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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Claude Autant Lara"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº 9
noviembre 1952, pp. 17-25.

"El estreno en Francia de Le Diable au Corps (El diablo y la dama, 1946), marcó con escándalo el triunfo de un equipo de realizadores. Como la novela de Raymond Radiguet que le había servido de base, el film suscitó una organizada indignación. En Burdeos el clero intentó impedir su exhibición; los padres de los escolares, la Asociación de Veteranos, y otras organizaciones similares sostuvieron en Bretaña que la obra era moral y políticamente inaceptable; al exhibirse en el Festival de Bélgica (1947) el Embajador francés se retiró de la sala (y ante la protesta pública aclaró que lo hizo porque siempre se acuesta temprano); la prensa de derecha, en varias ciudades, atacó al film con el previsible arsenal de epítetos. Hubo defensores, y entre esos alguno católico como el Padre Richard que en Témoignage chrétien aseguró que se trataba de una obra de arte, o como Jean Cocteau que levantó la voz del sarcasmo y dijo: Un jour viendra, hélas, oú les jornalistes écriront "C'est une honte de montrer un film en couleurs á des mères en deuil" (Vendrá un día, ay, en que los periodistas escriban: Es una vergüenza mostrar films en colores a madres de luto).

Pero la importancia del film sobrepasaba los límites de la crónica amarilla. Salida apenas de los años oscuros y renovadores de la ocupación alemana, la cinematografía francesa imponía a la consideración de un público ya familiarizado con René Clair y Jacques Feyder, con Renoir y Spaak, con Prévert y Carné, con Duvivier y Jeanson, el nombre de Claude Autant-Lara y sus dos libretistas, Jean Aurenche y Pierre Bost. En todas partes, la crítica más alerta debió preguntarse qué obra anterior había anunciado a estos realizadores tan maduros, tan hábiles, tan seguros de sus medios.

Los orígenes de Autant-Lara (nacido en Luzarche, 1903) se encuentran en la vanguardia francesa, de la que fue teórico y, ocasionalmente, realizador. Ingresó al cine por la vertiente de la escenografía (había estudiado pintura en la Escuela de Artes Decorativas y en la de Bellas Artes) y sus primeros trabajos son los escenarios de Carnaval des Vérités (1919), L'homme du large (1920), Villa destin (1921), Don Juan et Faust (1922), Le diable au coeur (1926) que realiza para el director Marcel l'Herbier. Trabaja en la misma capacidad para Jean Renoir en Nana (1926), el primer film comercial de este director y, según parece, un ilustre fracaso, en más de un sentido. Con René Clair, y como asistente de dirección, filma Paris qui dort (1923) y Le voyage imaginaire (1925), fantasías en que domina el más fresco y drolático humor de Clair. Seguramente que este aprendizaje junto al gran director, entonces en toda la fuerza de su inventiva, debió haber sido fundamental para Autant-Lara.

En 1923 tienta la dirección con Fait-divers (corto de vanguardia) al que siguen Construire un feu (1925, sobre un relato de Jack London) y Vittel (1926, documental). No ha encontrado todavía Autant-Lara un estilo. Estos años son de busca y aprendizaje. Modesto, pero seguro de su vocación, no vacila en trasladarse a Hollywood para filmar versiones francesas de films norteamericanos. Aprende allí, sin duda, la importancia de una industria bien organizada y del trabajo con equipo competente. Nada memorable queda, sin embargo, de su paso por los estudios de la MGM. Vuelto a Francia en 1932 realiza sucesivamente cinco cortos y un largo metraje: Ciboulette (1933) sobre libreto de Jacques Prévert. Este film marca, además, sus primeras escaramuzas con la censura. En 1936, hace un viaje a Londres para filmar My partner Master Davis, y de regreso colabora con Maurice Lehmann en la dirección de L'affaire du courier de Lyon (El correo de Lyon, 1937) en que se lucía Pierre Blanchar junto a Dita Parlo. El libretista de este film era Jean Aurenche. También para Maurice Lehmann filma en 1938 Le ruisseau con Françoise Rosay y en 1939 Fric-Frac, con Fernandel.

