|
"Claude Autant Lara"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº
9
noviembre 1952, pp. 17-25.
"El estreno en Francia de Le Diable au Corps (El
diablo y la dama, 1946), marcó con escándalo el
triunfo de un equipo de realizadores. Como la novela de Raymond
Radiguet que le había servido de base, el film suscitó
una organizada indignación. En Burdeos el clero intentó
impedir su exhibición; los padres de los escolares, la Asociación
de Veteranos, y otras organizaciones similares sostuvieron en Bretaña
que la obra era moral y políticamente inaceptable; al exhibirse
en el Festival de Bélgica (1947) el Embajador francés
se retiró de la sala (y ante la protesta pública aclaró
que lo hizo porque siempre se acuesta temprano); la prensa de derecha,
en varias ciudades, atacó al film con el previsible arsenal
de epítetos. Hubo defensores, y entre esos alguno católico
como el Padre Richard que en Témoignage chrétien
aseguró que se trataba de una obra de arte, o como Jean
Cocteau que levantó la voz del sarcasmo y dijo: Un jour
viendra, hélas, oú les jornalistes écriront
"C'est une honte de montrer un film en couleurs á des
mères en deuil" (Vendrá un día, ay,
en que los periodistas escriban: Es una vergüenza mostrar films
en colores a madres de luto).
Pero la importancia del film sobrepasaba los límites de
la crónica amarilla. Salida apenas de los años oscuros
y renovadores de la ocupación alemana, la cinematografía
francesa imponía a la consideración de un público
ya familiarizado con René Clair y Jacques Feyder, con Renoir
y Spaak, con Prévert y Carné, con Duvivier y Jeanson,
el nombre de Claude Autant-Lara y sus dos libretistas, Jean Aurenche
y Pierre Bost. En todas partes, la crítica más alerta
debió preguntarse qué obra anterior había anunciado
a estos realizadores tan maduros, tan hábiles, tan seguros
de sus medios.
Los orígenes de Autant-Lara (nacido en Luzarche, 1903) se
encuentran en la vanguardia francesa, de la que fue teórico
y, ocasionalmente, realizador. Ingresó al cine por la vertiente
de la escenografía (había estudiado pintura en la
Escuela de Artes Decorativas y en la de Bellas Artes) y sus primeros
trabajos son los escenarios de Carnaval des Vérités
(1919), L'homme du large (1920), Villa destin (1921),
Don Juan et Faust (1922), Le diable au coeur (1926)
que realiza para el director Marcel l'Herbier. Trabaja en la misma
capacidad para Jean Renoir en Nana (1926), el primer film
comercial de este director y, según parece, un ilustre fracaso,
en más de un sentido. Con René Clair, y como asistente
de dirección, filma Paris qui dort (1923) y Le
voyage imaginaire (1925), fantasías en que domina el
más fresco y drolático humor de Clair. Seguramente
que este aprendizaje junto al gran director, entonces en toda la
fuerza de su inventiva, debió haber sido fundamental para
Autant-Lara.
En 1923 tienta la dirección con Fait-divers (corto
de vanguardia) al que siguen Construire un feu (1925, sobre
un relato de Jack London) y Vittel (1926, documental). No
ha encontrado todavía Autant-Lara un estilo. Estos años
son de busca y aprendizaje. Modesto, pero seguro de su vocación,
no vacila en trasladarse a Hollywood para filmar versiones francesas
de films norteamericanos. Aprende allí, sin duda, la importancia
de una industria bien organizada y del trabajo con equipo competente.
Nada memorable queda, sin embargo, de su paso por los estudios de
la MGM. Vuelto a Francia en 1932 realiza sucesivamente cinco
cortos y un largo metraje: Ciboulette (1933) sobre libreto
de Jacques Prévert. Este film marca, además, sus primeras
escaramuzas con la censura. En 1936, hace un viaje a Londres para
filmar My partner Master Davis, y de regreso colabora con
Maurice Lehmann en la dirección de L'affaire du courier
de Lyon (El correo de Lyon, 1937) en que se lucía
Pierre Blanchar junto a Dita Parlo. El libretista de este film era
Jean Aurenche. También para Maurice Lehmann filma en 1938
Le ruisseau con Françoise Rosay y en 1939 Fric-Frac,
con Fernandel.
