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Una Escritura Revolucionaria.
En: Revista Iberoamericana, v. 37, nº 76-77, julio-diciembre
1971,
p. 497-506.
"Desde hace unos diez años las letras hispanoamericanas
han pasado al primer plano de la consideración crítica.
Una literatura semi-colonial -marginalizada por el subdesarrollo
de un continente en manos de capitales extranjeros- se ha convertido
en menos de una década en una de las literaturas centrales
de esta época. Este fenómeno de expansión (que
industrialmente se conoce con el nombre onomatopéyico de
boom) se ha concentrado naturalmente en la novela: género
más accesible aunque, por la manera experimental como lo
trabajan los hispanoamericanos, no tan popular como parece. En todas
partes se traduce ahora la ficción de Borges (maestro indiscutido
de los nuevos novelistas), se multiplican las ediciones extranjeras
de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García
Márquez, Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa.
Escritores más secretos o esotéricos (como Juan Carlos
Onetti o José Lezama Lima) comparten con los más jóvenes
el interés de los editores extranjeros. Así han salido
recientemente, o están por salir, versiones francesas, inglesas
o italianas, de Boquitas pintadas, de Manuel Puig y De
donde son los cantantes, de Severo Sarduy, así como de
Juntacadáveres, de Onetti, o Paradiso, de Lezama
Lima.
Este movimiento editorial tiene sus raíces en la notable
expansión de las editoriales hispanoamericanas durante la
última década, y también en la política
promocional, muy hábil, de ciertos semanarios hispanoamericanos
de gran circulación, que son los verdaderos fabricantes del
boom. Porque antes de ser descubierta en Europa o en los
Estados Unidos, la nueva novela hispanoamericana fue descubierta
en la América hispánica. Fueron los lectores de México
los primeros en reconocer a Juan Rulfo, como los de Montevideo fueron
los que saludaron a Martínez Moreno, y los de Santiago de
Chile los que consagraron a José Donoso. El éxito
internacional vino después. Y cuando ocurrió, pudo
apoyarse no sólo en la obra producida por los novelistas
de la ultima década, sino en toda una literatura que a lo
largo de varias generaciones ya había producido no sólo
una novela importante, sino un ensayo de primer orden y una poesía
que cuenta entre las primeras de este siglo.
HACIA EL NUEVO HOMBRE AMERICANO
Aunque el proceso de expansión de las letras hispanoamericanas
se ha acelerado notablemente en los últimos diez años,
es evidente que las señales del cambio ya eran visibles (para
algunos, al menos) en la tercera década de este siglo. Y
tal vez son antes. Por eso, para poder entender lo que está
ocurriendo ahora conviene echar una mirada a las etapas principales
de difusión de la literatura hispanoamericana en el mundo
actual.
La emergencia súbita de la nueva novela hispanoamericana
en las letras europeas y norteamericanas esta indudablemente vinculada
a los acontecimientos políticos más destacados de
la última década: la presencia cada día mayor
de los países del Tercer Mundo en la conciencia de occidente;
el impacto en América Latina de la revolución cubana;
las actividades de la guerrilla urbana en tantas partes del mundo,
y en particular en nuestra América. Pero creer (como proponen
almas cándidas) que sólo estamos viendo las consecuencias
culturales de una revolución política es creer que
la literatura está determinada exclusivamente por los cambios
ocurridos en la sociedad. Lo que ahora llamamos la nueva novela
hispanoamericana es el resultado de un largo y penoso proceso. Cubre
varias décadas, aunque se precipita en la última,
y ha permitido establecer ya la que Octavio Paz ha llamado en uno
de sus ensayos, "la tradición de la ruptura": una
profunda continuidad que es periódicamente destruida y restaurada
por nuevos experimentos.
No hay que olvidar que ya a fines de los años veinte y comienzos
de los treinta, los mejores narradores hispanoamericanos fueron
descubiertos, publicados y elogiados críticamente por los
españoles. Algunos de los más importantes escritores
de ese período, como el uruguayo Horacio Quiroga, los mexicanos
Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, el colombiano
José Eustasio Rivera, el venezolano Rómulo Gallegos
y el argentino Ricardo Güiraldes, vieron sus obras publicadas
en España por editoriales que las distribuían en todo
el mundo de habla hispánica. En aquella época, España
tenía muy pocos novelistas que pudieran compararse con aquellos
en habilidad narrativa, pasión y compromiso político.
