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Los dos Asturias.
En: Revista Iberoamericana, nº 67, 1969,
p. 13-20.
"La fama de Miguel Angel Asturias, desde la publicación
de El Señor Presidente, en 1946, hasta el Premio Nóbel
de Literatura 1967, ha sufrido curiosas alternativas que convendría
examinar, así sea brevemente. Un primer período de
su éxito corresponde a la década 1946/1956. Entre
esas dos fechas, Asturias no sólo da a conocer su primer
novela importante sino que, también, produce una serie de
relatos y hasta una novela-río que cuentan entre lo más
destacado que se escribe entonces en América Latina. La publicación
sucesiva de El Señor Presidente (1946), de Hombres
de maíz (1949), de los dos primeros volúmenes
de una tetralogía aún inconclusa, Viento fuerte
(1950) y El Papa Verde (1954), más una serie de relatos,
Weekend en Guatemala (1956), permiten fijar una imagen que
es, para muchos, la única viable. Es la imagen de un poderoso
narrador, que hunde sus raíces en la tradición cultural
y mitológica de su patria, Guatemala, y a la vez aprovecha
tradiciones más recientes, como la del superrealismo francés,
para presentar en una serie de libros el trágico destino
de una tierra saqueada por el imperialismo económico. En
esa década, Asturias impresiona como un narrador a la vez
exquisito y popular, un escritor que sabe mezclar el impulso poético
con la denuncia política y social. Sus libros aparecen superpuestos
simultáneamente a las dos corrientes que entonces se disputan
el campo narrativo latinoamericano. Si por sus temas y por su actitud
comprometida, Asturias está del lado de los novelistas de
la tierra y la protesta, por su preocupación lingüística
y por su temperamento poético, Asturias no está lejos
de sus coetáneos más importantes: de Borges, de Leopoldo
Marechal, de Alejo Carpentier, de Agustín Yáñez.
Una segunda etapa de su obra narrativa puede discernirse a partir
de 1956. Aunque continúa con un tercer volumen su tetralogía,
Los ojos de los enterrados (1960), y se prolonga con algunos
títulos más, El alhajadito (1961), Mulata
de tal (1963), El espejo de Lida Sal (1967), es evidente
que esta segunda década es mucho menos importante, tanto
del punto de vista de la producción narrativa de Asturias
como del punto de vista del contexto latinoamericano en que aparece
inscrita. Si la obra de la primera década sobresale entre
la publicada por sus coetáneos, no pasa lo mismo con la de
la segunda época. Es éste un período en que
no sólo Onetti, Sábato, Cortázar, Lezama Lima,
Guimarães Rosa y Jorge Amado producen su mejor obra, sino
que asoman dos y hasta tres generaciones de narradores más
jóvenes que habrán de transformar radicalmente la
estimativa literaria. En ese contexto, los libros que publica Asturias
parecen en el mejor de los casos (El alhajadito, fragmentos
de Mulata) reiteraciones de lo que él ya había
hecho bien e incluso mejor en la década anterior. En el peor
de los casos, como sucede con Los ojos de los enterrados,
Asturias sólo revela un apego a fórmulas superadas
y que él mismo había logrado superar.
Todo esto, hasta cierto punto, es bien sabido aunque no todos los
críticos latinoamericanos lo suelen plantear con nitidez.
Lo que no es tan sabido, es qué encubre esta situación
doble o ambigua de la obra narrativa de Asturias. Habría
que empezar por preguntarse, entonces: ¿cuál es la
paradoja que encierra la obra de este indudablemente gran escritor?
Las notas que siguen no pretenden agotar el tema. Apenas buscan
plantearlo en correctos términos literarios.
LOS NIVELES DE UNA ESCRITURA
Conviene empezar por el principio. Aunque la primera obra narrativa
importante de Asturias no es El Señor Presidente (su
creación en este género comienza con las Leyendas
de Guatemala, de 1930), es evidente que se puede iniciar el
examen con aquella novela ya que lo mejor de las Leyendas
resultará incorporado a libros posteriores de Asturias, y
en particular a Hombres de maíz y Mulata de tal.