La ocupación alemana que separó a los grandes de
la cinematografía francesa en dos grupos (fuera de Francia
quedaron Clair, Renoir, Duvivier, y en Francia sólo Carné)
permitió paradójicamente la revelación de algunos
nuevos: Robert Bresson, Henri-George, Clouzot, Jacques Becker, René
Clément, hasta el renovado Cocteau, tuvieron su oportunidad,
más que todos ellos, tal vez, la tuvo Autant-Lara que supo
aprovechar en su favor una de las condiciones impuestas por los
ocupantes: el tratamiento de temas sin contenido político,
la aparentemente inofensiva comedia de costumbres, el alejamiento
en el tiempo.
NACIMIENTO DE UN EQUIPO
Hacia 1937 Autant-Lara había conocido al libretista Jean
Aurenche. Durante la ocupación formaron un equipo que realizó
cuatro películas: Le Mariage de Chiffon (El casamiento
de Chiffon, 1941), Lettres d'amour (1942), Douce (Pasión
de una noche, 1943) y Sylvie et le fattóme (1945).
A partir de Douce se les incorporó el novelista Pierre
Bost y el músico René Cloerec. La protagonista de
los cuatro films fué Odette Joyeux, que se había revelado
en vísperas de la guerra con Entrée des artistes
(Entrada de artistas, Marc Allégret, 1938). Estos
cuatro films sirvieron para ajustar eintegrar el equipo que habría
de crear Le diable au corps; pero sirvieron para algo más:
para lograr un estilo personal de exposición cinematográfica.
El más complejo es Douce, según una novela
de Michel Davet, que se ambienta en el París de 1887. Una
intriga trivial la pretexta: la adolescente Douce se enamora de
un empleado de su padre, mientras este último (viudo, lisiado,
tímido) se enamora de la institutriz de Douce. Para perfeccionar
este esquema simétrico, el empleado y la institutriz son
amantes. El film se mueve simultáneamente en dos planos:
el psicológico de las pasiones encontradas, el costumbrista
de un conflicto de clases. Sobre ambos, trágica e impotente
como un dios, se alza la figura de la imponente abuela a la que
Marguerite Moreno prestaba toda su autoridad histriónica.
La habilidad de los realizadores consistía en no tomar partido
en la lucha; en ser fieles al mundo que evocaban y a las criaturas
que lo habitan. Todo su arte de decorador y de pintor, toda su minuciosa
observación de estilos en la ropa y en las habitaciones,
sirvió a Autant-Lara para recomponer una realidad que no
fuera mero decorado sino circunstancia exigente einevitable para
los cinco personajes. El diálogo de Aurenche y Bost (que
casi nunca se permite los excesos de escritura artística
de un Jeanson o un Prévert) iluminaba por dentro, discretamente,
a cada uno de los agonistas. Un elenco excelente, uno de los más
ajustados que pudiera reunir el cine francés, redondeaba
la eficacia de este film.
Sin embargo, Douce, no es obra perfecta. Su falla no consiste
sólo (como se ha escrito) en que el final melodramático
sobrevenga con fuerza demasiado externa, en que los realizadores
no consigan hacer verosímil la diferida entrega de Douce
y su muerte, innecesaria, en el incendio del teatro. Más
grave es que ambas escenas destruyan el tono estilístico
del film y pretendan sustituir con su fácil agitación
lo que era preciso y cálido análisis. Al intentar
una exposición más subjetiva, más concentrada
en lo que Douce podía sentir y sufrir, los realizadores fracasaron.
