|
"Carol Reed : un maestro de la narración
cinematográfica"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº
11
enero-febrero 1953, pp. 2-11.
"Tres films bastaron para colocar a Carlos Reed en la primera
línea de los realizadores cinematográficos de hoy:
Odd Man Out (Larga es la noche, 1946-47), The Fallen
Idol (El ídolo caído, 1948) y The Third
Man (El tercer hombre, 1949) le aseguraron un puesto
que dieciséis películas anteriores -filmadas en un
lapso de diez años- no parecían prometer. Esa ascensión
en la estimativa crítica fue acompañada de un enorme
éxito popular. Mientras en todas partes del mundo los aficionados
hacían cola para ver sus films, la crítica agotaba
panegíricos.
Uno de los principales creadores del documental inglés,
Basil Wright, no vaciló en escribir que Reed no sólo
era el primer gran director que Inglaterra había producido
hasta entonces -prefiriendo su obra a la de Anthony Asquith y Thorold
Dickinson, a la de David Lean y Laurence Olivier- sino que era uno
de los mejores en todas partes del mundo. Otros fueron más
sobrios en el elogio y, sin entrar a discernir prioridades, apuntaron
su sentido impecable de la narración cinematográfica,
su estilo individual, su predilección aparente por un determinado
tema (el hombre acosado) y determinado planteo (el cine de intriga).
No faltaron voces francamente discordantes. Hubo quien destacó
una superficialidad general de su enfoque dramático, un gusto
por la exposición de ribetes sensacionalistas. Los que tal
actitud asumieron se negaron a ver en Reed a un creador y a lo sumo
reconocieron en él un habilísimo artesano. El estreno
de su último film, An Outcast of the Islands (El
paria de las islas, 1951), vino a replantear, en forma aguda,
este problema. En tanto que escasos fieles seguían aplaudiendo
su maestría, aumentaba el número de los que descreían
de su condición de gran creador y hasta un bromista propuso
que se escribiera una nota sobre The Fallen Reed.
Tras estas apreciaciones críticas dispares, se palpa un
problema cuya correcta exposición exige algo más que
un censo de opiniones; exige, ante todo, un repaso de la carrera
de Carol Reed, un examen de sus films más notables.
Años de aprendizaje
Carol Reed llegó al cine por la vía del teatro. Nació
en Londres en 1906. Después de educarse en la King's School
de Canterbury y después de alguna ocupación juvenil
no memorable, se incorporó a a una compañía
teatral como actor (en un melodrama policial), pero pronto derivó
a la dirección escénica. El reconocimiento de su vocación
y de su excelencia vino de parte de quien nadie calificaría
de experto: Edgar Wallace. Para aumentar la ya extraordinaria difusión
de sus novelas policiales, Wallace las hizo adaptar (o las adaptó
él mismo), a la escena; formó una compañía
dramática y encargó a Reed, entonces su mano derecha,
de la dirección. Pronto reveló el joven un agudo sentido
de la puesta en escena, una imaginación inagotable para efectos
de suspenso, para la iluminación provocativa, una habilidad
para extraer lo mejor de actores rutinarios. Wallace, satisfecho
y parcial, llegó a decir que Reed era el mejor director de
escena que pudiera encontrarse en el mundo.
Esta actividad de cinco años, fue prólogo deotra
que daría a Reed mayor fama. La muerte de Wallace, en 1932,
disolvió su compañía; Reed abandonó
el teatro y se incorporó a la Associated Talking Pictures,
donde realizó un entrenamiento de tres años. De allí
pasó a los Estudios Ealing como asistente del director
Basile Dean (The Constant Nymph, La eterna ninfa, 1934).
Con Dean trabajó en oscuras labores -director de diálogos,
encargado de producción- y aprendió lo que aun no
sabía del oficio cinematográfico. De 1935 es su primer
film, Midshipman Easy, que la historia registra sin asombro.
