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"Le Fantôme de Lautréamont"
En: Revista Iberoamericana, nº 84-85, julio-diciembre
1973,
p. 625-639.
"En el último volumen de cuentos publicado por Julio
Cortázar, Todos los fuegos el fuego,(1)
hay uno, "El otro cielo", que sintetiza en forma
tal vez demasiado explícita, la visión del mundo y
del arte que tiene el escritor argentino. Es una narración
en primera persona, atribuida a un personaje que dice "yo"
y que vive simultáneamente en Buenos Aires (entre 1928 y
1945) y en París (hacia 1868). En el cuento, los tiempos
y los espacios son contiguos: el "yo" se mueve, dentro
del mismo párrafo y a veces dentro de la misma frase, sin
interrupción o aclaración alguna, de la Galería
Güemes en el Buenos Aires de 1928 al barrio de las galerías
cubiertas, cerca de la Bolsa de París, en 1868. El "yo"
es simultáneamente un joven argentino, tímido ante
el sexo y lleno de nostalgia por un mundo que no conoce (el otro
cielo), y un argentino habitante de París que corre tras
las prostitutas y está feliz de haber dejado en Buenos Aires
aquel frustrado "yo". En una sola línea ininterrumpida,
el narrador une los dos tiempos y los dos espacios, y entrelaza
inextricablemente las diferentes y complementarias experiencias
del mismo personaje. Porque hay un solo "yo", como lo
ilustran tantos pasajes. Por ejemplo, éste:
Todavía hoy me
cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente
con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída;
la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba
echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento
entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde
cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más
que los escaparates tendidos a la insolencia en las calles abiertas.
La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con
sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería
de viejo donde quizá nadie compre nunca un billete de ferrocarril,
ese mundo que ha optado por un cielo más próximo,
de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden
las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un
paso de la ignominia diurna de la rue Réaumur y de la Bolsa
(yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mío
desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío
cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando
mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas
en un bar automático o comprar una novela y un surtido de
caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un
cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde
los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado
con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres,
y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tan
poco dinero y tanta infancia en la cara. (pp. 169-170).
En ese párrafo el "yo" parte del Pasaje Güemes
(impregnado en la nostalgia de la adolescencia) y entra en la zona
de las galerías cubiertas, en la Galerie Vivienne de París,
para volver a regresar al Pasaje Güemes, sin otra transición
que la establecida por un punto que divide el párrafo en
dos mitades. Pero el punto no separa las dos zonas ya que antes
y después del punto, la Galería Güemes abre paso
a la Galerie Vivienne, o viceversa. La unidad aparece revelada por
el uso sistemático de párrafos, como éste,
que se mueven de Buenos Aires en este siglo al París del
siglo pasado para volver a Buenos Aires, sin interrumpir la fluidez
de la narración. La contigüidad de los espacios así
como la simultaneidad de los tiempos quedan establecidas por el
movimiento de cada párrafo, de cada frase, de cada miembro
sintético.
Esa unidad sintáctica sirve, además, para subrayar
la secreta unidad entre tiempos y espacios tan distintos como las
paralelas pero opuestas experiencias del "yo" de Buenos
Aires y el "yo" de París. Así, la narración
también establece sutilmente un paralelo histórico
que puede escapar a una lectura apresurada del cuento. En tanto
que Buenos Aires, entre 1928 y 1945, es progresivamente ocupada
por su propio ejército hasta que con el ascenso de Perón
a la Presidencia se consolida el completo control, París,
en los años de 1860 y tantos vive bajo la amenaza de una
invasión extranjera: los prusianos habrán de ocupar
Francia en 1870. De la misma manera, aunque las experiencias del
"yo" que vive en París y las del de Buenos Aires
son distintas, las mismas tensiones y miedos las subrayan.
Para el adolescente de Buenos Aires, 1928, el sexo es una tentación
a la que no se atreve a sucumbir: pasa y repasa por la Galería
Güemes, mirando furtivamente los cines donde dan películas
pornográficas, los puestos de revistas prohibidas, los anuncios
de manicuras que encubren bajo esa especializada vocación
los servicios de la más antigua profesión del mundo.
Apretando el sobrecito que contiene el preservativo que (él
sabe) nunca se atreverá a usar, el adolescente de Buenos
Aires sufre las torturas de Tántalo. Para el joven que vive
en París, en cambio, la zona de las galerías cubiertas
es la zona de la libertad: allí encuentra las mujeres que
le facilitan el placer, allí realiza los sueños masturbatorios
del adolescente de la Galería Güemes. La oposición
encubre, sin embargo, un paralelo mucho más complejo, como
se verá.
