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"Michael Redgrave"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº
7
setiembre 1952
Una revelación
"Para muchos espectadores la interpretación de Michael
Redgrave en Odio que fue amor (The Browning Version,
1951) parecerá una revelación. La autoridad histriónica,
la experiencia que revela, sólo agregará sorpresa
a la circunstancia misma del descubrimiento. Qué había
hecho antes este gran actor, se podrá preguntar. Dónde
estaba hasta ahora. La verdad es que Redgrave tiene una carrera
cinematográfica -y teatral- tan larga e ilustre como la de
cualquier otro intérprete de su generación. Y sólo
deficiencias en la programación de los films británicos
han impedido que aquí sea menos conocido que un Laurence
Olivier o un James Mason.
Los más memoriosos recordarán, sin duda, dos de sus
mayores creaciones. En Al morir la noche (Dead of Night,
1945), Redgrave era una ventrílocuo que enloquecía
al creer que su muñeco quería abandonarlo por un colega.
En un film en que lo fantástico era norma este episodio (magistralmente
dirigido por Cavalcanti) detallaba la tortura del protagonista,
la locura que se iba apoderando de él, los celos en que desembocaba
su equívoca pasión y la destrucción del muñeco
con la que se liquidaba su razón. Redgrave decía el
personaje con inteligencia y patetismo. La escena final lo mostraba,
ya loco en el asilo, en una horrible mueca alegre de la que salía
su propia voz deformada como la del muñeco.
Otro personaje torturado fue Orin en Electra (Mourning
Becomes Electra, Dudley Nichols, 1947). La maciza trilogía
de O'Neill, apenas abreviada para su traslado cinematográfico,
tenía escasa significación. Pero Redgrave compuso
con fuerza a un personaje que venga la muerte de su padre asesinando
al amante de su madre y que luego se suicida, víctima de
deseos incestuosos por su hermana. Otra vez la locura, la pasión
equívoca, fueron las circunstancias que debió expresar.
Tan convincente pareció su trabajo que el American National
Board of Film Review lo declaró el mejor actor del año.
Pero Redgrave había conocido ya, en otra tierra y en otros
medios, distintos triunfos.
Iniciación dramática
Un año menor que Sir Laurence Olivier, cuatro menor que
John Gielgud, seis que Sir Ralph Richardson, Michael Redgrave (que
nació en Bristol en 1908) no ha alcanzado en el teatro la
popularidad y la estima que estos tres actores. No ha escatimado
esfuerzo, sin embargo, por obtener uno de los primeros puestos en
la disputada escena británica. Tenía dos años
cuando, tal vez involuntariamente, pisó un escenario (Melbourne,
Australia); de muchacho participó en los Festivales shakespereanos
en Stratford-on-Avon; mientras estudiaba francés y alemán
en Cambdrige (Magdalene College) fue uno de los animadores del excelente
conjunto de aficionados que se conoce por la sigla ADC:
En 1936, Redgrave ingresó al Old Vic donde se destacó
como Orlando junto a la Rosalinda de Edith Evan, en una dinámica
versión de As You Like It. También fue aplaudido
como Laertes en un Hamlet memorable que protagonizó Olivier.
Después de esta importante experiencia se unió a la
compañía de John Gielgud en la que hizo un Bolingbroke
(Richard II), un Charles Surface (The School for Scandal,
de Sheridan) y un Tusenbach (Tres hermanas, de Chejov) que
merecieron elogios de la crítica. Pero su culminación
como actor teatral en este período de preguerra habría
de ser la composición del afeminado Aguecheek en una brillante
versión de Twelfth Night que dirigió Miche
St. Denis. La guerra interrumpió (hasta 1947) la carrera
teatral de Redgrave pero no cortó la cinematográfica,
que se había iniciado más tardíamente pero
que no conocería interrupciones duraderas.