Su segunda película, Laburnum Grove (sobre una pieza
de J. B. Priestley), mereció por su incisivo realismo la
atención del crítico de The Spectator, uno
de los mejores semanarios londinenses. El crítico (que también
era escritor), se ocupaba por esos días de realizar en la
novela esa misma incorporación de la realidad cotidiana del
suburbio -sórdida y agria- que Reed aportaba al cine inglés.
Pero nada surgió de este primer encuentro entre el director
y el crítico Graham Greene.
Etapas de una carrera
Bank Holliday (1937) -el quinto de sus films- mereció
aplauso más unánime. Su tema (que Luciano Emmer reiteraría
a su manera en Domenica d'Agosto, 1950), no era tampoco entonces
novedoso: una docena de personas cruzaban sus variados destinos
en una playa superpoblada un feriado de verano. Otros críticos
reconocieron ya ese realismo imaginativo, esa capacidad de proyectar
la vida de los protagonista sobre el fondo abigarrado y nítido
que los enmarca, esa habilidad para el detalle significativo, esa
maestría en el manejo de actores, más o menos anodinos
(Margaret Lockwood, John Lodge, Hugh Williams), que luego todos
descubrirían en Reed. Los defectos del film también
eran obvios: la artificiosidad del planteo, las forzosas simetrías
de su desarrollo, la visión necesariamente superficial.
Entre Bank Holiday y The Stars Lock Down (La avalancha,
o Las estrellas miran hacia abajo, 1939), Reed filmó
cuatro películas convencionales. La novela de A. J. Cronin,
en cambio, le facilitaba por primera vez un material de mayor, si
no excelsa calidad literaria; le facilitaba, sobre todo, un tema
de verdadera importancia humana y social. La acción de The
Stars Lock Down, transcurre en un pueblito minero del Norte
de Inglaterra, y allí se desarrolla un conflicto social,
paralelo al conflicto sentimental de su protagonista (Michael Redgrave).
Sin embargo, Reed no estuvo entonces a la altura de la oportunidad,
aunque algunas escenas (el desastre en la mina, el discurso del
protagonista a favor de la nacionalización), eran excelentes.
El tema social no aparecía integrado profundamente, y era
sustituido y superado por la historieta sentimental, donde el primer
personaje era Margaret Lockwood, que hacía la esposa adulterina
de Redgrave y era, como casi siempre, una perversa.
Reed realizó cuatro films más antes de incorporarse
a las fuerzas armadas, incluyendo Kipps (1940), inadecuada
adaptación de la novela de H. G. Wells, y The Young Mr.
Pitt (El joven Pitt, 1941), ejercicio en historia novelada
que, aparte de las transparentes alusiones al momento político
y bélico en que fue realizada, no tenía otro interés
que el de una brillante interpretación de Robert Donat como
Pitt, Roberto Morley como Fox y Raymond Lovell como Príncipe
de Gales.
La guerra total alistó a Reed en el Army Kinematograph
Service, para producir películas educativas. Lo acercó,
además, a una realidad que empezaba a faltar en sus últimos
films. Para el Ejército produjo Reed un film, The New
Lot, sobre el ajuste de los civiles a la vida militar; era de
mediana duración y su interés sugirió a un
productor la idea de utilizar el tema para un film comercial. Un
libreto de Eric Ambler y Peter Ustinov, y la dirección de
Reed, permitió la necesaria conversión. El resultado
fue The Way Ahead (Temples de acero, 1944), que mostraba
con mayor espacio la fusión en el ejército de gentes
de todas las condiciones sociales y humanas. Reed volvía
así -aunque con más experiencia y menos retórica-
a un estudio que, como se ha dicho, reiteraba una situación
básica de Bank Holiday. Las relaciones humanas eran
su tema y gracias a un elenco ajustadísimo el resultado fue
excelente; el film se colocó, junto a In Which We Serve
(Hidalgos de los mares, Noel Coward, 1942) entre las
más destacadas producciones inglesas de tiempos de guerra.