En vez de crecer, la figura de Douce puso al desnudo toda su fragilidad
literaria. Y a pesar de que en la última escena el film recobra
su enfoque, el daño impuesto anteriormente impide la buscada
perfección.
Menos ambiciosa pero tanto más difícil fué
la siguiente empresa de Autant-Lara. Sylvie et le fantôme
postula, en nuestro siglo, la existencia de una muchacha enamorada
de un fantasma del que sólo conoce un retrato. Al instalar
la fábula en un castillo los realizadores conseguían
el necesario alejamiento; también contribuía a esto
el dibujo de la protagonista, empecinada en preservar una infancia
a través de la adolescencia y de la pubertad. La misma equívoca
condición de Odette Joyeux, -una mujer, pero con el rostro
de una niña, y de una niña que sabe demasiado- facilitaba
esa cadena de equívocos en que necesariamente debía
apoyarse la absurda y poética historieta.
Pero, otra vez como en Douce, no radicaba en la exposición
de la ventura psicológica la fuerza persuasiva del film sino
en la fina construcción del ambiente, en la intriga graciosa
e ingenua, en el feliz contrapunto de personajes, en la melodía
de Cloerec que subrayaba apenas la levedad del estilo. Y también
como en Douce el elenco (magistralmente dirigido por Autant-Lara)
soportaba el peso de la obra. Odette Joyeux como Sylvie y Jean Debucourt
(otro veterano en los films de este equipo) como su padre, repetían
esfuerzos anteriores. La novedad la aportaban Jacques Tati como
fantasma, Louis Salou en una buena macchietta de cómico
decadente y, sobre todo, François Périer en el papel
de ladrón que se ve envuelto entre fantasmas y muchachas.
Ya su interpretación de Lettres d'amour había
merecido los aplausos de la crítica. En un papel pequeño
pero esencial, Périer conseguía despertar a Sylvie
para el verdadero amor sin poder aprovechar ese nacimiento. La fina
melancolía de su estilo de actor, la delicada comicidad de
sus recursos, hacían convincente un personaje que lindaba
con la cursilería sentimental.
Esto es lo que supo soslayar siempre Autant-Lara. Con temas endebles
y fáciles, con un público que sólo capta lo
obvio, Autant-Lara había sabido crear un estilo de exposición
refinada y transparente, una forma de decir sin apostar demasiado,
de bordear lo cursi sacándole partido. Había hecho
algo más: había conseguido dos libretistas que supieran
expresar temas de novela y de teatro en términos de cine,
y había descubierto un músico original. Sólo
le faltaba un gran tema, y Le diable au corps se lo ofrecería.
ADAPTACIÓN
En 1923 Le diable au corps fué una novela de escándalo.
Contra la exaltación oficial de la guerra y del heroico combatiente
levantaba Radiguet su relato de la experiencia de un adolescente
(él mismo) que sufre una aventura de hombre con la mujer
de un soldado. Si la historia original tenía bastantes elementos
de cinismo, de desafío a una moral burguesa y hasta de exhibicionismo
adolescente, más cínico y exhibicionista era aún
el estilo en que contaba todo el protagonista. Una elegancia precisa
y seca, un arte de la elipsis y de la frase epigramática,
revelaban buenas lecturas aprovechadas, desde Mme. de La Fayette
hasta Cocteau, pasando por Laclos y Proust. La historia sentimental
(el despertar del amor, la revelación de la sensualidad,
la pasión destruida por la muerte) quedaba envuelta y hasta
un poco asfixiada por el estilo frío y cruel. El escándalo
no se hizo esperar. Pero Radiguet no pudo aprovecharlo porque murió
de tifus el mismo año.
El film, que permaneció fiel a casi todos los aspectos emocionales
de la novela, traicionaba deliberadamente su enfoque. Autant-Lara
y sus libretistas conservaron la pasión adolescente, el amor
acechado por la muerte, el pueril desafío al mundo de los
mayores. Pero se vieron forzados a envejecer algo al protagonista.
