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"Casque d'Or"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº
12
marzo-abril 1953, pp. 7-13
"En más de un sentido, Casque d'Or (La reina
del hampa, 1952) es un film que no se parece a ninguno que haya
hecho antes Jacques Becker. Es su primer film de época; cuenta
una historia folletinesca de amor y crimen en la que no hay casi
lugar para el humorismo; tiene un ritmo lento y grave que va preparando
al espectador para el fatal desenlace. Al filmarlo, Becker parece
haber renunciado a su enfoque satírico de la sociedad contemporánea,
al desarrollo rápido e incisivo, al convencionalismo apaciguador
de sus desenlaces. Más de un crítico podrá
presentir un cambio de dirección, un nuevo camino que abre
este director después de seis obras, realizadas durante una
década y con marcada unidad.
Y, sin embargo, en más de un sentido también Casque
d'Or es la culminación del estilo Becker, es su film
más completo, la obra que mejor revela capacidades y limitaciones
ya apuntadas aisladamente en obras anteriores. Con Casque d'Or
inaugura Becker su madurez.
Ingreso a la irrealidad
Jacques Becker (nacido en 1906) tenía catorce años
cuando conoció a Jean Renoir. Este encuentro marcó
su vocación, orientó definitivamente su vida. Pero
recién en 1931 -y después de una interrumpida vinculación
con King Vidor- pudo Becker empezar a trabajar como ayudante de
Renoir. Durante ocho años colaboró con él en
la filmación de películas que cuentan entre las más
importantes de Renoir: estuvo en Les Bas Fonds (Los bajos
fondos, 1936), en La Grande Illusion (La gran ilusión,
1937), en La Marseillaise (La Marsellesa, 1938). Aprendió
con él la técnica en su aspecto más externo,
pero (él mismo lo ha dicho) "jamás pudo alcanzar
dónde, técnicamente, quería llegar Renoir".
Si su experiencia no le reveló lo que sólo puede aprenderse
haciendo, le permitió dominar, en cambio, todos los resortes
de una creación que exige la más completa autoridad
y el más minucioso conocimiento de todas las formas del arte.
Con Renoir aprendió Becker que, para ser director, hay que
saberlo todo, hay que hacerlo todo. Es necesario haber trabajado
en el libreto, haber elegido los colaboradores técnicos,
haber aprendido a manejarlos, haber conseguido de los actores lo
que ni ellos mismos sabían que eran capaces de dar. Con Renoir
aprendió Becker otras cosas tan importantes como esas; aprendió
que el realismo cinematográfico no significa la trasposición
mecánica de la realidad, sino la recreación (la ordenación,
la estilización) intencionada de la realidad; que el realismo
cinematográfico es, o debe ser, ante todo arte. (En una de
sus numerosas declaraciones Becker habla de "realidad poética".)
Como a Robert Bresson, como a Clouzot, como a Claude Autant-Lara,
como a René Clément, la ocupación alemana permitió
probar sus fuerzas. A un primer film que otro terminó a su
gusto (L'or du Cristóbal, 1939) sucedió Dernier
Atout (1942), en que Becker intentaba rehacer -en un medio apócrifamente
hispanoamericano- aquel mundo irreal y violento de los gansgsters
de Chicago. La crítica recibió bien un film que
era estrictamente comercial, pero que revelaba ya a un realizador
original.
Dos films más aseguraron la posición de Becker. Goupi,
Manis Rouges (Nosotros los Goupí, 1943) trataba
de pintar otro ambiente, éste sí auténtico:
una familia de campesinos franceses que Pierre Véry había
estudiado en la novela, pretextaba un cuadro completo y sin literatura.
Ya era posible reconocer allí los rasgos más característicos
del estilo Becker y hasta de su manera: la integración de
los personajes en el ambiente, el desarrollo rápido y complejo,
una objetividad sin indiferencia, el planteo predominantemente visual
del conflicto dramático, la impecable dirección de
actores.