Aunque en su mayor parte la narrativa de estos escritores hispanoamericanos
era una exploración del mundo exterior o un exaltado proyecto
utópico, la mejor obra por ellos producida (Los desterrados,
de Quiroga; El águila y la serpiente, de Guzmán)
también contenía una visión muy poética
de algunas escondidas realidades del Nuevo Mundo. En cierto sentido,
esta obra establecía un vínculo invisible con los
relatos de las primeras exploraciones y descubrimientos que introdujeron
América al lector europeo.
La mayor debilidad de este tipo de narrativa residía en
la presentación de los conflictos internos de sus personajes.
En la obra de los más famosos novelistas de los años
veinte y treinta, el paisaje Americano y la naturaleza bravía
de tal modo dominaban al hombre, tanto lo moldeaban o aplastaban,
que el individuo casi desaparecía, o quedaba reducido (como
Doña Bárbara, Don Segundo Sombra, o Demetrio Macías
en Los de abajo) a la condición de arquetipo: un símbolo
de algo, no un personaje. La presentación de los conflictos
humanos resultaba generalizada; las pasiones asumían el color
anónimo de la mayoría. Fuerzas económicas y
sociales de naturaleza abstracta -en particular: el poder político
y las aspiraciones de la clase dirigente- se oponían, digamos,
a los desheredados y oprimidos de los Andes, de la selva amazónica,
a las pampas argentinas. El indio quedaba reducido a una cifra en
el hostil universo. La geografía lo era todo, el hombre nada.
En cambio para los novelistas que América hispánica
ha estado produciendo en las últimas décadas, el centro
de gravedad ha cambiado radicalmente -desde un paisaje creado por
Dios a un paisaje urbano, creado y habitado por el hombre. Las pampas
y la cordillera han cedido el paso a la gran ciudad. En tanto que
los viejos novelistas seguían considerando a la ciudad sólo
como una presencia remota, arbitraria y misteriosa, para estos nuevos
escritores la ciudad es el eje, el lugar al que los protagonistas
de la nueva novela son atraídos irresistiblemente. La visión,
despersonalizada de los años veinte y treinta ha vuelto a
adquirir carne y hueso. Súbitamente, seres novelescos poderosos
y complejos están emergiendo de las masas anónimas
de las grandes ciudades Americanas.
Este cambio dramático -que corresponde sociológicamente
al enorme crecimiento de las ciudades, pero también refleja
la influencia cada vez mayor del psicoanálisis y el existencialismo-
tampoco ha dejado intacta la visión de los novelistas que
siguen preocupados con los temas rurales. Aunque éstos continúen
a registrar, en la superficie, la lucha tradicional del hombre contra
la naturaleza, los personajes que ahora presentan ya no son abstracciones,
cifras que justificarían un enfoque predominantemente político
o sociológico. Son personajes complejos y ambiguos que "parecen"
seres humanos completos.
Hemos terminado ya con todas esas épicas de campesinos y
gauchos -con su caracterización bidimensional, su estructura
"documental", tan mecánica y abstracta. Son las
ciudades las que ahora monopolizan la atención de los novelistas
más jóvenes. -"Y cuando éstos vuelven
su atención al paisaje es para revelar mejor el lado mítico
del hombre hispanoamericano. Los nuevos novelistas combinan, por
eso, una sensibilidad aguda para todo lo político y social,
con una notable sutileza narrativa, un compromiso personal con una
imaginación que les permite asediar otras dimensiones trascendentales
de la realidad. Una nueva concepción del hombre está
emergiendo del caos y explotación económica, de los
golpes de estado y el subdesarrollo, de las "revoluciones"
militares y la guerrilla urbana. Los nuevos novelistas son (lo quieran
o no) los profetas de este nuevo hombre.
UNA NUEVA LENGUA HISPANICA
La primera emergencia de la narrativa hispanoamericana en España
durante los años treinta fue muy breve. La guerra civil detuvo
casi por completo esta difusión excepcional, después
de 1936; la segunda guerra mundial dio el último golpe mortal
al proceso. Durante dos décadas, por lo menos, el tráfico
de libros entre España y América hispánica
fue modificado por la victoria de Franco. Algunos libros hispanoamericanos
(los que pasaban la censura española) seguían siendo
publicados en la península, y circulaban por el Nuevo Mundo
en ediciones españolas. Ciertos (no todos) libros hispanoamericanos
podían circular en España. Pero sólo en esta
última década la censura se ha reducido lo suficiente
allí como para permitir que casi toda la narrativa hispanoamericana
sea publicada o distribuida sin mayores tropiezos. Algunas excepciones
notables (como la prohibición total de Cambio de piel,
de Carlos Fuentes) ha permitido poner a prueba la censura misma.