Antes de abandonar el Ejército, Reed produjo en colaboración
con el director norteamericano Garson Kanin, un documental, The
True Glory (1945), en que se conseguía un hábil
montaje de materiales tomados por camarógrafos de ochos naciones
aliadas.
Un tour de force
Llegada la paz, Reed regresa a los estudios con una renovada experiencia
y el deseo de relizar alguna obra grande. Elige la novela de F.
L. Green, Odd Man Out (1945), como vehículo de sus
ambiciones y durante dos años prepara minuciosamente un film
que algunos consideran su obra maestra. Su tema es la caza de un
hombre. Pero esta vez la caza no es realizada únicamente
por la policía. Porque todos buscan a ese asesino, prófugo
y moribundo; todos creen tener derechos sobre él. La huída
y la caza son únicamente los motivos iniciales del film,
el empuje que provoca un tema más hondo: qué vale
un hombre. Johnny MacQueen actúa como agente catalizador,
despertando en unos la sed de justicia y la venganza social, en
otros el amor y la compasión, en otros aun la avaricia o
el ansia de creación imposible. La policía reclama
al asesino; sus compañeros de causa, al correligionario;
hay una mujer que lo ama y lo quiere para ella antes de que sea
entregado a la ley o a la muerte; un sacerdote piensa en su alma;
un viejo pajarero ve sólo la oportunidad de una gran recompensa;
el estudiante de medicina ejerce su oficio en él; el pintor
loco quiere reflejar sus ojos que ya ingresan al otro mundo; ni
siquiera falta el episodio semihumorístico de las enfermeras
voluntarias que consiguen, al fin, un herido que atender. Pero lo
que cada uno encuentra en Johnny MacQueen, no es el hombre, individual
y único; encuentran sus ambiciones y sus defectos, sus ansias
y sus vicios; se encuentran a través de él. Y a través
de todos, el espectador reconoce al hombre.
Este planteo demuestra el error de quienes compararon este film
con The Informer (El delator, John Ford, 1935); como
bien ha demostrado Wright, lo que aquí importa no es el carácter
de Johnny MacQueen sino el carácter de la sociedad en que
está inmerso, y por eso es superflua la objeción (que
algunos plantearon) de que a la postre nada se sabe de Johnny, ya
que lo que había que saber era de los otros, de ese mundo
que lo rodea y acaba por matarlo.
Un tema tan rico y ambicioso obligó a Reed a un extraordinario
virtuosismo de exposición, en el lapso de pocas horas la
acción cambia incesantemente de escenario, ingresan nuevos
personajes, nuevos problemas, nuevas líneas de pensamiento;
el diálogo se hace profuso, los enfoques se multiplican.
Pero una estructura firme y minuciosa evitó la dispersión
expositiva. El film empieza en las tempranas horas de la tarde y
progresa hacia medianoche; un reloj, visible sobre una torre, va
marcando la constante presencia del tiempo que fluye, también
pautada por la luz y por el cambio de la atmósfera (buen
tiempo, lluvia, nieve), Hay un ajuste estricto y sutil entre las
etapas de la agonía de Johnny MacQueen y ese crecimiento
seguro de la noche.
Una construcción severa no bastaba, sin embargo, para asegurar
unidad al film. Los episodios eran de valor desigual. Junto a personajes
totalmente dibujados (como el viejo pajarero), otros resultaban
apenas episódicos (las dos mujeres que atienden a Johnny)
e ineficaces (la joven enamorada, el sacerdote), y hasta absurdos
(el pintor loco). Estas fallas no son imputables, por cierto, a
Carol Reed sino al libreto del mismo F. L. Green y R. C. Sheriff:
sobreabundante y a veces latoso, no conseguía siempre expresar
ni en las situaciones dramáticas ni en un diálogo
literario el significado trascendente al que tan obviamente apuntaba.