No en balde, El Señor Presidente es el libro que enfoca
la atención del lector latinoamericano sobre este guatemalteco
de 47 años (nació en 1899), que vivía en la
Argentina, desterrado de su patria. La novedad de El Señor
Presidente en el contexto de 1946 fue, sobre todo, la novedad
de su estilo. Se habían escrito ya muchas novelas para denunciar
el abuso de autoridad, la tiranía económica, el atropello
social, que esconden la mayor parte de los regímenes "democráticos"
de América Latina. Pero ninguna novela había sabido
explotar con tanta fuerza e imaginación lingüística
una situación rica en posibilidades. Asturias ha dicho que
empieza a escribir su novela en 1922 y que la concluye en 1932.
No hay por qué dudar de fechas tempranas. Son las fechas
en que están despiertas en él aún las memorias
de su infancia y adolescencia, vividas en Guatemala bajo la tiranía
de Estrada Cabrera. Son las fechas en que Asturias reside en París,
ayudando a su profesor Georges Raynaud a traducir el Popol Vuh
y colaborando con otros jóvenes estudiantes (como el peruano
Víctor Raúl Haya de la Torre o el uruguayo Carlos
Quijano) en la fundación de un centro latinoamericano.
Esas fechas son, también, las fechas en que se difunde en
todo el mundo de habla española Tirano Banderas (1926),
de Valle Inclán, el antecedente obligado de El Señor
Presidente, ya que en la esperpéntica novela del narrador
gallego encuentra Asturias el estilo y enfoque que permitirá
a su novela ese doble golpe maestro de poesía y política.
No quiero decir con esto que Asturias lo ha tomado todo de Valle
Inclán. Por el contrario, un examen algo detenido de ambas
obras podría demostrar que las semejanzas son más
bien superficiales. En Valle lnclán todo es más literario.
En Asturias, la exasperación literaria es máscara
de una exasperación emocional que tiene cuño más
apasionado y romántico. En cierto sentido, la obra de Valle
Inclán está más cerca de otro antecedente de
este tipo de novelas, de la famosa Nostromo, de Joseph Conrad.
Pero lo que me interesa apuntar ahora es que, así como Asturias
descubre en el Popol Vuh y en el superrealismo francés,
una mina para su creación poética, en Tirano Banderas
descubre un procedimiento para exasperar aún más la
denuncia de un régimen que odia.
El mayor mérito de El Señor Presidente está
pues en su pasión, en la fuerza con que arrastra al lector
en la primera lectura y que se pone en evidencia, sobre todo, en
los primeros capítulos, a partir de la brillante descripción
del Portal del Señor y del crimen que allí comete
el idiota Pelele. Pasado ese momento, aunque el libro sigue interesando
al lector como retrato exasperado de un mundo en total proceso de
descomposición, la novela revela (a una segunda lectura)
importantes debilidades de estructura. Para decirlo brevemente:
el poder descriptivo, la felicidad del lenguaje, el sistema de brillantes
metáforas, no se sostiene (como en Tirano Banderas)
de la primera a la última página. Asturias debe rellenar
los huecos de su composición con pasajes chatos, la línea
melodramática del argumento cruje y rechina bajo el peso
de toda suerte de clisés narrativos y verbales, un folletín
se desliza misteriosamente hasta instalarse en el centro de la novela.
El Señor Presidente falla por ese centro. Allí
no está la figura, admirablemente trazada, del personaje
titular, sino la de su favorito, Miguel Cara de Angel, personificación
un poco obvia de la "beauté du diable". Al ir desarrollando
la historia de Cara de Angel, su complicidad con el dictador para
comprometer y hasta asesinar a uno de los rivales políticos
de éste; al mostrar a Cara de Angel como venal e inescrupuloso
y luego hacerle dar una vuelta completa para presentarlo enamorado
de la hija de su víctima y dispuesto a enfrentar al dictador,
Asturias está modificando profundamente la visión
inicial del libro. Ese salto hacia la novela sentimental no se realiza
sin grandes pérdidas. La visión a la vez feroz y brillante
de la primera parte se hunde en el melodrama. Aunque al final se
rescata parte de la ferocidad, el sentimentalismo acaba por destruir
el centro emocional del libro.