II
Hay otra característica externa de esta narración
que sirve para subrayar la unidad textual. Cada una de las dos secciones
en que se divide el cuento se abre con un epígrafe en francés.
El primero dice:
Ces yeux ne t'appartient pas...
où les a tu pris?
............, IV, 5
El segundo es un poco más largo:
Où sont-ils passés
les becs de gaz? Que sont-elles devenues les vendeuses d'amour?
............, VI, 1
Aunque Cortázar muy explícitamente evita toda otra
identificación de ambos epígrafes que esas cifras
al pie de cada uno, en el texto del relato ofrece algunas indicaciones
que sugieren la fuente literaria: Les Chants de Maldoror,
largo poema narrativo que publica en París (precisamente
en 1868), Isidore Ducasse bajo el seudónimo de Conde de Lautréamont.(2)
Una consulta al original permite advertir que en el primero de
los dos epígrafes, el protagonista, Maldoror, enfrenta a
un fantasma que visita su habitación, una sombra intrusa
cuyos ojos lo hechizan. Maldoror lo apostrofa, reconoce en él
a un símbolo del mal, admite ser su discípulo (aunque
no pretende disputarle "la palme du mal") hasta que finalmente
termina por descubrir el secreto del fantasma:
Ce qui me reste à faire,
c'est de briser cette glace, en éclats, à l'aide
d'une pierre... C'est ne pas la première fois que le
cauchemar de la perte momentanée de la mémoire
établit sa demeure dans mon imagination, quand, par les
inflexibles lois de l'optique, il m'arrive d'être placé
devant la méconnaissance de ma propre image! (p. 187).
Tenía razón Maldoror: esos ojos no eran del fantasma
sino suyos.
El segundo epígrafe se refiere explícitamente al
barrio de las galerías cubiertas, barrio en el que vivió
Lautréamont/Ducasse los últimos meses de su corta
vida (murió en 1870) y que era también el barrio que
recorría Maldoror en sus delirios de la vigilia. Allí,
y poco después de las dos frases que cita Cortázar
en su epígrafe, Maldoror ve pasar el joven Mervyn, suerte
de doble byroniano de sí mismo, cuya figura llena las páginas
del canto sexto. La noción de doble se enriquece y complica
con este personaje. Pero lo que quisiera subrayar aquí no
es esto, sino la presencia (en el texto de Lautréamont como
en el de Cortázar) del espacio de las galerías como
espacio privilegiado para la aparición de esos jóvenes
solitarios y malditos, acicateados por el deseo, entregados a la
sistemática persecución de otras sombras. Un vínculo
sutil se establece así entre Maldoror/Mervyn por un lado,
y el "yo" parisino del narrador de "El otro cielo".
Una observación complementaria. En una suerte de prefacio
al canto sexto, y antes de entrar a describir el barrio de las galerías,
Lautréamont define su propósito al escribir ese texto
que él califica de novela (roman) (p. 250). Una de
sus frases más notables merece citarse:
Les cinq premiers récits
n'ont pas été inutiles; ils étaient le
frontispice de mon ouvrage, le fondement de ma poétique
future: et je devais à moi-même, avant de boucler
ma valise et me mettre en marche pour les contrées de
l'imagination, d'avertir les sincères amateurs de la
littérature, par l'ébauche rapide d'une généralisation
claire et précise, du but que j'avais résolu de
poursuivre. En consequénce, mon opinion est que, maintenant,
la partie synthétique de mon oeuvre est complète
et suffisamment paraphrasée. C'est par elle que vous
avez appris que je me suis proposé d'attaquer l'homme
et Celui qui le créa. Pour le moment et pour plus tard,
vous n'avez pas besoin d'en savoir davantage! (p. 251)
Queda aquí en evidencia el propósito blasfematorio
de estos Cantos, que vincula hondamente la hazaña
de Lautréamont con la de otro gran rebelde, el Marqués
de Sade, como se verá luego. Pero ahora me interesa más
subrayar el sentido general de estos dos epígrafes en el
contexto de la narración cortazariana. El primer epígrafe
revela explícitamente el tema del doble: el fantasma que
hechiza a Maldoror es una reflexión especular de sí
mismo, de la misma manera que el "yo" Parisino es un reflejo
(en el espejo del otro cielo) del de Buenos Aires. El segundo epígrafe
parece subrayar explícitamente otro tema: el deseo que arrastra
a Maldoror a recorrer el barrio de las galerías cerradas
tras la figura de Mervyn, como arrastra al "yo" parisino
a recorrerlas tras la figura de Josiane. Pero implícito dentro
del tema del deseo está el tema del Otro, del doble, que
el texto de Lautréamont revela tan nítidamente.