La ocupación alemana que separó a los grandes de la cinematografía francesa en dos grupos (fuera de Francia quedaron Clair, Renoir, Duvivier, y en Francia sólo Carné) permitió paradójicamente la revelación de algunos nuevos: Robert Bresson, Henri-George, Clouzot, Jacques Becker, René Clément, hasta el renovado Cocteau, tuvieron su oportunidad, más que todos ellos, tal vez, la tuvo Autant-Lara que supo aprovechar en su favor una de las condiciones impuestas por los ocupantes: el tratamiento de temas sin contenido político, la aparentemente inofensiva comedia de costumbres, el alejamiento en el tiempo.

NACIMIENTO DE UN EQUIPO

Hacia 1937 Autant-Lara había conocido al libretista Jean Aurenche. Durante la ocupación formaron un equipo que realizó cuatro películas: Le Mariage de Chiffon (El casamiento de Chiffon, 1941), Lettres d'amour (1942), Douce (Pasión de una noche, 1943) y Sylvie et le fattóme (1945). A partir de Douce se les incorporó el novelista Pierre Bost y el músico René Cloerec. La protagonista de los cuatro films fué Odette Joyeux, que se había revelado en vísperas de la guerra con Entrée des artistes (Entrada de artistas, Marc Allégret, 1938). Estos cuatro films sirvieron para ajustar eintegrar el equipo que habría de crear Le diable au corps; pero sirvieron para algo más: para lograr un estilo personal de exposición cinematográfica.

El más complejo es Douce, según una novela de Michel Davet, que se ambienta en el París de 1887. Una intriga trivial la pretexta: la adolescente Douce se enamora de un empleado de su padre, mientras este último (viudo, lisiado, tímido) se enamora de la institutriz de Douce. Para perfeccionar este esquema simétrico, el empleado y la institutriz son amantes. El film se mueve simultáneamente en dos planos: el psicológico de las pasiones encontradas, el costumbrista de un conflicto de clases. Sobre ambos, trágica e impotente como un dios, se alza la figura de la imponente abuela a la que Marguerite Moreno prestaba toda su autoridad histriónica.

La habilidad de los realizadores consistía en no tomar partido en la lucha; en ser fieles al mundo que evocaban y a las criaturas que lo habitan. Todo su arte de decorador y de pintor, toda su minuciosa observación de estilos en la ropa y en las habitaciones, sirvió a Autant-Lara para recomponer una realidad que no fuera mero decorado sino circunstancia exigente einevitable para los cinco personajes. El diálogo de Aurenche y Bost (que casi nunca se permite los excesos de escritura artística de un Jeanson o un Prévert) iluminaba por dentro, discretamente, a cada uno de los agonistas. Un elenco excelente, uno de los más ajustados que pudiera reunir el cine francés, redondeaba la eficacia de este film.

Sin embargo, Douce, no es obra perfecta. Su falla no consiste sólo (como se ha escrito) en que el final melodramático sobrevenga con fuerza demasiado externa, en que los realizadores no consigan hacer verosímil la diferida entrega de Douce y su muerte, innecesaria, en el incendio del teatro. Más grave es que ambas escenas destruyan el tono estilístico del film y pretendan sustituir con su fácil agitación lo que era preciso y cálido análisis. Al intentar una exposición más subjetiva, más concentrada en lo que Douce podía sentir y sufrir, los realizadores fracasaron. En vez de crecer, la figura de Douce puso al desnudo toda su fragilidad literaria. Y a pesar de que en la última escena el film recobra su enfoque, el daño impuesto anteriormente impide la buscada perfección.

Menos ambiciosa pero tanto más difícil fué la siguiente empresa de Autant-Lara. Sylvie et le fantôme postula, en nuestro siglo, la existencia de una muchacha enamorada de un fantasma del que sólo conoce un retrato. Al instalar la fábula en un castillo los realizadores conseguían el necesario alejamiento; también contribuía a esto el dibujo de la protagonista, empecinada en preservar una infancia a través de la adolescencia y de la pubertad. La misma equívoca condición de Odette Joyeux, -una mujer, pero con el rostro de una niña, y de una niña que sabe demasiado- facilitaba esa cadena de equívocos en que necesariamente debía apoyarse la absurda y poética historieta.