Alguna reticencia y ciertos triunfos
Durante muchos tiempo Redgrave declinó hacer cine. Sospechaba,
tal vez con razón, que un auge mejor remunerado, el actor
de cine está más absolutamente en manos de otros (libretistas,
directores, fotógrafos) que sobre el abierto escenario. Creía,
probablemente, que un cine organizado como industria del entretenimiento
ofrece pocas oportunidades a un espíritu acostumbrado a Shakespeare
o Sheridan, a Chejov o Strindberg. Y en cierto sentido sus reservas
(si éstas fueron) resultarían justificadas. El cine
le trajo fama y bienestar económico, pero le ofreció
durante algún tiempo pocos personajes verdaderos.
En 1938 tuvo el papel protagónico en un melodrama de Hitchcock
que algunos consideran ejemplar: La Dama Desaparece (The
Lady Vanishes). El viejo maestro no necesita grandes intérpretes,
aunque puede usarlos si los tiene a mano. Redgrave no tenía
nada que hacer allí y cobró para no hacerlos. Como
otros actores de este director, Redgrave sólo tenía
que ser simpático y emplear su dinamismo en solucionar un
problema que ya había sido aclarado por el libretista.
Fácil, aunque un poco más escabroso fue el galán
de Elizabeth Bergner en Vida Robada (Stolen Life,
Paul Czinner, 1938). Redgrave debió parecer naturalmente
perplejo en un papel que le hacía enamorarse de una melliza
y casarse con otra para resultar, más tarde, unido a la primera.
El film era un pretexto para el virtuosismo de la Bergner y sólo
el zorro de Wilfrid Lawson conseguía robar alguna escenita.
De mayor compromiso fue el papel del minero galés en La
Avalancha (The Stars Look Down, Carol Reed, 1939). Aunque
Reed no había alcanzado todavía la fluidez expositiva
de sus mejores films, La Avalancha contenía episodios
maestros. Uno de ellos -el largo discurso del protagonista en pro
de la industria minera-, daba a Redgrave su primera oportunidad
en el cine. Una oportunidad mayor habría de ofrecerle la
siguiente película del mismo Reed: Kipps (1941, sobre
una novela de H. G. Wells), donde, según la crítica
inglesa, demostró ampliamente su autoridad.
En el último año de la guerra se acumularon sus films.
Tuvo un importante papel en Más allá de las nubes
(The Way to the Stars, Anthony Asquith, 1945). Con gran habilidad
expositiva y sin forzar jamás la sentimentalidad, Asquith
contaba allí la historia de un aeródromo que pasaba
de manos inglesas a norteamericanas. Un elenco competente (John
Mills, Douglass Montgomery, Trevor Howard, Félix Aylmer,
Bonar Colleano, Renée Asherson, Rosamund John, Joyce Carey)
rodeaba a Redgrave. El mismo año, al morir la noche habría
de revelar toda su estatura de actor.
Cuatro films concluyen esta etapa de su carrera en Inglaterra.
De ellos, tres fueron exhibidos aquí, aunque sin merecer
la atención del público. El mejor se llamó
Corazón cautivo (The Captive Heart; Basil Deardem,
1946). Una historieta bastante convencional y a ratos folletinesca,
permitía sin embargo a Basil Dearden la composición
del ambiente de un campo de prisioneros ingleses en Alemania. Allí
era, con bastante convicción, un oficial checo que asumía
la personalidad de uno inglés para poder escapar de los nazis.
Amor que espera (The Years Between, Compton Bennett,
1946) no contaba ni con la sobriedad ni con Dearden. Basado en una
pieza teatral de Daphne du Maurier, autora de Rebecca, presentaba
a Redgrave como un oficial inglés que es dado por muerto
y luego regresa a tiempo para impedir que su esposa sea bígama
por error, y hasta la reconquista. El asunto era novelesco (para
calificarlo suavemente) pero Redgrave expresaba bien esta incómoda
y compleja situación.