La unidad de las dos experiencias (la de Maldoror, la del doble
protagonista del cuento) resulta reforzada entonces por el diálogo
secreto que se establece entre los dos epígrafes y el texto
de Cortázar y que complementa el diálogo explícito.
Les Chants de Maldoror permite subrayar, de esta manera,
la unidad textual del cuento al mismo tiempo que proporciona una
clave para su análisis.(3)
III
El tema del doble puede ser encarado desde otros ángulos
en la lectura de "El otro cielo". Porque hay otros dobles.
Cuando el "yo" recorre las galerías en busca de
Josiane, la prostituta de la que está enamorado, el barrio
vive bajo el terror de un asesino de mujeres. Aunque menos minuciosamente
sádico que Jack the Ripper, ese asesino (Laurent) no es menos
eficaz: con sus grandes manos desnudas suele estrangular mujeres.
Los encuentros del "yo" con Josiane se realizan sobre
un fondo de terror y con el espasmo del miedo al asesino, invisible
pero omnipresente, como incentivo perverso para esos episodios en
el laberinto de las galerías. No es, sin embargo, Laurent
el único individuo que acecha a las prostitutas.
Hay también un "sudamericano", muy alto y joven,
delgado, silencioso, que el narrador contempla desde lejos, sin
atreverse a abordar, aunque se siente tentado a hacerlo aunque más
no sea por ser él también sudamericano. Aquel solitario
tiene gustos perversos hasta el punto que una de las compañeras
de Josiane, La Rousse, se niega a satisfacerlos a pesar de la notoria
amplitud de miras de las prostitutas francesas en esta materia.
(No se dice cuál sea la perversión; tiene algo que
ver con una forma de voyeurismo, vinculada tal vez a la coprofilia,
según se insinúa en la p. 181.) Por algún tiempo,
las prostitutas sospechan que el "sudamericano" sea Laurent.
Luego el verdadero Laurent es encontrado junto al cadáver
de su última víctima: era un marsellés y no
tenía nada que ver con el "sudamericano".
Pero la verdadera identidad de éste último es insinuada
en el texto por medio de referencias aisladas: es joven, vive aislado,
escribe mucho, muere solo en una piecita de hotel en el barrio de
la Bolsa, poco antes de la victoria prusiana. No es difícil
reconocer a Maldoror/Lautréamont/Ducasse en esta figura.
De esta manera se refuerza el diálogo establecido por los
epígrafes. Al convertir al autor de los Cantos en
personaje no explícitamente identificado de "El otro
cielo", Cortázar esta aludiendo a la función
de aquella obra en la concepción de su relato. Una detallada
comparación del cuento (sobre todo en los pasajes que se
refieren a la vida en el París de 1868) con el canto sexto
de Lautréamont permitiría advertir hasta qué
punto Cortázar utiliza el texto francés como fuente
de muchos detalles concretos del suyo. Este examen es aquí
imposible. Baste indicar que no se trata sólo de aislados
préstamos estilísticos. Se trata de algo mucho más
importante: la absorción de una. atmósfera y de un
lugar literario; la adopción de un sistema de visión;
la incorporación del tema y de las obsesiones del modelo;
el préstamo deliberado de una figura, de un "fantasma".
Porque no sólo el "sudamericano" es Lautréamont/Ducasse.
Hay otras identidades más que el texto se encarga de insinuar
o de marcar explícitamente. Empecemos por la que se establece
entre Laurent y el "sudamericano". Al hablar de la muerte
sucesiva de ambos, el narrador comenta:
... las dos muertes que de alguna
manera se me antojaban simétricas, la del sudamericano
y la de Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disolviéndose
en la nada para ceder su lugar a Paul el marsellés, y
eran casi una misma muerte... (pp. 195-96).
Esa identidad simbólica de Paul Laurent y el "sudamericano",
reflexión especular el primero del segundo, queda además
subrayada por otra circunstancia: la alusión a Lautréamont
contenida en el nombre de Laurent que escoge Cortázar para
el asesino. Es posible dividir ambos nombres para revelar mejor
esa identidad simbólica: Lau-re-nt y
Lau-tré-amo-nt comparten las mismas
letras subrayadas, y en la misma secuencia. Laurent es una reducción
de Lautréamont -una parte de éste.