Pero, otra vez como en Douce, no radicaba en la exposición de la ventura psicológica la fuerza persuasiva del film sino en la fina construcción del ambiente, en la intriga graciosa e ingenua, en el feliz contrapunto de personajes, en la melodía de Cloerec que subrayaba apenas la levedad del estilo. Y también como en Douce el elenco (magistralmente dirigido por Autant-Lara) soportaba el peso de la obra. Odette Joyeux como Sylvie y Jean Debucourt (otro veterano en los films de este equipo) como su padre, repetían esfuerzos anteriores. La novedad la aportaban Jacques Tati como fantasma, Louis Salou en una buena macchietta de cómico decadente y, sobre todo, François Périer en el papel de ladrón que se ve envuelto entre fantasmas y muchachas. Ya su interpretación de Lettres d'amour había merecido los aplausos de la crítica. En un papel pequeño pero esencial, Périer conseguía despertar a Sylvie para el verdadero amor sin poder aprovechar ese nacimiento. La fina melancolía de su estilo de actor, la delicada comicidad de sus recursos, hacían convincente un personaje que lindaba con la cursilería sentimental.

Esto es lo que supo soslayar siempre Autant-Lara. Con temas endebles y fáciles, con un público que sólo capta lo obvio, Autant-Lara había sabido crear un estilo de exposición refinada y transparente, una forma de decir sin apostar demasiado, de bordear lo cursi sacándole partido. Había hecho algo más: había conseguido dos libretistas que supieran expresar temas de novela y de teatro en términos de cine, y había descubierto un músico original. Sólo le faltaba un gran tema, y Le diable au corps se lo ofrecería.

ADAPTACIÓN

En 1923 Le diable au corps fué una novela de escándalo. Contra la exaltación oficial de la guerra y del heroico combatiente levantaba Radiguet su relato de la experiencia de un adolescente (él mismo) que sufre una aventura de hombre con la mujer de un soldado. Si la historia original tenía bastantes elementos de cinismo, de desafío a una moral burguesa y hasta de exhibicionismo adolescente, más cínico y exhibicionista era aún el estilo en que contaba todo el protagonista. Una elegancia precisa y seca, un arte de la elipsis y de la frase epigramática, revelaban buenas lecturas aprovechadas, desde Mme. de La Fayette hasta Cocteau, pasando por Laclos y Proust. La historia sentimental (el despertar del amor, la revelación de la sensualidad, la pasión destruida por la muerte) quedaba envuelta y hasta un poco asfixiada por el estilo frío y cruel. El escándalo no se hizo esperar. Pero Radiguet no pudo aprovecharlo porque murió de tifus el mismo año.

El film, que permaneció fiel a casi todos los aspectos emocionales de la novela, traicionaba deliberadamente su enfoque. Autant-Lara y sus libretistas conservaron la pasión adolescente, el amor acechado por la muerte, el pueril desafío al mundo de los mayores. Pero se vieron forzados a envejecer algo al protagonista. Además, la guerra -que es alusión y no presencia en la novela- resultó el marco obsesionante de esta aventura cinematográfica. El enfoque saltó de lo psicológico a lo costumbrista. El propio Jean Aurenche lo reveló en unas palabras de una entrevista: Une unité nous est donnée par l'armistice, et c'est autour de ce côté folklorique, si l'on peut dire, que tourne le film. Car l'enterrement a lieu le 11 novembre, et sert de leit-motiv, introduit le récit et partage l'action en quatre tronçons. (Una unidad la proporciona el armisticio y es en torno de ese lado folklórico, si así puede decirse, que gira el film. Pues el entierro ocurre el 11 de noviembre y sirve de leit-motiv, presenta el relato y divide la acción en cuatro trozos.)