Muchas veces el film se inmovilizaba en frases y hasta discursos;
o se perdía en efectos de barato expresionismo como en el
tribunal de cuadros en que culmina el delirio de Johnny en casa
del pintor.
Pero la realización era impresionante. Reed orquestaba con
impecable sagacidad la atmósfera de la ciudad y el periplo
del asesino: una vida agitada e indiferente servía de marco
a esa caza, ese acoso múltiple. Toda la ciudad parecía
vivir en esos toques con que Reed enlazaba su historia con el mundo:
las calles patrulladas por la policía, los tranvías
llenos, el salón de baile entrevisto fugazmente, el puerto,
eran algo más que el escenario; eran una atmósfera
que también gravitaba sobre el problema central. Y dentro
de la masa de episodios de intención trascendente se destacaban
dos o tres, de pura factura cinematográfica, que apuntaban
a ese sentido dinámico y complejo del drama. El mejor era,
sin duda, el de la chiquilina de un solo patín, que descubría
a Johnny y luego revelaba a su amigo Dennis el escondite.
Una interpretación excelente aumentaba la convicción
del espectáculo y hasta conseguía borrar fallas obvias
del libreto. Mejor que la pareja protagónica (James Mason
y Kathleen Ryan), estaban F. J. McCormick como pajarero, Robert
Beatty como Dennis, William Hartnell como dueño del bar y
Fay Compton como una de las mujeres que los auxilian. Robert Newton
exageraba las posibilidades grotescas del pintor.
A la fuerza de su realización se debía sin duda el
efecto perdurable dejado por este film. Visto por segunda vez -o
visto al cabo de los años- algunas debilidades del libreto
resultaban casi insoportables, pero el film se mantenía sólido
por su factura, por su inteligente orquestación de atmósfera
y tipos, por la visión -irónica, fría, penetrante-,
con que eran opuestos y contrastados. Si no era una obra maestra,
era un tour de force.
Aparece Graham Greene
Carol Reed y Graham Greene volvieron a coincidir -aunque más
profundamente- en 1948. Su primera empresa conjunta fue la traslación
cinematográfica de un cuento (The Basement Room),
que Greene había escrito en 1935. El mismo autor ha indicado
cuál fue la alteración básica a que se sometió
su relato: el tema no se refería ya a un niño que
involuntariamente entrega a su mejor amigo a la policía,
sino que trataba en cambio de un niño que cree que su amigo
es un asesino y casi provoca su arresto por mentir en su defensa.
El tema perdió su carga moral (y la larga proyección
que esta traición tiene en la vida adulta del niño),
y se convirtió en una curiosa intriga de ribetes policiales.
Pero fue algo más que eso. Reed vio las posibilidades cinematográficas
del tema; vio que la cámara debía registrar los dos
mundos que se oponían a cada instante: el mundo de los adultos,
incomprensible para el niño, y el mundo de éste, cerrado
para los adultos. El tema se convirtió en el contrapunto
entre ambos mundos, en la incapacidad de ambas partes por crear
una comunicación perdurable. Ese doble enfoque aparece magistralmente
ejecutado en una de las mejores escenas: cuando el niño descubre
a Baines y a su amante en una casa de té y asiste al diálogo
(patético, pero para él absurdo), con que se despiden.
La escena tiene mucho menos importancia en el cuento. Está
resumida por Greene, aunque del punto de vista del niño,
con ocasionales interferencias del autor (como cuando señala
que Baines, junto a la muchacha, tenía cara de bucanero).
Greene no utiliza el diálogo perdiendo así la oportunidad
de interferencia de los dos mundos en una sola conversación.