Además, la guerra -que es alusión y no presencia en
la novela- resultó el marco obsesionante de esta aventura
cinematográfica. El enfoque saltó de lo psicológico
a lo costumbrista. El propio Jean Aurenche lo reveló en unas
palabras de una entrevista: Une unité nous est donnée
par l'armistice, et c'est autour de ce côté folklorique,
si l'on peut dire, que tourne le film. Car l'enterrement a lieu
le 11 novembre, et sert de leit-motiv, introduit le récit
et partage l'action en quatre tronçons. (Una unidad la
proporciona el armisticio y es en torno de ese lado folklórico,
si así puede decirse, que gira el film. Pues el entierro
ocurre el 11 de noviembre y sirve de leit-motiv, presenta
el relato y divide la acción en cuatro trozos.)
Pero la modificación fundamental de la adaptación
reside en el tono: la novela es deliberadamente cínica y
cruel; el film es tierno y sentimental. Aunque con sobriedad, toda
la historia está expuesta en la película con esa finura
para lo sentimental que caracteriza a Autant-Lara, y también
con ese buen gusto que evita todo exceso. Quedan rastros del antiguo
cinismo en el personaje de François, pero la tónica
de ambas obras es fundamentalmente distinta. Es significativo, por
eso mismo, que casi todas las supresiones de los adaptadores coincidan
con pasajes del libro en que se evidencia el cinismo (y también
la impotencia) del protagonista. Podrá justificarse, sin
duda, que el film omita toda emoción a dos aventuras eróticas
de François que en la novela sirven para mostrar, por contraste,
la fuerza de los lazos que lo unen a Martha; pero parece injustificable
que se haya suprimido el episodio en que François obliga
a Martha, embarazada de muchos meses, a seguirlo a París
y ya en la ciudad no se atreve a entrar a un hotel a pedir habitación.
Con su acostumbrada lucidez, analiza Radiguet este episodio: Cette
nuit des hótels fut décisive, ce dont je me rendis
mal compte aprés tant d'autres extravagances. Mais si je
croyais que toute une vie peut boiter de la sorte, Marthe, elle,
dans le coin du wagon de retour, épuisée, aterrée,
claquant des dents comprit tout. Peat-être méme vit-elle
qu'au bout de cette course d'une année, dans une voiture,
follement conduite, il ne pouvait y avoir d'autre issue que la mort.
(Esta noche de los hoteles fue decisiva, lo que comprendí
mal después de tantas extravagancias. Pero si yo creía
que toda una villa puede cojear así, Marthe, en el rincón
del vagón de regreso, agotada, aterrorizada, castañeteando
los dientes, comprendió todo. Tal vez hasta vio que
al cabo de esta camara de un año, en un coche locamente dirigido,
no podía haber otra salida que la muerte.)
El episodio es horrible, pero Radiguet quería que fuera
horrible. Él solo daba la tónica del relato y dibujaba
los extremos de la irresponsabilidad y de la crueldad de este adolescente.
Suprimirlo significaba algo más que omitir una escena; significaba
cambiar todo el enfoque. El film pudo ser cruel y pudo ser trágico;
recuérdese toda la exposición central de Manon
(Henri-Georges Clouzot, 1948). Pero sus realizadores no lo quisieron.
Prefirieron derivar hacia lo sentimental, hacia lo folklórico.
Y esto es lo que no han subrayado bastante quienes lo analizaron
en Francia. El mismo Cocteau, que fuera el promotor de Radiguet
y luego su albacea literario, dio el visto bueno a la adaptación,
pareciendo más preocupado de no renovar el escándalo
que de ser fiel a ese deliberado pastiche de Rimbaud que
supo ser, hasta su muerte, Raymond Radiguet.