Pero la modificación fundamental de la adaptación reside en el tono: la novela es deliberadamente cínica y cruel; el film es tierno y sentimental. Aunque con sobriedad, toda la historia está expuesta en la película con esa finura para lo sentimental que caracteriza a Autant-Lara, y también con ese buen gusto que evita todo exceso. Quedan rastros del antiguo cinismo en el personaje de François, pero la tónica de ambas obras es fundamentalmente distinta. Es significativo, por eso mismo, que casi todas las supresiones de los adaptadores coincidan con pasajes del libro en que se evidencia el cinismo (y también la impotencia) del protagonista. Podrá justificarse, sin duda, que el film omita toda emoción a dos aventuras eróticas de François que en la novela sirven para mostrar, por contraste, la fuerza de los lazos que lo unen a Martha; pero parece injustificable que se haya suprimido el episodio en que François obliga a Martha, embarazada de muchos meses, a seguirlo a París y ya en la ciudad no se atreve a entrar a un hotel a pedir habitación. Con su acostumbrada lucidez, analiza Radiguet este episodio: Cette nuit des hótels fut décisive, ce dont je me rendis mal compte aprés tant d'autres extravagances. Mais si je croyais que toute une vie peut boiter de la sorte, Marthe, elle, dans le coin du wagon de retour, épuisée, aterrée, claquant des dents comprit tout. Peat-être méme vit-elle qu'au bout de cette course d'une année, dans une voiture, follement conduite, il ne pouvait y avoir d'autre issue que la mort. (Esta noche de los hoteles fue decisiva, lo que comprendí mal después de tantas extravagancias. Pero si yo creía que toda una villa puede cojear así, Marthe, en el rincón del vagón de regreso, agotada, aterrorizada, castañeteando los dientes, comprendió todo. Tal vez hasta vio que al cabo de esta camara de un año, en un coche locamente dirigido, no podía haber otra salida que la muerte.)

El episodio es horrible, pero Radiguet quería que fuera horrible. Él solo daba la tónica del relato y dibujaba los extremos de la irresponsabilidad y de la crueldad de este adolescente. Suprimirlo significaba algo más que omitir una escena; significaba cambiar todo el enfoque. El film pudo ser cruel y pudo ser trágico; recuérdese toda la exposición central de Manon (Henri-Georges Clouzot, 1948). Pero sus realizadores no lo quisieron. Prefirieron derivar hacia lo sentimental, hacia lo folklórico. Y esto es lo que no han subrayado bastante quienes lo analizaron en Francia. El mismo Cocteau, que fuera el promotor de Radiguet y luego su albacea literario, dio el visto bueno a la adaptación, pareciendo más preocupado de no renovar el escándalo que de ser fiel a ese deliberado pastiche de Rimbaud que supo ser, hasta su muerte, Raymond Radiguet.

CASI UNA OBRA MAESTRA

Le diable au corps debe valer independientemente de la novela de Radiguet. Al filmar este tema se encontraba Autant-Lara con un conflicto y unos personajes que además de ser interesantes tenían profundidad psicológica. No sólo había un mundo que reinventar (Francia, hacia 1918), sino también personajes que revelar. El libreto de Aurenche y Bost partía de una frase de Radiguet para justificar la técnica del racconto: "Ensuite, comme une seconde déroule aux yeux d'un morant tous les souvenirs d'une existence, la certitude me dévoila mon amour avec tout ce qu'il avait de monstrueux". (Luego, como un segundo desarrolla a los ojos de un moribundo todos los recuerdos de una existencia, la certidumbre me reveló mi amor con todo lo que tenía de monstruoso.) El entierro de Marthe, que hacían coincidir con la noticia del armisticio, llevaba a François a recorrer la casa de su amante y luego la iglesia donde la velan. En la habitación vacía, ante el espejo de la chimenea, se produce la primera evocación; otras dos ocurren en la iglesia, durante la misa fúnebre. (En la versión mutilada que se estrenó en el Uruguay, sólo constaron contactos entre presente y pasado, al comienzo y al final del film.) Cada retorno al presente marca una etapa nítida de la historia sentimental. Invirtiendo un procedimiento expresionista, Autant-Lara ha filmado las escenas de racconto en un tono objetivo; las escenas del presente están, en cambio, dadas más subjetivamente: la cámara exagera sus ángulos, el tono es más sombrío. La explicación podría ser la de que durante la evocación François está en crisis, y la visión de la cámara se subordina a su estado; en cambio, el pasado que evoca vuelve, no en las imágenes deformadas del recuerdo, sino en su plenitud objetiva, eintacto. Hay aquí una nueva alteración al espíritu de la obra de Radiguet, porque lo que en ésta importaba no eran los sucesos sino el efecto que produjeron al protagonista, la forma en que lo marcaron para siempre.