Ya se sabe que los dobles, o las imágenes especulares, tienden
a reproducir sólo una parte, y en forma distorsionada, del
ser que reflejan. En una de las más famosas novelas sobre
este tema, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr Hyde, de
Stevenson, Hyde no sólo es más joven y vigoroso que
Jekyll; también es más pequeño y brutal; es
como una concentración, en el sentido del mal, del médico.
En otra célebre historia de dobles, el relato "The Jolly
Corner", de James, el otro yo del protagonista es una figura
repugnante y oscura, con una cicatriz que le cruza la cara. De la
misma manera, Laurent ofrece una imagen distorsionada, en el espejo
oscuro del crimen, de Lautréamont, el "montevideano",
como le gustaba llamarse. Si el "sudamericano" de Cortázar
es, como todo parece indicar, el "montevideano", entonces
Laurent y el "sudamericano" aparecen no sólo unidos
por sus muertes sino por esa identidad simbólica que se revela
en la terminación de sus destinos. Sólo sus muertes
(como en Stevenson) revelan la identidad.
IV
La simultaneidad de las muertes de Laurent y el "sudamericano"
también contribuye a llamar la atención, en forma
indirecta, sobre una cierta comunidad en el mal que vincula a esos
dos personajes, y que se transfiere naturalmente también
al modelo, Lautréamont. Aunque es obvio que Maldoror/Lautréamont/Ducasse
nunca cometieron ningún crimen "real", la creación
de Les Chants de Maldoror, ese libro deliberadamente blasfemo
y hasta satánico, como se ha visto, puede ser considerada
como una transgresión que tiene las características
de un crimen. Hasta el nombre del personaje central del libro puede
ser descodificado como Mal d'aurore, el Mal naciente.
Para poder entender mejor ese nivel de significación del
libro y del personaje es necesario remitirse a algunas interpretaciones
que derivan, originariamente, de ciertos textos de Georges Bataille.
Esa lectura de Bataille apunta a una concepción de la literatura
como transgresión, de la escritura como blasfemia, del acto
de escribir como un crimen. En uno de los más luminosos ensayos
de Severo Sarduy, "Del Yin al Yang", se intenta la reconstrucción
parcial de lo que podría ser el sistema de Bataille. No es
casual que el ejercicio de Sarduy tenga como uno de sus temas precisamente
un texto de Cortázar, en el que la huella del autor de Les
Larmes d'Éros es más visible. Por eso me parece
necesario detenerme un momento en el repaso del ensayo de Sarduy.(4)
Su propósito explícito es seguir la trayectoria de
una imagen, desde el libro citado de Bataille hasta Rayuela
y Farabeuf, del mexicano Salvador Elizondo, pasando por la
Storia di Vous, del italiano Marmori. Para este recuento
es posible prescindir tanto de Marmori como de Elizondo. Lo que
no es posible es prescindir del Marqués de Sade, con quien
abre Sarduy su investigación. Lo primero que subraya Sarduy
es que, en su delirio textual, el Marqués busca una sola
cosa: "Fijar, impedir el movimiento" (p. 11). Es decir:
privar al Otro de su libertad, reducirlo al estado de objeto, atado,
fijado; esto restituye al sádico "su total arbitrio,
lo devuelve al estado inicial de posible absoluto, lo libera, lo
'desata'." (p. 11).
Es sabido que, en la realidad histórica, Sade casi nunca
realizó su propósito. Hay alguna oscura historia de
prostitutas, cantáridas, flagelación y sodomía,
pero qué mediocre resulta todo esto frente a los excesos
textuales de sus Obras completas. Donde Sade sí realizó
su experiencia fue en el texto; su trasgresión fue, sobre
todo, literaria. Prosiguiendo su análisis, Sarduy muestra
luego que el sadismo, como ideología, supone un espacio que
es, primero, cristiano, y que, al ser refutado por Sade,
pasa a ser deísta para terminar siendo gobernado por
un Dios malvado (p. 13). Esa "refutación de la impostura
divina se complace en su reiteración continua. (...) este
rechazo, esa plegaria al revés, ese otro conjunto, tienen
un valor erótico." (p. 13).
Me parece innecesario subrayar hasta qué punto esta interpretación
de la blasfemia en Sade coincide con la posible interpretación
de la blasfemia en Les Chants de Maldoror. Ya se ha visto
que, en el prefacio al canto sexto, Lautréamont indica muy
explícitamente este aspecto de su obra. De la misma manera,
lo que Sarduy dice sobre Bataille en su ensayo citado, también
permite iluminar ciertas zonas de Maldoror. Para Bataille, en la
síntesis de Sarduy, tres son las posibles transgresiones
del pensamiento: el propio pensamiento, el erotismo y la muerte.