CASI UNA OBRA MAESTRA
Le diable au corps debe valer independientemente de la novela
de Radiguet. Al filmar este tema se encontraba Autant-Lara con un
conflicto y unos personajes que además de ser interesantes
tenían profundidad psicológica. No sólo había
un mundo que reinventar (Francia, hacia 1918), sino también
personajes que revelar. El libreto de Aurenche y Bost partía
de una frase de Radiguet para justificar la técnica del racconto:
"Ensuite, comme une seconde déroule aux yeux d'un
morant tous les souvenirs d'une existence, la certitude me dévoila
mon amour avec tout ce qu'il avait de monstrueux". (Luego,
como un segundo desarrolla a los ojos de un moribundo todos los
recuerdos de una existencia, la certidumbre me reveló mi
amor con todo lo que tenía de monstruoso.) El entierro de
Marthe, que hacían coincidir con la noticia del armisticio,
llevaba a François a recorrer la casa de su amante y luego
la iglesia donde la velan. En la habitación vacía,
ante el espejo de la chimenea, se produce la primera evocación;
otras dos ocurren en la iglesia, durante la misa fúnebre.
(En la versión mutilada que se estrenó en el Uruguay,
sólo constaron contactos entre presente y pasado, al comienzo
y al final del film.) Cada retorno al presente marca una etapa nítida
de la historia sentimental. Invirtiendo un procedimiento expresionista,
Autant-Lara ha filmado las escenas de racconto en un tono
objetivo; las escenas del presente están, en cambio, dadas
más subjetivamente: la cámara exagera sus ángulos,
el tono es más sombrío. La explicación podría
ser la de que durante la evocación François está
en crisis, y la visión de la cámara se subordina a
su estado; en cambio, el pasado que evoca vuelve, no en las imágenes
deformadas del recuerdo, sino en su plenitud objetiva, eintacto.
Hay aquí una nueva alteración al espíritu de
la obra de Radiguet, porque lo que en ésta importaba no eran
los sucesos sino el efecto que produjeron al protagonista, la forma
en que lo marcaron para siempre.
La técnica de exposición es muy sutil pero no tiene
artificios evidentes; apenas si en alguna escena se usa del travelling
para subrayar algún efecto (el ejemplo más notable
es la escena de la primera posesión, en que la cámara
se desplaza y rodea la cama en que están los amantes, travelling
que se repite cuando la muerte de Marthe, enlazando ambos episodios).
Hay delicadas simetrías a lo largo de todo el film, pero
no asustan (o despiertan) al espectador; sólo ayudan a contar
y detallar una historia. Tampoco son particularmente notables las
decoraciones (de Max Douy) y sin embargo son exactas y contribuyen
a la delicada estilización con que está recreado el
mundo de 1918. La música de René Cloerec acentúa
el efecto sentimental y el alejamiento en el tiempo.
La labor de los dos intérpretes era muy importante. Micheline
Presle supo poner algo más que oficio de actriz; su misma
figura estilizada y graciosa, su rostro tan sensible, hicieron creíble
el personaje de Marthe. Sobre todo, Gérard Philipe fué
François; su juego escénico, tierno, caprichoso y
un poco cruel, rescató mucho de lo que Radiguet había
puesto en el libro.
Tal vez el film sea una obra maestra, pero es difícil saberlo
ahora. Hay en ella un elemento que puede envejecer rápidamente
y que sin embargo está muy de acuerdo con el momento de su
creación: el sentimentalismo del enfoque. La historia. La
historia es frágil, el problema es pequeño, y sólo
la autenticidad de personajes y de realización los sostienen.
En el enfoque escogido hay un tono complaciente (tan poco Radiguet)
que puede dañar al film, hacerlo datar pronto.