La técnica de exposición es muy sutil pero no tiene artificios evidentes; apenas si en alguna escena se usa del travelling para subrayar algún efecto (el ejemplo más notable es la escena de la primera posesión, en que la cámara se desplaza y rodea la cama en que están los amantes, travelling que se repite cuando la muerte de Marthe, enlazando ambos episodios). Hay delicadas simetrías a lo largo de todo el film, pero no asustan (o despiertan) al espectador; sólo ayudan a contar y detallar una historia. Tampoco son particularmente notables las decoraciones (de Max Douy) y sin embargo son exactas y contribuyen a la delicada estilización con que está recreado el mundo de 1918. La música de René Cloerec acentúa el efecto sentimental y el alejamiento en el tiempo.

La labor de los dos intérpretes era muy importante. Micheline Presle supo poner algo más que oficio de actriz; su misma figura estilizada y graciosa, su rostro tan sensible, hicieron creíble el personaje de Marthe. Sobre todo, Gérard Philipe fué François; su juego escénico, tierno, caprichoso y un poco cruel, rescató mucho de lo que Radiguet había puesto en el libro.

Tal vez el film sea una obra maestra, pero es difícil saberlo ahora. Hay en ella un elemento que puede envejecer rápidamente y que sin embargo está muy de acuerdo con el momento de su creación: el sentimentalismo del enfoque. La historia. La historia es frágil, el problema es pequeño, y sólo la autenticidad de personajes y de realización los sostienen. En el enfoque escogido hay un tono complaciente (tan poco Radiguet) que puede dañar al film, hacerlo datar pronto.

OTROS TIEMPOS, OTROS TEMAS

La noticia de que Autant-Lara y su equipo se preparaban a filmar Occupe-toi d'Amélie, vaudeville de Georges Feydeau, pareció primero una broma de mal gusto. Parecía imposible que los realizadores de Le diable au corps se comprometieran en una empresa tan desesperada y poco cinematográfica como ésta. Pero había aquí un error de perspectiva: no se trataba de los adaptadores de la novela de Radiguet, sino, mejor, de quienes ya habían hecho Le mariage de Chiffon y Sylvie et le fantôme. Por otra parte, Autant-Lara había sido censurado por realizar films "negros" o siquiera melancólicos; una comedia vivaz era un paso adecuado.

La pieza de Feydeau (que en una versión dinámica fué estrenada por Jean-Louis Barrault en Montevideo, 1950) presenta a una joven cocotte, amante oficial de un militar, que por exigencias de una elaborada intriga pasa por distintas manos para volver al fin a las de su disgustado militar. Los adaptadores no modificaron el tono de la obra, que es francamente jocoso y amoral; apenas si sustituyeron por otra la solución que proponía Feydeau. Pero tuvieron que desmontar la obra pieza por pieza, según escribieron, para poder hacerla viable en un medio distinto al teatral, y siguieron el ejemplo de Laurence Olivier en Henry V (1945); dar el teatro en cine como teatro.

Al iniciarse el film, y mientras se indican los nombres de sus realizadores, un hombre viene corriendo y desvistiéndose a lo largo de una galería; es un actor que llega retrasado al teatro en que ha de representarse Occupe-toi d'Amélie. El espectador es trasladado así a un teatro fin de siglo; sentado en la platea asiste al comienzo de la obra. Y mientras ésta se desarrolla (y sin transición) los decorados visiblemente falsos de la escena son sustituidos por los más auténticos del cine. La cámara explora el escenario y ya no es un escenario limitado. La sala de la casa de Amélie no linda con los bastidores sino que da a un vestíbulo o a un dormitorio: es una casa de verdad. Este salto del teatro al cine se realiza en sentido inverso al final de cada acto. Cuando un movimiento de cámara puede descubrir las hasta entonces invisibles candilejas, o un viaje en auto puede hacer desembocar detrás de un decorado. Y cuando el viejo y engañado tío de Bélgica despide a Amélie y a su flamante esposo en la estación, y parte el tren y él queda agitando la mano, se está en el cine todavía, pero cuando se vuelve hacia la cámara y se quita la peluca y los postizos, cae el telón final sobre el escenario teatral.