Las tres transgresiones han sido castigadas por la sociedad burguesa
en su origen aunque, de las tres, la que no perdona es, sobre todo,
la primera: que el pensamiento se piense a sí mismo, que
la lengua y la literatura se hablen a sí mismas.
Blasfemia, homosexualidad, incesto,
sadismo, masoquismo y muerte son ya transgresiones relativamente
toleradas. (No hablo de la transgresión pueril que es
el arte "de denuncia"; el pensamiento burgués
no sólo no se molesta, sino que se satisface ante la
representación de la burguesía como explotación,
del capitalismo como podredumbre.) Lo único que la burguesía
no soporta, lo que la "saca de quicio", es la idea
de que el pensamiento pueda pensar sobre el pensamiento,
de que el lenguaje pueda habar del lenguaje, de que un
autor no escriba sobre algo, sino escriba algo (como proponía
Joyce). Frente a esta transgresión, que era para Bataille
el sentido del despertar, se encuentran, repentina y
definitivamente de acuerdo, creyentes y ateos, capitalistas
y comunistas, aristócratas y proletarios, lectores de
Mauriac y de Sartre. (pp. 19-20).
La literatura como transgresión última del pensamiento;
la literatura como expresión de otras transgresiones (el
erotismo, la muerte): tales serían las fórmulas en
que vendrían a coincidir Sade y Bataille con Lautréamont.
Que también Cortázar puede sumarse a ese escogido
grupo es lo que concluye de demostrar el ensayo de Sarduy al estudiar
la relación que hay entre un episodio de Rayuela y unas páginas
de Les Larmes d'Éros. Me refiero a las fotografías
que ilustran la tortura china de los cien pedazos, o Leng-Tch'e,
a las que hace referencia Wong en el capítulo 14 de la novela
de Cortázar, y que son reproducidas parcialmente por Bataille
en las pp. 232-234 de su libro citado.(5)
En la lectura que hace Wong de esas fotografías, como en
las interpretaciones de Bataille, están íntimamente
ligadas las tres transgresiones: el erotismo sádico y la
muerte en la tortura misma; la transgresión literaria en
los textos que ilustran o completan verbalmente las fotografías.
Hasta aquí, Sarduy y las observaciones que su admirable
ensayo suscita. Al volver al relato "El otro cielo", conviene
observar que esa interpretación de la literatura como transgresión
final permite advertir un lazo más que vincula al asesino
Laurent con el "sudamericano". Es cierto que este personaje,
como Lautréamont, es inocente de todo otro crimen que el
de escribir pero lo que él escribe es una transgresión
para la sociedad burguesa en que se inscribe su obra, una blasfemia,
equivalente a la del erotismo o la muerte. Su mismo voyeurismo
es como un emblema de la otra transgresión: es culpable por
querer ver más, por querer violar el tabú con la mirada,
de la misma manera que su escritura viola también otros tabúes.
En las alusiones de "El otro cielo" a Les Chants de
Maldoror hay otra forma de vincular al "sudamericano"
con Laurent: ambos recorren el barrio de las galerías, acosados
por el mismo impulso de ir más allá, de transgredir;
ambos terminan por cometer actos (asesinar, escribir) que son formas
de transgresión última contra la sociedad; ambos mueren
igualmente condenados. De esta manera, Laurent se convierte en el
doble, o fantasma, del "sudamericano". Pero hay más,
como se verá.
V
La pareja Lautréamont-Laurent implícita en la del
"sudamericano" con Laurent, también arroja, alguna
luz sobre la pareja formada por el "yo" de Buenos Aires
y el de París. La misma oposición sexual que se crea
entre el voyeur y el asesino (el impotente que mira, el que actúa)
se encuentra entre las dos imágenes del narrador. El ritual
que ejecuta el adolescente en la Galería Güemes de 1928,
su búsqueda voyeurística de alguna satisfacción
vicaria para sus frustrados deseos, contrasta en forma reiterada
con el ritual que ejecuta el joven en el barrio parisino de las
galerías. Este entra en el laberinto, elige a Josiane, sube
con ella a la buhardilla, la posee, se siente sexualmente liberado.
Cumple el acto sexual ("la petite morte", en que metaforizan
los franceses el orgasmo) como Laurent cumple el acto criminal.