Con Los contrabandistas (The Man Within, Bernard
Knowles, 1947) se perdió Redgrave una gran oportunidad. Y
no por culpa suya. El film decía basarse en una novela de
Graham Greene; la primera en presentar ese típico héroe
atormentado por un sentimiento de culpa que le hace traicionar y
traicionarse. En manos más expertas, con un libreto y una
dirección más finos, Redgrave hubiera podido dar,
seguramente, esa alma angustiada. Pero la versión había
sido concebida al nivel de un folletín en tecnicolor y ese
fue el resultado.
La última de estas películas fue The Fame is the
Spur (producida y dirigida por Roy y John Boulting sobre una
novela de Howard Spring, 1947). Redgrave compuso allí el
retrato de un político socialista que, según la crítica
inglesa, se parecía sospechosamente a Ramsay McDonald. Este
fue quizá el papel más rico y largo de su carrera
hasta entonces. Estableció su nombre entre los primeros del
cine inglés. Pero Redgrave no se quedó a cosechar
aplausos. El mismo año cruzó el Atlántico para
hacer dos films en Hollywood.
Fracasos distinguidos y de los otros
Uno de los films que allí hizo fue Electra. Aunque
la película fue un fracaso comercial, aunque la crítica
la consideró un fracaso distinguido, la interpretación
de Redgrave fue memorable. Bochornosa en cambio, y en toda la extensión
de la palabra, fue la otra película: El secreto tras la
puerta (The Secret Beyond the Door, Fritz Lang, 1947).
Acá no existía siquiera la excusa de las puras ambiciones
descolocadas. El film era un subproducto adulterino de Rebecca,
y Redgrave, engordado por una robusta dieta figuraba un marido paranoico
que intentaba asesinar a Joan Bennett en variados y absurdos decorados
de una enorme casa. Aunque todo se explicaba al final, quedaba sin
respuesta la única pregunta que importa; por qué Redgrave
se dejó entreverar en esta empresa senil de Lang.
Otra experiencia, teatral ésta, le esperaba en los Estados
Unidos. Asociado con un productor norteamericano, Norris Houghton,
creó un Macbeth que fue estrenado en Londres y luego
exitosamente presentado en Broadway. La crítica discutió
ampliamente la versión -que acentuaba sutilmente el carácter
bárbaro y criminal del ambiente y el personaje-. No faltaron
opiniones francamente adversas. En descargo de algunas objeciones,
Redgrave pudo haber recordado el carácter contradictorio
y hasta enigmático del mismo Macbeth.
Uno de los primeros, al menos
Pero Macbeth significó algo más que una versión
discutida. Marcó la reincorporación de Redgrave a
la escena. A partir de 1947, y durante casi un lustro, Redgrave
se dedicó de lleno al teatro. Volvió a Inglaterra
y reestrenó El padre, de Strindberg, en una versión
que alguien calificó de notable. De vuelta en el Old Vic
reverdeció viejos laureles y colocó su nombre entre
los primeros del teatro inglés. Fue un imaginario Berowne
en la deliciosa farsa shakespeareana, Love's Labour's Lost; fue
un auténtico Marlow en She Stoops to Conquer, de Goldsmith;
fue un agradable Rakitin en Un mes en el campo de Turguenev;
fue (cuando no) Hamlet en una producción de Hugh Hunt que
habría de repetirse en Zurích y en Elsinore.
Ivor Brown, crítico teatral y autoridad shakespereana, asegura
en un ensayo que su Hamlet era menos lírico, menos
etéreo, más agónico, más real que otros.
Su éxito aseguró a Redgrave una posición de
primera línea que habría de consolidar al año
siguiente.
En 1951, el año del Festival de Gran Bretaña,
Redgrave compartió con Anthony Quayle, los codiciados papeles
protagónicos en un ciclo histórico dado en el Memorial
Theatre de Stratford. Se repusieron cuatro dramas ligados: Richard
II, Henry IV (ambas partes) y Henry V. Redgrave
fue Richard II en una versión en la que también actuó
como coproductor; fue Hotspur en Henry IV; fue Próspero
en The Tempest, obra que cerró con su fantasmagoría
la temporada.