El éxito de Goupi, Manis Rouges dañó
seguramente a Falbalas (Traje de novia, 1946). Se
esperaba un cuadro de ribetes psicológicos y se tuvo, en
cambio, una historia melodramática y hasta sensacional. Era,
sin embargo, un film de Becker: la pintura del ambiente (el mundo
de la haute couture parisino durante la ocupación)
no merecía reproche; el ritmo del film no desfallecía;
el trabajo de los actores -aun en el caso de la descolocada protagonista
(Micheline Presle)- era casi perfecto. Pero lo que desentonaba en
Falbalas es lo que, para muchos que no admiran a Becker,
constituye su mayor (y único) acierto: la transformación
de una realidad cotidiana y sin poesía en un universo casi
mágico. El modisto donjuanesco se convertía en un
alucinado; el mundo de todos los días aparecía regido
por leyes sobrenaturales. Un amor que se desarrollaba con todos
los sórdidos atributos de la contemporaneidad acababa por
ingresar en la mitología. Pero ese tránsito de la
realidad a la fantasía no estaba suficientemente justificado;
se reprochó a Becker la innecesaria animación del
maniquí en que había refugiado su amor el modisto;
se sostuvo que Becker no era el hombre para el tema (o que el tema
no le servía). El film parecía fallar por su máxima
ambición.
Su fama no se vio afectada porque el film revelaba también
su maestría de realizador. Si podía reprochársele
su participación en el argumento original, era casi imposible
critica la segura exposición, el dominio absoluto del ambiente
y de los personajes (particularmente de los secundarios), el virtuosismo
de algunas secuencias.
Algunos franceses de su tiempo
Al año siguiente Antoine et Antoinette (Nosotros
dos, 1947), obtenía el Gran Premio del film psicológico
y de amor (sic) en el Festival de Cannes, y Becker se convertía
en uno de los grandes del nuevo cine francés. El film contaba
la historia trivial de una pareja proletaria y dos billetes de lotería.
La intriga (concebida por Becker en colaboración con otros)
se anuda rápidamente, se desarrolla con precisión
y elegancia, se revuelve hábilmente en un instante. En torno
de la joven pareja, Becker alza un mundo con sus rasgos pintorescos
y sabrosos, todo un sistema de valores de clase media, una moralidad
convencional y simpática. Los billetes de lotería
son el pretexto, el móvil narrativo; la verdadera ambición
del film apunta a la pintura del cuadro social vivamente animado.
La superficie es de realismo documental (una sección de la
vida parisina), de naturalismo sin segunda intención. En
realidad, la composición del film es tan rigurosa, la elección
de cada tema, de cada motivo, de cada enfoque tan madurada, que
sólo cabe hablar de recreación. El realismo es sólo
la epidermis. Debajo hay una intención satírica, pero
también bonachona, que escoge y acentúa, disimula
y hasta perdona. El film es tan realista como Sous les toits
de Paris (Bajo los techos de París, 1931). Sólo
la técnica ha cambiado. Como René Clair, Becker se
mueve entre tipos; como Clair, supera y poetiza lo cotidiano; como
Clair, trafica con el arte (la comedia de costumbres) y no con el
documento sociológico en bruto. Las diferencias (tan importantes)
entre ambos films, entre ambos realizadores, no afectan este parentesco
básico.
Rendez-vous de Juillet (Eterna ilusión, 1949) también
mereció premio: el Louis Dolluc, que discierne la
crítica cinematográfica francesa. Becker quería
pintar la nueva generación: la que había ingresado
en un mundo de mercado negro y guerra para acabar con la guerra,
de crisis de todos los valores y novela policial, de existencialismo
erótico y jazz de New Orleáns. En cierto sentido,
esta juventud de la segunda postguerra repetía la del propio
Becker en 1918, y fue precisamente le jazz y la orquesta de Claude
Luter quienes sirvieron de enlace.
Para entender a los jóvenes, Becker (otra vez argumentista)
empezó por mostrarlos ante sus padres a la hora del almuerzo,
cuando enseñan el rostro con el que se defienden de un mundo
ajeno. Por medio del teléfono, que a esa hora une a los protagonistas,
va mostrando rápidamente y con economía los distintos
ambientes y anécdotas que integrarán su cuadro. De
las casas paternas se salta luego a los lugares de cita: todo París,
y también el estudio de uno (decorado con deliberada extravagancia);
el teatro de otro, el museo de un tercero, la cave de todos.
Como exposición, el film es intachable. Con frescura, Becker
describe ese mundo juvenil, caótico y atractivo. Desdeñando
lo primariamente turístico, pero consciente del lado documental
de su historia, Becker muestra todo lo que importa sin dejar de
desarrollar sus intrigas paralelas, los amores y las pasiones que
unen y separan a sus jóvenes. Y un elenco numeroso y nuevo
comunica su entusiasmo al film. Todo es verdadero, salvo lo esencial.