Al usar sus enormes manos desnudas para estrangular a sus víctimas,
Laurent alcanza el orgasmo. Para él, el asesinato es una
experiencia erótica. Él realiza la "petite morte"
en forma que no es enteramente metafórica. El paralelo entre
Laurent y el "yo" parisino se hace visible por medio de
este doble orgasmo y esta doble muerte.
De la misma manera, el "yo" de Buenos Aires y el "sudamericano"
comparten semejantes tendencias voyeurísticas, la misma impotencia
para satisfacer sus deseos. Aunque el argentino se casa al fin,
resulta bastante claro que ese matrimonio no traerá la satisfacción
de sus deseos. El seguirá anhelando el otro cielo de las
galerías parisinas, la libertad que tiene su "yo"
de 1868. Tendrá tanta envidia de él como el "sudamericano"
podría tener de Laurent. Por eso, y de modo similar, en tanto
que el "sudamericano" encuentra en la escritura, la transgresión
literaria, un equivalente de los crímenes sexuales de Laurent,
el "yo" de Buenos Aires encuentra en sus sueños
sobre el "yo" de París una compensación
para sus frustraciones.
Del mismo modo, si Laurent es el doble deformado en el espejo del
"sudamericano", el "yo" parisino es la imagen
deforme del de Buenos Aires: una imagen distorsionadamente feliz
que se proyecta en la nostalgia de los sueños. Está
enamorado de Josiane, encuentra el verdadero amor sexual en sus
brazos, es libre. O lo parece. Porque hay otros fantasmas en este
relato circular que termina por convertirse en un laberinto de ambiguas
significaciones. El "yo" de Buenos Aires tiene un padrastro
que no quiere que el muchacho fume tabaco rubio y que profetiza
que acabará ciego si lo hace (p. 168). Esa prohibición
y esa profecía parecen enmascarar otras, más comunes
en el Buenos Aires de 1928: la vinculación del tabaco rubio
con la mariconería; la de todo exceso sensual con la masturbación
y con la decadencia física. Pero si el "yo" argentino
tiene este padrastro, el de París no está libre de
otra figura paterna, más o menos distorsionada. Josiane,
naturalmente, es explotada por un "maquereau" que es su
verdadero amo y amante. El amor que da Josiane al narrador está
limitado y frustrado por la presencia ocasional de ese hombre. Él
podrá poseer a Josiane pero el Otro es su dueño.
La configuración edípica de todo el cuento se revela
en esta doble pareja del padrastro y el "maquereau". Lo
que esta pareja sugiere es que el "yo" parisino no está
tan liberado como cree. Aún en el otro cielo de las galerías
él debe aceptar la presencia, invisible pero dominante, del
Otro, el verdadero dueño. Por eso, lo que el "yo"
realmente alcanza en París es sólo un simulacro de
liberación: la limitada libertad sexual de un hombre que
alquila una mujer por unas horas. Su amor por Josiane también
tiene la configuración de un sueño masturbatorio.
Él lo sabe. En un momento privilegiado de la narración,
cuando está a punto de hablar con el "sudamericano",
y tiene cortedad y no lo hace, siente que hizo mal al no hablar,
que "estuvo al borde de un acto que hubiera podido salvarme"
(p. 181). Cuál es la salvación, es lo que no dice.
Pero puede conjeturarse que no es la salvación por el amor
homosexual, aunque las implicaciones homosexuales de la figura Lautréamont/
Maldoror/Ducasse son conocidas. Es posible adelantar otra explicación.
Si lo que realmente libera a Laurent no es el sexo sino el asesinato,
entonces lo que libera al "sudamericano" no es el sexo
tampoco (que le está vedado, en la forma perversa que él
quiere practicarlo), sino la escritura. Esos "muchos papeles
borroneados" que ve un día en su cuarto la prostituta
Kikí (p. 181), esa "consola atestada de libros y papeles"
que se describe al hablar de su muerte (p. 195), atestiguan su profesión
de escritor. En ambos casos, la liberación llega a través
de la transgresión final del crimen o la escritura. La configuración
doblemente sádica que implica esta identificación
entre el asesinato y la literatura -no hay que olvidar que el marqués
de Sade escribía sus crímenes, como subraya
Bataille- facilita la respuesta adecuada a ese problema de la salvación
a que alude el "yo" de París. Él también,
como el "sudamericano", terminará por recontar
(es decir: escribir) sus "crímenes".