OTROS TIEMPOS, OTROS TEMAS
La noticia de que Autant-Lara y su equipo se preparaban a filmar
Occupe-toi d'Amélie, vaudeville de Georges Feydeau,
pareció primero una broma de mal gusto. Parecía imposible
que los realizadores de Le diable au corps se comprometieran
en una empresa tan desesperada y poco cinematográfica como
ésta. Pero había aquí un error de perspectiva:
no se trataba de los adaptadores de la novela de Radiguet, sino,
mejor, de quienes ya habían hecho Le mariage de Chiffon
y Sylvie et le fantôme. Por otra parte, Autant-Lara
había sido censurado por realizar films "negros"
o siquiera melancólicos; una comedia vivaz era un paso adecuado.
La pieza de Feydeau (que en una versión dinámica
fué estrenada por Jean-Louis Barrault en Montevideo, 1950)
presenta a una joven cocotte, amante oficial de un militar,
que por exigencias de una elaborada intriga pasa por distintas manos
para volver al fin a las de su disgustado militar. Los adaptadores
no modificaron el tono de la obra, que es francamente jocoso y amoral;
apenas si sustituyeron por otra la solución que proponía
Feydeau. Pero tuvieron que desmontar la obra pieza por pieza, según
escribieron, para poder hacerla viable en un medio distinto al teatral,
y siguieron el ejemplo de Laurence Olivier en Henry V (1945);
dar el teatro en cine como teatro.
Al iniciarse el film, y mientras se indican los nombres de sus
realizadores, un hombre viene corriendo y desvistiéndose
a lo largo de una galería; es un actor que llega retrasado
al teatro en que ha de representarse Occupe-toi d'Amélie.
El espectador es trasladado así a un teatro fin de siglo;
sentado en la platea asiste al comienzo de la obra. Y mientras ésta
se desarrolla (y sin transición) los decorados visiblemente
falsos de la escena son sustituidos por los más auténticos
del cine. La cámara explora el escenario y ya no es un escenario
limitado. La sala de la casa de Amélie no linda con los bastidores
sino que da a un vestíbulo o a un dormitorio: es una casa
de verdad. Este salto del teatro al cine se realiza en sentido inverso
al final de cada acto. Cuando un movimiento de cámara puede
descubrir las hasta entonces invisibles candilejas, o un viaje en
auto puede hacer desembocar detrás de un decorado. Y cuando
el viejo y engañado tío de Bélgica despide
a Amélie y a su flamante esposo en la estación, y
parte el tren y él queda agitando la mano, se está
en el cine todavía, pero cuando se vuelve hacia la cámara
y se quita la peluca y los postizos, cae el telón final sobre
el escenario teatral.
Algunos puristas podrán gritar que esto no es cine, como
si existiese, fijada para siempre, una fórmula de cine. Sin
duda alguna, es cine y del más excitante, porque sólo
en cine es posible jugar de tal modo con el tiempo y con el espacio.
Allí demuestra Autant-Lara que no es imposible repetir, con
las condiciones aparentemente tan distintas del cine sonoro, una
hazaña como la de René Clair en Un chapeau de paille
d'Italie (1928) y demuestra asimismo que la única manera
de hacerlo, era no reproducir mecánicamente lo hecho, sino
inventar una nueva manera. Es cierto que Clair utilizaba escenarios
de teatro en el falso racconto de su protagonista, pero era
precisamente para subrayar la mentira, y no como aquí para
jugar con las dimensiones del mundo. Como siempre, hasta los menores
detalles del film aparecen muy cuidados. Los decorados de Max Douy
merecieron premio en Cannes (1950); el elenco, encabezado por Danielle
Darrieux y Jean Desailly, incluía a Carette en una excelente
viñeta como el crapuloso pero formulista padre de Amélie.
L'auberge rouge fue filmada luego, con libreto de Aurenche,
Bost y Autant-Lara, sobre un asunto del primero. Cuenta una fábula
de 1830: un cura (Fernandel) llega a una posada perdida precediendo
a otros viajeros mejor equipados; cuando están todos juntos,
el cura se entera de que los posaderos (Carette y Françoise
Rosay) acostumbran asesinar a sus huéspedes. Según
la mejor crítica francesa el film prueba nuevamente el virtuosismo
cinematográfico de Autant-Lara y su equipo. Pese a su tono
jocoso, el film tiene sus ribetes satíricos y sólo
la gran habilidad con que el libreto muestra sin apoyar, alude sin
decir, ha impedido que se denunciara su irreverencia y hasta su
impiedad.