Los valores en que Becker se apoya son apócrifos; el enfoque
es ajeno y convencional. Están todos los elementos del cuadro,
pero faltan los que podrían darle sentido. Es la juventud
de 1945 pintada por alguien que fue joven en 1918 y ya no lo es.
Pese a toda la comprensión y a la minuciosidad y a la simpatía
de Becker, sus jóvenes seguían viviendo en un mundo
de valores que no era el suyo sino el de sus mayores. Sus agitaciones
no conmovían los fundamentos de la sociedad; su rebeldía
no superaba el lenguaje; sus cohabitaciones se reducían a
literatura y drama; creían en un amor romántico; la
corrupción no los había alcanzado. Basta comparar
esta juventud con la que mostraba Henri-Georges Clouzot en su Manon
(1948) para comprender qué lejos estaba Becker del blanco.
Este film ponía en evidencia una limitación profunda
de su arte: la incapacidad de escapar a los valores burgueses, la
incapacidad de alcanzar el mundo trágico (o rebelde, o derruido)
en que ha debido refugiarse la juventud rebelde de estos tiempos
difíciles.
Por contraste, Edouard et Caroline (Recién casados,
1951), pareció excesivamente trivial. Una pequeña
anécdota (concebida por Becker y Annette Wademant) lo pretextaba;
un mundo reducido era su marco. Después de la ambiciosa crónica
de Rendez-vous de Juillet, Becker parecía querer ajustar
su objetivo y concentrar su arte en la exposición de una
primera querella conyugal y de una reunión social que la
envuelve, la alimenta y la subraya.
La realización es tan cuidada como siempre; el enfoque satírico
aparece agudizado por el confinamiento. Si el film parecía
menor era por el género mismo al que pertenecía: la
parodia de la comedia de boulevard. Pero esa parodia no dejaba
de tener crueldad; debajo de tanta risa mecánica se podía
palpar un ingenio implacable para los defectos y las debilidades,
para denunciar los caracteres de una sociedad sin vida. La composición
revelaba el mismo enfoque minucioso y seguro que ya había
dado al cine Goupi, Manis Rouges y Antoine et Antoinette.
Tanto Edouard et Caroline como los dos films que lo precedieron
participaban (aunque en distintos grado) de la intención
central de Becker: pintar franceses de su tiempo (como él
mismo ha dicho). En este sentido, sus historias son meros pretextos
anecdóticos para la creación de un cuadro documental
de ribetes satíricos. Estos franceses de su tiempo, convertidos
en espectadores, aplaudieron en Becker la felicidad y, tal vez,
la exactitud del retrato.
Crónica, no tragedia
En 1939 Julien Duvivier quiso llevar al cine una historia de apaches.
La rivalidad entre dos jefes, Manda y Leca, serviría de pretexto
para reconstruir el 1900 de los bajos fondos parisinos. La guerra
abortó el proyecto. Más tarde, Clouzot e Ives Allégret
pensaron en el tema. En 1952 Becker (con la colaboración
del libretista Jacques Companeez) lo convirtió en Casque
d'Or.
La rivalidad entre los hampones subsistía, pero no se trataba
ya de dos jefes, sino de uno solo. El mundo que describe el film
y que enmarca su anécdota sentimental es el mundo de Leca,
gobernado por el despotismo y la traición. Leca codicia a
Marie (Casque d'Or) mujer de Roland, uno de sus hampones; antes
de que pueda tomarla se interpone otro hombre, Manda, que había
escapado de ese mundo del hampa, pero volvía a él
por amor a Marie. El film cuenta paralelamente las dos historias:
el amor entre Manda y Marie en un intermedio de idilio pastoral
y la traición de Leca. Un desenlace tráfico los une.
Pero el film no es tragedia ni siquiera melodrama; es crónica
de la tragedia implícita, del visible y eludido melodrama.