VI
Hay otros importantes elementos en la configuración sádica
de este cuento. Si Laurent utiliza sus grandes manos para estrangular
a sus víctimas, ahogándolas con un movimiento que
simboliza la masturbación, su gesto también implica
la conversión de la victima (siempre una mujer) en un objeto
fijo, completamente inmovilizado para que el sádico pueda
ejercer sobre él su libertad. El "sudamericano",
al negarse a tener relaciones normales con las prostitutas y exigir
una perversión que implica la mirada, esta también
revelando la configuración sádica: la mirada inmoviliza,
fija al Otro, en su condición de objeto, lo reifica, para
liberar así al sádico.
La misma configuración funciona en forma aún más
clara en un episodio lateral del relato que se convierte, sin embargo,
en emblema del cuento entero. Es la ejecución de un condenado
a la que asisten Josiane con el narrador y sus amigos. La guillotina
decapita a la víctima (apenas una mancha blanca en los brazos
negros de los verdugos, lo que enfatiza el paralelo con las actividades
estrangulatorias de Laurent) mientras Josiane sufre espasmos de
terror, clava las uñas en el brazo de "yo" y tiene
un sacudimiento que equivale a un orgasmo brutal. Otra vez la muerte
sádica y la "pequeña muerte" aparecen indisolublemente
unidas. Al convertir al condenado en un objeto de contemplación,
al inmovilizarlo con la mirada, mientras ella practica la libertad
y alcanza el éxtasis, Josiane está actuando como Laurent
con sus víctimas, como el "sudamericano" quisiera
actuar con las prostitutas.
Hay otra alusión en la forma en que es ejecutado el hombre.
La muerte por decapitación es una forma simbólica
de la castración; la ceguera con que amenaza el padrastro
de Buenos Aires es otra forma de castración. Entre una y
otra imagen corre la narración entera, va y viene, se vuelve
sobre sí misma, se enrosca sobre sus propios pasos, para
llevar al lector a un desenlace irónico en que el "yo"
de Buenos Aires acepta pasivamente todo: una mujer que no quiere
(y que ni siquiera, probablemente, desea), un trabajo que odia,
un país que se hunde rápidamente en el pantano de
la dictadura militar. Es decir: acepta la Muerte. Porque lo que
lo mantenía vivo era la capacidad de salir a recorrer Buenos
Aires en un año cualquiera de este siglo y entrar en el barrio
de las galerías del París de 1868. Lo que lo mantenía
vivo era la posibilidad de soñar despierto con una existencia
libre (o aparentemente libre) en el otro cielo de París.
Pero al aceptar Buenos Aires, el "yo" pierde la capacidad
de encontrar el camino de las galerías, deja de vivir en
París, deja de soñar despierto. Su destino aparece
ahora como la inversión exacta del que corresponde al protagonista
de "The Jolly Corner". En tanto que el "yo"
decide quedarse en Buenos Aires y olvida encontrar el pasaje que
lo llevaba antes a París, el protagonista de James descubre
en el monstruoso doble que lo enfrenta en Nueva York una confirmación
de que tuvo razón al elegir Europa.
VII
Otros diálogos podrían establecerse entre el cuento
de Cortázar y varios textos publicados antes por él,
como el cuento "Las puertas del cielo" que recoge Bestiario
(1950). En esta versión, más torpe, llena de fabricado
color local, la que vive simultáneamente en dos mundos opuestos,
aunque no en dos tiempos lejanos, es la protagonista, una ex-prostituta.
También se podría establecer un paralelo entre "El
otro cielo" y ese cuento, "Las babas del Diablo",
que Antonioni y Tonino Guerra convirtieron en Blow-up (1967):
la misma sádica configuración del fotógrafo
voyeur, la misma insinuación de amor homosexual (más
explicita en la segunda narración), la misma concepción
del arte como forma de salvación, como una redención
del Mal. El pasaje de una a otra ciudad, de Buenos Aires a París,
está presentado en forma mucho más elaborada en Rayuela
(1963), novela en la que ese pasaje aparece pautado por la múltiple
presencia de dobles y por la misma configuración sádico-edípica.
También aparece allí un emblema del asesinato ritual.
En vez de la guillotina se encuentra en la novela una descripción
detallada de la tortura china de los cien pedazos que deriva de
Les Larmes d'Éros, como se ha visto.
Una comparación con 62. Modelo para armar (1968),
sería de rigor porque esta novela utiliza, como el cuento,
el pasaje de tiempos y espacios, la comunicación imaginaria
de ciudades distintas que componen al cabo una ciudad, el tránsito
especular de destinos. También en esta novela, Cortázar
desarrolla aún más la vinculación ritual entre
el sexo y el crimen, en la variante lesbiana esta vez. Finalmente,
la exploración de algunos episodios de Los premios (1961)
y del uso en esta novela del símbolo de la popa como el centro
inaccesible, y tabú, de ese laberinto que es el barco, permitiría
descubrir el mismo tema implícito de la salvación
a través del arte o del amor homosexual.