Estilísticamente el defecto es muy evidente en las variaciones
enormes que sufre la novela a lo largo de su curso. Capítulos
esperpénticos como los iniciales son reemplazados por páginas
y páginas de narración realista. Algunos críticos,
entusiasmados por sus pasajes más purpúreos, han llegado
a afirmar que "el autor omnisciente lo ha poetizado todo".
Esta afirmación contiene un delicado error. Una lectura sobria
y atenta de la novela demuestra que lejos de poetizarlo todo, Asturias
ha dejado grandes fragmentos de prosa más o menos realista
sobresaliendo, como indigesta masa, en un estilo por lo general
inventivo y poético. ¿Cómo explicar estos dos
niveles de la escritura de El Señor Presidente?
Adelanto una hipótesis que tal vez pueda confirmarse con
el examen de otra obra crucial, la serie que inaugura Viento
fuerte. Hay en Asturias un narrador convencional, de buen oficio
realista, de escritura fácil y fluida, que se manifiesta
sobre todo en la textura básica, el tejido conjuntivo, de
sus libros. Pero hay también en él un poeta, un narrador
mágico, que ambiciona tocar otras dimensiones de la realidad.
Ese otro Asturias es el que se encabrita contra la narración
realista y borda sobre ella, o en sus intersticios, los fragmentos
de descripción, los trenos melódicos, la imaginería
de origen a la vez maya y superrealista. En El Señor Presidente
las dos escrituras alternan y hasta se superponen como en un palimpsesto.
Hasta se podría sostener que Asturias empezó tal vez
su novela en una vena de escritura poética y después
la fue lastrando de realismo, o (viceversa) que la empezó
dentro de las convenciones del realismo y la fue reescribiendo hacia
una mayor tensión imaginativa. Sea cual fuere el proceso
(y éste es asunto que interesará elucidar a futuros
investigadores de su obra), es claro que El Señor Presidente
no puede ser leído -como Nostromo o Tirano Banderas-,
como una obra unitaria, de estructura literaria válida y
escritura uniforme. Es un híbrido.
UN LIBRO CAPITAL
Muy distinto es el caso de la serie de relatos que se titula Hombres
de maíz. Aquí Asturias ha conseguido precisamente
lo que se le escapó en El Señor Presidente.
Los sucesivos capítulos que van presentado a estos seres
de maíz, resuelven sus tensiones narrativas por un mismo
procedimiento: mezclar el relato realista (que refiere las luchas
entre los indios que siembran el maíz para alimentarse, y
los criollos que lo hacen sólo para ganar dinero) con los
procedimientos poéticos de la narración maya. En este
gran libro no hay límites entre lo real y lo sobrenatural,
sus personajes viven simultáneamente el ahora y el ayer y
también el futuro, son ellos mismos y sus antepasados, son
ellos y sus animales totémicos, atraviesan las barreras del
tiempo y del espacio, son convocados mágicamente, son médiums.
La importancia de este libro para la narrativa latinoamericana no
puede ser bastante encarecida. En un momento en que todavía
triunfaba en América Latina la voz de los narradores realistas,
y en que un intento como el de Borges en la Argentina por aclimatar
la literatura fantástica era visto con irrisión por
respetados críticos de entonces, Asturias salta la barrera
que separaba artificialmente estos dos campos y crea un libro en
que el telurismo se duplica de magia, en que la protesta social
se hace también sobrenatural. La importancia de esta revolución
se habría de ver años más tarde cuando Rulfo
publica su Pedro Páramo (1955), Guimarães Rosa
su Grande Sertão: Veredas (1956), y Gabriel García
Márquez sus Cien años de soledad (1967).