Su Richard fue discutido por parte de la crítica que no
supo ver que el enfoque del personaje estaba subordinado a la concepción
general del ciclo; al verlo completo, algunos rectificaron su juicio
y exaltaron a Redgrave. Hotspur fue unánimemente aclamado.
Pero fue en Próspero donde culminó verdaderamente
su actuación. Tuvo la majestad, la irascible omnipotencia
que el barroco argumento exigía; pero tuvo también
esa ligera locura senil del obsesionado por una idea (vengar una
traición) y tuvo la sabiduría del perdón final,
esa mirada más profunda con que salvó la valla de
las candilejas para clavarse en el corazón del espectador
y despertarlos para la fina lección oculta tras la elaborada
teoría de símbolo. Su interpretación estuvo
enriquecida pro la escenografía del artista australiano Loudon
Saint Hill, que compuso para la isla de Próspero un mundo
casi subacuático en que dominaban los verdes y los grises
plateados, y por la brillante dirección de Michael Benthall.
La misma concepción plástica de Próspero parecía
venir de William Blake: la majestuosa cabellera blanca, el alto
sólido porte, la rama mágica que vibra en la mano,
todo formaba un enorme marco para la conmovida sensibilidad, la
hermosa voz, de Redgrave.
Odio que fue amor
El mismo año del Festival se estrenó en el
Odeon (uno de los mayores cines de Londres) Odio que fue amor.
El film se basa en una celebrada pieza en un acto de Terence Rattigan
que estrenó en 1948 Eric Portman. El autor parece haberse
propuesto mostrar lo que hubiera sido de Mr. Chips si en vez de
casarse con Greer Garson se hubiera casado con Mme. Bovary. El protagonista,
Andrew Crocker-Harris, es un tímido y odiado profesor de
un liceo particular a quien sus alumnos apellidan el Coco o, en
variante más temporal, Himmler. Incapaz de hacerse querer,
acostumbrado a esconder anormalmente su sensibilidad, Crocker-Harris
parece un muerto. Todos se burlan de él: sus alumnos, el
director del establecimiento que lo desprecia y le retacea una ganada
jubilación, su propia mujer que lo traiciona públicamente
con un profesor más joven. La pieza elabora hábil
y rápidamente una serie de situaciones que obligan a Crocker-Harris
a salir de su doloroso aislamiento. Todo el conflicto se reduce
a eso: a mostrar un hombre castigado, a apuntar su rebelión,
quizá efímera. El film (adaptado por el mismo Rattigan)
da un paso más: muestra la rebelión consumada. Hace
pronunciar a Crocker-Harris un discurso de despedida en que expone
ante todos los alumnos su miseria moral ,su soledad, sus limitaciones.
Con este broche traiciona a último momento lo que pareció
ser su tono esencial: la alusión, el sobreentendido, el escamoteo
o la postergación de la gran escena operática.
Y sin embargo esta modificación es ejemplar. Denuncia una
falla que en la pieza no resulta tan evidente pero que la cámara
cinematográfica registra con nitidez: la artificialidad de
todo el drama, la naturaleza de problema visto y planteado desde
fuera. La agonía de Crocker-Harris está dada en realidad,
en términos demasiado simétricos; el personaje está
construido cerebralmente y no expresado en su conflictualidad viva.
Es una pieza brillante pero no es un retrato cabal. Es teatral,
en el sentido más obvio del término.
La interpretación de Michael Redgrave, sin embargo, se saltea
esta artificiosidad, la supera con una auténtica emoción
contenida. Articulando pieza a pieza cada uno de los rasgos de ese
monstruo desdichado que es Crocker-Harris, están la inteligencia
de Redgrave, su experiencia de la composición dramática,
y una voz en falsete que tiene alguna resonancia de la de Richard
Haydn (sin la bufonería); pero está también
algo más raro en un intérprete: una generosa condición
para el patetismo, una emoción poderosa y contenida. No importa
que el papel sea un deliberado morceau de bravoure, que las
reacciones sean previsibles, el desarrollo demasiado simétrico.