El último de los trabajos de este equipo integra el film
colectivo Les septs pechés capitax (Los siete pecados
capitales, 1951-52). Un argumento de Jean Aurenche trataba de
mostrar el orgullo a través de la aventura de una muchacha
arruinada que en una fiesta roba unos bizcochos para su madre. El
tema es viejo y, tal vez, no muy ilustre. Pero el libreto de Aurenche,
Bost y Autant-Lara lo hacía casi creíble. Particularmente
acertadas eran las escenas iniciales que planteaban, rápida
y vigorosamente, la situación de Françoise Rosay y
Michèle Morgan. Pero la descripción satírica
de la fiesta era quizá demasiado grosera y superficial; por
otra parte el juego refinado de Michèle Morgan contrastaba
demasiado con la exagerada vulgaridad de todos. Probablemente se
hubiera requerido más espacio para preparar adecuadamente
el obvio final. Sin embargo este sketch (que sobresalía
nítidamente en un film mediocre y hasta horrible) importaba
desde otro punto de vista: era la primera vez que Autant-Lara trataba
un tema contemporáneo. Es cierto que al ambientarse en una
familia en decadencia (que vive del pasado) y al culminar en una
fiesta (en que todos se disfrazan de pasado), el alejamiento en
el tiempo que él considera condición imprescindible
de todo film, se conseguía de algún modo. Pero también
es cierto que todo lo que era estrictamente contemporáneo
estaba presentado con una ferocidad quizá desmedida. Como
tantos tímidos, Autant-Lara lleva un violento dentro de sí.
RASGOS DE UN ESTILO
Il n'y pas de bon film qui ne soit, en soi, un document. Un
film est avant tout un témoignage sur unétat de choses,
une époque, un milieu, et cela, on ne peut le faire avec
seulement une histoire sentimentale. (No hay buen film que
no sea, en sí, un documento. Un film es ante todo un testimonio
sobre un estado de cosas, una época, un medio, y no es posible
hacer esto sólo con una historia sentimental.) Esta frase
de Autant-Lara encierra todo un ideario cinematográfico.
Y también una estética elemental. Ella explica, si
hiciera falta alguna explicación, los rasgos permanentes
de su obra. Cada film es un documento y un testimonio: de una época
y de un medio; cada film es documento y testimonio, asimismo, de
una psicología (la de esa época y ese medio); cada
film cuenta una historia sentimental. Eso es todo. Michel Davet
o Raymond Radiguet, Georges Feydeau o Jean Aurenche, la materia
literaria (novela, teatro, libreto cinematográfico) es siempre
el pretexto inicial. Autant-Lara y sus libretistas habrán
de trabajarla hasta extraer de ella una historia sentimental, aunque
tenga ribetes cínicos; habrán de enmarcarla en una
época pasada para poder trabajar objetivamente y denunciar
sus lacras sin terror a la censura; habrán de reinventar
el medio de tal modo que revele sus limitaciones y sus preferencias,
que transparente su modalidad psicológica; habrán
de contarla en una forma que evoque la sustancia original pero que
no desconozca las reglas del juego cinematográfico. Lo único
que falta agregar a esta glosa de la frase de Autant-Lara es el
enfoque cómico que acompaña casi siempre, como irónico
contrapunto, sus creaciones.
Esta concepción del film domina el estilo Autant-Lara. Cada
obra suya es una creación escenográficamente perfecta,
limitada minuciosa e imaginativamente en el tiempo; es también
la reconstrucción de un ambiente social y psicológico.
