estas palabras (estos conceptos) aparecen en los textos de
Borges? El personaje de Hernández es un personaje limitado
pero reconocible; el de Borges es un prototipo, intercanjeable.
La visión de Hernández es, a pesar de toda su melancolía
y su tono a veces lacrimógeno, una visión que se detiene
de este lado de la realidad; la de Borges, atraviesa la realidad
y busca su sentido más allá: en el destino condensado
en un sólo instante; en la aniquilación de la individualidad;
en la magia del texto que desrealiza todo. El Martín Fierro
de Hernández se ha convertido en el de Borges.
Queda un tercer cuento en que se pueden encontrar ecos de la lectura
de Hernández. Es "El Sur", también de 1953,
también recogido en la segunda edición de Ficciones.
En el desenlace de este cuento, el protagonista, Juan Dahlmann llega
(como en sueños) a una pulpería de la provincia de
Buenos Aires, es desafiado por un compadrito y recibe la ambigua
ayuda de un viejo gaucho que a él se le figura un arquetipo:
"una cifra del Sur (del Sur que era suyo)". A un nivel
de lectura, el que está sugerido por el protagonista del
cuento, el gaucho trata de ayudar a Dahlmann, arrojándole
una daga, así podrá pelear con el compadrito. El gaucho
sería como la prolongación, o última decadencia,
de Don Segundo Sombra. Pero una segunda lectura permite advertir
que la acción del gaucho habrá de contribuir no a
su salvación sino a su muerte previsible. Ya su figura no
aparece como el prototipo del padrino (sombra) sino como prototipo
de un personaje canallesco del Martín Fierro, el viejo
Vizcacha. Es precisamente la ambigüedad del personaje en este
cuento, la que define finalmente la ambigüedad última
de la lectura (la re-escritura) de Borges. Su Martín Fierro,
fragmentario, caprichoso, es tan insondable como el original, aunque
es definitivamente otro.
5
A partir de un prólogo a la edición Jackson de Martín
Fierro (1938), Martínez Estrada desarrolla durante unos
diez años el estudio que habrá de culminar en Muerte
y transfiguración de "Martín Fierro"
(1948) . Paradójicamente, aunque él escribió
mucho más y su escritura crítica cubre más
completamente el modelo, su lectura es más fácil de
sintetizar que la de Borges. Por ser más sistemático,
por aparecer organizado en una unidad de discurso, por contener
su propia glosa, su vasto libro es más simple. Esto no quiere
decir que sea menos complejo. Al contrario. Aquí sólo
se examinará un aspecto de esta obra capital. Porque sería
posible estudiarla no en el contexto del Martín Fierro
sino de la obra ensayística entera de Martínez Estrada.
Entonces habría que verla como la pieza central en una exploración
de la realidad argentina que se inicia con Radiografía
de la Pampa (1933), y que tiene en La Cabeza de Goliat
(1940), Sarmiento (1946) y Los invariantes históricos
en el "Facundo" (1947), sus otros hitos fundamentales.
Pero este enfoque excede los límites de este trabajo.
La obra se divide en dos volúmenes: (I) Las figuras; (II)
Las perspectivas. En (I) hay tres partes: (1) Las personas, dividida
en dos capítulos: (a) La primera persona: el cantor; (b)
Los personajes, entre los que se cuenta a Martín Fierro separando
así la "persona" del cantor, de la personalidad
del protagonista; (2) La Frontera, estudia en tres capítulos
los siguientes temas (a) El territorio; (b) Los habitantes: La lucha
contra el indio; (c) Los habitantes del gaucho; (3) El orbe histórico,
que consta de un solo capítulo. En (II) hay siete partes:
(1) Morfología del poema; (2) Las estructuras: (3) Los valores;
(4) El "mundo" de Martín Fierro, subdividido en
tres capítulos: (a) Los temas; (b) Miscelánea; (c)
La vida; (5) El habla del paisano; (6) Lo gauchesco; (7) Las esencias.
Por este mero resumen se advierte la intención totalizadora
de Martínez Estrada y su esfuerzo por estructurar un análisis
que descubra en definitiva no sólo el entronque de Martín
Fierro con una realidad nacional (sobre todo en I, 2, 3; pero
también en Il, 3, 4, 5, 6 y 7), sino también revele
la naturaleza poética de la obra, tarea a la que dedica buena
parte del tomo I, y toda una sección del II (la primera).
El resultado es un análisis que por un lado participa del
múltiple enfoque lógico-psicoanalítico-existencialista,
y por otro explica algunas técnicas aprendidas en la estilística
y en la escuela alemana de la crítica morfológica.