Tal vez el momento decisivo de la emergencia internacional de la
narrativa hispanoamericana sea aquel día del año 1961
en que, reunidos en la isla de Formentor algunos de los editores
europeos y norteamericanos de vanguardia deciden repartir el recién
creado premio internacional entre el escritor franco-irlandés
Samuel Beckett, uno de los clásicos del siglo, y el aún
desconocido Borges. A partir de ese premio y de la traducción
posterior de una antología de sus ficciones, publicada simultáneamente
en varios idiomas bajo el título tan significativo de Laberintos,
Borges habrá de ser aceptado poco a poco como uno de los
creadores más singulares de hoy. Su nombre pasa a ser mencionado
por los especialistas junto a los de Joyce, Kafka y Nabokov. Pronto
los novelistas objetivos franceses (como Robbe-Grillet) se apoyarían
en sus ficciones y en sus teorías para desarrollar sus propias
búsquedas; ciertos críticos estructuralistas (como
Genette y Ricardou) disecarían sus relatos mientras que en
los Estados Unidos algunos jóvenes narradores (como Thomas
Pynchon y Donald Barthelme) harían literatura visiblemente
borgiana.
Pero si bien el caso de Borges es singular, no es único.
En mayor o menor grado, algunos de los poetas hispanoamericanos
más importantes están siendo ahora leídos y
traducidos, comentados, discutidos e imitados por la gente más
joven. En los Estados Unidos la poesía reciente cuenta a
Vallejo, a Neruda, a Octavio Paz y a Nicanor Parra entre sus maestros.
El interés por Huidobro empieza ya a manifestarse. En Europa
se lee y traduce en ediciones cada vez más cuidadas la poesía
hispanoamericana. En todas partes se multiplican las antologías
y los estudios críticos.
Para buscar las raíces de este triunfo de la poesía
hispanoamericana hay que remontarse a los finales del siglo XIX.
Ya en 1898, cuando daba fin a su ensayo sobre la obra de Rubén
Darío, el entonces joven crítico uruguayo José
Enrique Rodó aludía al viaje del poeta a España
y anunciaba el triunfo que aquélla habría de alcanzar
en la misma Madre Patria. Unos dieciocho años más
tarde, Rodó volvería a evocar el viaje al escribir
un artículo a la muerte de Darío. Apoyándose
entonces en una feliz imagen del novelista venezolano Manuel Díaz
Rodríguez sobre "retorno de las carabelas", afirmaría
Rodó en 1917: "Por él [Darío] la ruta
de los conquistadores se tomaría del ocaso al naciente".
En efecto: el viaje de Darío a España en las postrimerías
del siglo XIX marca la línea divisoria de las aguas, ese
momento en que las letras de la América hispánica
devolverían con intereses la visita de las carabelas, llevando
esta vez en su vientre no sólo el oro de Indias sino el oro,
aun más perdurable, de la nueva lengua española de
esta América, de la nueva poesía, de la nueva prosa
porque Darío llegó a España como pacífico
reconquistador y allí, rodeado por los más jóvenes
poetas como Antonio Machado y Valle Inclán, contribuyó
definitivamente a enterrar la poesía y la prosa decimonónica
de una literatura carcomida ya por la polilla, ahogada por el floripondio,
esclerosada en el discurso retumbante. Con Darío viajaban
otros poetas y prosistas hispanoamericanos que no habían
podido hacer el viaje: Julián del Casal y José Asunción
Silva, los dos exquisitos y perversos; Salvador Díaz Mirón
y Francisco Gavidia; Manuel González Prada y Manuel Gutiérrez
Najera, y hasta los más jóvenes como Leopoldo Lugones,
el cordobés. Pero viajaba sobre todo el maestro de Darío,
ese José Martí que en prosa y verso había cambiado
radicalmente el rumbo del español de América. El impacto
de Darío y los modernistas americanos resultó perdurable.