Jamás incurre en el primitivismo de una descripción
panorámica de ambiente (lo que correspondería al capítulo
inicial de las novelas de Balzac); siempre empieza en medio del
asunto y a medida que la cámara expone el conflicto, se van
indicando discreta, sutilmente, los elementos que ayudan a completar
el cuadro total. De aquí que las casas y los muebles y los
trajes de sus películas no tengan un valor meramente decorativo
sino un valor funcional. Hablan de quienes viven en y entre esos,
de quienes se cubren con ellos; revelan sus gustos y sus caprichos,
sus medios y sus ambiciones. En este sentido, Douce es casi
perfecta. El vestuario sirve para iluminar los caracteres: Douce,
con su ropa de coquetería aniñada, descubre su ardida
sensualidad inocente; la institutriz, con sus trajes sobrios y rígidos,
traduce un anhelo más que una realidad: es sensual y vulgar
pero quiere ascender, quiere llegar a ser una llama. Del mismo modo,
en la enorme casa, con el ascensor abierto para la vieja llama (o
para el padre inválido), con el pino de Navidad, cada uno
de los elementos juega su carta en la progresiva revelación
del conflicto.
En los films de Autant-Lara no hay visión arqueológica
del tiempo, ni tampoco visión turística. Los personajes
viven inmersos en un tiempo que es, para ellos, único; el
tiempo de amar y equivocarse, de matar o ser burlados. Ellos no
saben que ese tiempo es ya pasado y que el ojo de la cámara
los registra como historia. Y el realizador se cuida de indicárselo.
Una comparación con William Wyler parece inevitable. También
el realizador de The Little Foxes (La loba, 1941)
parece preocupado por situar sus personajes en un ambiente y en
una época determinados; también parece inclinado a
la comedia sentimental. También es un minucioso que supervisa
todos los aspectos de la filmación y dirige con mano firme
y suave a los actores. Pero ahí se agota el paralelo. Así
como Wyler parecería incapaz de realizar una película
como Occupe-toi d'Amélie o como L'auberge rouge,
también Autant-Lara parecería incapaz de las mejores
tragedias de Wyler: de Dead End (Callejón sin salida,
1937), de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas,
1939), de The Little Foxes. Esta aproximación con
Wyler permite subrayar más fuertemente la condición
última del arte de Autant-Lara: su habilidad para mantenerse
en un terreno neutro entre la tragedia y el melodrama, para hacer
crónica sentimental y no historia.
Sin embargo, ahí está Le diable au corps que
ahonda más de lo calculado, que remueve temas y personajes
de mayor significación, que redondea su materia en forma
difícil de olvidar. La existencia de esta película
basta para desbaratar toda teoría de un Autant-Lara meramente
superficial y divertido. A menos que se resuelva el problema calificándola
de excepción. Lo que no es sino escamotear el verdadero planteo.
Porque no se puede saber si en Le diable au corps acertó
Autant-Lara con un tema y unos personajes que sobrepasan su medida
normal o, por el contrario, si encontró allí por vez
primera en una industria que deja poco resquicio para la creación
o para la rebelión auténtica, la oportunidad de expresar
toda su medida."
E. R. M.
Bibliografía. No parece existir un estudio
de conjunto sobre Autant-Lara. Para el período de la ocupación
alemana puede consultarse Cinéma de France de Roger
Regent (Editions Bellefaye, París, 194&). En Sequence
12 (Londres, 1950, hay una buena reseña de Sylvie
et le fantôme. En los Cahiers de l'IDHEC Jean Prat
y Jacques Tournier han estudiado exhaustivamente Le diable au
corps, aunque no señalan la diferencia de tono entre
novela y film. Pueden consultarse otras reseñas sobre el
film, de Jean Desternee (en Revue du Cinéma 7, París,
1947) y de Gavin Lambert (en Sequence 5, 1948). Las declaraciones
de Autant-Lara se pueden ver en Revue du Cinéma 6 (1947)
y 19-20 (1949); las de Jean Aurenche en Ecran 61 (28 agosto
1946).
|