Por primera vez en su carrera debió reconstruir Becker un
mundo del que no era testigo, un mundo que la literatura y las artes
plásticas habían estilizado de acuerdo a sus propias
leyes. Becker prefirió no ceder a la tentación de
hacer Manet o Zola, Toulouse-Lautrec o Maupassant. Se remitió
a la crónica de la época, al Petit Journal Illustré,
que le había impresionado en su infancia con sus imágenes
en color, que mostraban a agentes con capa negra deteniendo a criminales
en las calles de París. El resultado, el mismo Becker lo
ha dicho, queda entre Renoir y Eugène Sue. Con unos toques
satíricos (habría que agregar) que indican la distancia
en el tiempo y que se concentran en los episodios secundarios (los
ricos en L'ange Gabriel, la boda en Joinville con la estampa
de los novios a lo von Stroheim):
Becker no quiso que sus protagonistas estuvieran disfrazados de
1900; quiso que llevaran sus ropas como si fueran del 1900. Hizo
de Reggiani un obrero y de Simone Signoret una mujer de belleza
opulenta. Se sumergió en el color local para mostrarlo con
ojos familiares, como un coetáneo. Rehuyó todo el
énfasis que la lejanía histórica hubiera autorizado
y, desde la primera escena con el paseo dominical por Joinville,
resolvió su conflicto en términos de intimidad.
El diálogo quedó reducido a lo esencial: despojado
de explicaciones o de discursos, de tiradas patéticas o de
estallidos retóricos, sirvió de apoyo a una exposición
por imágenes. El amor de los protagonistas se expresa en
escenas en que todo lo dicen las miradas y una o dos sonrisas; las
palabras -triviales, escasas- sólo existen para no llamar
la atención por su ausencia. Una secuencia es ejemplar de
la eficacia dramática de este procedimiento. Cuando Manda
se entera por un breve encuentro con Leca que su amigo Raymond está
preso por un crimen que él ha cometido, no dice nada. Becker
muestra su rostro al saber la noticia; lo muestra luego, horas más
tarde, meditando silencioso el asunto; a la noche enfrenta a Marie
-ya acostados ambos en el lecho en que han pasado pocas horas de
amor- en un diálogo que sólo dice:
Marie: - N'y pense plus. Pense à moi.
Manda: - Je pense toujours à toi, Marie.
La toma siguiente muestra a Marie dormida, en la cama, iluminada
por la luz del día. Manda ha partido a salvar a su amigo.
Con la misma concisión se resuelve otra escena importante.
Después de que Manda se ha entregado a la policía,
Marie acude a Leca para que lo salve. Este la de a entender que
lo hará y la posee. Cuando Marie comprende que ha sido engañada
por Leca, una sola palabra sintetiza todo su asco (Dégueulasse)
y desencadena una escena sin palabras en que Leca la castiga. La
palabra queda así reducida a su mínima función
de signo complementario de la imagen; en ésta radica toda
la fuerza y la violencia de las situaciones; ella es el elemento
elocuente de este relato.
Todo el estilo del film está subordinado a esa exposición
puramente visual. Como Becker trabaja con situaciones de folletín
y personajes de folletín (no faltan siquiera las revelaciones
inesperadas y sensacionales) debió cuidar muchísimo
todo clisé expositivo, debió rehuir la exposición
convencional. Al simplificar el diálogo consiguió
eliminar todas las asociaciones de mala retórica que el tema
implicaba; lo saneó por este procedimiento radical, le devolvió
su primitiva eficacia. Todo énfasis está sacrificado
a una sobriedad narrativa. El film muestra situaciones horribles
(hay un duelo a cuchillo, un asesinato con revólver, un ajusticiado
en la guillotina), peor jamás se intenta aterrorizar al espectador.
La misma lentitud expositiva obedece a esa sujeción a la
imagen, a la carga de significados que cada toma contiene.
El trazado de los personajes se resiente algo de esta extremada
estilización. En tanto que Manda y Marie parecen fijados
para siempre en algunas, pocas, actitudes (esenciales pero las mismas),
Leca muestra una mayor variedad. Es excelente su manejo de los hampones,
el trato alternativamente despótico y paternal, el mandado
que les obliga a hacer después de haberlos abofeteado por
alguna falta, la pequeña propina con que recompensa alguna
delación. La relación entre Leca y sus hombres (aunque
teñida de alguna deliberada truculencia) enriquece la acción
central con sus implicaciones de un código rígido
de honor y de lealtad que el mismo jefe se encarga de violar en
provecho propio. La actuación de Claude Dauphin agrega convicción
al papel.
Al rehusar las más llamativas amenidades del color local
y del melodrama, pero al rehusar también el acento trágico,
Becker ha demostrado que jugaba toda su película a una sola
carta: la intensidad visual. Para muchos esa carta no era válida.