El film, en cambio, se prodiga en enfoques. Hay varios planos en
una misma escena: el del niño que no entiende nada o entiende
poco o entiende mal; junto a él coexiste el de los adultos,
con la sordidez del amor clandestino, los hoteles de dudosa reputación,
la mentira permanente, la indignidad. Hay un tercer plano -invisible
para los personajes, niño o adultos-: el del espectador que
ve simultáneamente los anteriores, que los contrapone y sintetiza.
Ese tercer plano es el ojo de la cámara. A ese tercer plano
pertenece la imagen del cartelito que dice Cerrado y que
se sacude sobre el portazo de la muchacha al irse; ese cartelito
que parece aludir al affaire clausurado, a la destrucción
de las relaciones, que es el tema profundo del episodio.
Poco a poco, Reed había ido imponiendo su concepción
a Greene. Desaparecía, por completo, ese sentido horrible
de la traición forzosa que envenena en el cuento el alma
del niño; desaparecía también un sentido sórdido
del mundo: Baines era ahora Sir Ralph Richardson, la muchacha, la
refinada Michèle Morgan; hasta la esposa de Baines perdía
su carácter lamentable de vieja celosa y gastada, para convertirse
(gracias a Reed y a Sonia Dresdel), en una arpía de cuentos
de hadas. Quedaban en cambio, la experiencia completa y repetida
de esa incomunicación humana y ella sola bastaba para justificar
una intriga ingeniosa y (tal vez) artificial.
El resultado era un espectáculo brillante y sutil, una exposición
sin tropiezos. Reed había enriquecido la anécdota
de efectos puramente cinematográficos que causaron el voceado
placer de los entendidos: el juego alucinante de las fundas en la
casa oscura y enorme, la huída del niño por las calles
húmedas y estratégicamente iluminadas. En pequeños
episodios adicionales demostraba su maestría para el detalle
significativo. El mejor consistía en la intromisión,
durante el careo de los amantes, de un hombre que venía a
dar cuerda a un valioso reloj y que proseguía, indiferente,
su tarea. Ese contraste de una vida mecánica y la tragedia
que se desarrolla a su lado, entre el hombre que cumple su función
y el que trata de salvar el pellejo, estaba dicho por Reed sin forzar
los tonos pero extrayendo hasta la última posibilidad de
una situación irónica. En este episodio queda también
en relieve un rasgo permanente de sus films: el humor que salta,
inesperado, hasta en las situaciones más dramáticas
(o melodramáticas), el comentario irónico que subyace
todas las escenas y devuelve a su verdadero lugar la valoración
de hombre y afanes.
El film demostraba además otra faz del talento de Reed:
el dominio absoluto sobre los intérpretes. No sólo
extraía de Ralph Richardson y de Michèle Morgan dos
de sus mejores actuaciones, sino que convertía al niño
Bobby Henrey en un gran actor. Bobby no tenía ninguna experiencia
cinematográfica; su única calificación para
el papel era saber francés e inglés, tener los ocho
años necesarios, ser dócil a las indicaciones de Reed.
Toda la interpretación fue creada por Reed que actuó
ante Bobby hasta conseguir, despertando su sentido de imitación,
el resultado adecuado. La crítica habló de prodigio
y de precocidad hasta que supo quién era el que realmente
creaba el papel. Años más tarde, al filmar An Outcast
of the Island, Reed repetiría su hechizo sobre Kerima,
que tampoco nació actriz.
Un entretenimiento
La segunda empresa de este binomio, The Third Man, fue más
ambiciosa y el resultado más ambiguo. Greene escribió
especialmente un cuento que ocurría en la Viena de postguerra
y que desarrollaba una compleja intriga policial. El mundo de la
ciudad bombardeada y ocupada por los cuatro poderes, llena de militares
y expertos en mercado negro, servía de fondo a la investigación
de un equívoco crimen y al descubrimiento de un crimen mayor.
Las modificaciones que sufrió el relato fueron sustanciales.