No hay unidad en el enfoque ni hay un propósito (como el
de Goldmann en su libro sobre Pascal y Racine, o como Sartre en
el Saint Genet) por reducir la multiplicidad de enfoques
a una sola visión. Martínez Estrada se prevalece de
la ambigüedad original del texto -que es un panfleto político
a la vez que un poema -para pasar del poema a la realidad y viceversa,
para saltar de la sociología a la estilística, de
la morfología al psicoanálisis existencial.
El resultado es algo abrumador, aunque casi siempre interesante
y, a ratos, deslumbrante. La inteligencia de Martínez Estrada,
su finísima sensibilidad, su imaginación para las
palabras, rescatan muchas veces su texto de algunas evitables arideces,
del desmedido afán enciclopédico, de la reiteración,
la tautología. Libro para ser leído por sí
mismo, como una obra autónoma sobre la pampa, los gauchos
y un momento decisivo de la nacionalidad argentina, también
puede leerse como un estudio del poema: el más ambicioso,
el más iluminador.
No es posible examinar aquí todo lo que descubre Martínez
Estrada en su lectura. Me limitaré a señalar algunos
de los puntos más interesantes de su análisis. En
el primer volumen (I) apunto:
(a) Al analizar la personalidad de Hernández y su rebeldía
contra los Pueyrredón, Martínez Estrada revela un
aspecto del poema que se le había escapado por completo a
la mayoría de sus lectores, y a los Borges en particular:
Esta es una obra censurada, en el sentido psicoanalítico
del término. "Lo feo que pinta encubre lo más
feo que calla. No era lo más malo aquello que describía
sino 'lo más malo de lo que la censura patriótico-gentilicia
le permitía decir' " (p. 30);
(b) Hay una transferencia del personaje al autor ("Soy un
padre al cual ha dado su nombre su hijo", dijo Hernández
una vez) que se basa en que lo gauchesco en éste nace de
un complejo de inferioridad: el campo es para él una dolorosa
experiencia; abrazó el partido de los gauchos "por disgusto,
por reacción contra ellos. Es un amor que nace por ambivalencia
del odio" (pp. 32-35);
(c) Martín Fierro carece de personalidad humana; sólo
la tiene alegórica, ya que es "una imago, un
ser producido por una transferencia y por una censura" (p.
46);
(d) Establecida la transferencia, Martínez Estrada indica
que el Martín Fierro es el primer poema gauchesco
en que el autor "resuelve ceder al protagonista el papel de
narrador" (p. 47);
(e) Al empezar a analizar el poema, lo primero que advierte es
que el corte entre la Primera y la Segunda Parte (la "Vuelta")
no está bien hecho, y que su estructura se resiente por ello
(p. 55); también observa que en la Payada culmina el poema
y la personalidad del protagonista (p. 57)
(f) La diferencia mayor entre la Primera y la Segunda Parte del
poema, está en el cambio que sufre el protagonista: en la
Primera lamenta su destino en forma viril; en la Segunda, sus quejas
son las de un vencido (p. 71); ese cambio también se traduce
en la relación simbólica del autor con el protagonista:
"En la Primera Parte Hernández era Martín Fierro,
en la Segunda, Martín Fierro es Hernández" (p.
74);
(g) Cruz le parece el doble simiesco, la caricatura de Fierro (p.
80); su personaje ha sido esbozado cronológicamente antes
que el de Fierro, y ocupa el segundo lugar en un desarrollo que
va de Picardía (el núcleo inicial y canallesco) hasta
Fierro, en que se depuran las cualidades negativas más repelentes
de ambos (p. 82);
h) Vizcacha es más honrado que Martín Fierro, ya
que al aconsejar la desconfianza, el egoísmo, la prudencia
y la doblez no hace sino poner de acuerdo su enseñanza con
su experiencia; Fierro, en cambio, no lo hace y sus palabras "suenan
a sermón preparado de antemano" (p. 88); por eso, Martínez
Estrada califica a Vizcacha de "la creación máxima
de todo el Poema, dentro del rigor de veracidad que el autor se
había impuesto como norma" (p. 88);
(i) La figura del Hijo Mayor le parece de estatura kafkiana (p.
90);
(j) Distingue entre lo que cuenta Hernández y lo
que comenta: lo primero está tomado de la realidad;
lo segundo ya es literario: "Siempre es la interpretación
lo malo. Hay en Hernández un élan hacia lo
legendario, y el acomodo del cantor harapiento en los cánones
del héroe, la metamorfosis de un ser real en un ser ideal
ya está operada en su Martín Fierro" (p.