Pero dentro de la obra de Asturias Hombres de maíz
marca no sólo un punto culminante (su obra maestra, a mi
juicio) sino un momento de perfección que, ni antes ni después,
el inquieto narrador guatemalteco volvería a alcanzar. El
intento de Mulata de tal, hasta cierto punto equiparable
al de Hombres de maíz, no se sostiene por un defecto
de concepción. En vez de consistir, como esta obra, en una
serie independiente de relatos, vinculados por la misma situación
básica y por el préstamo de personajes, Mulata
de tal se convierte en una serie infinita, y a la postre tediosa,
de variaciones sobre motivos indígenas. La fórmula
aquí no funciona, o funciona sólo ocasionalmente.
LAS BUENAS RAZONES POLITICAS
Desde otro punto de vista, Hombres de maíz marca
el fin de una etapa y el comienzo de otra en la evolución
narrativa de Asturias. El éxito de este libro y de El
Señor Presidente, impulsa a Asturias a intentar un esfuerzo
narrativo mayor: la serie sobre la explotación bananera norteamericana
en Guatemala. Iniciada con Viento fuerte, continuada con
El Papa Verde y Los ojos de los enterrados la serie
no ha concluido aún cuando escribo estas líneas. Por
lo que se ha publicado es fácil, sin embargo, deducir las
grandes líneas de la estructura general. Esta novela-río
expande la visión de Hombres de maíz mostrando
la otra cara del conflicto social, político y económico
que en aquellos relatos era casi invisible. Ahora no sólo
se ve la explotación desde el ángulo de los explotados.
También se la muestra desde el ángulo de los explotadores.
En buena medida, y como ha observado uno de sus críticos,
Alexander Coleman, Asturias establece un claro contraste entre el
mundo de las víctimas y el de los victimarios. En tanto que
los indígenas son presentados como seres pasivos que casi
nunca tienen éxito en su rebelión y que carecen de
verdadera iniciativa, los explotadores aparecen como personajes
complejos, llenos de buenas y malas intenciones pero en definitiva
malos. Se reproduce aquí el esquema típico de El
Señor Presidente: el villano es también el héroe.
Si en aquella novela, Cara de Angel termina redimido por amor, en
éstas, es el gringo, el explotador, el imperialista, el que
intentará redimir (a su manera) a los indígenas, haciéndolos
incluso propietarios de las bananeras que le pertenecen, lo que
no resuelve el problema económico. Por otra parte, hasta
los villanos más siniestros aparecen en esta moderna moralidad
como individuos atractivos y seductores, incurables y diligentes
Donjuanes.
Otra vez "la beauté du diable". Lo que nos lleva
a la esencia de la visión de Asturias. Es una visión
maniqueísta. Para él no hay duda de que el imperialismo
económico de los Estados Unidos es el Diablo, con cola y
todo. En tanto que Dios está del lado de los indígenas.
Lástima que esa visión maniqueísta no haga
justicia a la realidad tan compleja de la América Latina
de hoy. Porque aunque sea posible compartir su denuncia del imperialismo
y reconocer la verdad de muchas de sus comprobaciones narrativas,
es casi imposible aceptar que la realidad total pueda ser dividida,
tan teológicamente, en zonas puras. De ahí que la
impresión dominante que producen estas novelas es la de su
irrealidad. Son moralidades a la manera medieval, cuentos para adormecer
el espíritu crítico, simplificaciones para estimular
la protesta verbal. Pertenecen a la misma línea de pensamiento
que en Estados Unidos generó la literatura de Upton Sinclair
y en Alemania las sátiras de Bertolt Brecht. Como agitación,
como propaganda, como incitación al escándalo, tal
vez sean eficaces. Como retrato de una realidad tienen la dimensión
de una fábula de Calleja.
Esto es lamentable porque en su centro mismo la denuncia de Asturias
tiene mucha justificación. Y los acontecimientos que ocurrieron
en Guatemala en la época en que se empezó a publicar
esa serie de novelas dieron razón política a Asturias.