Algunas derivaron del elenco mismo: al contratar a Cotten y a Welles
para los papeles de Martins y Lime, se debió cambiar la nacionalidad
(británica) de los personajes; otras modificaciones surgieron
de necesidades expositivas: un episodio del secuestro de Anna (Valli),
por las fuerzas rusas, debió ser modificado para evitar implicaciones
políticas. Una modificación aparentemente menor ilustra,
sin embargo, sobre un cambio radical de tono. Greene había
previsto un falso happy ending: Martins se quedaba con la
muchacha de Lime, porque así se acentuaba la sordidez de
todo el asunto, la falta de nobleza esencial aún en los buenos
(o ingenuos). A Reed le pareció cínico ese final y
lo sustituyó por otro en que Valli pasa junto a Cotten sin
mirarlo, como si no advirtiera siquiera su existencia, y que resultó,
cinematográficamente, excelente. Algunas otras modificaciones
resultaron de la natural expansión del relato en libreto.
La más interesante, sin duda, fue la de la intervención
de un niñito, especie de gnomo siniestro, que denuncia a
Martins como asesino de un portero. En el cuento era episódico;
pero en el film, Reed consiguió darle (en dos escenas) una
verdadera sugestión malsana.
El autor había calificado el cuento de entretenimiento,
como subrayando su voluntaria trivialidad; la crítica no
tardó en reconocer el mismo signo en el film. Otra vez se
destacó la impecable maestría narrativa; la inteligencia
para mostrar el detalle significativo: la habilísima orquestación
de todos los elementos (imagen, música, el juego de los actores).
Pero casi todos se preguntaban para qué servía tanto
despliegue. El tema no salía de la superficie: los buenos
(Cotten, Valli, Trevor Howard), eran poco interesantes; el malo
(Welles), aparecía casi siempre escamoteado y sólo
en una escena retórica, en la rueda del parque de diversiones,
era posible advertir en él algo más que una máscara
cínica. Y aun en esa misma escena, el diálogo (al
que Welles aportó una línea memorable), era más
brillante y aun efectista que profundamente dramático.
Una respuesta parcial a estas objeciones es que el film contiene
dos historias. Una, era la historia de Harry Lime, ese criminal,
casi sobrehumano, que desprecia a sus víctimas, y no vacila
ante cualquier forma de traición. Otra, la lenta revelación
(a través de una hábil intriga policial) de la desilusión
de Martins. Durante toda su vida, Martins había sido engañado
y traicionado por Lime, pero sólo ahora descubría
esa traición profunda. Esa convicción lo lleva a buscarlo
y a matarlo. El film cuenta esta segunda historia; la otra le sirve
de fondo, la enriquece con sus implicaciones, pero jamás
pasa a primer plano. De aquí que otra vez haya que aclarar
objeciones semejantes a la que se opusieron a Odd Man Out:
Reed no intentaba ahora contar la historia del criminal, sino que
quería revelar cómo descubren su traición quienes
con él conocieron.
Una interpretación distinta promueve Hugh Ross Williamson,
al señalar, entre otras cosas, el valor del film como testimonio
sobre el mundo corrompido que dibuja. Williamson insiste en que
la importancia del film reside en el conflicto de valores entre
los personajes. Para Lime, sólo importa el individuo; para
el mayor Calloway, la sociedad; Martins cree en la amistad; Anna,
en el amor. Cada uno tiene su propia escala y actúa de acuerdo
con ella. Con sutileza señala el crítico que la exposición
no permite asegurar que una valoración sea superior a otra;
al fin y al cabo los crímenes de Lime, al traficar con penicilina,
al adulterarla, al provocar la muerte de tantos enfermos, no son
superiores a los del gobierno que ha mantenido la guerra y al que
sirve su tenaz perseguidor, el mayor Calloway. Esta interpretación
es inteligente, pero deriva del film (y sobre todo del relato).