Algunos puristas podrán gritar que esto no es cine, como si existiese, fijada para siempre, una fórmula de cine. Sin duda alguna, es cine y del más excitante, porque sólo en cine es posible jugar de tal modo con el tiempo y con el espacio. Allí demuestra Autant-Lara que no es imposible repetir, con las condiciones aparentemente tan distintas del cine sonoro, una hazaña como la de René Clair en Un chapeau de paille d'Italie (1928) y demuestra asimismo que la única manera de hacerlo, era no reproducir mecánicamente lo hecho, sino inventar una nueva manera. Es cierto que Clair utilizaba escenarios de teatro en el falso racconto de su protagonista, pero era precisamente para subrayar la mentira, y no como aquí para jugar con las dimensiones del mundo. Como siempre, hasta los menores detalles del film aparecen muy cuidados. Los decorados de Max Douy merecieron premio en Cannes (1950); el elenco, encabezado por Danielle Darrieux y Jean Desailly, incluía a Carette en una excelente viñeta como el crapuloso pero formulista padre de Amélie.

L'auberge rouge fue filmada luego, con libreto de Aurenche, Bost y Autant-Lara, sobre un asunto del primero. Cuenta una fábula de 1830: un cura (Fernandel) llega a una posada perdida precediendo a otros viajeros mejor equipados; cuando están todos juntos, el cura se entera de que los posaderos (Carette y Françoise Rosay) acostumbran asesinar a sus huéspedes. Según la mejor crítica francesa el film prueba nuevamente el virtuosismo cinematográfico de Autant-Lara y su equipo. Pese a su tono jocoso, el film tiene sus ribetes satíricos y sólo la gran habilidad con que el libreto muestra sin apoyar, alude sin decir, ha impedido que se denunciara su irreverencia y hasta su impiedad.

El último de los trabajos de este equipo integra el film colectivo Les septs pechés capitax (Los siete pecados capitales, 1951-52). Un argumento de Jean Aurenche trataba de mostrar el orgullo a través de la aventura de una muchacha arruinada que en una fiesta roba unos bizcochos para su madre. El tema es viejo y, tal vez, no muy ilustre. Pero el libreto de Aurenche, Bost y Autant-Lara lo hacía casi creíble. Particularmente acertadas eran las escenas iniciales que planteaban, rápida y vigorosamente, la situación de Françoise Rosay y Michèle Morgan. Pero la descripción satírica de la fiesta era quizá demasiado grosera y superficial; por otra parte el juego refinado de Michèle Morgan contrastaba demasiado con la exagerada vulgaridad de todos. Probablemente se hubiera requerido más espacio para preparar adecuadamente el obvio final. Sin embargo este sketch (que sobresalía nítidamente en un film mediocre y hasta horrible) importaba desde otro punto de vista: era la primera vez que Autant-Lara trataba un tema contemporáneo. Es cierto que al ambientarse en una familia en decadencia (que vive del pasado) y al culminar en una fiesta (en que todos se disfrazan de pasado), el alejamiento en el tiempo que él considera condición imprescindible de todo film, se conseguía de algún modo. Pero también es cierto que todo lo que era estrictamente contemporáneo estaba presentado con una ferocidad quizá desmedida. Como tantos tímidos, Autant-Lara lleva un violento dentro de sí.

RASGOS DE UN ESTILO

Il n'y pas de bon film qui ne soit, en soi, un document. Un film est avant tout un témoignage sur unétat de choses, une époque, un milieu, et cela, on ne peut le faire avec seulement une histoire sentimentale. (No hay buen film que no sea, en sí, un documento. Un film es ante todo un testimonio sobre un estado de cosas, una época, un medio, y no es posible hacer esto sólo con una historia sentimental.) Esta frase de Autant-Lara encierra todo un ideario cinematográfico. Y también una estética elemental. Ella explica, si hiciera falta alguna explicación, los rasgos permanentes de su obra. Cada film es un documento y un testimonio: de una época y de un medio; cada film es documento y testimonio, asimismo, de una psicología (la de esa época y ese medio); cada film cuenta una historia sentimental. Eso es todo. Michel Davet o Raymond Radiguet, Georges Feydeau o Jean Aurenche, la materia literaria (novela, teatro, libreto cinematográfico) es siempre el pretexto inicial. Autant-Lara y sus libretistas habrán de trabajarla hasta extraer de ella una historia sentimental, aunque tenga ribetes cínicos; habrán de enmarcarla en una época pasada para poder trabajar objetivamente y denunciar sus lacras sin terror a la censura; habrán de reinventar el medio de tal modo que revele sus limitaciones y sus preferencias, que transparente su modalidad psicológica; habrán de contarla en una forma que evoque la sustancia original pero que no desconozca las reglas del juego cinematográfico. Lo único que falta agregar a esta glosa de la frase de Autant-Lara es el enfoque cómico que acompaña casi siempre, como irónico contrapunto, sus creaciones.

