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"Queen of spades"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº
17
setiembre 1953
Reina de Espadas- Inglaterra, 1948. Producción
de Anatole de Grunwald. Dirección de Thorold Dickinson. Libreto
cinematográfico de Rodnety Ackland y Artgur Boys, según
el cuento "Pukova Dama" de Alejandro Puchkin. Dirección
artística de William Keller. Escenografía y vestuario
de Olivier Messel. Música de Georges Auric. Elenco: Anton
Walbrook (Capitán Hermann Suvorin), Dame Edith Evans (Condesa
Ranevskaya), Yvonne Mitchell (Lizaveta Ibanovna), Ronald Howard
(Príncipe Andrei Narumov), Maroussia Dimitrevich (la cantante
gitana), Anthony Dawson (Príncipe Fedor); Pauiline Tennant
(la Condesa Ranevskaya, de joven), Miles Malleson (el escribano)
y Athene Seyler, Mary Jerrold, Michael Medwin, Ivor Barnard, Drusilla
Wills.
EL CUENTO
"En las Obras Completas de Pushkin, Pikovaya Dama
(La Dama de espadas, 1833) ocupa apenas unas páginas.
Es sólo un cuento que el poeta ruso escribió sobre
una anécdota contada por un amigo; pero es una de las obras
de su madurez y su éxito popular, que a él mismo asombraba,
se justifica por el cuidado que puso en su composición. (Requirió,
a pesar de su simplicidad, no menos de cuatro versiones.) Con un
estilo irónico y casi sin adjetivos, en una prosa que recordaba
más a la precisa y hasta seca del siglo XVIII que a la de
su época romántica, Pushkin contó la historia
de Hermann, modesto oficial de ingeniería que trata de arrancar
a la Condesa Anna Fedotovna el secreto de tres cartas que le permitirían
ganarse una fortuna en el juego. En su ambición, Hermann
no vacila en emprender una correspondencia amorosa con Lisaveta
Ibanovna, dama de compañía de la anciana Condesa.
Lisaveta es para Hermann sólo el enlace con aquélla.
Gracias a la joven, consigue penetrar en el palacio y hablar con
la Condesa. La entrevista fracasa inesperadamente pero, después
de algunas escenas sobrenaturales, Hermann consigue el secreto,
juega y gana, se equivoca (cree equivocarse), pierde y enloquece.
Unas palabras escuetas cuentan el destino de los personajes en la
historia y cierran el cuento.
Una historia tan intensa y breve, apuntalada por su condición
sobrenatural, enriquecida de discretos símbolos (la Condesa
y la dama de espadas, Hermann y su ambición napoleónica,
las tres cartas ganadoras), despertó desde el cine mudo la
codicia de los adaptadores. Cuatro versiones registran, por lo menos,
los historiadores, entre ellas una sonora de Fedor Ozep (La dame
de pique, 1937) con Pierre Blanchar, Marguerite Moreno y Madeleine
Ozeray. Cuando el productor inglés Anatole de Grunwald decidió
intentar una nueva versión sabía que contaba con un
texto de seguro atractivo público. Como anteriores empresas
suyas (While the Sun Shines, 1947 y The Winslow Boy,
1948, ambas sobre éxitos teatrales de Terence Rattigan y
con Anthony Asquith de director), ésta se apoyaba en una
obra cuyo prestigio ya estaba demostrado. Anatole de Grunwald preparó
todo para empezar en un mes el rodaje pero se quedó sin director.
Tuvo que echar mano a uno, Thorold Dickinson, que en ese momento
estaba libre. Esa decisión de última hora habría
de cambiar profundamente la naturaleza del film.
DILATANDO A PUSHKIN
El cuento fue escrito reduciendo al mínimo la peripecia
y los personajes. Había sólo tres que importaban,
y de ellos, el central era Hermann. Lisaveta y la Condesa estaban
allí para revelar mejor la historia de su loca ambición,
de su cálculo y de su derrota. En dos escenas se concentraba
el clímax de la historia: el encuentro de Hermann ganaba
y perdía todo. Los otros elementos estaban dados al pasar,
envueltos en una suave ironía o resumidos en forma realista
(particularmente, la aparición del fantasma de la Condesa).
La narración era escueta pero abundaba en saltos hacia atrás
(los más importantes: el secreto de la Condesa, Lisaveta
evocando el baile mientras espera a Hermann) y en general no se
ocupaba de marcar con cuidado una progresión dramática.
Todo el cuento se desarrolla fluidamente hacia sus dos momentos
de sorpresa: la muerte súbita de la Condesa, el error de
Hermann al tomar una carta por otra. El cuento descansa en sus elipsis,
en la imaginación del lector hábilmente acicateada
por Pushkin. La solución misma desprecia los elementos sobrenaturales,
más melodramáticos, para apoyarse en la clara psicología:
Hermann era víctima de su propia alucinación, de su
pasión criminal.