256); de ahí que hasta cierto punto, Hernández sea
responsable de la posterior canonización y exaltación
nacional del protagonista: "una nueva superchería: (...)
un ídolo con el que se puede crear toda una liturgia de festejos
y de oratoria, pero en el que nadie cree" (p. 258).
El segundo tomo (II) estudia más en detalle el poema. El
análisis es tan minucioso, y se reiteran tanto los temas
de (I), que resulta imposible esquematizarlo. Me limitaré
a subrayar algunos enfoques particularmente penetrantes:
(a) Al discutir el problema del género al que pertenece
el poema, y después de apuntar que es "una obra tan
desordenada y compleja" (p. 106), cita a Borges (que se inclina
por considerarla novela) y concluye: "No es excesivo, pues,
suponer un yerro inicial al intentar condicionar el Poema en la
tesitura de una elegía, y de ese antagonismo, latente cuando
no palmario, resulta un tipo de relato que puede ser colocado en
compañía de las concepciones igualmente híbridas
de Kafka, Proust y Joyce" (p. 110);
(b) Subraya el arte de la litote (aunque no usa esta figura)
que define la poética de Hernández: "Todo en
el Poema está elaborado con suma conciencia artística,
con el propósito de extraer mucho provecho de poco"
(p. 146);
(c) Hay una contradicción entre el tema de la obra y su
tono: "Hernández plantea el destino de una 'clase derrotada'
y, sin embargo, su obra queda comprendida en las características
de las obras tragicómicas. La lectura del poema suscita dos
sentimientos contrarios: a lo largo de la lectura, las vidas de
los personajes no impresionan por sus desdichas, pero el recorrido,
en casi todos los versos, es de tono jocoso" (p. 171); esto
vincula aún más al poema con el género picaresco,
como ya había antes observado Martínez Estrada;
(d) También subraya el carácter grotesco del poema:
"No es una parodia sino una obra grotesca en que la urdimbre
es de la más pura calidad dramática, en lo humano,
y el bordado de la más hilarante apostura humorística.
Hernández no ha eliminado lo cómico en la poesía
gauchesca: lo ha llevado al paroxismo, superando los límites
de lo épico y lo dramático" (pp. 175-176):
(e) Insiste en la importancia de lo que falta en el poema,
las ausencias que dan relieve a lo que hay: "Diría que
el fondo del Poema, lo que lo envuelve, el cielo, el campo, el silencio,
la soledad, la muerte, la tristeza, lo que no está contado
como tal cosa, aludido, evitado, es lo sublime" (p. 184);
(f) Señala la necesidad de una lectura palimpséstica
del texto: "Los ejemplos, los consejos, todo ello coloca en
primer término un texto, y la lectura ha de hacerse en el
revés de la página, en el otro lado. Acaso un valor
inédito provenga de los errores de plan y de composición
del Martín Fierro, que le obligan a circunloquios
y equívocos, a superposiciones: de ahí un arabesco
rico en la simplicidad del dibujo, aquí un trasfondo de palimpsesto
en la lectura literal de la letra clara, escolar" (188); y,
más adelante, insiste: "El Poema es una escritura jeroglífica;
mejor dicho, una criptografía" (196);
(g) Hernández concibe a Martín Fierro no sólo
como un tipo humano sino ya como personaje de un poema: "Martín
Fierro es considerado como un libro. (...) El modelo era ya para
él una obra literaria: lo que copiaba no lo convertía
de realidad en poesía, sino que lo tomaba ya así,
en su doble significado de cosa y de valor" (p. 237).
Vuelvo a insistir: esta selección de juicios e intuiciones
no pretende agotar la infinita abundancia del estudio de Martínez
Estrada. Apenas si busca apuntar, con algunas válidas muestras,
su variedad, su penetración, su luz.
7
No sería imposible trazar un paralelo entre estas dos lecturas
y mostrar los puntos centrales de sus simpatías y diferencias.
Así ambos coinciden en negar, contra la opinión corriente
y las lecturas patrióticas, el carácter épico
del poema e insisten, por el contrario, en sus vinculaciones la
novela (Borges, b, g y h: Martínez Estrada,
II, a, c y d). La matización es más
delicada en Martínez Estrada, que destaca por ejemplo mejor
el carácter de "obra abierta" (aunque no usa esta
expresión, que emplearía Umberto Eco mucho más
tarde), de obra grotesca, lo que acentúa el parecido con
Dickens, ya apuntado por Borges, el que había agregado además
los nombres de otros dos maestros del grotesco: Dostoievski, Flaubert
(el de Bouvard et Pécuchet, es claro).