Esta concepción del film domina el estilo Autant-Lara. Cada obra suya es una creación escenográficamente perfecta, limitada minuciosa e imaginativamente en el tiempo; es también la reconstrucción de un ambiente social y psicológico. Jamás incurre en el primitivismo de una descripción panorámica de ambiente (lo que correspondería al capítulo inicial de las novelas de Balzac); siempre empieza en medio del asunto y a medida que la cámara expone el conflicto, se van indicando discreta, sutilmente, los elementos que ayudan a completar el cuadro total. De aquí que las casas y los muebles y los trajes de sus películas no tengan un valor meramente decorativo sino un valor funcional. Hablan de quienes viven en y entre esos, de quienes se cubren con ellos; revelan sus gustos y sus caprichos, sus medios y sus ambiciones. En este sentido, Douce es casi perfecta. El vestuario sirve para iluminar los caracteres: Douce, con su ropa de coquetería aniñada, descubre su ardida sensualidad inocente; la institutriz, con sus trajes sobrios y rígidos, traduce un anhelo más que una realidad: es sensual y vulgar pero quiere ascender, quiere llegar a ser una llama. Del mismo modo, en la enorme casa, con el ascensor abierto para la vieja llama (o para el padre inválido), con el pino de Navidad, cada uno de los elementos juega su carta en la progresiva revelación del conflicto.

En los films de Autant-Lara no hay visión arqueológica del tiempo, ni tampoco visión turística. Los personajes viven inmersos en un tiempo que es, para ellos, único; el tiempo de amar y equivocarse, de matar o ser burlados. Ellos no saben que ese tiempo es ya pasado y que el ojo de la cámara los registra como historia. Y el realizador se cuida de indicárselo.

Una comparación con William Wyler parece inevitable. También el realizador de The Little Foxes (La loba, 1941) parece preocupado por situar sus personajes en un ambiente y en una época determinados; también parece inclinado a la comedia sentimental. También es un minucioso que supervisa todos los aspectos de la filmación y dirige con mano firme y suave a los actores. Pero ahí se agota el paralelo. Así como Wyler parecería incapaz de realizar una película como Occupe-toi d'Amélie o como L'auberge rouge, también Autant-Lara parecería incapaz de las mejores tragedias de Wyler: de Dead End (Callejón sin salida, 1937), de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas, 1939), de The Little Foxes. Esta aproximación con Wyler permite subrayar más fuertemente la condición última del arte de Autant-Lara: su habilidad para mantenerse en un terreno neutro entre la tragedia y el melodrama, para hacer crónica sentimental y no historia.

Sin embargo, ahí está Le diable au corps que ahonda más de lo calculado, que remueve temas y personajes de mayor significación, que redondea su materia en forma difícil de olvidar. La existencia de esta película basta para desbaratar toda teoría de un Autant-Lara meramente superficial y divertido. A menos que se resuelva el problema calificándola de excepción. Lo que no es sino escamotear el verdadero planteo. Porque no se puede saber si en Le diable au corps acertó Autant-Lara con un tema y unos personajes que sobrepasan su medida normal o, por el contrario, si encontró allí por vez primera en una industria que deja poco resquicio para la creación o para la rebelión auténtica, la oportunidad de expresar toda su medida."

E. R. M.

Bibliografía. No parece existir un estudio de conjunto sobre Autant-Lara. Para el período de la ocupación alemana puede consultarse Cinéma de France de Roger Regent (Editions Bellefaye, París, 194&). En Sequence 12 (Londres, 1950, hay una buena reseña de Sylvie et le fantôme. En los Cahiers de l'IDHEC Jean Prat y Jacques Tournier han estudiado exhaustivamente Le diable au corps, aunque no señalan la diferencia de tono entre novela y film. Pueden consultarse otras reseñas sobre el film, de Jean Desternee (en Revue du Cinéma 7, París, 1947) y de Gavin Lambert (en Sequence 5, 1948). Las declaraciones de Autant-Lara se pueden ver en Revue du Cinéma 6 (1947) y 19-20 (1949); las de Jean Aurenche en Ecran 61 (28 agosto 1946).

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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