Los adaptadores, Rodney Ackland y Arthur Boys, enfrentaron dos
problemas principales: la intriga era escasa; el estilo, exteriormente
frío. Para armar desde el comienzo en forma dramática
lo que Pushkin contaba en los términos elípticos de
su relato debieron crear un punto de contacto entre Hermann y la
Condesa. No les pareció suficiente el señalado por
Pushkin: Lisaveta, e intercalaron otro personaje, el príncipe
Andrei, amigo de Hermann, conocido de la Condesa y que corteja tímidamente
a Lisaveta. La solución no fue feliz porque de esta manera
se aumentó a cuatro el número de personajes principales
y se dobló la intriga amorosa. En vez de concentrar la acción,
se consiguió dispersarla un poco más. El príncipe
Andrei, por otra parte, pareció simbolizar las fuerzas del
Bien que se oponen a las del Mal. Dramáticamente su incorporación
fue desdichada porque su aventura trivial sólo consigue entorpecer
el desarrollo más completo de la historia alucinante de Hermann.
Un error en la adjudicación del papel a Ronald Howard (parecido
a su padre pero notoriamente mediocre) aumentó el equívoco.
Por otra parte, la notable calidad de la actuación de Dame
Edith Evans en el papel de Condesa contribuyó a que su personaje
se convirtiera en el centro del film, desplazando una vez más
a Hermann.
EL ESTILO DE LO MACABRO
El problema de estilo fue resuelto de manera más drástica.
Pushkin conseguía contar un cuento de implicaciones fantásticas
sin echar mano a los acostumbrados horrores elementales y resolviéndolo
en forma psicológica. Hasta la aparición del fantasma
de la Condesa era realista; para subrayar la ironía y lucidez
de su enfoque Pushkin hacía escribir a Hermann, apenas ido
el visitante de ultratumba, un relato de la aparición. En
el capítulo II, la Condesa, hablando con un joven, le pide
que le preste una novela pero que no sea de ésas en que el
héroe estrangula a su padre o a su madre y en que aparecen
cadáveres flotantes. Pushkin se ríe aquí de
lo macabro y de lo melodramático, de todo lo que constituye
el papel romántico, no su fibra íntima. Todo su relato
está iluminado por una luz clara y transparente. Apenas si
algunos toques impresionistas demuestran con discreción el
ardor con que está escrita, ese ardor que años después
todavía conmovía a Dostoyevski.
Los adaptadores, en cambio, trabajaron sobre el estilo de lo macabro,
aprovechando (o creando) toda ocasión de abundar en el horror.
Desde el comienzo de la película, introdujeron el relato
de la visita de la Condesa al palacio del Conde de Saint Germain
por medio de un truculento librero que vende a Hermann el libro
que contiene la anécdota; la visita misma ahora el posible
horror gótico, directamente extraído de Monk Lewis
o de Horace Walpole. Simétricamente, y hacia el final de
la película, la aparición del fantasma de la Condesa
a Hermann es otra escena de horror. (En ambas, el horror no se muestra;
y sólo la banda de sonido opera la coacción sobre
la sensibilidad.) Los otros momentos intensos del film están
puntuados por el horror, escrutador y burlón con que su cadáver
mira a Hermann en la escena del funeral.
A este estilo de lo macabro contribuyen la escenografía
de Oliver Messel (que vincula plásticamente el film con el
expresionismo alemán), la fotografía de Otto Heller
y hasta la partitura musical de Georges Auric. Pero la función
de estos elementos es doble: también contribuyen a documentar
la obra. Como ya se ha señalado, Pushkin escribío
a por qué describir el ambiente (a menos que éste
importara para revelar la psicología o la condición
social de un personaje). Pero el film se dirige a un público
que empieza por no saber qué es el faro (juego de cartas
en que se arruina Hermann) y que tiene tan poca idea de San Petersburgo
en 1806 como de los habitantes de la Luna. Por eso es tan importante
la creación del ambiente; por eso el decorado se convierte
en un elemento de exposición dramática que colabora,
servicial y opulentamente, a la creación de los clímax
necesarios, apoyándose en la iluminación sutilísima
y en la música.
EL CREADOR CINEMATOGRÁFICO
Qué hubiera sido de Queen of Spades sin Thorold Dickinson
es algo sobre lo que no se puede especular. Porque a pesar del handicap
que significó para un creador consciente como él hacerse
cargo de un film ya íntegramente planeado, Dickinson se las
ingenió para orientar según su propia concepción
la obra, reconstruyéndola pacientemente en la sala de montaje
y logrando que lo que parecía concebido como un film comercial
de época se convirtiera en un film de Dickinson.
Es cierto que no pudo trabajar en todo el libreto y que debió
aceptar mucha cosa ya resuelta. Pero comprendió que el estilo
de lo macabro era la mejor solución para el traslado cinematográfico.