Poco después, Ariel, el discurso hispánico
que Rodó publica en 1900, habría de ampliar más
el dominio de la lengua del Nuevo Mundo. Aquí empezó
la transformación segura de una literatura dispersa, colonial
hasta en su independencia, en una literatura universal. El triunfo
de Darío y de Rodó en España es el primer paso,
pero todavía las letras de América no habían
salido del área del idioma y todavía no habían
sido reconocidas en el resto de Europa. Una inevitable reacción
nacionalista en la misma España, que ha querido oponer el
98 al Modernismo, como si se tratara de dos movimientos contradictorios
y no (como en realidad son) complementarios, habría de intentar
reducir esta primera salida de los indianos, ese primer retorno
pacífico de las carabelas a una experiencia de frivolidad.
Pero el intento es inútil. Porque los indianos habrían
de volver, una y otra vez.
EL ESCANDALO DE LA NUEVA POESÍA
La segunda salida (menos visible pero no menos importante) ocurre
poco después de la muerte de Darío, seguida un año
más tarde por la de Rodó. Esta salida se prolonga
hasta los años treinta, hasta el estallido de la guerra civil
española. Es el momento de las vanguardias en toda Europa,
y en una España todavía sumisa a los ídolos
del 98, todavía envuelta en ciertas prolongaciones exquisitas
del Modernismo, lleganlos poetas hispanoamericanos. Llega, por ejemplo,
Vicente Huidobro, el chileno que venía desde su lejana tierra
austral por la ruta compleja de Buenos Aires y París. Lo
que trae Huidobro a España es (nada menos) que la vanguardia
entera. Su creacionismo estalla con un escándalo en
los cenáculos de los jóvenes; allí orienta
a Gerardo Diego, a Juan Larrea, a Guillermo de Torre, hacia formas
más nuevas y audaces de poesía; inspira incluso al
maestro Rafael Cansinos Assens a convertirse en jefe de un movimiento,
y viene a sumarse a los esfuerzos (hasta entonces poco comprendidos)
del gran Ramón Gómez de la Serna. Como consecuencia
de esa conmoción pronto nacerá en España el
ultraísmo, movimiento de vanguardia en que colaborará
el joven Jorge Luis Borges, recién llegado a España
de una larga temporada de estudios en la Suiza neutral y expresionista
de la primera guerra.
Con el retorno posterior de Huidobro y Borges a la América
del Sur y la participación conjunta de ambos en la compilación
de un Indice de la nueva poesía americana que organiza
Alberto Hidalgo en 1926, la vanguardia se difunde en nuestro continente.
Mientras en España el ultraísmo tendría corta
vida y se iría disolviendo en movimientos más tradicionales,
como el retorno a Góngora y al barroco formal (no al agónico),
en Argentina, en México y en Chile, la misma fuerza engendrará
importantes movimientos como el ultraísmo argentino
(más metafísico y clásico que el español),
el estridentismo mexicano, el superrealismo chileno, de larga
y activa trayectoria. De esos experimentos, y de los que estaban
llevando a cabo en el Perú César Vallejo y César
Moro, saldría en el curso de los años veinte y treinta
toda la poesía que importa: Altazor, de Huidobro,
Trilce y los Poemas humanos, de Vallejo, la Residencia
en la tierra, de Neruda, la primera colección de Poemas,
de Borges. España no queda al margen de esta renovación.
Otra vez, el viaje de un poeta hispanoamericano habrá de
hacer estallar hacia 1935 un núcleo de poesía en la
Madre Patria. Esta vez el viajero se llama Pablo Neruda. En Madrid,
rodeado de García Lorca y Rafael Alberti, de Vicente Aleixandre
y Manuel Altolaguirre, y sobre todo del joven pastor, Miguel Hernández,
que él descubre y apoya, Neruda proclamará en su revista
Caballo verde para la poesía, la necesidad de una
poesía sin pureza, una poesía de todos los días,
una poesía para todos los hombres, que habrá de oponer
a la poesía excesivamente pura de Juan Ramón Jiménez
y sus epígonos. En sus versos y en sus manifiestos, Neruda
defenderá una poesía carnal y enfurecida, una poesía
revolucionaria. Es cierto que esta renovación, apenas iniciada,
que pudo haber cambiado por completo el curso de la poesía
lírica en todo el ámbito de la lengua, fue interrumpida
brutalmente por la guerra civil. Durante algunos trágicos
meses, sin embargo, el milagro de la nueva poesía pareció
darse en la tierra de España, cuando al lado de los grandes
poetas españoles estuvieron allí el joven Octavio
Paz y el moribundo Vallejo, Gabriela Mistral y Raul González
Tunín, Vicente Huidobro y Pablo Neruda. De ese instante luminoso
aún perduran España, aparta de mi este cáliz,
de Vallejo, y España en el corazón, de Neruda.