No puede asegurarse que el film la proponga, aunque podría
sostenerse que la tolera. Pero interesa destacarla porque ella permite
advertir un rasgo permanente del arte de Reed: exponer conflictos
encarnados en individuos, mostrar el choque de valores y no tomar
partido, abstenerse cuidadosamente de todo mensaje, decir -con una
exposición minuciosa- lo que cada uno tiene que decir. A
lo sumo si algunos toques irónicos autorizan un descreimiento
final. El enfoque es cercano al más típico enfoque
de John Huston.
Otra vez, como en Odd Man Out, como en The Fallen Idol,
la exposición es impecable. La integración de los
personajes y el ambiente se realiza magistralmente: una Viena en
ruinas preside las ruinas de una amistad y de un amor. La precisión
del montaje, la orquestación de las secuencias, casi perfecta,
y hasta la aplicación de la melodía de Antón
Karas, deben apuntarse en el haber de Reed. El mérito no
menor es el de haber sabido contestar, sin violencias, los estilos
interpretativos tan variados de los protagonistas.
An Outcast of the Islands (El paria de las islas,
1951), vino a disolver el binomio y a aventar las esperanzas de
que Reed filmara la más importante novela de Greene: The
Heart of the Matter (El revés de la trama, 1948).
Pero Reed había decidido cambiar de ambiente y aún
de género. La novela de Conrad le atrapa como un experimento
en una atmósfera distinta y con problemas aparentemente nuevos.
Aunque ésta es su segunda novela, presenta a un Conrad inferior
e inmaduro. Su tema, como en casi todas las obras de este escritor,
es la traición. Willems le debe todo al capitán Lingard,
quien lo salva de la ruina y hasta le confía el secreto de
un paso entre arrecifes que justifica su éxito como comerciante.
Enloquecido de deseo por una mujer nativa, Willems vende el secreto
a unos rivales. Lingard, enterado, lo persigue, pero en vez de matarlo,
lo deja solo, en la selva, con la mujer por la que se ha degradado.
Aunque el libreto se salta una de las cinco partes en que se desarrolla
la compleja novela (particularmente la destrucción de Willems),
el film resulta demasiado rico de melodrama, demasiado confuso en
su exposición. Cada uno de los personajes (con excepción
de la mujer indígena, que sólo representa la tentación),
trae otros problemas al cuadro. Además de los dos hombres
enfrentados por la amistad y la traición, aparece Almayer
con su mujer. Su historia constituye un episodio que saca de quicio
la narración y destruye el equilibrio del relato. En manos
de actores brillantes, cada personaje reclama sobre sí la
mayor atención. En vez de concentrarse en expresar la pasión
que arrastra al protagonista (Trevor Howard) al crimen, el film
se distrae en detallar los virtuosismos histriónicos de Robert
Morley (Almayer), la sólida composición de Wendy Fuller
(la mujer de Almayer), y la fuerte personalidad de Richardson (el
capitán Lingard).
Esta destrucción de la unidad y de la continuidad del relato
no resta todo valor al film. En realidad, la exposición del
deseo que despierta en Willems la indígena y la larga historia
de su acoso, están magistralmente logradas. La atmósfera
de sensualidad que va creando esa mujer inaccesible y silenciosa
se integra en el vasto escenario natural de las islas. El paisaje
y todo el coro humano de indígenas y blancos actúa
sobre la pasión y enmarca esa sensualidad, que estalla en
la posesión y en la horrible escena en que Willems humilla
a Almayer.
Pero aunque este tema ocupa toda la parte central del film, no
basta para asegurar su validez. Todas las escenas previas al arribo
a las islas son poco interesantes y hasta incurren en errores técnicos
(como las transparencias y maquettes en el episodio del peso por
los arrecifes); después de consumada la traición,
el film pierde nuevamente empuje y apenas si hay escena final, con
la lluvia cayendo interminablemente sobre la degradación
de Willems, rescata alguna dramaticidad. Estos defectos lesionan
gravemente un film que evidentemente no era para el arte frío,
escasamente patético, de Reed.