Y después de las primeras horas de filmación echó
por la borda la tradicional reserva británica y se dedicó
a armar, con lucidez y frenesí, los momentos culminantes
del film. Sus dos mejores escenas (el encuentro de Hermann con la
Condesa, la huída bajo el ojo acechador del cadáver)
demuestran la precisión de sus recursos, desde el juego contrapuntístico
de los dos actores (Antón Walbrook enfatizado y grandilocuente,
Edith Evans muda y de horrible intensidad) hasta la utilización
del sonido por medio de dos recursos clásicos pero rejuvenecidos:
el tictac del reloj que objetiva el del corazón de la Condesa
y se detiene bruscamente a su muerte, el aullido del perro en el
momento en que Hermann ve al cadáver que lo mira. Ahí,
en la precisión de las tomas, en su calculadísima
duración y montaje, revela Dickinson su maestría,
como bien ha demostrado el crítico inglés Roger Manvell.
Pero toda la composición cinematográfica exhibe madurez
técnica. El film se abre con una convincente pintura de la
taberna de las gitanas en que los oficiales juegan y hacen el amor.
Poco después, y saltando por encima de la escena apócrifa
del librero, muestra Dickinson en un flashback la aventura
de la Condesa con el Conde de Saint Germain, resuelta en brillantes
términos cinematográficos. No sólo el decorado,
lejanamente reminiscente del de Christian Bérard para La
belle et la bête (Jean Cocteau, 1947), pone su nota macabra;
la exposición, con el montaje audiovisual del grito de la
Condesa sobre el abismo negro en que la espera el Conde y el piafar
de los caballos asustados, revela la sensibilidad cinematográfica
del realizador. También es brillante la secuencia de la aparición
fantasmal de la Condesa en el cuarto de Hermann. Desde mucho antes
Dickinson ha conseguido que el espectador asocie el golpe del bastón
sobre el piso y el roce seco y pesado del vestido, con la figura
de la Condesa. Cuando ésta aparecen invisible, en la pieza,
la banda sonora reproduce el ruido y consigue crear su presencia.
Como Hermann, el espectador también la ve, ha dicho Basil
Wright.
Pero la maestría de Dickinson se manifiesta en toques más
sutiles, y en la continuidad del film, en particular. El centro
de la intriga, con las escenas paralelas de Hermann esperando el
momento de entrar en casa de la Condesa y ésta en un baile
con Lisaveta, es motivo de una finísima exposición
alterna. Dickinson no prepara transiciones de un episodio a otro;
antes bien, prefiere crear efectos de montaje por el corte brusco
de un tema a otro. Es lástima que en otros episodios del
film (en particular los que muestran la desdichada intervención
del príncipe Andrei) esté ausente por completo esta
maestría. Para la secuencia final se reservó Dickinson
unos calculados efectos alucinatorios, que consiguen objetivar la
conciencia, ya sumergida en la locura, de Hermann. Pero son trozos
de frío virtuosismo y no pueden compararse con los mejores.
En realidad, el film (y Dickinson) ya han agotado entonces sus posibilidades
de tensión.
A CUENTA DE MAYOR CANTIDAD
Queen of Spades es, sin duda, una muestra de lo que sabe
hacer Dickinson. Es la primera película suya importante que
se exhibe en Montevideo. Ya se han perdido las esperanzas de ver
Gaslight (1940) con Antón Walbrook y Diana Wynyard,
porque los norteamericanos la compraron para copiarla (versión
de George Cukor con Charler Boyer e Ingrid Bergman, La luz que
agoniza, 1944) y destruirla. Tal vez ya no valga la pena ver
Next of Kin (1942) sobre espías en tiempo de guerra,
o Men of Two Worlds (1945), sobre ambiente africano. Pero
cabe esperar que no se escamotee la exhibición de su último
film, Secret People (1951), rodada en los Estudios Ealing
sobre un argumento que él eligió y con Serge Reggiani,
Valentina Cortese y Audrey Hepburn.
Este film podrá dar, junto con Queen of Spades, la
medida de Thorold Diockinson. Es decir, la medida de un realizador
que como teórico ha luchado para que el director sea reconocido
como auténtico creador cinematográfico, un realizador
que ha filmado poco para no someterse al mecanismo industrial, un
realizador que ha expresado algunos artículos de su credo
en estas sencillas palabras: "Puede hacerse un cine mejor,
narrado en términos visuales, con un sonido que sea su complemento,
con música que no sea el relleno de vacíos sino una
parte del drama, su comentario o su intérprete emocional.
Al recordar el caballo de la forma, no debemos olvidar el carro
del contenido. El artista debe tener algo que filmar antes de que
pueda experimentar con la forma de filmarlo."
Por eso conviene considerar a Queen of Spades, con sus obvios defectos
y limitaciones, con sus notables secuencias, como anticipo de un
Dickinson completo que las empresas distribuidoras está debiendo."
E. R. M.
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