También coinciden en subrayar el carácter literario
del texto de Hernández que queda establecido por la peculiar
relación del autor con la obra (Borges, c) y la utilización
de la mise en abîme para situar una payada dentro de
otra (Borges, e); tema que Martínez Estrada desarrolla,
con otro vocabulario pero enfoque similar, al señalar (II,
g) cómo Hernández concibe al protagonista no
sólo como un tipo humano sino también como "personaje"
de un "poema". Finalmente, aunque sus métodos críticos
son tan distintos, vuelven a coincidir en el mérito final,
poético, del libro (Borges, j; Martínez Estrada,
e).
Esas coincidencias apuntan a una que las subsume: tanto Borges
como Martínez Estrada practican una lectura palimpséstica
del texto; es decir: una lectura que lee la entrelínea, el
envés, que practica la confrontación intertextual.
Por eso, las lecturas de ambos resultan armonizadas al final. Esto
no quiere decir que cada uno no defina básicamente un territorio
que le es propio. Sería inútil buscar en Borges el
tipo de análisis psicoanalítico-existencial en que
abunda el libro de Martínez Estrada (sobre todo, en I, a,
b, c, d, y algo de j). Es conocido el desprecio de Borges
por el psicoanálisis, particularmente de tipo freudiano;
aunque el enfoque de Jung le parece mejor, lo considera válido
sólo como folklore. Por eso, su análisis de las relaciones
de Hernández con la obra se detienen en el contexto biográfico-histórico
explícito, o sólo apuntan (como en a y c)
una relación literaria del autor y el poema. También
está ausente del librito de Borges el estudio enciclopédico
de la realidad argentina que intenta Martínez Estrada y que
el subtítulo de su obra ilustra precisamente: "Ensayo
de interpretación de la vida argentina".
Esto no quiere decir que no haya una notable coincidencia en muchos
de los juicios sobre el pasado argentino. Pero el examen del tema
escapa a este trabajo. Ahora preferiría indicar otro vínculo
entre las lecturas de Borges y Martínez Estrada: por ser
coetáneas, es posible trazar algunas líneas constantes
que las unen. En primer lugar, Martínez Estrada cita reiteradamente
los trabajos de Borges en el texto de su obra (I, pp. 66, 79-80;
II, 11, 49, 107, 147, 222, 350). Casi todas las veces, lo hace para
subrayar una coincidencia. Es cierto que en la Bibliografía
los estudios de Borges están omitidos, pero esto puede deberse
a una descuidada corrección de las pruebas. En el Indice
de obras citadas reaparece Borges, aunque también hay aquí
algunas erratas y omisiones menores. Lo que importa no es esta minucia
sino que el propio Martínez Estrada subraye varias veces
las coincidencias y acuerdos. Por su parte, Borges resume con estas
palabras su juicio sobre el libro de su colega:
Trátase menos de una interpretación
de los textos que de una recreación; en sus páginas,
un gran poeta que tiene la experiencia de Melville, de Kafka y de
los rusos, vuelve a soñar, enriqueciéndolo de sombra
y de vértigo, el sumo primario de Hernández. Muerte
y transfiguración de Martín Fierro inaugura un
nuevo estilo de crítica del poema gauchesco. Las futuras
generaciones hablarán del Cruz, o del Picardía, de
Martínez Estrada, como ahora hablamos del Farinata de De
Sanctis o del Hamlet de Coleridge. (MF, 72-73).
Por este juicio, Borges no sólo celebra el libro de Martínez
Estrada sino que, tácitamente, subraya el vínculo
profundo con su propia lectura, la de los cuentos tanto como las
de los ensayos: en Martínez Estrada, como en Borges, el Martín
Fierro vuelve a ser escrito. La lectura crítica se transforma
así en escritura."
EMIR RODRIGUEZ MONEGAL
Yale University.
Nota bibliográfica
He utilizado principalmente los siguientes textos
de Borges: (1) El "Martín Fierro", escrito
en colaboración con Margarita Guerrero (Buenos Aires, Editorial
Columba, 1953); (2) Ficciones (Buenos Aires, Emecé
Editores, 1956); (3) El Aleph (Buenos Aires, Editorial Losada,
1949); (4) The Aleph and Other Stories (New York, E. P. Dutton,
1970). Para Martínez Estrada, utilicé Muerte y
transfiguración de "Martín Fierro" (México,
Fondo de Cultura Económica, 1948, dos volúmenes).
Cuando Martínez Estrada cita a Borges lo hace por Discusión
(Buenos Aires, Gleizer Editor, 1932), o por la edición primera
de El Aleph (Ver no. 3).- E.R.M.
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