An Outcast marca un retroceso en la carrera de este director;
un retroceso que lo lleva a una etapa ya superada en Odd Man
Out, porque lo que falla aquí es la unidad profunda de
la obra, el sentido total de la creación, y de algunos episodios
aislados.
Repaso, por ahora
En Carol Reed se dan las condiciones naturales de un gran narrador
cinematográfico. El mismo ha expresado en palabras terminantes
su concepción del oficio de director: La tarea de un director
es simplemente la de contar una historia. Para esto debe usar actores
y lugares, y cámaras y micrófonos. Pero, primero y
ante todo, es un narrador. Aunque también ha dicho algo
que necesita escucharse: Si (el director) está
contando una historia ajena, entonces se convierte en algo así
como el productor de una obra teatral: toda su tarea consiste en
interpretar la historia de tal manera que tenga éxito cuando
se la exhiba. Y, en realidad, aunque Reed haya estado siempre
contando historias ajenas, sus films más cabales corresponden
a su colaboración con Greene, un libretista, que no sólo
era más creador que los otros, sino que también era
el que mejor se adecuaba (por afinidad, por contraste) con el propio
Reed.
Aunque en algún lado ha señalado el director su desprecio
por los tecnicismos, su déficit no se encontrará en
la técnica, sino en la trama profunda de sus historias. Reed
posee una noción precisa e imaginativa del detalle, un sentido
impecable de tiempo y espacio cinematográficos, un notable
dominio sobre el actor. Pero nunca consigue revelar la pasión
profunda, implícita en los temas que aborda, y por eso puede
triunfar en el relato policial, y fallar cuando el tema exige, como
en An Outcast, una visión compleja, una madurez creadora.
Estos rasgos no parecerán tan inesperados si se recuerdan
unas declaraciones que C. A. Lejeune transcribe y con las que Reed
limita su ambición: Hacer bien cada trabajo en particular
-cualquier trabajo- es lo que particularmente me interesa. No creo
que el tipo de tema importe, ¿no cree usted? Pese a cierto
deliberado tono provocativo, esas palabras apuntan a una condición
esencial de su producción: no le importa, en definitiva,
lo que el trabajo signifique. De aquí que sea varia la tentación
de excavar una temática a través de sus principales
obras, que todo análisis y toda búsqueda de significados
en sus films pertenezca a la literatura fantástica.
Basil Wright sostiene que Carol Reed es el mejor director del cine
inglés, pero título tan alto y discutible no debe
hacer olvidar sus fallas. Hasta hoy, lo que importa reconocer en
Reed es esa maestría para la narración cinematográfica;
es un artesano consumado, pero un director cuya mejor obra puede
hallarse aún en el futuro."
E. R. M.
BIBLIOGRAFIA.-El libreto de Odd Man Out puede
leerse en Three British Screen Plays, publicados por Roger
Manvell (Londres, Methuen, 1950): un fragmento del libreto de The
Third Man, presentado por Reed, está publicado en The
Cinema 1952 (Harmondsworth, Penguin Books, 1952). Graham Greene
ha publicado en un volumen los dos relatos que filmó Reed
(Londres, Heinemann, 1950; trad. castellana: Buenos Aires, Emecé,
1950). El mejor estudio sobre Reed es el de Basil Wright en The
Year's Work in the Film 1949 (Londres, Longsman, 1949); del
mismo crítico puede verse una reseña favorable de
An Outcast en Sight and Sound (Londres, abril-junio, 1952).
El artículo de Williamson sobre The Third Man está
publicado en The Cinema 1950 (Harmondsworth, Penguin Books.
1950). La crónica de Le jieune sobre An Outcast
está en Britain Today Nº192, abril 1952).
En la Revista Internacional del Cine Nº 1. Madrid, agosto
1952) hay un artículo de Carlos Fernández Cuenca,
con buen material informativo, pero escaso valor crítico.
|