El público (y la crítica, que es público también)
no está demasiado acostumbrado a un drama de elocuencia sólo
visual. De aquí que el más repetido de los reproches
que ha merecido Casque d'Or sea el de frialdad. Y, sin embargo,
se trata de una frialdad que equivale a pudor, a contenido patetismo.
La lenta progresión del film hacia su desenlace convierte
la crónica en tragedia. La muerte de Leca, acorralado por
Manda, gimoteando un perdón al que sólo contestan
los disparos con que es liquidado, abre esa secuencia. Becker omite
todo el proceso y la condena de Manda. Dos escenas le permiten cerrar
su film. En una, Marie espía toda la noche desde la alta
ventana de una casa de citas el patio en que ha de ser ejecutado
Manda. Con el alba llega la ejecución, contada por Becker
sin una sola palabra: Manda (atado y conducido como un animal) muere
en la guillotina. Al caer la cuchilla, la cámara enfoca a
Marie y disuelve esta imagen en otra que evoca el baile en que se
conocieron; pero ahora bailan, rígidos e intemporales, en
un escenario vacío: el escenario de su memoria. Con esa última
estilizada imagen concluye Casque d'Or.
Un arte limitado
Tal vez sea cierto que a Becker se le escapan las más hondas
implicaciones de sus temas. Su estilo visual es impecable, pero
es superficial. Su arte de cronista no selecciona con bastante rigor.
Una escena de ambiente o de desarrollo lateral recibe el mismo cuidadoso
tratamiento que una escena clave. El enfoque es demasiado sereno
e imparcial. Y la tragedia no puede ser imparcial, debe subrayar
y debe eliminar; al escoger, rechaza. En Casque d'Or todo
parece desarrollarse en el mismo plano de exposición. Apenas
si las últimas escenas consiguen esa concentración
en lo patético que eleva su intensidad.
Para comprender los límites del estilo Becker nada más
elocuente que una comparación con el de Robert Bresson. Pese
al diálogo recargado y literario, toda la tragedia de Les
dames du Bois de Boulogne (1944), residía en el tratamiento
visual; era el director el que convertía el diálogo
galante y amanerado de Jean Cocteau en lenguaje trágico.
Al potencializar visualmente la retórica de las palabras,
escapaba Bresson a su mentira. Un desprecio de todos los elementos
accesorios de la intriga, una estilización radical del ambiente,
una concentración fanática en los protagonistas, alzaban
la intriga dieciochesca al clima tráfico de un Racine. Y
esto es lo que no supo, ni ver, ni hacer Becker, como testimonia
una crónica suya de este film. En Las dames du Bois de
Boulogne elogió Becker la habilidad de Bresson para integrar
los personajes al ambiente, para mostrar unos seres que pertenecen
a un mundo severamente gobernado por las convenciones sociales.
Pero se le escapó lo que no era crónica; toda la sustancia
trágica en fin.
En sus propios film, Becker opera con materiales menos nobles que
los de Bresson y aporta una visión personal minuciosa pero
no honda. Es un cronista, un excelente cronista, pero nada más.
El mérito de su estilo radica en la honestidad de sus procedimientos,
en su insistencia en la exposición puramente visual. Al no
pretender hinchar sus temas, al no querer introducir desde fuera
el patetismo, al confinarse a la comedia costumbrista, Becker parece
reconocer la medida -toda la medida- de su arte. Dentro de esas
coordenadas, Casque d'Or no es un paso en falso aunque marca
con absoluta nitidez los límites que puede alcanzar Becker.
En este sentido es su film más ejemplar hasta la fecha."
BIBLIOGRAFÍA.- No parece existir estudio de
conjunto sobre su obra. Hay excelente monografías sobre Antoine
et Antoinette y Falbalas en Analyses de Films,
publicado por IDHEC (Paris, 1948). Sobre Rendez-vous de Juillet
ha publicado Jean Queval un libro (Paris, Chavane, 1949) con prólogo
de Raymond Queneau. En Sight and Sound (octubre-.diciembre
1952), hay una reseña muy favorable de Casque d'Or
por Lindsay Anderson. Las declaraciones de Becker sobre Renoir están
en el boletín mensual de Unifrance Films (Nº
9, abril 1951); sus declaraciones sobre Casque d'Or están
en una entrevista con Georges Sadoul (L'Ecran Francais, Nº
352, abril 10, 1952); su crónica sobre Les dames du Bois
de Boulogne, en la misma revista (Nº 16, octubre 17, 1945).
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