Pero la muerte y la dispersión, el asesinato y el duro exilio
liquidaron el resto. Habría que esperar a los años
sesenta para que se produjera la tercera salida de las letras hispanoamericanas.
EL RECONOCIMIENTO DE LA NUEVA
NARRATIVA
Ya se ha visto que el año 1961, con el premio de los editores
internacionales a Borges, marca una fecha inicial. A partir de esa
fecha, la difusión de la nueva narrativa es cada día
mayor. En España, el éxito de la novela hispanoamericana
es total. El Premio Biblioteca Breve de la importante editorial
barcelonesa Seix-Harral es concedido abrumadoramente, casi todos
los años, a novelistas hispanoamericanos. El peruano Mario
Vargas Llosa lo obtiene en 1962 con La ciudad y los perros;
en 1963 le corresponde al mexicano Vicente Leñero por Los
albañiles; en 1964 al cubano Guillermo Cabrera Infante
por Tres tristes tigres; en 1967 al mexicano Carlos Fuentes
por Cambio de piel; en 1968 al venezolano Adriano González
León por País portátil; en 1969 al chileno
José Donoso por El obsceno pájaro de la noche.
Las ediciones de novelistas de esta América se multiplican
en Madrid y en Barcelona; incluso algunos de los escritores españoles
más importantes, como el novelista Juan Goytisolo, el poeta
Félix Grande o el crítico José Maria Castellet,
no vacilan en reconocer el valor singular de las letras hispanoamericanas.
En el resto del mundo se repite, a escala, esta difusión.
El Premio Nóbel de Literatura otorgado a Miguel Angel Asturias
en 1967 no hizo sino objetivar el interés europeo por una
narrativa que abarca el occidente entero. Si en Italia, Sobre
héroes y tumbas de Ernesto Sábato, se convierte
en best-seller y suscita apasionados comentarios, en Estados Unidos,
el éxito de Cien años de soledad, de García
Márquez, en su primera edición de 1969, se amplía
y confirma en 1971 al convertirse ahora en paper-back. Estos son
apenas algunos ejemplos. Otros aspectos singulares de la curiosidad
e interés que despierta hoy la literatura hispanoamericana
podrían también citarse. Mientras los cuentos de Cortázar
inspiran a Michelangelo Antonioni su mejor película reciente,
Blow-Up, o sirven de punto de partida a una las más
feroces sátiras de Jean-Luc Godard, en Week-End, los
textos de Borges inspiran al mismo director francés en Alphaville,
al italiano Bernardo Bertolucci que transforma "El tema del
traidor y del héroe" en una película política
(The Spider's Stratagem) y hasta al cantante Mick Jagger
que en Performance aparece leyendo la edición inglesa
de la Antología personal del maestro argentino. En
Francia, mientras La traición de Rita Hayworth, de
Manuel Puig, encabeza la lista de las mejores traducciones del año
1969, sigue Le Monde, la versión de Tres tristes
tigres, publicada por Gallimard obtiene en 1971 el premio al
mejor libro extranjero. ¿A qué seguir?
LA REVOLUCIÓN TOTAL DEL
LENGUAJE
La tercera salida de las letras hispanoamericanas ha servido, sobre
todo, para demostrar la vitalidad inesperada de un continente marcado
desde sus orígenes por la destrucción y la muerte,
por el expolio sistemático de sus riquezas y el genocidio,
en opresión y la injusticia colonial. Pero, también,
señalado desde su nacimiento por las más fabulosas
utopías, por la ambición de hazañas imposibles,
por el espíritu de incesante revolución, por el esplendor
de una lengua que tiene vocación universal. La vitalidad
de la América hispánica es la vitalidad de un pueblo
de múltiples orígenes; encrucijada viva de razas y
sangres, de lenguas y culturas, creador de un mestizaje cultural
que se centra en el Nuevo Mundo pero se proyecta radicalmente fuera.