Ese patetismo de Redgrave está certificando la autenticidad
final de cada gesto, de cada tono de voz, de cada silueta. La creación
de Crocker-Harris es, sin hipérbole, su máxima interpretación
para el cine hasta hoy.
Con un libreto tan teatral y con un intérprete tan absorbente,
la labor del director Anthony Asquith pareció simplificada
(y relegada, es claro, a un decoroso segundo plano). El film multiplica
discretamente los escenarios pero no subordina ningún artificio
técnico a la buena exposición dramática. Fotografía
de cerca de los actores, mueve la cámara en torno de ellos,
explota los mejores ángulos. Y, con una excepción,
consigue estar sólidamente interpretado por Nigel Patrick
como amante, Wilfrid Hyde-White como Director y el excelente Brian
Smith, como Taplow. En un papel que no le corresponde, Jean Kent
es la única excepción. Es demasiado joven y demasiado
obvia en su juego dramático.
Pathos, es claro
Quizá la única palabra que pueda expresar cabalmente
la esencia del arte histriónico de Michael Redgrave sea esa
tan abusada: pathos. Es condición del gran actor trágico
suscitar esa emoción avasalladora, esa efusión apasionada
y sin sensiblería. Redgrave aporta a sus personajes el contralor
de una inteligencia lúcida, de una sensibilidad delicada;
pero aporta sobre todo esa condición tan escasa: el auténtico
patetismo. Algo que no tienen ni el brillante Olivier ni el inquieto
Barrault; algo que ocasionalmente han alcanzado Richardson y Gielgud
en la escena inglesa, Jouvet en la francesa.
Redgrave sabe llevar sin excesos una escena dramática a
su momento intolerable; sabe soltar y contener la emoción
para no perder nada de ella, para no estropearla con cursilerías.
En todas sus grandes interpretaciones hay ese toque de la emoción
desbordada (y sin embargo tan dosificada). En todas ellas hay una
vertiente que a veces desemboca en la insana, en el horrible pecado.
El ventrílocuo de Al morir la noche, el incestuoso
asesino de Electra, el criminal Macbeth, el perplejo Hamlet,
el senil Próspero, este Crocker-Harris, todos vacilan y padecen
agonía, todos son también víctimas de sí
mismos. Para dar esa raza de desequilibrados, de almas desolladas,
Redgrave tiene esa misteriosa intuición del actor que sabe
cuándo abrir ancho curso a la emoción, cuándo
contenerla para que crezca. El cine naturalista que rara vez soporta
la explosión sentimental, la gran tragedia, ha podido asimilar
a Redgrave gracias a esa sobriedad implícita, a ese resto
de inteligencia que siempre vigila todo desborde. En Odio que
fue amor, el castigado Crocker-Harris llega a no soportar la
tensión y se desahoga en un breve llanto histérico.
Pero el actor Redgrave gobierna implacablemente esa lastimosa exposición.
Esta misma excelencia para lo patético (que parece su rasgo
más auténtico) le ha sido negada por algún
crítico. J. C. Trewin, el equilibrado autor de The Theatre
since 1900 (Londres, 1951) ha llegado a hablar de a certain
lingering chill in his stage personality (una cierta morosa
frialdad de su personalidad teatral). Este equívoco no parece,
sin embargo, muy difundido. Aunque con cierta lentitud, el público
y la crítica ingleses están empezando a ver en Redgrave
uno de sus grandes actores. Su reciente triunfo en Winter Journey,
pieza de Clifford Odets que ha producido Sam Wanamaker, tal vez
sirva para demostrar hasta a los más escépticos que
Redgrave puede hacer Shakespeare y puede hacer también teatro
contemporáneo, que puede saltar de los personajes caricaturescos
y ricos de Sheridan a los más anémicos de la pantalla.
Es decir: que Redgrave es ya un actor maduro"
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