Pero las buenas razones políticas hacen mala literatura.
Volver a leer hoy esas novelas es sufrir por sus simplificaciones,
padecer por el melodrama de sus situaciones, entristecerse por el
predominio de una escritura chata, borrosa, gris, que está
apenas aliviada, aquí y allá, por estallidos súbitos,
fugaces, del talento literario que fue capaz de escribir Hombres
de maíz. El otro Asturias, el periodista de combate,
domina este ciclo. Con Weekend en Guatemala las cosas no
mejoran mucho aunque hay algún relato ("La Galla",
por ejemplo) que tiene brío y calidades. Pero Asturias parece
más empeñado entonces en ser cronista de una época
que en ser su recreador.
UN EVIDENTE DIVORCIO
En el contexto de la narrativa que empieza a publicarse en América
Latina precisamente hacia 1960, cuando aparecen Los ojos de los
enterrados, la escritura de esta serie resulta aún más
anacrónica. Si Cortázar quiere mostrar el desarraigo
argentino, o Fuentes la alienación mexicana, o Vargas Llosa
el fascismo de cierta mentalidad castrense de su patria, o García
Márquez las raíces de la violencia colombiana, y Cabrera
Infante el lenguaje de una generación perdida de La Habana
pre-revolucionaria; si alguno de estos grandes narradores quiere
hacer participar al lector en una realidad muy honda y entrañable,
lo último que hace es lo que hace Asturias. En vez del discurso
del panfleto, del maniqueísmo, Cortázar y Fuentes,
Vargas Llosa y García Márquez, Cabrera Infante ofrecen
dimensiones complejas a una realidad que tiene muchas faces, muchos
torsos, muchos infiernos, y algunos cielos. Por eso, a medida que
Asturias iba publicando los volúmenes de su novela-río,
el divorcio entre su óptica y la de los mejores escritores
latinoamericanos de hoy se hacía más evidente.
La paradoja que encierra esta situación es doble. Por un
lado: Asturias no sólo se separaba de los más jóvenes;
también se separaba de sus propios orígenes narrativos,
de esas Leyendas de Guatemala que lo lanzan en el París
del año 30, de lo mejor de El Señor Presidente,
del logro de Hombres de maíz. Precisamente aquellas
obras suyas que, como ha apuntado acertadamente Carlos Fuentes,
inauguran en cierto sentido una nueva dimensión en el tratamiento
del telurismo latinoamericano. Pero hay otra cara de la misma paradoja:
a medida que Asturias completa su novela-río, su propia oposición
política oscila hacia el centro. En 1966 acepta ser Embajador
de Guatemala en París y de esa manera une su destino político
al de grupos que él había combatido. La izquierda
latinoamericana no ha perdonado a Asturias esta actitud, especialmente
en momentos en que nuevos brotes de guerrilla asolaban su patria.
Por eso, el Premio Nóbel que viene a consagrar en 1967 su
obra llega con casi veinte años de retraso. Otorgado en 1949,
cuando Asturias había publicado sus tres libros más
importantes, habría sido unánimemente aplaudido. En
1967 es un anacronismo y más que premiar a Asturias sirve
para demostrar que hasta la Academia Sueca se da hoy por enterada
de la existencia de una literatura narrativa cuya importancia es
cada día más grande en el mundo actual: la latinoamericana.
Para Asturias, el Premio es una satisfacción y una satisfacción
(insisto) que se merecía desde hacía por lo menos
veinte años. Pero la obra que viene a consagrar el premio
está, en buena medida, superada por las nuevas generaciones
y, lo que es más increíble, por la propia obra del
Asturias de su primera madurez. El Premio cae sobre un Asturias
que no es el más representativo. Como creo que ha hecho abundantemente
claro este artículo, el que merecía el premio es el
otro Asturias."
EMIR RODRIGUEZ M0NEGAL
Yale University, 1969
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