En este momento en que los imperios centrales (Estados Unidos, Unión
Soviética, Europa como unidad a pesar de sus divisiones parroquiales),
se ven cada vez más cercados por una marea humana de la periferia,
América hispánica tiene ya una lengua y una literatura
que han llegado a la madurez. En esa lengua, los hombres de este
continente están creando una literatura que aprovecha lo
mejor de las tradiciones de los imperios centrales que transforma
a ese aporte por medio de un inesperado proceso de mestización,
por una incesante libertad creadora, por el impulso más profundamente
revolucionario que ha conocido este tiempo: el de la revolución
total de la lengua.
Por lengua no me refiero exclusivamente al uso de ciertas formas
colectivas del habla. En términos estrictamente literarios,
lenguaje no es sinónimo del sistema general de la lengua
en un idioma determinado, sino sinónimo de una cierta habla
de un cierto género o escritor. En este sentido, el lenguaje
de la nueva novela hispanoamericana (por ejemplo) está formado
básicamente no sólo de la expresión de una
realidad profunda que han elaborado, a partir de Borges y Asturias,
tantos escritores notables, sino también de la expresión
profunda que esa misma lengua ha encontrado en la obra de poetas
y ensayistas. El leguaje de la nueva novela se apoya tanto en Cortázar
como en Paz, en Onetti como en Parra, en Carpentier como en Lezama
Lima (el poeta antes que el narrador). Lo mismo podría decirse
de la obra ensayística de Alfonso Reyes y José Carlos
Mariategui, de Pedro Henriquez Ureña y Ezequiel Martínez
Estrada, de Borges y Paz. Es, sin duda, debido a este fondo común
que la nueva novela no sólo es hoy el más completo
objeto poético para la exploración de la realidad,
sino también el más rico instrumento para trasmitir
esa otra realidad paralela: la realidad del lenguaje.
Apoyándose simultáneamente en el francés y
el italiano, contaminando todo de anglicismos y norteamericanismos,
corrompiendo las academias de la lengua y las escuelas de la retórica
(vieja o nueva) de Europa, la nueva literatura hispanoamericana
entra a saco con el español, lo tuerce y lo retuerce, lo
transforma y metamorfosea para escribir como no se había
hecho antes en ningún país del orbe hispánico.
Así, Borges, con ayuda de Bioy Casares, reinventa y parodia
el "lunfardo" porteño en los intentos de "Bustos
Domecq" y su discípulo, "B. Suárez Lynch",
mientras Neruda suelta el verso de sus Residencias y Vallejo
el de su Trilce. A los experimentos de Octavio Paz en Blanco
y Nicanor Parra en sus Artefactos corresponden los de César
Fernández Moreno en los Aeropuertos los de Homero
Aridjis en Perséfone (falsa novela) o en Los espacios
azules (verdadera poesía). En la narrativa, Rayuela,
de Cortázar, inaugura en 1963 una serie experimental que
se continúa con Tres tristes tigres, Cambio de piel, Paradiso,
El obsceno pájaro de la noche. Más cerca aún,
Severo Sarduy en De donde son los cantantes y en la aún
inédita, Cobra, Manuel Puig en Boquitas pintadas,
o Reynaldo Arenas en El mundo alucinante (que da vueltas,
como un guante, a las Memorias de Fray Servando Teresa de
Mier, para mostrar su envés delirante), son otros tantos
experimentos que llevan la parodia hasta extremos inéditos.
Nunca ninguna literatura ha producido tantos escritores verdaderamente
revolucionarios en un plazo tan breve. Insisto: revolucionarios
en el sentido más estricto de la palabra. Escritores que
quizá nunca habrán de tomar en sus manos la metralleta
o el cocktail Molotov pero que no dejan de tomar la palabra y la
usan con letal eficacia. En ellos, el idioma deja de ser lo que
fue durante mucho tiempo, un lujo de pocos, vigilado celosamente
por quienes se creían sus dueños por haber nacido
en algún privilegiado lugar del mundo, para convertirse en
la caudalosa expresión de un continente entero: una babel
de voces hispánicas que modulan la voz única de la
lengua.
En poco más de medio siglo, en el lapso que corre desde
el viaje de Darío a España en 1898 y el Premio Formentor
concedido a Borges en 1961, la literatura hispanoamericana ha dado
ese salto enorme, abandonando la marginalización en que parecía
irremediablemente situada por las fuerzas políticas y económicas,
para instalarse en el centro de las letras de hoy. Lo que parecía
imposible hace cincuenta, cuarenta, incluso treinta años,
es ahora un hecho. Verificarlo es también una forma de celebrarlo."
EMIR RODRIGUEZ MONEGAL
Yale University.
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