Pero hay otro diálogo, no menos importante, que sí
conviene señalar, y que también ocurre en la superficie
del cuento, "El otro cielo": es el que se establece entre
la persona triple de Isidore Ducasse/Lautréamont/Maldoror,
y la del escritor Julio Cortázar. Al convertir a Ducasse,
el "montevideano", en el "sudamericano" de su
cuento, Cortázar no sólo esta expandiendo voluntariamente
hasta el continente entero el limitado ámbito topográfico
del modelo: está subsumiendo la específica nacionalidad
de Ducasse en otra, más general, que lo abarca a él
también. De esa manera, Lautréamont se convierte en
su antepasado.
Una última pareja queda en evidencia gracias a esta operación
geográfica: Isidore Ducasse se convierte en el doble, especularmente
invertido, de Cortázar. En tanto que aquél nació
en Montevideo (1846), de padres franceses, Cortázar nació
en Bruselas (1941) de padres argentinos. Ducasse fue educado en
Francia y se convirtió en escritor francés, en tanto
que Cortázar fue educado en Buenos Aires y se convirtió
en escritor argentino. El aquí y allí tienen
significaciones simétricamente opuestas para Lautréamont
y Cortázar, como la izquierda y la derecha en las imágenes
especularmente opuestas. Para Ducasse, que escribe en francés
para un público francés, París es siempre aquí,
y la región rioplatense en que nació es siempre allí;
para Cortázar, que escribe en español y para un público
hispánico, Buenos Aires es aquí y las orillas
del Sena son allí. Si se descodifica el seudónimo
de Lautréamont como L'autre monde (el otro mundo =
el otro cielo), el seudónimo apunta a América del
Sur, el otro mundo del que viene el "montevideano", en
tanto que para Cortázar como escritor, América Latina
es su mundo, el aquí eterno de su literatura. (Que
Cortázar esté radicado en Francia desde hace mis de
veinte años, que se haya hecho ciudadano francés últimamente,
son accidentes de su biografía, no de su escritura.)
Estas configuraciones simbólicas, esta simetría especular,
no ha impedido sin embargo que Cortázar haya intentado una
identificación final con Lautréamont. Al contrario,
ellas se acentúan por las mismas diferencias y ayudan a proyectar
al escritor dentro del "yo" que narra "El otro cielo",
ese personaje que casi habla con el "sudamericano"
en el texto de 1868. En el diálogo que el texto del cuento
establece con el texto de Les Chants de Maldoror el "casi"
es redimido del mundo de posibilidades irrealizadas y el "yo"
se encuentra con el poeta, Cortázar finalmente se enfrenta
con el fantasma de Lautréamont."
Emir RODRÍGUEZ-MONEGAL
Yale University.
(1) Todos los fuegos el fuego
fue publicado originariamente por Sudamericana (Buenos Aires, 1966).
Cito por la presente edición, "El otro cielo" está
en las pp. 167-97.
(2) Cito por la edición de Oeuvres Complètes,
publicada par GLM, en París, 1938. Les Chants de Maldoror
está en las pp. 1-294.
(3) Alejandra Pizarnik ha escrito un fino artículo sobre
este mismo cuento. Allí examina algunas relaciones entre
el texto de Lautréamont y el de Cortázar pero llega
a conclusiones diferentes a las de este trabajo. Su artículo
está recogido en el volumen colectivo La vuelta a Cortázar
en nueve ensayos (Buenos Aires: Carlos Pérez, 1968),
pp. 55-62.
(4) Escrito sobre un cuerpo (Buenos Aires: Sudamericana,
1969), pp. 9-30.
(5) Les Larmes d'Éros ha sido publicada por Jean-Jacques
Pauvert (Paris, 1961). Rayuela, por Sudamericana (Buenos
Aires, 1963), el capítulo 14 está en las pp. 70-72.
En su última novela, Cobra (Buenos Aires: Sudamericana,
1972), Severo Sarduy también alude al Leng-Tch'e.
Véase, especialmente, las pp. 114-115. Hay un artículo
mío sobre esta novela, "Severo Sarduy: Las metamorfosis
del texto" (publicado en Plural, México, 1973),
en que se analizan estas relaciones entre Bataille, Cortázar
y Sarduy.
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